La tierra de las cuevas pintadas (5 page)

Los viajeros, algunos de la Novena Caverna y otros de la Tercera, desanduvieron el camino del día anterior por la margen del Río de la Hierba. Bordearon de uno en uno el saliente de roca por la senda entre el agua cristalina del Río de la Hierba y la pared rocosa. Después, algunos se adelantaron para colocarse en grupos de dos o de tres.

Se desviaron por el camino que bajaba hacia el vado, bautizado ya con el nombre de «Sitio de la Cacería de Leones». Las rocas estaban dispuestas de tal modo que resultaba difícil vadear el río. Saltar por encima de las piedras resbaladizas no era lo mismo para un joven ágil que para una mujer embarazada o cargada con un recién nacido, y quizá también con bultos de comida, ropa o utensilios, ni para mujeres y hombres de cierta edad. Por tanto, habían colocado más piedras cuidadosamente entre las rocas que asomaban a la superficie debido a la escasa profundidad del agua en aquel punto, a fin de reducir el espacio entre unas y otras. Cuando todos llegaron al otro lado del afluente, donde la senda se ensanchaba, volvieron a caminar otra vez en grupos de dos o tres.

Morizan esperó a Jondalar y Ayla, que cerraban la marcha frente a los caballos, y se situó a la par de ellos. Después de un intercambio informal de saludos, Morizan dijo:

—No me había dado cuenta de lo útil que puede ser tu lanzavenablos, Jondalar. He estado practicando con él, pero desde que os he visto usarlo a ti y a Ayla, lo valoro más.

—Haces bien en familiarizarte con el lanzavenablos, Morizan. Es un arma muy eficaz. ¿Te lo sugirió Manvelar o ha sido idea tuya? —preguntó Jondalar.

—Ha sido idea mía, pero en cuanto me puse a ello, él me animó. Dijo que daba buen ejemplo —respondió Morizan—. Si quieres que te diga la verdad, eso a mí me daba igual. Simplemente quería aprender a usar el arma.

Jondalar le sonrió. Había dado por sentado que serían los jóvenes los más predispuestos a probar la nueva arma, y la respuesta de Morizan era justo la que preveía.

—Bien. Cuanto más te ejercites, mejor lo harás. Ayla y yo usamos el lanzavenablos desde hace mucho tiempo; lo empleamos durante el viaje de regreso a casa, todo un año, y antes ya hacía un año que lo usábamos. Como has visto, las mujeres pueden manejar un lanzavenablos con mucha eficacia.

Siguieron el curso del Río de la Hierba aguas arriba a lo largo de un trecho, hasta llegar a un afluente menor que se llamaba Pequeño Río de la Hierba. Mientras avanzaban junto al cauce menor, Ayla comenzó a percibir un cambio en el aire, un frescor húmedo lleno de aromas intensos. Allí incluso la hierba era de un verde más oscuro, y en algunos puntos el terreno se reblandecía. El camino bordeaba zonas pantanosas con altos juncos y aneas mientras cruzaban el exuberante valle en dirección a una pared de piedra caliza.

Enfrente les esperaban varias personas, entre ellas dos muchachas. Ayla sonrió al verlas. Las tres se habían emparejado en la misma ceremonia matrimonial durante la Reunión de Verano del año anterior y se sentía muy unida a ellas.

—¡Levela! ¡Janida! No sabéis las ganas que tenía de veros —saludó, caminando hacia ellas—. Me he enterado de que habéis decidido trasladaros a la Segunda Caverna.

—¡Ayla! —exclamó Levela—. Bienvenida a Roca de la Cabeza de Caballo. Decidimos venir con Kimeran para encontrarnos contigo y no tener que esperar hasta tu visita a la Segunda Caverna. Me alegro mucho de verte.

—Sí —convino Janida. Era mucho más joven que las otras dos mujeres, y muy tímida, pero tenía una sonrisa afable—. Yo también me alegro de verte, Ayla.

Las tres se abrazaron, aunque con sumo cuidado. Tanto Ayla como Janida cargaban con niños, y Levela estaba embarazada.

