La tierra de las cuevas pintadas (46 page)

—A veces pienso que ese lobo pertenece a la zelandonia —dijo La Que Era la Primera—. Tendrías que haberlo oído en la Cueva del Mamut. Su aullido parecía una voz sagrada.

—Me alegro de que tengas una acólita nueva, pero siempre me ha sorprendido que tengas sólo una —señaló el Quinto—. Yo siempre tengo varios; ahora mismo estoy pensando en otro. No todos los acólitos llegan a Zelandoni, y si alguno decide renunciar, siempre me quedará otro. Deberías planteártelo… aunque no soy quién para decírtelo.

—Puede que tengas razón. Me lo pensaré. Siempre tengo en perspectiva a varias personas que podrían ser buenos acólitos, pero tiendo a esperar a necesitar uno —contestó la Primera—. El problema de ser la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre Tierra es que soy responsable de más de una caverna y no tengo mucho tiempo para dedicar al adiestramiento de acólitos, y por eso prefiero concentrarme en uno solo. Antes de marcharme de la Reunión de Verano, tuve que elegir entre mi responsabilidad para con los zelandonii y mi obligación de preparar a la próxima Zelandoni de la Novena Caverna. La última ceremonia matrimonial aún no se había realizado, pero como eran pocos quienes planeaban emparejarse, y me constaba que la Decimocuarta podía arreglárselas sola, decidí dar prioridad a la Gira de la Donier de Ayla.

—Seguro que la Decimocuarta te sustituyó con mucho gusto —comentó el Quinto con desdén y cierto tono de complicidad, conocedor de las tensiones entre la Primera y la Zelandoni de la Decimocuarta Caverna, que no sólo deseaba su cargo, sino que consideraba que lo merecía—. Cualquier Zelandoni lo haría. Vemos el prestigio, pero no siempre vemos los problemas… y me incluyo.

Las cornisas que sobresalían en torno a ellos eran refugios de piedra vaciados por la erosión del viento y la lluvia en las paredes de piedra caliza desde tiempos remotos. Sólo estaban habitados unos cuantos, pero los otros podían utilizarse con otros fines. Algunos de ellos se empleaban para el almacenamiento, o como sitio tranquilo donde ejercer un oficio, o como lugar de encuentro para una pareja que deseaba estar a solas, o para pequeños grupos de jóvenes o viejos que necesitaban planear actividades. Y normalmente se reservaba uno para hospedar a los visitantes.

—Espero que estéis cómodos aquí —dijo el Quinto mientras los conducía al interior de uno de los refugios de piedra naturales cerca del pie del precipicio. El espacio interior era bastante amplio, con el suelo llano y el techo alto, abierto por delante pero protegido de la lluvia. Cerca de una pared lateral había esparcidos varios cojines raídos, y unos cuantos círculos oscuros de ceniza, un par de ellos con piedras alrededor, mostraban dónde habían encendido sus fogatas los ocupantes anteriores.

—Pediré que os traigan leña y agua. Si necesitáis algo más, decídmelo —dijo el Zelandoni de la Quinta Caverna.

—A mí esto ya me parece bien —contestó la Primera. Volviéndose hacia sus acompañantes, preguntó—: ¿Y vosotros? ¿Necesitáis algo más?

Jondalar negó con un gesto y un gruñido y se fue a desenganchar la angarilla de Corredor para librarlo de su peso y empezar a descargar. Deseaba plantar la tienda dentro del refugio para que se airease y no se mojase si llovía. Ayla había comentado que tal vez se avecinaba lluvia, y él confiaba en su intuición para los cambios meteorológicos.

—Sólo quiero preguntar una cosa —dijo Ayla—. ¿A alguien le molestaría que metiese los caballos en el refugio? He visto que están formándose unas nubes y parece que va a llover, o se avecina… algo. Tampoco a los caballos les gusta mojarse.

Justo cuando Jondalar se llevaba al joven corcel, este defecó, dejando un rastro de bosta marrón con restos de hierba en el suelo, que desprendía un fuerte olor a caballo.

—Si queréis proteger a los caballos de la lluvia, adelante —respondió el Zelandoni de la Quinta Caverna, y sonrió—. Si a vosotros no os importa, dudo que preocupe a alguien más.

Varias personas más sonrieron y esbozaron muecas burlonas. Una cosa era maravillarse ante los animales y quienes poseían la capacidad de controlarlos y otra ver a un animal satisfacer sus necesidades fisiológicas, circunstancia que le restaba poder de fascinación, parte de su magia. Ayla había observado la actitud reservada de la gente cuando llegaron y se alegró de que Corredor hubiese elegido ese momento para demostrar que era sólo un caballo.

La Zelandoni recogió los cojines y los examinó. Algunos eran de cuero, otros de fibras vegetales tejidas, como hierba, juncos y hojas de anea, y en varios asomaba el relleno por los bordes rotos o abiertos, probablemente la razón por la que los habían dejado en ese refugio apenas usado. Golpeó varios de ellos contra la pared de piedra para sacudir el polvo y la tierra y los apiló cerca del círculo de ceniza adonde Jondalar había llevado la tienda plegada. Ayla se pasó a Jonayla a la espalda para poder ayudarlo a instalar la tienda.

