La tierra de las cuevas pintadas (4 page)

—¿Y la carne? —preguntó Palidar—. ¿Vas a comértela?

—No. Por lo que a mí respecta, pueden quedársela las hienas —contestó Ayla—. No me gusta el sabor de la carne de los devoradores de carne, y menos la de los leones cavernarios.

—Yo no he probado la carne de león —dijo Palidar.

—Yo tampoco —intervino Morizan, de la Tercera Caverna, que había formado pareja con Galeya.

—¿Ninguna de vuestras lanzas ha alcanzado a un león? —preguntó Ayla. Los vio mover la cabeza en un triste gesto de negación—. En cuanto haya enterrado el corazón, podéis quedaros la carne de este, si la queréis, pero yo que vosotros no me comería el hígado.

—¿Por qué no? —preguntó Tivonan.

—Según las personas con quienes me crie, el hígado de los devoradores de carne puede matar, como un veneno —respondió Ayla—. Corrían historias al respecto, en concreto la de una mujer egoísta que se comió el hígado de un felino, un lince, creo, y murió. Quizá deberíamos enterrar también el hígado, junto con el corazón.

—¿Es malo comer el hígado de animales que comen sólo un poco de carne? —preguntó Galeya.

—Creo que con el hígado del oso no pasa nada. El oso come carne, pero también de todo lo demás. Los osos cavernarios apenas comen carne, y saben bien. Sé de gente que se comía el hígado y no enfermaba —contestó Ayla.

—Hace años que no veo un oso cavernario —observó Solaban, que estaba cerca, escuchando—. Ya no hay muchos por aquí. ¿De verdad has comido carne de oso?

—Sí —respondió Ayla. Les habría explicado que la carne del oso cavernario era sagrada para el clan, y sólo se comía en ciertas fiestas rituales, pero decidió que eso los induciría a hacer más preguntas, y que llevaría demasiado tiempo contestar a todas.

Miró a la leona y respiró hondo. Era grande y le costaría despellejarla. No le vendría mal un poco de ayuda. Observó a los cuatro jóvenes que le habían formulado las preguntas. Ninguno de ellos había utilizado el lanzavenablos, pero supuso que eso cambiaría en adelante, y si bien no habían conseguido dar en el blanco con sus lanzas, habían participado de buena gana en la cacería y se habían expuesto al peligro. Les sonrió.

—Os daré una zarpa a cada uno si me ayudáis a despellejar a esta leona —dijo, y los vio sonreír.

—Por mí, encantado —contestaron Palidar y Tivonan casi simultáneamente.

—Lo mismo digo —añadió Morizan.

—Bien. No me vendrá mal vuestra ayuda. —A continuación dijo a Morizan—: Creo que no nos han presentado formalmente.

Se plantó ante el joven y le tendió las dos manos con las palmas hacia arriba, en el gesto formal de franqueza y amistad.

—Soy Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii, acólita de la Zelandoni, la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre Tierra, emparejada con Jondalar, maestro tallador de pedernal y hermano de Joharran, jefe de la Novena Caverna de los zelandonii, antes Hija del Hogar del Mamut del Campamento del León de los mamutoi, Elegida por el espíritu del León Cavernario, Protegida por el Oso Cavernario y amiga de los caballos Whinney, Corredor y Gris, y del cazador cuadrúpedo Lobo.

Eso bastaba para una presentación formal, pensó, viendo la expresión del joven. Sabía que la primera parte de la recitación de sus títulos y lazos debía de resultar un tanto abrumadora —sus vínculos se contaban entre los de más alto rango para los zelandonii—, y la última parte debía de ser totalmente desconocida para él.

Él le tendió las manos y empezó con sus títulos y lazos.

—Soy Morizan de la Tercera Caverna de los zelandonii —dijo, nervioso, y pareció detenerse a pensar qué decir a continuación—. Soy hijo de Manvelar, jefe de la Tercera Caverna, primo de…

Ayla comprendió que era joven y no estaba acostumbrado a conocer a gente nueva y hacer recitaciones formales. Decidió facilitarle la tarea y dio por concluido el ritual de presentación.

—En nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, yo te saludo, Morizan de la Tercera Caverna de los zelandonii —dijo, y añadió—: Y agradezco tu ayuda.

