La tierra de las cuevas pintadas (21 page)

—¿Crees que Lanidar sigue interesado en Lanoga? —preguntó Jondalar, obviamente pensando también en los hijos de Tremeda.

—Desde luego este año la primera vez que la vio le dirigió una sonrisa muy cariñosa —contestó Ayla—. ¿Cómo le va con el lanzavenablos? Tengo la impresión de que ha estado practicando con el brazo izquierdo.

—¡Se le da muy bien! —respondió Jondalar—. De hecho, es increíble verlo. Puede valerse un poco del brazo derecho, y lo emplea para colocar el dardo en el lanzador, pero lo arroja con mucha fuerza y precisión con el brazo izquierdo. Se ha convertido en todo un cazador y se ha ganado el respeto de su caverna, y más prestigio. Incluso el hombre de su hogar, que abandonó a su madre cuando él nació, muestra interés en él. Y su madre y su abuela no le insisten ya en que las acompañe a recoger bayas y otros alimentos continuamente por miedo a que el día de mañana sea incapaz de mantenerse de otra manera. Ellas le confeccionaron ese arnés que lleva, pero fue él quien les dijo cómo lo quería. Te atribuyen a ti el mérito de enseñarle, por cierto.

—Tú también le has enseñado —dijo Ayla, y poco después, añadió—: Puede que se haya convertido en un buen cazador, pero sigo pensando que la mayoría de las madres no lo querrán como compañero de sus hijas —comentó Ayla—. Temerán que el mal espíritu que le deformó el brazo ronde aún cerca de él y pueda transmitir a los hijos de sus hijas el mismo mal. Cuando Lanidar dijo el año pasado que algún día quería emparejarse con Lanoga y ayudarla a criar a sus hermanos, Proleva comentó que, en su opinión, sería una pareja perfecta. Como Laramar y Tremeda tienen el rango más bajo, ninguna madre querrá que su hijo se empareje con ella, pero dudo que nadie plantee muchos reparos al emparejamiento entre Lanidar y Lanoga, y menos si él es buen cazador.

—No. Pero me preocupa que Tremeda y Laramar encuentren la manera de aprovecharse de él —auguró Jondalar—. Me parece que Lanoga no está lista aún para los Primeros Ritos.

—Pero lo estará pronto. Empieza a dar señales. Quizá antes de acabar el verano, para la última ceremonia de los Primeros Ritos de esta temporada. ¿Te han pedido que colabores en los Primeros Ritos de este verano? —preguntó ella, procurando aparentar despreocupación.

—Sí, pero he dicho que aún no estaba preparado para esa responsabilidad —contestó él, sonriéndole—. ¿Por qué? ¿Crees que debería aceptar?

—Sólo si es tu deseo. Algunas jóvenes serían muy felices si aceptaras. Quizá incluso Lanoga —dijo Ayla, volviéndose a mirar a Jonayla para que él no le viese la cara.

—¡Lanoga no! —exclamó él—. ¡Eso sería como compartir los Primeros Ritos con una niña de mi propio hogar!

Ayla lo miró y le sonrió.

—Probablemente seas ya el hombre de su hogar en mayor medida que el hombre que lo es en realidad —observó Ayla—. Has aportado más a esa familia que Laramar.

Se acercaban al campamento principal y la gente empezaba a saludarlos.

—¿Crees que tardaremos mucho en construir un asiento para la angarilla? —preguntó Ayla.

—Si consigo ayuda y nos ponemos a ello pronto, tal vez esta misma mañana, probablemente hayamos acabado ya por la tarde —contestó él—. ¿Por qué?

—¿Debo, pues, preguntarle a la Zelandoni si tendrá un momento para probarlo esta tarde? Dijo que quería hacerlo antes de emplearlo delante de la gente.

—Pregúntaselo. Pediré ayuda a Joharran y a unos cuantos más. Seguro que para entonces ya lo tendremos. —Jondalar sonrió—. Será interesante ver la reacción de la gente cuando la vean arrastrada por los caballos.

Jondalar talaba un árbol joven de tronco recto y robusto, mucho más grueso que los que normalmente elegían para construir una parihuela. El hacha de piedra que usaba tenía en su parte más ancha una especie de punta, y el extremo de corte había sido rebajado hasta reducirlo a una fina sección transversal con el borde afilado y redondeado. El mango de madera tenía en lo alto un agujero de lado a lado en el que iba encajada la parte puntiaguda del hacha. Estaba acoplada de tal modo que, a cada golpe, el hacha se ajustaba más firmemente en el agujero del mango. Las dos piezas estaban bien atadas entre sí con cuero sin curar mojado que se encogía y se apretaba más al secarse.

Un hacha de piedra no era tan resistente como para cortar un tronco mediante golpes rectos; el pedernal se rompería si se usaba de ese modo. Para talar un árbol con una herramienta así, debía cortarse en ángulo, poco a poco, hasta que el tronco se partía. Al final, el tocón solía quedar como si lo hubiera mordisqueado un castor. Aun así, se desprendían fragmentos de piedra de la hoja del hacha y, por tanto, era necesario afilarla continuamente. Eso se hacía mediante un percutor de piedra manejado con gran dominio, o un cincel de hueso afilado golpeado con un percutor, para extraer las finas láminas de piedra y así volver a aguzar el filo. Como era un diestro tallador de sílex, los demás a menudo pedían a Jondalar que les talara árboles. Sabía usar el hacha debidamente y afilarla de manera eficaz.

