La tierra de las cuevas pintadas (14 page)

Ayla y Jondalar fueron de los últimos en abandonar el campamento de la Novena Caverna. Cuando por fin se encaminaron hacia el campamento principal, se cruzaron con Lanoga, de once años, y su hermano Bologan, de trece, que se afanaban por construir un pequeño alojamiento veraniego en la periferia del campamento. Como nadie quería compartir vivienda con Laramar, Tremeda y sus hijos, la estructura sólo tenía que albergar a su familia, pero Ayla advirtió que ni la madre ni Laramar estaban allí ayudando a sus hijos.

—Lanoga, ¿dónde está tu madre? ¿O Laramar? —preguntó Ayla.

—No lo sé. En la Reunión de Verano, supongo.

—¿Quieres decir que os han dejado aquí construyendo el alojamiento veraniego a vosotros solos?

Capítulo 6

Ayla se horrorizó. Allí se hallaban también los cuatro niños menores, mirando con los ojos muy abiertos. Ayla tuvo la impresión de que estaban asustados.

—¿Desde cuándo sucede esto? —preguntó Jondalar—. ¿Quién construyó vuestro alojamiento el año pasado?

—Sobre todo Laramar y yo —contestó Bologan—, con la ayuda de un par de amigos suyos, después de prometerles él un poco de barma.

—¿Por qué no está ahora aquí construyéndolo? —quiso saber Jondalar.

Bologan se encogió de hombros. Ayla miró a Lanoga.

—Laramar ha discutido con nuestra madre y ha dicho que se instalaría en uno de los alojamientos alejados con los hombres. Ha cogido sus cosas y se ha marchado. Nuestra madre se ha ido corriendo detrás de él, pero aún no ha regresado —explicó Lanoga.

Ayla y Jondalar cruzaron una mirada y, sin decir palabra, asintieron con la cabeza. Ayla dejó a Jonayla en la manta de acarreo, y ambos empezaron a trabajar con los niños. Jondalar pronto cayó en la cuenta de que los niños estaban utilizando los postes de su tienda de viaje, que no bastarían para construir una vivienda. Pero no podían plantar la tienda porque el cuero mojado estaba desintegrándose, y las esterillas del suelo mojadas se caían a pedazos. Tuvieron que confeccionarlo todo —los paneles, las esterillas y la techumbre— con material de los alrededores.

Jondalar empezó a buscar postes. Encontró un par cerca del alojamiento; luego taló unos cuantos árboles. Lanoga nunca había visto a nadie tejer esterillas y paneles tal como lo hacía Ayla, ni tan rápido, pero la niña aprendió enseguida cuando Ayla le enseñó. La hermana de nueve años, Trelara, y el chico de siete, Lavogan, también intentaron ayudar, tras recibir instrucciones, pero estaban más ocupados ayudando a Lanoga a cuidar de Lorala, de un año y medio, y de su hermano de tres, Ganamar. Aunque no dijo nada, Bologan observó mientras trabajaban que con las técnicas de Jondalar el resultado final era una morada mucho más sólida que la que tenían antes.

Ayla hizo un alto para amamantar a Jonayla, y dio el pecho también a Lorala; a continuación fue a su alojamiento a buscar comida para los niños, ya que al parecer sus padres no habían llevado nada. Tuvieron que encender un par de fogatas para iluminarse mientras acababan el trabajo. Cuando ya casi habían terminado, la gente volvía del campamento principal. Ayla había regresado a su morada en busca de un cobertor para Jonayla porque empezaba a refrescar. Acababa de acostar a su hija en el nuevo alojamiento de verano cuando vio acercarse a unas personas. Proleva, con Sethona apoyada en la cadera, llegaba con Marthona y Willamar, quien llevaba una tea en una mano y a Jaradal cogido con la otra.

—¿Dónde habéis estado, Ayla? No os he visto en el campamento principal —dijo Proleva.

—No hemos ido —respondió Ayla—. Nos hemos quedado ayudando a Bologan y Lanoga a construir su alojamiento.

