La tierra de las cuevas pintadas (45 page)

A los miembros de la Decimocuarta Caverna se los tenía por pescadores excepcionales. Todas las cavernas pescaban alguna vez, pero ellos estaban especializados en la captura de peces. Por su pequeño valle discurría un río bastante caudaloso que nacía a muchos kilómetros de allí. Lo poblaban especies muy diversas de peces, y era además el lugar de desove del salmón en temporada. También pescaban en el Río, y empleaban técnicas muy distintas. Habían desarrollado encañizadas para atrapar peces y dominaban la pesca con arpón y red, así como el uso de la ballestilla, una especie de anzuelo recto y puntiagudo en ambos extremos.

El refugio de la Undécima Caverna se hallaba cerca del Río, tenía acceso a un gran número de árboles y había desarrollado el arte de construir balsas, transmitido y mejorado de generación en generación. También se impulsaban río arriba y abajo con pértigas transportando sus mercancías, así como mercancías de otras cavernas, con lo que adquirían beneficios y obligaciones de sus vecinos, que podían trocarse por otras mercancías y servicios.

La Novena Caverna estaba situada junto a Río Abajo, un lugar empleado como punto de reunión por los artesanos locales. Por consiguiente, muchas de esas personas se trasladaban a la Novena Caverna, lo que explicaba en parte el gran número de personas que vivían allí. Si alguien deseaba encargar una herramienta especial o un cuchillo, o paneles de cuero de los que se usaban para la construcción de moradas, o cuerda nueva, ya fuera soga gruesa o cordel fino, o ropa o tiendas o materiales para hacerlas, o cuencos y vasos de madera o tejidos, o una pintura o una talla de un caballo, un bisonte u otro animal, o los más diversos objetos creativos, acudía a la Novena Caverna.

La Quinta Caverna, por su parte, se consideraba muy autosuficiente en todos los sentidos. Contaban con cazadores, pescadores y artesanos muy diestros de todo tipo. Construían incluso sus propias balsas, y sostenían que las habían inventado ellos, pese a que la Undécima se atribuía también ese mérito. Sus doniers eran muy respetados y siempre lo habían sido. Varios refugios de piedra del pequeño valle estaban decorados con pinturas y tallas de animales, algunos en alto relieve.

Sin embargo, la mayoría de los zelandonii consideraba a la Quinta Caverna especializada en la creación de joyas y de cuentas como adorno personal y ornamentación. Cuando alguien quería un collar nuevo o diversas clases de cuentas para coser en la ropa, a menudo iba a la Quinta Caverna. Dominaban especialmente la confección de cuentas de marfil, y la elaboración de cada cuenta era un proceso largo y arduo. También horadaban las raíces de los dientes de distintos animales para hacer pendientes y cuentas características, y los preferidos eran los colmillos de ciervo rojo. Se aprovisionaban de conchas de diversa índole procedentes tanto de las Grandes Aguas del Oeste como del extenso Mar del Sur.

Cuando los viajeros de la Novena Caverna llegaron al pequeño valle de la Quinta, enseguida se vieron rodeados de gente. Todo el mundo salió de los refugios de piedra de las paredes rocosas a ambos lados del pequeño río. Varias personas se hallaban ante la gran abertura de un refugio orientado al suroeste. Aparecieron otras procedentes de un refugio al norte de este, y del otro lado del valle llegó más gente. A los viajeros les sorprendió ver a tantas personas, más de las que esperaban. O una gran proporción de la caverna había decidido no ir a la Reunión de Verano, o bien había regresado antes de tiempo.

La gente se acercó con curiosidad, pero todos se mantuvieron a cierta distancia. Se contenían por miedo y asombro. Jondalar era un personaje conocido entre todos los zelandonii, excepto entre quienes habían llegado a la edad adulta durante su ausencia. Y todos habían oído hablar de su regreso de un largo viaje y habían visto a la mujer y los animales que había traído consigo, pero el desfile de Jondalar y la forastera con su hija, el lobo, tres caballos, incluida la potranca, y La Que Era la Primera sentada en un asiento arrastrado por uno de los caballos, causaba sensación. Para muchos, tenía algo de sobrenatural ver a unos animales exhibir un comportamiento tan dócil cuando deberían huir.

