La tierra de las cuevas pintadas (18 page)

Proleva se detuvo a pensar por un momento. En las Reuniones de Verano siempre estaba muy ocupada. La Novena era una caverna populosa e importante, y tenía muchas cosas planeadas para ese día. No sabía si tendría tiempo para atender a otro bebé además del suyo, pero no le gustaba decir que no.

—La amamantaré encantada, Ayla, pero hoy he quedado con unas personas y me temo que no podré cuidar de ella.

—Se me ocurre una idea —dijo Marthona. Todos se volvieron hacia la antigua jefa—. Quizá encontremos a alguien que pueda acompañar a Proleva y atender a Jonayla y Sethona mientras ella está atareada, y llevarle a los bebés cuando necesiten mamar.

Marthona lanzó una mirada a Folara y, subrepticiamente, le dio un codazo, instándola a ofrecerse voluntaria. La muchacha captó el mensaje, y de hecho ya lo había pensado ella misma, pero no sabía hasta qué punto le apetecía pasarse el día entero cuidando bebés. Por otra parte, las quería mucho a las dos, y podía ser interesante ver de qué hablaba Proleva en sus reuniones.

—Las cuidaré yo —se ofreció, y en un momento de inspiración, añadió—: Si me ayuda Lobo. —Con eso acapararía mucha atención.

Ayla se lo pensó por un instante. No tenía la certeza de que Lobo obedeciese a la joven en la zona destinada a la reunión, con tantos desconocidos alrededor, aunque con toda probabilidad se quedaría gustosamente cerca de las pequeñas.

Los lobos adultos dedicaban mucha atención a sus crías y, encantados, se turnaban para vigilarlas mientras el resto de la manada iba de caza, pero una manada no criaba más de una camada. Debían cazar no sólo para ellos, sino para varios lobos jóvenes famélicos en fase de crecimiento. Como complemento a la leche materna y para hacer más llevadero el destete, los animales cazadores masticaban y tragaban carne que luego regurgitaban parcialmente digerida para que los cachorros pudieran comerla con mayor facilidad. Correspondía a la hembra dominante asegurarse de que ninguna otra hembra en celo de la manada se aparease, y a menudo interrumpía su propio apareo para ahuyentar a los machos que se les acercaban, a fin de que sólo naciese su camada y no hubiese que criar a ninguna otra.

Lobo sentía por los bebés humanos la adoración propia del lobo hacia los cachorros de su manada. Ayla había observado y estudiado a los lobos cuando era joven, y por eso entendía tan bien a Lobo. Mientras nadie amenazara a las pequeñas, era improbable que causara problemas, ¿y quién iba a amenazarlas en medio de una Reunión de Verano?

—De acuerdo, Folara —aceptó Ayla—. Lobo puede ayudarte a cuidar de las niñas, pero dime, Jondalar, ¿podrías echar un vistazo a Lobo y Folara de vez en cuando? Creo que la obedecerá, pero podría mostrarse demasiado protector con las pequeñas, y no permitir que nadie se les acerque. A ti siempre te hace caso cuando yo no estoy.

—Esta mañana tenía pensado quedarme cerca de nuestro campamento y confeccionar unos cuantos utensilios —dijo él—. Todavía debo unas herramientas especiales a varias personas por ayudarme a construir nuestra morada en la Novena Caverna. Hay una zona destinada a trabajar el sílex en la periferia del campamento de la reunión, y está pavimentada con piedra para que el suelo no se embarre. Puedo trabajar allí e ir a ver de vez en cuando cómo les va a Folara y Lobo. Y he quedado con una gente para esta tarde. Desde la cacería de leones, son muchos los que se han interesado por el lanzavenablos. —Al detenerse a pensarlo, arrugó la frente con aquella expresión tan propia de él—. Pero tal vez sea posible reunirse en algún lugar donde yo pueda estar pendiente de ellos.

—Seguramente por la tarde ya habré vuelto, pero no sé cuánto durará la visita a la cueva —contestó Ayla.