—¿A Bologan y Lanoga? —repitió Marthona—. ¿Qué les ha pasado a Laramar y Tremeda?

—Dice Lanoga que han discutido, y Laramar ha decidido irse a un alojamiento alejado. Ha cogido sus cosas y se ha marchado, y Tremeda ha salido corriendo detrás de él y aún no ha vuelto —explicó Ayla. Era evidente que le costaba controlar la ira—. Esos niños intentaban construir un alojamiento ellos solos sin más recursos que los postes de la tienda y esterillas mojadas. Tampoco tenían comida. He dado el pecho a Lorala, pero si te queda leche, Proleva, probablemente le vendría bien tomar un poco más.

—¿Dónde está su alojamiento? —preguntó Willamar.

—En el límite del campamento, cerca de los caballos —respondió Ayla.

—Yo vigilaré a los niños, Proleva —se ofreció Marthona—. ¿Por qué no vais Willamar y tú a ver qué podéis hacer? —Se volvió hacia Ayla—. También me ocuparé de Jonayla, si quieres.

—Está casi dormida —dijo Ayla, señalándosela a Marthona—. Los hijos de Tremeda necesitarían unas cuantas esterillas más, sobre todo porque no tienen suficientes pieles de dormir. Cuando me he marchado, Jondalar y Bologan estaban terminando la techumbre.

Los tres fueron apresuradamente hacia la pequeña vivienda ya casi concluida. Al acercarse, oyeron llorar a Lorala. Proleva identificó el sonido: era el alboroto de un bebé muy cansado y quizá hambriento. Lanoga la acunaba en sus brazos intentando tranquilizarla.

—Déjame, a ver si quiere mamar un poco —dijo Proleva a la niña.

—Acabo de cambiarle el pañal, lo he rellenado con su lana de oveja para la noche —explicó Lanoga, y le entregó la pequeña a Proleva.

Cuando Proleva le ofreció el pecho, la niña se abalanzó sobre él con voracidad. Como su madre se había quedado sin leche hacía más de un año, otras muchas madres la habían amamantado por turnos y estaba acostumbrada a tomar leche de cualquier mujer que se la ofreciese. Comía asimismo distintas clases de alimentos sólidos que Ayla había enseñado a preparar a Lanoga. Teniendo en cuenta sus difíciles inicios, Lorala era una niña considerablemente sana, feliz y sociable, aunque un poco menuda para su edad. Las mujeres que la amamantaban se enorgullecían de su buena salud y buen carácter, conscientes de que ellas habían contribuido a que así fuera. Ayla sabía que habían mantenido a la niña con vida, pero Proleva recordaba que inicialmente la idea fue de Ayla, cuando descubrió que Tremeda se había quedado sin leche.

Ayla, Proleva y Marthona encontraron más pieles y trozos de cuero de los que podían prescindir, y se los dieron a los niños para que se taparan por la noche, junto con más comida. Willamar, Jondalar y Bologan recogieron leña.

La estructura ya casi estaba acabada cuando Jondalar vio acercarse a Laramar. Este se detuvo a cierta distancia y, con expresión ceñuda, observó el pequeño alojamiento de verano.

—¿De dónde ha salido esto? —preguntó a Bologan.

—Lo hemos construido nosotros —contestó el niño.

—No lo habéis construido solos —repuso Laramar.

—No, los hemos ayudado nosotros —terció Jondalar—. Porque tú no estabas aquí, Laramar.

—Nadie te ha pedido que te entrometas —replicó Laramar con desdén.

—¡Esos niños no tenían dónde dormir! —exclamó Ayla.

—¿Dónde está Tremeda? Son sus hijos: ella debería cuidarlos —adujo Laramar.

—Se ha marchado detrás de ti, persiguiéndote —contestó Jondalar.

—En ese caso es ella quien los ha abandonado, no yo —afirmó Laramar.