Uno de los primeros en verlos había ido corriendo a decírselo al Zelandoni de la Quinta Caverna, que los esperaba. El hombre, uno de quienes se hallaban ante el refugio de la derecha, se aproximó con una cordial sonrisa. Era de mediana edad, pero tirando a joven. Tenía cabello castaño y largo, recogido detrás y envuelto en torno a la cabeza en un complejo peinado, y los tatuajes en su rostro que anunciaban su importante posición eran más recargados de lo necesario, pero no era el único Zelandoni con tatuajes muy ornamentados. Exhibía una suave redondez, y debido a la carnosidad del rostro, sus ojos parecían más pequeños, dándole un aire de perspicaz inteligencia, impresión no del todo falsa.

Al principio, la Primera se había reservado su opinión sobre el Zelandoni, sin saber si podía confiar en él, ni siquiera si le caía bien. Aquel hombre podía defender sus opiniones con contundencia, incluso cuando eran contrarias a las de ella, pero había demostrado su fiabilidad y lealtad, y en las reuniones y consejos, la Primera acabó confiando en la sagacidad de sus recomendaciones. Ayla aún recelaba un poco de él, pero cuando conoció el buen concepto que tenía la Zelandoni, se sintió más predispuesta a darle crédito.

Otro hombre salió del refugio de piedra detrás de él, uno de quien Ayla había desconfiado ya la primera vez que lo vio. Madroman, nacido en la Novena Caverna, se trasladó más tarde a la Quinta. Por lo visto, se había convertido en acólito de ese grupo. El Zelandoni de la Quinta Caverna tenía varios acólitos, y si bien Madroman quizá se contara entre los más antiguos, no era el de mayor rango. Aun así, a Jondalar le sorprendió saber que había sido admitido en la zelandonia.

En su juventud, cuando Jondalar se enamoró de la Primera, por entonces la acólita llamada Zolena, otro joven, de nombre Ladroman, deseó que Zolena fuese su mujer-donii. Celoso de Jondalar, los espió, y oyó a Jondalar cuando intentaba convencer a Zolena para que se emparejase con él. Eran las mujeres-donii quienes en principio debían evitar tales enredos. Los jóvenes a quienes instruían eran considerados demasiado vulnerables ante las mujeres mayores y experimentadas. Pero Jondalar era alto y maduro para su edad, extraordinariamente apuesto y carismático, con unos llamativos ojos azules, y tan atractivo que ella no lo rechazó de inmediato.

Ladroman informó a los zelandonia y a todo el mundo que esa pareja estaba violando los tabúes. Jondalar se peleó con él a causa de eso, y también por espiarlos, lo que se convirtió en un gran escándalo, no sólo por la relación entre ellos, sino porque Jondalar, en el enfrentamiento, rompió dos dientes delanteros a Ladroman. Eran dientes permanentes que ya nunca le volverían a crecer. Debido a eso no sólo empezó a hablar con un ceceo, sino a tener, además, problemas para masticar. La madre de Jondalar, por entonces jefa de la Novena Caverna, se vio obligada a pagar una cuantiosa indemnización por el comportamiento de su hijo.