—Ya la cojo yo —se ofreció la mujer corpulenta, tendiendo los brazos hacia Jonayla. Vigiló a la pequeña mientras Jondalar y Ayla plantaban la tienda dentro del refugio frente a uno de los círculos de ceniza rodeados de piedras y disponían lo necesario para encender un fuego cuando lo necesitaran. A continuación, extendieron las pieles de dormir y demás. Lobo siempre se quedaba con ellos en la tienda. Finalmente colocaron las dos angarillas al fondo del refugio y prepararon un lugar para los caballos bajo la repisa frente a ellos, apartando de paso los recientes excrementos de Corredor.

Los observaba un corrillo de niños, sin atreverse a acercarse, hasta que al final una niña sucumbió a la curiosidad. Se aproximó a la Zelandoni y al bebé. La Primera calculó que la niña debía de contar nueve o diez años.

—Me gustaría coger al bebé en brazos —dijo—. ¿Puedo?

—Si ella te deja. Tiene sus propias opiniones —respondió la mujer.

La niña extendió los brazos hacia ella. Jonayla vaciló, pero le sonrió tímidamente cuando ella se acercó y se sentó. Finalmente, Jonayla se desprendió de la Zelandoni y gateó hacia la desconocida, que la cogió y se la puso en el regazo.

—¿Cómo se llama?

—Jonayla —contestó la mujer—. ¿Y tú?

—Hollida —se presentó la niña.

—Parece que te gustan los bebés —comentó la Zelandoni.

—Mi hermana tiene una niña pequeña, pero se ha ido a visitar a la familia de su compañero. Él es de otra caverna. No la he visto en todo el verano —explicó Hollida.

—Y la echas de menos, ¿verdad?

—Sí. No me lo esperaba, pero así es.

Ayla vio a la niña en cuanto se acercó, y observó el intercambio. Sonrió para sí, recordando lo mucho que ella deseaba un hijo cuando era más joven. Se acordó de Durc y se dio cuenta de que ahora contaría el mismo número de años que esa niña, pero en el clan se lo consideraría mucho más cerca de la edad adulta. «Se hace mayor», pensó. Sabía que nunca más vería a su hijo, pero a veces no podía evitar pensar en él.

Jondalar advirtió la expresión melancólica en su rostro mientras contemplaba a la niña jugar con Jonayla y se preguntó qué debía de estar pasándole por la mente. De pronto Ayla cabeceó, sonrió, llamó a Lobo y se acercó a ellas. Si la niña va a estar con Jonayla, pensó Ayla, más vale que le presente a Lobo para que no le tenga miedo.

Una vez descargados los bultos e instalados ellos tres, regresaron al primer refugio de piedra. Hollida los acompañó, caminando al lado de la Primera. Los demás niños, que habían estado observando, se echaron a correr ante ellos. Cuando los visitantes se aproximaron al refugio del Zelandoni de la Quinta Caverna, varias personas esperaban en la parte delantera de la gran abertura en la piedra. Los niños habían anunciado con antelación su llegada. También daba la impresión de que había una celebración prevista: varias personas guisaban en los hogares. Ayla se preguntó si no tenía que haberse cambiado la ropa de viaje para ponerse algo más adecuado, pero ni Jondalar ni la Primera se habían mudado. Unas cuantas personas salieron del refugio situado al norte y de los que estaban al otro lado del valle cuando ellos pasaron por allí. Ayla sonrió para sí. Era evidente que los niños habían avisado a los demás de su llegada.

De repente el espacio de la Quinta Caverna la indujo a pensar en Roca de los Dos Ríos de la Tercera Caverna y en Roca del Reflejo de la Decimonovena Caverna. Allí los espacios de vivienda se distribuían en terrazas residenciales, formadas una encima de otra en imponentes paredes de roca, bajo salientes que protegían el interior de la lluvia y la nieve. Aquí, en cambio, había varios refugios más cerca del nivel del suelo a ambos lados del pequeño río. Pero era la proximidad de los diversos lugares habitados lo que los convertía en una sola caverna. Se le ocurrió entonces que la Vigésimo novena Caverna intentaba hacer lo mismo, sólo que sus espacios de vivienda estaban más desperdigados. Lo que los unía era la zona común de caza y forrajeo.

—¡Saludos! —dijo el Zelandoni de la Quinta Caverna cuando se acercaron—. Espero que estéis a gusto en el sitio que os hemos asignado. Vamos a celebrar un banquete comunitario en vuestro honor.

—No hace falta que os toméis tantas molestias —dijo La Que Era la Primera.

El Zelandoni la miró.

—Ya sabes cómo son estas cosas: la gente aprovecha cualquier excusa para organizar una celebración. Vuestra visita es una razón especialmente válida. No todos los días recibimos a la Zelandoni de la Novena Caverna que es también La Que Es la Primera. Pasad. Has dicho que querías enseñar a tu acólita nuestros lugares sagrados. —Se volvió para dirigirse a Ayla—. Nosotros vivimos en el nuestro —explicó mientras los guiaba al interior.