—Son los hijos de tu hogar, son responsabilidad tuya —reprochó Jondalar con desagrado, esforzándose por contener la ira—, y los has dejado aquí sin refugio.

—Tenían la tienda de viaje —se defendió Laramar.

—El cuero de tu tienda estaba podrido y, al empaparse, se ha roto —explicó Ayla—. Tampoco tenían qué comer, y varios de ellos son muy pequeños.

—He supuesto que Tremeda les conseguiría comida —dijo Laramar.

—Y tú te preguntas por qué eres el de menor rango en la caverna —le espetó Jondalar con desprecio y una mueca de aversión.

Lobo percibió la tensión entre los miembros de su manada y aquel hombre que le disgustaba. Arrugó el hocico y empezó a gruñir a Laramar, que retrocedió de un salto para apartarse de él.

—¿Quién eres tú para decirme qué debo hacer? —preguntó Laramar, poniéndose a la defensiva—. No debería ser yo el de menor rango. Eso es culpa tuya, Jondalar, que un buen día volviste de tu viaje con una forastera y, confabulándote con tu madre, la antepusiste a mí. Yo he nacido aquí, y esa mujer no. Debería ser ella la de menor rango. Algunos dicen que es especial, pero alguien que ha vivido con los cabezas chatas no puede ser muy especial. Es una abominación, y no soy yo el único que lo piensa. No tengo por qué aguantarte, Jondalar, ni a ti ni tus insultos —añadió Laramar, y dándose media vuelta, se marchó airadamente.

Ayla y Jondalar cruzaron una mirada después de irse Laramar.

—¿Es verdad lo que dice? —preguntó Ayla—. ¿Yo debería tener un rango inferior porque soy forastera?

—No —intervino Willamar—. Tú trajiste contigo tu propia dote. Tu túnica matrimonial por sí sola te situaría ya entre aquellos de mayor rango en cualquier caverna que eligieras, pero además has demostrado ser una persona valiosa y meritoria por derecho propio. Aun cuando hubieses sido una forastera de rango inferior al principio, eso habría durado poco. No permitas que Laramar te cree la menor duda acerca de tu lugar entre nosotros. Todos saben cuál es su posición. Dejar que esos niños se las apañen solos, sin comida ni techo, es prueba de ello.

Cuando los constructores del pequeño alojamiento de verano se disponían a regresar al suyo, Bologan tocó a Jondalar en el brazo, y este se volvió. Bologan bajó la vista y su rostro se tiñó de rojo, circunstancia visible incluso a la luz del fuego.

—Yo… esto… sólo quería decir… esta morada es muy bonita, el mejor alojamiento de verano que hemos tenido —dijo Bologan, y se apresuró a entrar.

Mientras regresaban, Willamar comentó en susurros:

—Me parece que Bologan intentaba darte las gracias, Jondalar. Es muy posible que nunca le haya dado las gracias a nadie. Quizá ni siquiera sepa cómo hacerlo.

—Puede que tengas razón, Willamar. Pero lo ha hecho muy bien.

El día siguiente amaneció soleado. Tras la comida de la mañana y una visita a los caballos para asegurarse de que se sentían a gusto, Ayla y Jondalar estaban impacientes por ir al campamento principal y ver quién había. Ayla envolvió a Jonayla en su manta de acarreo y se la apoyó en la cadera; luego indicó a Lobo con una seña que la acompañara, y se pusieron en camino. Era un buen trecho, pero muy transitable, decidió Ayla. Y le gustaba acampar en un lugar un poco alejado para distanciarse cuando le apeteciera.

La gente empezó a saludarlos con la mano cuando llegaron, y a Ayla le complació reconocer a tantas personas, a diferencia del verano anterior, cuando casi todos eran extraños para ella, y ni siquiera conocía bien a quienes le habían presentado poco antes. Aunque la gente de la mayoría de las cavernas esperaba con ilusión el encuentro anual con determinados amigos y parientes, como el emplazamiento de la Reunión de Verano variaba cada año, y eso mismo hacían otros grupos de zelandonii, normalmente la combinación de cavernas en un sitio concreto difería un poco en cada ocasión.