A resultas de todo aquello, decidió mandar a Jondalar con Dalanar, el hombre con quien estaba emparejada al nacer Jondalar, el hombre de su hogar. Aunque Jondalar al principio se lo tomó mal, acabó agradeciéndolo. El castigo —como él lo interpretó, si bien su madre lo consideró más exactamente un período de apaciguamiento hasta que las aguas volvieran a su cauce y la gente tuviese tiempo para olvidar el suceso— permitió al joven conocer mejor a Dalanar. Jondalar presentaba un gran parecido con el hombre de mayor edad, no sólo físicamente, sino también en cuanto a ciertas aptitudes, sobre todo la talla del pedernal. Dalanar le enseñó el oficio al mismo tiempo que a su prima cercana, Joplaya, la hermosa hija de la nueva compañera de Dalanar, Jerika, que era la persona más exótica a quien Jondalar había conocido. La madre de Jerika, Ahnlay, que la trajo al mundo durante el largo viaje realizado con su compañero, había muerto cerca de la mina de pedernal descubierta por Dalanar. Pero el compañero de su madre, Hochaman, había vivido hasta ver realizado su sueño.

Era un gran viajero que había recorrido todo el camino desde los Infinitos Mares del Este hasta las Grandes Aguas del Oeste, si bien al final Dalanar tuvo que acarrearlo sobre sus hombros. Cuando devolvieron a Jondalar a su hogar de la Novena Caverna unos años después, la caverna de Dalanar hizo un viaje especial un poco más al oeste para que el diminuto anciano, Hochaman, viera las grandes aguas una vez más, de nuevo a hombros de Dalanar. Dio los últimos pasos por su propio pie y, en la orilla del mar, se hincó de rodillas para que las olas lo mojaran y saboreó la sal. Jondalar acabó sintiendo un gran afecto por todos los lanzadonii y dio gracias por haber sido expulsado de su hogar, ya que así descubrió que tenía un segundo hogar.

Jondalar sabía que la Zelandoni tampoco sentía mucho aprecio por Ladroman después de todos los trastornos que le había causado, pero en cierto modo esos problemas la llevaron a tomarse más en serio la zelandonia y sus obligaciones como acólita. Terminó siendo una gran Zelandoni, elegida Primera justo antes de que Jondalar iniciara el viaje con su hermano. De hecho, esa era una de las razones por las que se fue. Albergaba aún hondos sentimientos hacia ella, y sabía que ella ya nunca se emparejaría con él. Al volver con Ayla y sus animales pasados cinco años, descubrió sorprendido que Ladroman se había cambiado de nombre, y ahora se llamaba Madroman —si bien nunca entendió la razón—, y había sido aceptado por la zelandonia. Eso significaba que al margen de quien lo hubiera propuesto, La Que Era la Primera había tenido que aceptarlo.

—¡Saludos! —exclamó el Zelandoni de la Quinta Caverna, tendiendo ambas manos a la Primera mientras esta se apeaba de la parihuela especial—. Pensaba que no tendría ocasión de verte este verano.

La Primera le cogió las dos manos y se inclinó para rozarle la mejilla con la suya.

—Te busqué en la Reunión de Verano, pero me dijeron que habías ido a otra con algunas de las cavernas vecinas.

—Así es, eso hicimos. Es una larga historia que ya te contaré, si quieres oírla.

La Zelandoni asintió, confirmando que deseaba saber lo sucedido.

—Pero primero buscaré un lugar para vosotros, y para vuestros… esto... compañeros de viaje —dijo, lanzando una mirada elocuente a los caballos y Lobo. Los condujo al otro lado del pequeño río, y cuando llegaron a un trillado camino junto al cauce en medio del pequeño valle, prosiguió con la explicación—: En esencia se trataba de reforzar las amistades con cavernas cercanas. Era una Reunión de Verano más pequeña, y oficiamos las ceremonias necesarias muy pronto. Nuestro jefe y parte de nuestra caverna fue de cacería con ellos; otros participaron en visitas y en la recolección de frutos, y el resto volvimos aquí. Tengo a una acólita completando el año de observación de las puestas de sol y los cambios en la luna, y yo deseaba estar aquí cuando terminase, el momento en que el sol permanece inmóvil. Pero ¿qué os trae por aquí?