—Yo también quiero ayudar —saltó Galeya—. Me gustaría quedarme una zarpa como recuerdo de esta cacería. Aunque no haya alcanzado con mi lanza a ningún león, ha sido emocionante. He tenido un poco de miedo, pero ha sido emocionante.

Ayla asintió con actitud comprensiva.

—Empecemos, pues, pero tened mucho cuidado cuando cortéis las zarpas, o arranquéis los dientes, no vayáis a arañaros. Debéis hervirlos para poder manipularlos sin peligro. Si os arañáis, el rasguño puede convertirse en una herida fea, una de esas que se hinchan y supuran y despiden mal olor.

Alzó la mirada y avistó a lo lejos a varias personas que llegaban por detrás del saliente de roca. Reconoció a unas cuantas de la Tercera Caverna que no formaban parte del primer grupo que se había unido antes a ellos. Manvelar, el hombre fuerte y vigoroso, que era su jefe y mayor que los demás, estaba entre ellos.

—Ahí vienen Manvelar y otros —anunció Thefona, que obviamente también los había visto y reconocido.

Cuando llegaron ante los cazadores, Manvelar se acercó a Joharran.

—Yo te saludo, Joharran, jefe de la Novena Caverna de los zelandonii, en nombre de Doni, la Gran Madre Tierra —dijo, tendiendo las dos manos.

Cogiéndoselas, Joharran devolvió el breve saludo formal de reconocimiento al otro jefe.

—En nombre de la Gran Madre Tierra, Doni, yo te saludo, Manvelar, jefe de la Tercera Caverna de los zelandonii. —Era un acto de cortesía habitual entre jefes.

—Las personas a quienes has ordenado volver nos han informado de lo que sucedía —explicó Manvelar—. Hacía días que veíamos a los leones por aquí, y hemos venido a ayudar. Volvían regularmente y no sabíamos qué hacer con ellos. Según parece, ya habéis resuelto vosotros el problema. Veo a cuatro, no, cinco leones abatidos, incluido el macho. Ahora las hembras tendrán que buscar otro macho; tal vez se separen y encuentren a más de uno. Con eso cambiará toda la estructura de la manada. Imagino que tardarán en volver a molestarnos. Queremos daros las gracias.

—Hemos pensado que no podríamos pasar cerca de ellos sin peligro, y no queríamos que representasen una amenaza para las cavernas de los alrededores, así que hemos decidido darles caza y ahuyentarlos, sobre todo porque nos acompañaban varias personas capaces de manejar el lanzavenablos. Menos mal. Ese macho enorme, pese a estar malherido, ha vuelto a atacar cuando creíamos que estaba en las últimas —explicó Joharran.

—Es peligroso cazar leones cavernarios. ¿Qué vais a hacer con ellos?

—Me parece que ya se han reclamado las pieles, los dientes y las zarpas, y algunos quieren probar la carne —respondió Joharran.

—Tiene un sabor fuerte —advirtió Manvelar, arrugando la nariz—. Os ayudaremos a despellejarlos, pero nos llevará tiempo. Creo que deberíais plantearos pasar la noche con nosotros. Podemos enviar a un mensajero para informar a la Séptima de vuestro retraso, y del motivo.

—De acuerdo, nos quedaremos. Gracias, Manvelar —dijo Joharran.

La Tercera Caverna dio de comer a los visitantes de la Novena antes de que estos emprendieran camino a la mañana siguiente. Joharran, Proleva, el hijo de Proleva, Jaradal y la hija recién nacida, Sethona, se sentaron con Jondalar, Ayla y su hija, Jonayla, en la soleada entrada de piedra, disfrutando de la vista a la par que de la comida.

—Da la impresión de que Morizan está muy interesado en Galeya, la amiga de Folara —comentó Proleva. Observaban al grupo de jóvenes aún no emparejados con la mirada indulgente de hermanos mayores con familia.

—Sí —convino Jondalar, sonriente—. Ayer ella fue su respaldo durante la cacería de leones. Al cazar juntos y depender el uno del otro de esa manera se crea enseguida un lazo especial, aunque no pudieran atribuirse un león porque no alcanzaron a ninguno con sus lanzas. Pero ayudaron a Ayla a desollar a su leona, y ella regaló una zarpa a cada uno. Acabaron tan pronto que vinieron a ayudarme a mí, y yo también les regalé unas uñas, así que todos tienen recuerdos de la cacería.