No mucho después se encaminaron todos hacia el campamento principal y, al llegar allí, se separaron para irse cada uno por su lado. Ayla y Proleva, con sus dos niñas, Folara, Jondalar y el lobo, fueron primero a la gran morada de los zelandonia. El donier de la Vigésimo sexta Caverna esperaba ya fuera, junto con un acólito a quien Ayla no veía desde hacía tiempo.

—¡Jonokol! —exclamó, y corrió hacia el hombre que había sido acólito de la Primera antes que ella, y a quien se consideraba uno de los mejores artistas entre los zelandonii—. ¿Cuándo has llegado? ¿Ya has visto a la Zelandoni? —preguntó cuando ambos se hubieron abrazado y rozado las mejillas.

—Llegamos ayer justo antes de oscurecer —respondió él—. La Decimonovena Caverna tardó en ponerse en marcha, y luego la lluvia nos retrasó. Y sí, he visto a la Primera Entre Quienes Sirven a la Madre. Tiene un aspecto espléndido.

Los demás miembros de la Novena Caverna saludaron afectuosamente al hombre que había sido, hasta fecha reciente, un valioso miembro de su caverna y buen amigo. Hasta Lobo lo olisqueó en señal de reconocimiento y a cambio el hombre le rascó detrás de las orejas.

—¿Ya eres Zelandoni? —preguntó Proleva.

—Si supero las pruebas, puede que lo sea en esta Reunión de Verano. La Zelandoni de la Decimonovena no se encuentra bien. Este año no ha venido, no podía caminar tanto.

—Lamento oírlo —dijo Ayla—. Me hacía ilusión verla.

—Ha sido una buena maestra y he estado llevando a cabo muchas de sus tareas. Tormaden y la caverna desearían que asumiese yo el resto de las funciones lo antes posible, y creo que a nuestra Zelandoni tampoco le importaría —explicó Jonokol, y a continuación, mirando los bultos que Ayla y Proleva acarreaban en mantas, añadió—: Veo que tenéis ya a vuestras pequeñas. Supe que las dos habíais tenido niñas, las benditas de Doni. Me alegro por vosotras. ¿Puedo verlas?

—Claro —respondió Proleva. Sacó a su hija de la manta de acarreo y la sostuvo en alto—. Se llama Sethona.

—Y esta es Jonayla —dijo Ayla, y mostró también ella a su niña.

—Nacieron con pocos días de diferencia, y serán buenas amigas —afirmó Folara—. Hoy voy a ocuparme yo de ellas, y Lobo me ayudará.

—¿Ah, sí? —dijo Jonokol, y miró a Ayla—. Según me han dicho, esta mañana vamos a visitar una gruta sagrada nueva.

—¿Tú también nos acompañas? ¡Qué bien! —exclamó Ayla, y miró al Zelandoni de la Vigésimo sexta Caverna—. ¿Tienes una idea de cuánto tardaremos? Me gustaría volver por la tarde.

—Deberíamos estar aquí no muy entrada la tarde —confirmó él. Había estado observando el reencuentro y las interacciones del acólito artista con su antigua caverna. Se había preguntado cómo se las ingeniaría Ayla para visitar una cueva difícil con una niña pequeña y enseguida comprendió que había previsto dejar a su hija en buenas manos, lo cual era lo más prudente. No era el único que se preguntaba cómo se las arreglaría una joven madre para asumir todas las obligaciones de una Zelandoni. Por lo visto, contaba con la ayuda de la familia y los amigos de la Novena Caverna. Había razones sobradas por las que pocos zelandonia decidían emparejarse y formar familia. En un par de años, cuando destetase a la niña, lo tendría más fácil… a menos que fuese bendecida otra vez. Sería interesante ver la evolución de esa acólita joven y atractiva, pensó.