—También yo estoy adiestrando a una acólita. Ya conoces a Ayla. —La mujer corpulenta señaló a la joven que la acompañaba—. Puede que haya llegado a tus oídos que Ayla es mi nueva acólita y hemos iniciado su Gira de la Donier. Quería asegurarme de que vea vuestros lugares sagrados. —Los dos miembros de mayor edad de la zelandonia cruzaron un gesto en reconocimiento de sus mutuas responsabilidades—. Cuando Jonokol se trasladó a la Decimonovena Caverna, yo necesitaba otro acólito. Creo que se enamoró de aquella nueva cueva sagrada que Ayla encontró. Siempre ha sido artista ante todo, pero ahora se ha entregado en cuerpo y alma a la zelandonia. La Zelandoni de la Decimonovena no está muy bien de salud. Espero que viva lo suficiente para acabar de adiestrarlo como es debido.

—Pero si era tu acólito. Seguro que estaba ya bien preparado antes de marcharse —observó el Zelandoni de la Quinta Caverna.

—Sí, estaba instruido, pero en realidad cuando era mi acólito no mostraba mucho interés —dijo la Primera—. Como era tan hábil en la creación de imágenes tuve que introducirlo en la zelandonia, pero su verdadera pasión era la pintura. Era listo y aprendía rápido, pero se conformaba con ser acólito; no deseaba realmente convertirse en Zelandoni hasta que Ayla le enseñó la Gruta Blanca. Entonces cambió. En parte porque quería realizar imágenes allí dentro, estoy segura, pero no fue sólo eso. Quiere asegurarse de que sus imágenes son las adecuadas para ese espacio sagrado, así que ahora ha estrechado sus lazos con la zelandonia. Creo que Ayla debió de percibirlo. Cuando ella descubrió la gruta, quería que yo la viera, pero para ella era más importante que la viera Jonokol.

La Primera se volvió hacia Ayla.

—¿Cómo encontraste la Gruta Blanca? ¿Empleaste tu voz en ella?

—Yo no la encontré. Fue Lobo —contestó Ayla—. Estaba en una ladera enterrada entre matorrales y zarzamoras, pero de pronto Lobo desapareció en el suelo bajo la espesura. Corté parte de la maleza para abrirme paso y fui tras él. Cuando me di cuenta de que estaba en una cueva, salí, preparé una antorcha y volví a entrar. Entonces vi qué era. Después fui en busca de la Zelandoni y Jonokol.

Hacía tiempo que el Zelandoni de la Quinta Caverna no oía hablar a Ayla, y su acento era perceptible, no sólo para él, sino también para los otros miembros de su caverna, incluido Madroman. Le recordaba toda la atención recibida por Jondalar a su regreso con la bella forastera y sus animales, y lo mucho que aborrecía a Jondalar. Siempre era el centro de interés, pensó el acólito, especialmente para las mujeres. «Me pregunto qué pensarían de él si le faltaran los dos dientes delanteros», se dijo. «Sí, su madre pagó una indemnización por él, pero no por eso recuperé los dientes.»

«¿Por qué tuvo que volver de su viaje? ¿Y traer además a esa mujer con él? ¡Y hay que ver el revuelo que se arma en torno a ella y esos animales! Yo soy acólito desde hace años, pero es ella quien capta toda la atención de la Primera. ¿Y si ella llega a Zelandoni antes que yo?» Ella apenas le hizo caso cuando se conocieron, se mostró poco más que cortés, y todavía ahora permanecía indiferente a él. La gente le atribuía el mérito de encontrar la nueva cueva, pero, como ella misma había admitido, no fue ella quien la encontró. Fue aquel estúpido animal.

Mientras daba vueltas a todo esto, sonreía, pero para Ayla, que no lo miraba directamente, pero lo observaba con atención de soslayo, captando todo su lenguaje corporal inconsciente —tal como haría una mujer del clan—, esa sonrisa era engañosa y taimada. Se preguntaba por qué el Quinto lo había aceptado como acólito. Era un Zelandoni tan sagaz y astuto que no podía dejarse engañar por él, ¿o quizá sí? Volvió a lanzar una ojeada a Madroman y lo sorprendió mirándola fijamente con tal malevolencia que se estremeció.

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