—Ya me enteré de que tuviste un hijo, Janida.

—Sí, le puse Jeridan —respondió Janida, mostrándole el bebé.

—Yo tuve una niña. Se llama Jonayla —dijo Ayla. La pequeña estaba ya despierta a causa del revuelo. Ayla la sacó de su manta de acarreo mientras hablaba y luego se volvió para mirar al otro bebé—. Oh, es un niño perfecto. ¿Puedo cogerlo en brazos?

—Sí, claro, y yo quiero coger a tu hija —repuso Janida.

—¿Por qué no me das a mí a tu niña, Ayla? —propuso Levela—. Así, mientras tú coges a Jeridan, yo sujeto a… ¿Jonayla?... —Ayla asintió— hasta que Janida pueda tenerla en brazos.

Las mujeres se intercambiaron los niños y los arrullaron, observándolos y comparándolos cada una con el suyo.

—Ya sabes que Levela está embarazada, ¿verdad? —preguntó Janida.

—Ya lo veo —contestó Ayla—. ¿Ya sabes cuándo llegará, Levela? Me gustaría venir y estar a tu lado, y seguro que a Proleva también.

—No lo sé con seguridad. Faltan unas cuantas lunas todavía. Me encantaría que estuvieras conmigo, tú y desde luego también mi hermana —dijo Levela—. Pero no hace falta que vengáis aquí. Probablemente estaremos todas en la Reunión de Verano.

—Es verdad —convino Ayla—. Para ti será estupendo tener a todo el mundo alrededor. Incluso la Zelandoni, la Primera, estará allí, y es extraordinaria ayudando a las madres en el parto.

—Puede que haya demasiada gente —intervino Janida—. Todo el mundo te aprecia, Levela, y no permitirán que esté contigo tanta gente. Serían demasiados. Puede que a mí no me quieras allí: yo no tengo mucha experiencia, pero me gustaría estar contigo, como tú estuviste conmigo, Levela. Pero lo entenderé si prefieres tener al lado a alguien a quien conozcas desde hace más tiempo.

—Claro que te querré allí, Janida, y también a Ayla. Al fin y al cabo, compartimos la misma ceremonia matrimonial, y eso es un lazo especial —dijo Levela.

Ayla comprendía los sentimientos que Janida acababa de expresar. También ella se preguntaba si Levela no preferiría tener a su lado a amigas a quienes conocía desde hacía más tiempo. Ayla sintió un arrebato de afecto por la joven, y le sorprendió sentir en los ojos el escozor de las lágrimas, que se esforzó por contener, ante la buena disposición de Levela a aceptarla. En su infancia, Ayla no había tenido muchas amigas. Las muchachas del clan se emparejaban a una edad muy temprana, y Oga, la que podría haber sido su amiga más íntima, se convirtió en compañera de Broud y él no le permitió mantener una relación demasiado estrecha con la muchacha de los Otros, a quien llegó a odiar. Ayla quería mucho asimismo a la hija de Iza, Uba, su hermana en el clan, pero era mucho más joven y parecía una hija más que una amiga, y si bien las otras mujeres habían acabado aceptándola, e incluso apreciándola, en realidad nunca la comprendieron. Sólo cuando se marchó a vivir con los mamutoi y conoció a Deegie entendió lo divertido que era tener una amiga de su edad.

—Hablando de ceremonias matrimoniales y parejas, ¿dónde están Jondecam y Peridal? Creo que Jondalar también se siente unido a ellos por un lazo especial. Me consta que también él tenía muchas ganas de verlos —dijo Ayla.

—También ellos quieren verlo a él —respondió Levela—. Jondecam y Peridal no han hecho más que hablar de Jondalar y su lanzavenablos desde que se enteraron de que veníais.

—¿Sabíais que Tishona y Marsheval viven en la Novena Caverna? —preguntó Ayla, refiriéndose a otra pareja que se había unido al mismo tiempo que ellas—. Intentaron vivir en la Decimocuarta, pero Marsheval iba tan menudo a la Novena Caverna… o debería decir a Río Abajo, donde aprendía a dar forma al marfil de mamut para pasar luego la noche en la Novena… que decidieron trasladarse.

