La tierra de las cuevas pintadas (15 page)

—¿Bologan y Lanoga? ¿Son los hijos de Tremeda? —preguntó Levela—. ¿Por qué construisteis su alojamiento de verano? ¿Dónde estaban Laramar y Tremeda? —preguntó Tishona.

—Al parecer discutieron. Laramar decidió trasladarse a un alojamiento alejado, Tremeda fue tras él, y ya no volvieron —explicó Ayla.

—A mí me pareció verla —dijo Janida.

—¿Dónde? —preguntó Ayla.

—Creo que estaba con unos hombres en el límite del campamento, cerca de unos alojamientos alejados. Bebían barma y jugaban —respondió Janida. Habló en voz baja, como avergonzada por esa clase de comentarios. Cambió de posición a su bebé y lo miró por un momento antes de continuar—. Había también otras dos mujeres. Recuerdo que me sorprendió ver a Tremeda, porque sé que tiene hijos pequeños. No creo que esas otras mujeres tengan niños.

—Tremeda tiene seis hijos, y el menor no llega al año y medio. La hermana mayor, Lanoga, se ocupa de ellos, y apenas llega a los once años —dijo Ayla con un esfuerzo visible por contenerse, pero su irritación era evidente—. Creo que su hermano, Bologan, intenta ayudar, pero sólo tiene trece años. Anoche, cuando veníamos hacia aquí, nos los encontramos tratando de plantar una tienda ellos solos. Pero estaba mojada y se caía a pedazos, y ellos no tenían el material necesario para un alojamiento de verano. Así que nos quedamos y les construimos uno.

—¿Les construisteis un alojamiento de verano vosotros solos? ¿Únicamente con material de aquí? —preguntó Tishona, mirándolos con asombro.

—Era pequeño —respondió Jondalar con una sonrisa—. Lo justo para la familia. Nadie lo compartirá con ellos.

—No me extraña —comentó Levela—, pero es una pena. A esas criaturas les iría bien un poco de ayuda.

—La caverna les ayuda —afirmó Tishona, saliendo en defensa de la Novena Caverna, a la que ahora pertenecía—. Las otras madres amamantan a la pequeña por turnos.

—Precisamente eso me he preguntado yo cuando has dicho que Tremeda no volvió y que la pequeña tiene poco más de un año —dijo Levela.

—Tremeda se quedó sin leche hace un año —precisó Ayla.

«Eso pasa cuando se amamanta poco», pensó, pero no lo dijo. Había razones, a veces válidas, por las que una madre se quedaba sin leche. Recordó que cuando murió Iza, su madre en el clan, fue tal su dolor que ella misma descuidó las necesidades de su propio hijo. Las otras madres en período de lactancia del clan de Brun se prestaron a dar el pecho a Durc, pero Ayla en el fondo nunca lo superó.

Las demás mujeres del clan entendieron mejor que ella que Creb era culpable de aquello tanto como el que más. Cuando Durc lloraba de hambre, en lugar de ponerlo en los brazos de su madre afligida para que la animara, llevaba al bebé a una de las otras mujeres para que lo amamantara. Estas sabían que sus intenciones eran buenas, que no quería molestar a Ayla en su aflicción, y no podían negarse. Pero como Ayla no amamantaba, contrajo la fiebre de la leche, y para cuando se recuperó, ya se le había cortado. Ayla estrechó a su hija entre sus brazos.

—¡Por fin te encuentro, Ayla! —exclamó Proleva, que se acercaba en compañía de otras cuatro mujeres.

Ayla reconoció a Beladora y Jayvena, las compañeras de los jefes de las cavernas Segunda y Séptima, y las saludó con un gesto. Ellas le devolvieron el saludo. Se preguntó si las otras dos mujeres también eran compañeras de jefes. Le pareció reconocer a una de ellas. La otra procuraba mantenerse alejada de Lobo.

—La Zelandoni te buscaba —prosiguió Proleva—, y varios jóvenes han preguntado por ti, Jondalar. Les he dicho que si te veía, te diría que los encontrarás en la vivienda de Manvelar, en el campamento de la Tercera Caverna.

—Proleva, ¿dónde está el alojamiento de los zelandonia? —preguntó Ayla.

—No lejos del campamento de la Tercera Caverna, justo al lado del sitio elegido por la Vigésimo sexta —respondió Proleva, señalando la dirección aproximada.

—No sabía que la Vigésimo sexta hubiese plantado un campamento —comentó Jondalar.

—A Stevadal le gusta estar en el centro de la acción —respondió Proleva—. No se ha instalado en el campamento de la reunión toda su caverna, pero disponen de un par de alojamientos para aquellos que, por una razón u otra se quedan hasta tarde, y necesitan un sitio donde dormir. Estoy segura de que habrá muchas idas y venidas, al menos hasta después de la primera ceremonia matrimonial.

—¿Cuándo será? —preguntó Jondalar.

—No lo sé. Dudo que esté decidido. Ayla podría preguntárselo a la Zelandoni —contestó Proleva, y a continuación ella y las mujeres que la acompañaban siguieron hacia donde se dirigían antes de detenerse para comunicar sus mensajes.