Ya dentro del refugio de piedra, Ayla, sorprendida por el colorido, paró en seco. Varias paredes estaban decoradas con pinturas de animales, lo cual no era del todo insólito, pero muchas de ellas estaban pintadas sobre un fondo de vivo color ocre rojo. Y las representaciones de los animales eran más que esbozos, o dibujos; la mayoría estaban coloreadas, sombreadas para destacar los contornos y las formas. Una pared en particular captó la atención de Ayla. Era una pintura de dos bisontes reproducidos exquisitamente, uno de ellos, a todas luces, una hembra preñada.

—Sé que la mayoría de la gente talla o pinta las paredes de sus refugios, y puede considerar sagradas las imágenes, pero para nosotros todo este espacio es sagrado —explicó el Zelandoni de la Quinta Caverna.

Jondalar había visitado la Quinta Caverna varias veces y admirado las pinturas en las paredes de sus refugios de piedra, pero nunca le habían parecido distintas de las pinturas y grabados de la Novena Caverna o de cualquier otra cueva o refugio. Ni acababa de entender por qué este refugio debía ser más sagrado que otros, aunque ciertamente el color y la decoración estaban más presentes que en la mayoría. Simplemente asumía que ese era el estilo preferido de la Quinta Caverna, como los intrincados tatuajes y el peinado de su Zelandoni.

El Zelandoni de la Quinta Caverna miró a Ayla, junto al lobo alerta, y luego a Jondalar y la niña, cómodamente instalada en la sangría de su brazo, mirando alrededor con interés, y finalmente a la Primera.

—Como el banquete todavía no está listo, permitidme que os enseñe el lugar —propuso.

—Sí, buena idea —contestó la Primera.

Salieron del refugio y entraron en otro situado inmediatamente al norte. En realidad era la continuación del primero. También estaba decorado, pero de una manera distinta, creando la sensación de que se trataba de dos refugios diferentes. Había pinturas, como un mamut pintado de rojo y negro, pero algunas paredes presentaban grabados con profundo relieve y otras incluían grabados y pinturas. Ciertos grabados despertaron curiosidad a Ayla. No sabía qué significaban.

Se acercó a una pared para verlos más de cerca. Había unos orificios en forma de vaso, y otros ovales, con un segundo óvalo alrededor y, en el centro, una marca semejante a un agujero que se extendía formando una línea. Vio cerca de allí, en el suelo, el núcleo de un cuerno, labrado de modo que parecía el miembro viril. Cabeceó y volvió a mirar. Luego casi sonrió. Era exactamente eso. Cuando miró de nuevo las formas ovales, se le ocurrió que tal vez representaban los órganos femeninos.

Se volvió y miró a Jondalar y la Primera, y luego al Zelandoni de la Quinta.

—Esto parecen las partes masculinas y femeninas —dijo—. ¿Es eso?

El Quinto sonrió y asintió.

—Aquí es donde se alojan nuestras mujeres-donii y donde a menudo celebramos la Festividad de la Madre, y a veces los ritos de los Primeros Placeres. También es donde me reúno con mis acólitos cuando los alecciono, y donde ellos duermen. Este es un lugar muy sagrado —informó el Quinto—. Me refería a eso cuando he dicho que vivimos en nuestros Sitios Sagrados.

—¿Tú también duermes aquí? —preguntó Ayla.

—No, yo duermo en el primer refugio, al otro lado de este, cerca del bisonte —contestó—. Creo que no conviene que un Zelandoni pase todo el tiempo con sus acólitos. Necesitan relajarse, lejos de la mirada restrictiva de su mentor, y tengo otras cosas que hacer y personas a quienes ver.

Cuando volvían a la primera zona del refugio, Ayla preguntó:

—¿Sabéis quién hizo vuestras imágenes?

La pregunta cogió un poco desprevenido al Quinto. No era una duda que acostumbrasen plantear los zelandonii. La gente estaba habituada a su arte; siempre había estado allí, o conocían a quienes lo realizaban en la actualidad, y nadie necesitaba preguntarlo.

—Los grabados no —respondió, después de una pausa para reflexionar—. Son obra de los antiguos, pero varias de nuestras pinturas son de una mujer que, de joven, enseñó a Jonokol. La que fue Zelandoni de la Segunda Caverna antes de la de ahora. Se la consideraba la mejor artista de su época, y fue ella quien vio las posibilidades en Jonokol cuando aún era niño. También vio posibilidades en uno de nuestros jóvenes artistas. Ahora camina por el otro mundo, lamento decir.

—¿Y el cuerno tallado? —preguntó Jondalar, señalando el objeto fálico, que él también había visto—. ¿Quién lo hizo?

—Fue un regalo al Zelandoni anterior a mí, o quizá al anterior a él —contestó el Quinto—. A algunos les gusta tenerlo presente durante la Festividad de la Madre. No estoy muy seguro, pero quizá se haya usado para explicar los cambios que experimenta el órgano de un hombre. O puede haber formado parte de los Primeros Ritos, sobre todo para muchachas a quienes no les gustaban los hombres, o les tenían miedo.

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