Los tres zelandonia se hallaban a cierta distancia, observando a las jóvenes mientras charlaban. La Primera advirtió la desenvoltura con que Ayla entablaba conversación con ellas, comparando bebés y hablando animadamente de cosas propias de jóvenes que tenían hijos o los esperaban. Había empezado a enseñar a Ayla los rudimentos del saber que necesitaría para convertirse en toda una Zelandoni, y sin duda la joven mostraba interés y aprendía deprisa, pero la Primera empezaba a darse cuenta de que Ayla se distraía con facilidad. Hasta entonces se había abstenido de intervenir, dejando que Ayla disfrutase de su nueva vida como madre y mujer emparejada. Quizá había llegado la hora de presionarla un poco más, implicarla lo necesario para que ella, por propia iniciativa, dedicara más tiempo a aprender lo que necesitaba saber.

—Tenemos que irnos, Ayla —dijo la Primera—. Me gustaría que vieses la cueva antes de que estemos demasiado ocupadas con las comidas, las visitas y las reuniones.

—Sí, vamos —contestó Ayla—. He dejado a los tres caballos y a Lobo con Jondalar, y aún tenemos que acomodarlos. Seguro que él también quiere ver a mucha gente.

Se encaminaron hacia la escarpada pared de caliza. La iluminaba el sol del atardecer, y la pequeña fogata que habían encendido cerca era casi invisible bajo la luz resplandeciente. Había allí un agujero oscuro apenas visible, y varias antorchas apoyadas contra la pared. Cada Zelandoni prendió una. Ayla entró en el agujero detrás de las otras, estremeciéndose cuando la envolvió la oscuridad. Dentro de la cavidad de la pared de roca, notó de pronto el aire frío y húmedo, pero la causa de su escalofrío no fue sólo el brusco descenso de la temperatura. Ayla no había estado antes allí y sentía siempre cierta aprensión e inquietud cuando entraba en una cueva desconocida.

La abertura no era grande, pero había altura suficiente para que nadie tuviese que agacharse al entrar. Ayla había encendido una antorcha fuera y la sostenía en alto y al frente con la mano izquierda, tendiendo la derecha hacia la áspera pared de piedra para no perder el equilibrio. El bulto cálido que llevaba contra el pecho, sujeto mediante la suave manta de acarreo, seguía despierto, y Ayla apartó la mano de la pared para dar unas palmadas a la niña y tranquilizarla. «Probablemente Jonayla también nota el cambio de temperatura», pensó Ayla, mirando alrededor mientras se adentraba en la cueva. Esta no era grande, pero se distribuía de manera natural en espacios independientes de menor tamaño.

—Es aquí, en la sala de al lado —anunció la Zelandoni de la Segunda Caverna. También era una mujer alta y rubia, aunque un poco mayor que Ayla.

La Zelandoni que era la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra se retiró para que Ayla entrara detrás de la mujer que las guiaba.

—Ve tú delante. Yo ya la he visto —dijo, apartando su considerable humanidad.

Un hombre de mayor edad dio un paso atrás a la vez que ella.

—Yo también la he visto ya —afirmó—, y muchas veces.

Ayla había advertido el gran parecido entre el viejo Zelandoni de la Séptima Caverna y la mujer que los guiaba. También era alto, aunque estaba un poco encorvado, y tenía el pelo más blanco que rubio.

La Zelandoni de la Segunda Caverna sostenía la antorcha en alto para proyectar la luz al frente; Ayla la imitó. Le pareció ver imágenes imprecisas en algunas de las paredes de la cueva mientras avanzaban, pero como nadie se detuvo para señalárselas, tenía sus dudas. Oyó que alguien empezaba a tararear, un sonido hermoso y vibrante, y reconoció la voz de su mentora, la Zelandoni Que Era la Primera. Su voz reverberó en la pequeña cámara de piedra, pero más aún cuando entraron en otra sala y doblaron un recodo. Allí los zelandonia alzaron sus antorchas para iluminar una pared, y Ayla ahogó una exclamación.