Tras anunciar que enseguida regresaría, Ayla se marchó con los otros de la Novena Caverna para acompañar a Proleva a su reunión. El Zelandoni de la Vigésimo sexta Caverna los siguió parsimoniosamente. Ayla intentó dar de mamar a Jonayla, pero la niña no tenía hambre y sonrió a su madre mientras la leche se le escapaba por la comisura de los labios; luego intentó enderezarse. Ayla entregó la pequeña a Folara y, deteniéndose ante el lobo, se dio a sí misma unas palmadas justo por debajo de los hombros. El animal se irguió sobre las patas traseras y apoyó las grandes zarpas en el lugar donde ella le había indicado a la vez que se afirmaba en el suelo para soportar su peso.

La demostración posterior causó asombro e incredulidad en quienes no la habían visto antes. Ayla levantó la barbilla y ofreció su garganta al enorme lobo. Este, con gran delicadeza, le lamió el cuello; luego le cogió la tierna garganta entre los dientes en un gesto lobuno de reconocimiento al miembro dominante de su manada. Ella, imitando el gesto, cogió entre los dientes un poco de pelo del cuello del animal, cerca de la boca. A continuación, sujetándolo por el collar, lo miró a los ojos. Él bajó las patas al suelo cuando lo soltó, y Ayla se agachó para quedar a su mismo nivel.

—Voy a marcharme un rato —dijo al animal en voz baja, y repitió el mensaje empleando el lenguaje de los signos del clan, que pasaba inadvertido a la mayoría de quienes los observaban. A veces Lobo parecía entender las señales de las manos incluso mejor que las palabras, pero Ayla por lo general utilizaba los dos lenguajes cuando pretendía comunicarle algo importante—. Folara va a cuidar de Jonayla y Sethona. Tú puedes quedarte aquí con los bebés y vigilarlos también. Pero debes obedecer a Folara. Jondalar estará cerca.

Se irguió, abrazó a su niña y se despidió de los demás. Jondalar la estrechó por un momento a la vez que juntaban las mejillas, y acto seguido ella se marchó. Ni siquiera ella se atrevía a pensar que Lobo entendía realmente todo lo que le decía, pero cuando le hablaba así, el animal le prestaba mucha atención y luego parecía seguir sus instrucciones. Había advertido que el Zelandoni de la Vigésimo sexta Caverna los había seguido y que la había visto con Lobo. Su semblante aún manifestaba sorpresa, pese a que esa expresión no era obvia para todos. Ayla estaba acostumbrada a interpretar los matices más sutiles de cualquier gesto, ya que en el lenguaje del clan eso era imprescindible, y había aprendido a aplicar esa habilidad para adivinar los significados inconscientes entre los suyos.

Los dos se colocaron a la par y emprendieron el camino de vuelta al alojamiento de los zelandonia. El hombre guardó silencio, pero había reaccionado con asombro al verla exponer la garganta a los colmillos del lobo. La Vigésimo sexta Caverna había ido a otra Reunión de Verano el verano anterior, y al llegar Ayla al campamento él no la había visto con el animal. En primer lugar, le sorprendió ver a un cazador carnívoro acercarse tranquilamente en compañía de la gente de la Novena Caverna; luego le impresionó el tamaño del animal. Cuando vio a Lobo erguirse sobre las patas traseras, no le cupo duda de que era el animal más grande de su especie que había visto en la vida. Naturalmente, nunca había estado tan cerca de un lobo vivo. Pero el animal era casi tan alto como la mujer.

Había oído decir que la nueva acólita de la Primera sabía tratar a los animales y que la seguía un lobo a todas partes, pero era consciente de lo mucho que exageraba la gente, y si bien no desmentía a los demás, tampoco sabía si creerlos. Tal vez la gente, viendo un lobo cerca de la reunión, pensó erróneamente que cuidaba de ella. Pero aquel no era un animal al acecho en las cercanías del grupo, un lobo que tal vez la vigilara de lejos, como él había supuesto. Existía entre ellos comunicación directa, comprensión y confianza. El Zelandoni de la Vigésimo sexta Caverna nunca había visto nada parecido, y eso avivó su interés por Ayla aún más. Fuera o no una joven madre, quizá su lugar sí estaba entre los zelandonia.