Jondalar acababa de talar un segundo árbol de tamaño parecido cuando llegó un grupo de hombres. Joharran, junto con Solaban y Rushemar; Manvelar, el jefe de la Tercera Caverna, y el hijo de su compañera, Morizan; Kimeran, jefe de la Segunda Caverna, y Jondecam, su sobrino de la misma edad; Willamar, el maestro de comercio, y su aprendiz, Tivonan, y su amigo Palidar; y Stevadal, jefe de la Vigésimo sexta Caverna, en cuyo territorio se celebraba la Reunión de Verano ese año. Once personas habían acudido para hacer una angarilla, doce con Jondalar. Si se contaba también ella, trece. Ayla había construido la primera ella sola.

«Sentían curiosidad, —pensó—, eso los había llevado hasta allí». La mayoría de los recién llegados conocían ya el artefacto que ella llamaba «angarilla» y empleaba para transportar cargas con la ayuda de sus caballos. La construcción empezaba por dos varas de extremos ahusados hechas con árboles jóvenes, previamente desramados. Según la clase de árbol, se retiraba también la corteza, sobre todo si se desprendía con facilidad. Los extremos más estrechos se ataban entre sí con una cuerda o correa resistente, que luego se sujetaba al caballo en la cruz a modo de arnés. Las dos varas, colocadas en ángulo, se separaban gradualmente y sólo los extremos más anchos y pesados arrastraban por el suelo, reduciéndose así al mínimo la fricción, con lo que era fácil tirar de ellas incluso con grandes cargas. Se añadían a las dos varas piezas transversales de madera, tiras de cuero o cuerdas, cualquier cosa capaz de sostener una carga.

Jondalar explicó a quienes se habían presentado para ayudar que quería construir una angarilla con determinadas piezas transversales unidas de cierto modo. Al poco tiempo, tenían talados más árboles, y tras probarse diversas sugerencias alcanzaron un resultado que parecía viable. Ayla llegó a la conclusión de que no la necesitaban a ella, y mientras los hombres trabajaban, decidió ir en busca de la Zelandoni.

Se escabulló con Jonayla camino del campamento principal pensando, por un lado, en esa angarilla con todas sus modificaciones y, por el otro, en la que ellos dos solos habían construido en el largo viaje de regreso al hogar de Jondalar. Cuando llegaron a un gran río que era necesario cruzar, confeccionaron un bote parecido a una vasija como el que empleaban los mamutoi para atravesar cauces: una estructura de madera en forma de vasija recubierta por fuera por una tupida piel de uro bien engrasada. Era sencillo de hacer pero un poco difícil de controlar en el agua. Jondalar le habló de las embarcaciones que realizaban los sharamudoi, vaciando un tronco, ensanchándolo mediante vapor y tallando los extremos para aguzar las puntas. Eran de construcción mucho más compleja, pero resultaba más fácil obligarlos a ir en la dirección deseada, explicó.

La primera vez que cruzaron un río, utilizaron el bote en forma de vasija para cargar sus cosas, y subirse ellos mismos, y lo impulsaron por el agua con unos remos pequeños mientras los caballos los seguían a nado. Una vez atravesado el cauce, volvieron a guardar sus cosas en alforjas de mimbre y cuero, y luego decidieron hacer una angarilla para que Whinney cargara con el bote. Después cayeron en la cuenta de que podían sujetar el bote entre las varas de la parihuela y dejar que los caballos cruzaran el río a nado, tirando de la carga mientras Ayla y Jondalar montaban a lomos de ellos o nadaban a su lado. El bote pesaba poco y, como flotaba, las cosas no se mojaban. Cuando llegaron a la otra orilla del siguiente río, en lugar de vaciarlo, decidieron dejar sus cosas en el bote. Si bien el bote en forma de vasija acoplado a la angarilla permitía vadear los ríos más fácilmente, y por lo general no creaba ninguna complicación al recorrer llanuras abiertas, cuando tenían que atravesar bosques o terrenos escabrosos que exigían giros bruscos, las largas varas y el bote podían ser un impedimento. Varias veces estuvieron a punto de abandonarlos, pero los conservaron hasta hallarse mucho más cerca, cuando tuvieron mayor razón para desprenderse de ellos.

Ayla ya había explicado a la Zelandoni sus planes, de modo que la mujer estaba lista cuando Ayla fue a buscarla. Al llegar ellas al campamento de la Novena Caverna, los hombres, que se habían desplazado y se hallaban junto al cercado de los caballos, no las vieron. La Primera, cogiendo en brazos el bebé dormido, entró en el alojamiento empleado por la familia de Jondalar mientras Ayla iba a ver en qué fase estaban la angarilla y el asiento. Jondalar no se había equivocado. Con tanta ayuda, la construcción había sido rápida. Se componía de un asiento parecido a un banco con respaldo, instalado entre las dos robustas varas, y un estribo para subir. Jondalar había sacado a Whinney y estaba amarrando el artefacto a la yegua en torno al tronco con un arnés a base de correas.