No estaba preparada para lo que cobró forma ante ella. En la pared de piedra caliza de la cueva se veía el perfil de una cabeza de caballo, labrado tan profundamente en la piedra que parecía sobresalir, y tan realista que daba la impresión de ser un animal vivo. Estaba realizado a una escala mayor que el tamaño natural, o bien era un dibujo de un animal mucho mayor de los que ella había visto, pero conocía bien a los caballos, y las proporciones eran perfectas. La forma del hocico, el ojo, la oreja, la nariz con el ollar abierto, la curva de la boca y la quijada, todo era exactamente como en la vida real. Y a la luz vacilante de las antorchas, parecía moverse, respirar.

Ayla dejó escapar el aire en una especie de sollozo; sin darse cuenta, había contenido la respiración.

—Es un caballo perfecto, aunque sea sólo la cabeza —exclamó Ayla.

—Por eso la Séptima Caverna se llama Roca de la Cabeza de Caballo —explicó el anciano, situado justo detrás de ella.

Ayla fijó la mirada en la imagen con una sensación de reverencia y asombro, y alargó el brazo para tocar la piedra, sin plantearse siquiera si debía hacerlo. Se sentía atraída por ella. Rozó la quijada, justo allí donde habría acariciado a un caballo vivo, y al cabo de un momento la fría piedra pareció calentarse como si desease estar viva y desprenderse de la pared. Ayla apartó la mano y luego volvió a apoyarla. Aunque la superficie de la roca conservaba aún parte del calor, enseguida volvió a enfriarse, y Ayla cayó en la cuenta de que la Primera había seguido tarareando mientras ella tocaba la piedra, pero se había interrumpido en cuanto retiró la mano.

—¿Quién es el autor? —preguntó Ayla.

—Nadie lo sabe —contestó la Primera. Había entrado después del Zelandoni de la Séptima Caverna—. Es de hace tanto tiempo que nadie se acuerda. Algún Antiguo, claro, pero no hay leyenda ni historia que nos lo aclare.

—Quizá el mismo tallista autor de la Madre del Hogar del Patriarca —aventuró la Zelandoni de la Segunda Caverna.

—¿Qué te lleva a pensar eso? —preguntó el anciano—. Son imágenes muy distintas. Una es de una mujer con un cuerno de bisonte en la mano, la otra es la cabeza de un caballo.

—He estudiado los dos dibujos. Se advierten similitudes en la técnica —contestó ella—. Fíjate en el trazo cuidadoso de la nariz y la boca, y la forma de la quijada de este caballo. Cuando vayas allí, observa las caderas de la Madre, el contorno del vientre. He visto mujeres con ese aspecto, especialmente entre aquellas que han tenido hijos. Como este caballo, el dibujo de la mujer que representa a Doni en la cueva del Hogar del Patriarca es muy fiel a la realidad.

—Eres muy observadora —dijo La Que Era la Primera—. Cuando vayamos al Hogar del Patriarca, haremos lo que propones, y nos fijaremos bien. —Contemplaron el caballo en silencio durante un rato. Por fin la Primera anunció—: Debemos irnos. Aquí dentro hay más cosas, pero ya las veremos en otro momento. Quería que Ayla viera la Cabeza de Caballo antes de empezar con las visitas y demás.

—Me alegro de que me hayas traído —dijo Ayla—. No sabía que los dibujos tallados en piedra podían parecer tan reales.

Capítulo 3

—¡Ya estáis aquí! —exclamó Kimeran, levantándose de un asiento de piedra en la repisa que sobresalía ante el refugio de la Séptima Caverna para saludar a Ayla y Jondalar, que acababan de subir por el sendero. Los seguía Lobo, y Jonayla, despierta, iba apoyada en la cadera de Ayla—. Nos constaba que habíais llegado, pero nadie sabía dónde estabais.

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