Ya bien entrada la mañana, el pequeño grupo se aproximó a la gruta, una abertura normal y corriente en una pared de piedra caliza. Eran cuatro: el Zelandoni de la Vigésimo sexta Caverna; su acólito, un joven callado de nombre Falithan que se hacía llamar Primer Acólito del Zelandoni de la Vigésimo sexta; Jonokol, el talentoso artista que había sido acólito de la Primera el año anterior; y Ayla.

Ayla había disfrutado de la conversación con Jonokol en el camino, aunque a la vez se había percatado de lo mucho que él había cambiado en un año. Cuando lo conoció, era más artista que acólito, y se había incorporado a la zelandonia porque eso le permitía ejercitar su talento libremente. No sentía especial deseo de ser Zelandoni; por entonces se conformaba con ser acólito, pero eso ya no era así. Ahora se le veía más serio, pensó Ayla. Quería pintar la cueva blanca que ella, o más bien Lobo, había encontrado el verano anterior, pero no sólo por el goce del arte. Sabía que era un lugar excepcionalmente sagrado, un refugio creado por la Madre, cuyas paredes blancas de calcita ofrecían una invitación extraordinaria a convertirse en un lugar especial para entrar en comunicación con el mundo de los espíritus. Deseaba conocer ese mundo como Zelandoni para hacer justicia a su carácter sagrado cuando crease las imágenes que, según creía él con plena convicción, le hablarían desde ese otro mundo. Jonokol pronto sería Zelandoni de la Decimonovena Caverna y renunciaría a su nombre personal, supo Ayla.

Daba la impresión de que por la entrada de la pequeña cueva apenas cabía una persona y, mirando hacia el interior, el espacio parecía reducirse aún más. Al verlo, Ayla se preguntó cómo se le había ocurrido a alguien entrar allí. De pronto oyó un sonido, y se le erizó el vello de la nuca y se le puso la carne de gallina en los brazos. Era como un gorjeo, pero muy rápido y agudo, un quejido ululante que parecía llenar la cavidad que se abría ante ellos. Se dio la vuelta y vio que era Falithan quien emitía el sonido. Luego volvió en forma de leve reverberación un extraño eco amortiguado que no se sincronizaba del todo con el sonido original, sino que parecía surgir de las profundidades de la cueva. Cuando Falithan interrumpió su canto, Ayla vio sonreír al Zelandoni de la Vigésimo sexta Caverna.

—Es un sonido increíble, ¿no? —comentó el hombre.

—Sí, desde luego —respondió Ayla—. Pero ¿por qué lo ha hecho?

—Es una manera de poner a prueba la gruta. Cuando una persona canta o toca la flauta o emite un sonido como Falithan en una cavidad, si la cueva responde, si devuelve el canto con un sonido auténtico y propio, es porque la Madre nos dice que nos oye y que podemos entrar en el mundo espiritual desde aquí. Es así como sabemos que es un lugar sagrado —explicó el Vigésimo sexto.

—¿Todas las cuevas sagradas devuelven el canto? —preguntó Ayla.

—No todas, pero sí la mayoría, y algunas sólo en determinados sitios, pero los lugares sagrados siempre tienen algo especial.

—Seguro que la Primera podría poner a prueba una gruta como esta con su voz hermosa y pura —afirmó Ayla, y arrugó la frente—. ¿Y si quisiéramos poner a prueba una gruta y no supiéramos cantar o tocar la flauta o producir un sonido como el de Falithan? Yo no sé hacer nada de eso.

—Sin duda sabrás cantar un poco.

—No, no sabe —intervino Jonokol—. Ayla recita el Canto a la Madre hablando y con un monótono tarareo.

—Tienes que ser capaz de poner a prueba un emplazamiento sagrado con un sonido —insistió el Zelandoni de la Vigésimo sexta Caverna—. Esa es una de las funciones importantes del Zelandoni. Y debe ser un sonido auténtico de la clase que sea. Uno no puede limitarse a chillar o gritar. —Parecía muy preocupado, y Ayla se quedó compungida.

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