Ayla vio a algunas personas a quienes sin duda no había visto antes; eran en su mayoría las que miraban con asombro a Lobo, pero muchos, sobre todo los niños, recibían al animal con una sonrisa o un saludo. Aun así, Lobo permanecía cerca de Ayla, que llevaba a cuestas al bebé por quien el animal sentía especial afecto. Los grupos numerosos con demasiados desconocidos le resultaban un poco difíciles de sobrellevar. Su instinto de protección de la manada se había agudizado a medida que maduraba, y varios incidentes en su vida lo habían reforzado más aún. En cierto sentido, la Novena Caverna se había convertido en su manada, y el territorio que habitaban era la zona que vigilaba, pero no podía proteger a un grupo tan amplio, y menos aún al sinfín de personas que Ayla le había «presentado». Había aprendido a tratarlas sin hostilidad, pero eran demasiadas para abarcarlas con su concepción instintiva de manada. Así pues, decidió que las personas cercanas a Ayla eran su manada, aquellas a quienes debía proteger, en particular la pequeña, a la que adoraba.

Ayla se alegró especialmente de ver a Janida con su bebé y Levela, pese a que los había visitado poco antes de marcharse. Las dos mujeres charlaban con Tishona. Marthona le había dicho que a menudo la gente entablaba estrechas amistades con las personas con quienes había compartido la ceremonia matrimonial, y era cierto. Se alegraba de verlas a las tres, y ellas saludaron a Ayla y Jondalar con abrazos y roces de mejillas. Tishona estaba tan acostumbrada a ver al lobo que apenas le prestaba atención, pero las otras dos, que aún le tenían un poco de miedo, se esforzaron por saludarlo, aunque sin el menor ademán de tocarlo.

Janida y Ayla, con grandes aspavientos ante sus mutuos hijos, comentaron lo mucho que habían crecido y lo maravillosos que estaban. Ayla advirtió que Levela tenía el vientre aún más voluminoso.

—Levela, da la impresión de que tu bebé va a venir al mundo de un momento a otro —observó.

—Eso espero, ya estoy preparada —respondió Levela.

—Como estaremos todas aquí, puedo acompañarte cuando tengas al bebé, si quieres. Y tu hermana Proleva también podrá estar contigo —dijo Ayla.

—Y ha venido nuestra madre. Me he alegrado mucho de verla. Ya conoces a Velima, ¿no? —preguntó Levela.

—Sí —respondió Ayla—, pero no mucho.

—¿Dónde están Jondecam, Peridal y Marsheval? —preguntó Jondalar.

—Marsheval se ha ido con Solaban a ver a una anciana que sabe mucho de la talla del marfil —contestó Tishona.

—Jondecam y Peridal estaban buscándote —añadió Levela—. Anoche no te encontraron.

—Lógicamente. Anoche no vinimos —informó Jondalar.

—¿Ah, no? Pero si vi a mucha gente de la Novena Caverna —repuso Levela.

—Nos quedamos en el campamento —explicó Jondalar.

—Así es —confirmó Ayla—. Estuvimos ayudando a Bologan y Lanoga a construir su alojamiento de verano.

Jondalar consideró un poco indiscreto por parte de Ayla sacar a relucir tan abiertamente lo que, a su modo de ver, era un problema privado de su caverna. Si bien hablar de esas cosas no era malo en sí mismo, él se había criado en el hogar de una jefa y sabía que la mayoría de los jefes se tomaba como algo muy personal las situaciones conflictivas dentro de su caverna que no había sabido resolver. Laramar y Tremeda eran una vergüenza para la Novena Caverna desde hacía tiempo. Ni Marthona ni Joharran habían conseguido hacer gran cosa respecto a ellos. Vivían allí desde hacía muchos años, y tenían derecho a quedarse. Como Jondalar se temía, las palabras de Ayla suscitaron curiosidad.

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