Ayla y Jondalar se despidieron y se encaminaron en dirección a los campamentos que les habían indicado. Cuando se acercaron al de la Tercera Caverna, Ayla reconoció el gran alojamiento de los zelandonia, con sus dependencias. En ese preciso momento, pensó, acordándose de la Reunión de Verano del año anterior, las jóvenes que se preparaban para los Ritos de los Primeros Placeres permanecían recluidas en una de las moradas especiales mientras les seleccionaban hombres adecuados. En el otro alojamiento se hallaban las mujeres que habían decidido lucir el fleco rojo, para realizar la función de mujeres-donii ese verano. Habían decidido ponerse a disposición de los jóvenes que se ceñían el cinturón de la pubertad para enseñarles a comprender las necesidades de una mujer.

Los placeres eran un don de la Madre, y los zelandonia consideraban que era un deber sagrado asegurarse de que la primera experiencia de los jóvenes adultos era adecuada y educativa. A su juicio, los jóvenes de ambos sexos necesitaban aprender a valorar debidamente el gran don de la Madre, y convenía que personas mayores y más experimentadas se lo explicaran e ilustraran, compartiendo el don con ellos la primera vez bajo la mirada atenta pero discreta de los zelandonia. Era un Rito de Iniciación demasiado importante para dejarlo al albur de encuentros fortuitos.

Las dos dependencias estaban muy vigiladas, porque la mayoría de los hombres las encontraban casi irresistibles. Algunos no podían siquiera posar la vista en ninguna de las dos moradas sin excitarse. Los hombres, sobre todo los jóvenes que ya habían celebrado los ritos de la virilidad pero no estaban aún emparejados, intentaban curiosear en el interior y a veces entrar a hurtadillas en la dependencia de las jóvenes, y a algunos hombres mayores les gustaba merodear con la esperanza de llegar a ver algo. Casi todos los hombres disponibles deseaban ser seleccionados para los Primeros Ritos de una joven, aunque también eso conllevaba cierto grado de desasosiego. Sabían que serían observados y temían no dar la talla, pero a la vez, cuando sí la daban, experimentaban una satisfacción especial. Casi todos ellos guardaban recuerdos excitantes de las mujeres-donii que los iniciaron.

Pero se imponían restricciones a aquellos en quienes recaía la vital misión de compartir y enseñar el don del placer de la Madre. Ni los hombres seleccionados ni las mujeres-donii debían tener trato cercano con los jóvenes durante un año después de la ceremonia. A estos se los consideraba demasiado impresionables, demasiado vulnerables, y no sin razón. No era raro que una joven que había tenido una primera experiencia placentera con un hombre mayor quisiera compartirla de nuevo, pese a que estaba prohibido. Después de los Primeros Ritos, podía acceder a cualquier otro hombre al que deseara —y que también la deseara a ella—, pero debido a eso su primera pareja resultaba aún más atractiva. Jondalar había sido elegido con frecuencia antes de su viaje, y había aprendido a eludir con delicadeza a jóvenes a veces muy persistentes con quienes había compartido una experiencia ceremonial tierna y afectuosa, y luego intentaban sorprenderlo a solas. Pero, en cierto modo, para los hombres era más fácil. En su caso se trataba de un acontecimiento aislado: una noche de placer especial.

Las mujeres-donii debían estar disponibles durante todo el verano, o más, sobre todo si eran acólitas. Los jóvenes tenían impulsos frecuentes, y requerían un tiempo para aprender que las necesidades de las mujeres eran distintas, y su satisfacción más variada. Pero las mujeres-donii debían asegurarse de que los jóvenes no desarrollaban un apego duradero, cosa que a veces resultaba difícil.

La mujer-donii de Jondalar fue la Primera, cuando aún se la conocía como Zolena, y le había enseñado bien. Más tarde, al volver a la Novena Caverna después de vivir varios años con Dalanar, salió elegido a menudo. Pero en su pubertad se enamoró tanto de Zolena que no quiso a ninguna otra mujer-donii. Es más, deseó que ella fuese su compañera, pese a la diferencia de edad. El problema fue que también ella albergaba hondos sentimientos por aquel joven alto, apuesto y en extremo carismático, de cabello rubio y ojos de un color azul anormalmente intenso, y eso les creó problemas a ambos.

Cuando llegaron al alojamiento de Manvelar, llamaron a un panel de madera colocado cerca de la entrada y, levantando la voz, se anunciaron. Manvelar los invitó a pasar.

—Venimos con Lobo —dijo Ayla.

—Que entre también —contestó Morizan a la vez que apartaba la cortina.

Ayla apenas había visto al hijo de Manvelar desde la cacería de leones, y le sonrió cordialmente. Después de los saludos, Ayla dijo:

—Tengo que ir al alojamiento de los zelandonia, ¿podrías quedarte a Lobo, Jondalar? A veces causa tal distracción que no hay manera de concentrarse. Prefiero no llevarlo sin pedirle antes permiso a la Zelandoni.

—Si nadie tiene inconveniente… —respondió Jondalar, y dirigió una mirada interrogativa a Morizan y Manvelar y los demás presentes en la morada.