—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Morizan. Por su corta edad, aún podía permitirse plantear preguntas directas.

Se consideraba descortés que los adultos hablaran tan abiertamente, pero eso mismo querían saber todos. Acaso semejante franqueza no estaba del todo bien vista en un zelandonii maduro, pero no era una falta grave, sino que se veía como una conducta ingenua y poco elaborada. Las personas con experiencia sabían recurrir a las sutilezas y las insinuaciones. Ayla, en cambio, estaba acostumbrada a la sinceridad. Entre los mamutoi era habitual y del todo correcto ser franco y directo. Era una diferencia cultural, aunque a su manera también sabían ser sutiles. Y en el clan la gente era capaz de interpretar el lenguaje corporal, además del lenguaje de los signos, y aunque, precisamente por eso, no podían mentir, sí entendían los matices y podían ser discretos en extremo.

—Tengo una idea más o menos clara del uso que voy a darle, pero todavía no sé si servirá. Antes me gustaría probarlo, y si no va bien, será una angarilla sólida y bien construida, y probablemente le encontraré otra utilidad —contestó Ayla.

Si bien eso no respondía a su pregunta, los hombres se conformaron. Dieron por supuesto que Ayla simplemente no quería anunciar un experimento que tal vez no salía bien. A nadie le gustaba hacer públicos sus fracasos. En realidad, Ayla estaba casi segura de que cumpliría su función, pero no sabía si la Primera accedería a usarla.

Jondalar se encaminó lentamente hacia el campamento, consciente de que si él se movía, los demás lo seguirían. Ayla, despidiéndose de los hombres con un gesto, entró en el cercado para tranquilizar a los caballos después del bullicio provocado por tantas personas alrededor. Dio unas palmadas a Gris y la acarició, pensando que era una potranca hermosa. A continuación habló a Corredor y le rascó allí donde le era más grato. A los caballos, animales muy sociables, les gustaba estar cerca de los de su especie y de aquellos por quienes sentían afecto. Corredor tenía una edad en que si viviera con caballos salvajes, abandonaría a su madre para galopar con una manada de caballos jóvenes. Pero como Gris y Whinney eran sus únicas compañeras equinas, mantenía una relación muy estrecha con la potranca y había adoptado un comportamiento un tanto protector hacia ella.

Ayla salió del cercado y se aproximó a Whinney, que aguardaba pacientemente con la angarilla detrás de ella. Cuando Ayla le abrazó el cuello, la yegua apoyó la cabeza en su hombro, una postura de intimidad habitual entre las dos. Jondalar había puesto un cabestro a la yegua porque así le era más fácil guiarla. Ayla pensó que quizá fuese mejor usarlo mientras la Primera probaba su nuevo medio de transporte. Cogiendo el ronzal prendido del cabestro, se encaminó hacia la morada. Cuando llegó, los hombres regresaban ya al campamento principal y Jondalar, dentro del alojamiento, hablaba con la Zelandoni y tenía en brazos a Jonayla, que estaba muy contenta.

—¿Lo probamos? —propuso Jondalar.

—¿Se han ido todos? —preguntó la mujer corpulenta.

—Sí, los hombres se han ido y no queda nadie en el campamento —contestó Ayla.

—Supongo, pues, que este es un momento tan bueno como cualquier otro —concedió la Primera.

Al salir del alojamiento, miraron alrededor para cerciorarse de que no había nadie. Luego se acercaron a Whinney y, rodeándola, se situaron detrás.

—Un momento —dijo Ayla de pronto, y entró de nuevo en la morada de verano. Regresó enseguida con un cojín y lo colocó en el asiento, compuesto de varios troncos pequeños firmemente amarrados mediante resistentes cuerdas. Un estrecho respaldo construido de la misma manera, perpendicular al asiento, mantenía el cojín en su sitio. Jondalar entregó la niña a Ayla y se volvió para ayudar a la Zelandoni.

Pero cuando la donier pisó los troncos transversales más cercanos al suelo que formaban el estribo, las varas largas y elásticas cedieron un poco, y Whinney, notando el cambio de peso, dio un paso al frente. La Primera retrocedió en el acto.

—¡La yegua se ha movido! —exclamó.

—Yo la sujetaré —dijo Ayla.

Colocándose ante la yegua para calmarla, agarró el ronzal con una mano mientras sostenía a Jonayla con la otra. El caballo olisqueó la barriga a la niña, lo que arrancó un gorjeo a la pequeña y una sonrisa a la madre. Whinney y Jonayla se conocían bien y se sentían a gusto en su mutua presencia. La niña había montado con frecuencia a lomos de la yegua, en brazos de su madre o colgada de la manta de acarreo a sus espaldas. También había montado en Corredor con Jondalar, y la habían colocado con cuidado en el lomo de Gris mientras su padre la sujetaba con firmeza, sólo para que las dos se acostumbraran la una a la otra.

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