—No hay problema. Puede quedarse —dijo Manvelar.

Ayla se agachó y miró al animal.

—Quédate con Jondalar —ordenó, indicándoselo al mismo tiempo con la mano. El lobo acercó el hocico a la pequeña y le arrancó una risa; luego se sentó. Gimiendo de preocupación, observó marcharse a Ayla y el bebé, pero no las siguió.

Cuando Ayla llegó al imponente alojamiento de los zelandonia, llamó al panel y dijo:

—Soy Ayla.

—Pasa —contestó la voz familiar de la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra.

Retiró la cortina de la abertura un acólito, y Ayla entró. Aunque había candiles encendidos, dentro reinaba la oscuridad, y se quedó inmóvil por un momento hasta que se le acostumbró la vista. Cuando por fin vio por dónde iba, distinguió a un grupo de personas sentadas cerca de la enorme silueta de la Primera.

—Ven a sentarte con nosotros, Ayla —dijo la Zelandoni. Había dejado pasar un momento antes de hablar, consciente de que la oscuridad interior cegaba momentáneamente a quienes entraban.

Mientras Ayla se dirigía hacia ellos, Jonayla empezó a alborotar. El cambio de luz había desconcertado a la pequeña. Un par de acólitos le dejaron un hueco, y Ayla se sentó entre ellos, pero antes de fijar la atención en la actividad que se desarrollaba allí dentro, tuvo que apaciguar a la niña. Pensando que tal vez tuviera hambre, sacó el pecho y se lo acercó. Todos esperaron. Allí ella era la única con una criatura y se preguntó si habría interrumpido algo importante, pero acababan de comunicarle que la Zelandoni quería verla.

Cuando Jonayla se tranquilizó, la Primera dijo:

—Me alegro de tenerte aquí, Ayla. Anoche no te vimos.

—Al final no vinimos al campamento de la reunión —respondió.

Algunos de quienes no la conocían se sorprendieron de cómo pronunciaba ciertas palabras. Sintieron curiosidad. Nunca habían oído nada parecido. No les costaba entenderla: Ayla hablaba bien el idioma y tenía una voz grave y agradable, pero su acento era poco común.

—¿No os encontrabais bien la niña o tú? —preguntó la Primera.

—Sí, sí estábamos bien. Jondalar y yo fuimos a acomodar los caballos y de camino hacia aquí vimos a Lanoga y Bologan, que intentaban construir un refugio. No tenían material para un alojamiento, e intentaban plantar los postes de su tienda. Nos quedamos a construirles un alojamiento.

La Primera frunció el entrecejo.

—¿Dónde estaban Tremeda y Laramar?

—Según Lanoga, discutieron. Laramar se marchó diciendo que se instalaría en un alojamiento alejado; Tremeda fue a por él, y ninguno de los dos regresó. Janida acaba de decirme que anoche vio a Tremeda con unos hombres que bebían barma y jugaban. Supongo que se entretuvo —explicó Ayla.

—Eso parece —dijo la Zelandoni de la Novena Caverna. Aunque era la Primera, seguía siendo responsable del bienestar de su caverna—. ¿Ahora tienen dónde estar esos niños?

—¿Les construisteis un alojamiento entero? —preguntó un hombre a quien Ayla no conocía.

—No tan grande como este —respondió Ayla, sonriente, abarcando con un gesto el refugio de los zelandonia, especialmente amplio. Jonayla parecía saciada. Se apartó y Ayla la levantó, la apoyó en el hombro y le dio unas palmadas en la espalda—. Como no van a compartirlo con nadie, les bastaba el espacio necesario para la familia: los niños y Tremeda, y Laramar si decide volver.

—¡Qué amables sois! —comentó alguien. El tono traslucía cierto desdén.

Ayla miró en esa dirección y vio que había hablado la Zelandoni de la Decimocuarta, una mujer mayor, más bien delgada, cuyo pelo ralo siempre parecía escapársele del moño.

Ayla advirtió que Madroman, que estaba sentado cerca de la Decimocuarta, junto al Zelandoni de la Quinta Caverna, se volvió para mirarla con expresión condescendiente. Era el que había perdido los dientes delanteros en una pelea con Jondalar cuando eran jóvenes. Ayla sabía que no le caía bien a Jondalar, y sospechaba que el sentimiento era mutuo. A ella tampoco le inspiraba gran simpatía. Con su aptitud para interpretar todos los matices de las actitudes y las expresiones, intuía cierta doblez en sus modales, cierta falsedad en sus saludos risueños, y poca sinceridad en sus palabras de bienvenida y en su cordialidad, pero siempre había intentado tratarlo con cortesía.

—Ayla tiene un interés especial por los niños de esa familia —explicó la Primera, procurando disimular su exasperación. La Zelandoni de la Decimocuarta había sido un incordio desde que ella era la Primera, y siempre intentaba provocar a alguien, en especial a ella. La mujer se consideraba la siguiente en la línea sucesoria y esperaba llegar a ser la Primera algún día. Nunca había superado el hecho de que la Zelandoni de la Novena, más joven, hubiese sido escogida en su lugar.

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