—De eso alardeaban anoche ante la cesta de guisar —dijo Proleva.

—¿Me das una zarpa de recuerdo, Ayla? —preguntó Jaradal. Obviamente, el niño había estado escuchando con atención.

—Jaradal, son recuerdos de una cacería —explicó su madre—. Cuando tengas edad para ir de caza, tendrás tus propios recuerdos.

—No importa, Proleva. Yo le daré una —terció Joharran, sonriendo con dulzura al hijo de su compañera—. Yo también maté un león.

—¿En serio? —exclamó el niño de seis años, entusiasmado—. ¿Y puedo quedarme una zarpa? ¡Ya veréis cuando se la enseñe a Robenan!

—Sobre todo hiérvela antes de dársela —aconsejó Ayla.

—Eso era lo que hervían Galeya y los otros anoche —añadió Jondalar—. Ayla insistió en que todos hirvieran las zarpas y los colmillos antes de manipularlos. Dice que un rasguño de una zarpa de león puede ser peligroso si no se hierve antes.

—¿De qué sirve hervirlas? —preguntó Proleva.

—Cuando era pequeña, antes de que me encontrara el clan, me arañó un león cavernario. Las cicatrices que tengo en la pierna son de eso. Apenas recuerdo el momento en que recibí el zarpazo, pero sí recuerdo lo mucho que me dolió la pierna hasta curarse. El clan también tenía la costumbre de quedarse con los dientes y las garras de los animales —contó Ayla—. Cuando me enseñaba a curar, una de las primeras cosas que me explicó Iza fue que debía hervirlos antes de manipularlos. Me dijo que estaban llenos de malos espíritus, y el hervor expulsaba la malevolencia.

—No me extraña que esas zarpas estén llenas de malos espíritus, desde luego, si pensamos en lo que hacen esos animales con ellas —comentó Proleva—. Me aseguraré de que se hierve la zarpa de Jaradal.

—Esa cacería de leones ha sido la prueba definitiva de tu arma, Jondalar —dijo Joharran—. Probablemente los que sólo tenían lanzas habrían sido una buena protección si los leones se hubiesen acercado, pero sólo se han cobrado piezas con lanzavenablos. Creo que eso animará a más gente a ejercitarse.

Vieron aproximarse a Manvelar y lo saludaron cordialmente.

—Podéis dejar las pieles de león aquí y pasar a recogerlas a la vuelta —propuso—. Podemos guardarlas al fondo del refugio inferior. Allí detrás el ambiente es bastante fresco y se pueden guardar durante unos días. Ya las curaréis cuando lleguéis a casa.

La gran pared de piedra caliza junto a la que habían pasado poco antes de la cacería, llamada Roca de los Dos Ríos porque allí confluían el Río de la Hierba y el Río, tenía tres repisas muy pronunciadas, una encima de otra, que creaban techos protectores para los espacios situados debajo. La Tercera Caverna aprovechaba todos los refugios de piedra, pero vivían principalmente en el amplio espacio intermedio, desde el cual se disfrutaba de una extensa vista panorámica de los dos ríos y la zona inmediata a la pared rocosa. Los otros se destinaban principalmente al almacenamiento.

—Eso sería una gran ayuda —contestó Joharran—. Ya llevamos carga de sobra, en especial con los niños, y vamos con retraso. Si no hubiésemos tenido planeado este viaje a Roca de la Cabeza de Caballo desde hace tiempo, probablemente no lo habríamos emprendido. Al fin y al cabo, veremos a todo el mundo en la Reunión de Verano, y todavía tenemos muchas cosas que hacer antes de partir. Pero la gente de la Séptima Caverna quería a toda costa que Ayla los visitase, y la Zelandoni quiere enseñarle la Cabeza de Caballo. Y como no está muy lejos de allí, quieren ir también al Hogar del Patriarca y visitar la Segunda Caverna, donde veremos a los antepasados labrados en la pared de su caverna inferior.

—¿Dónde está la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre Tierra? —preguntó Manvelar.

—Ella ya está allí desde hace unos días —respondió Joharran—. En conversaciones con otros miembros de la zelandonia. Es por algo relacionado con la Reunión de Verano.

—Por cierto, ¿cuándo tenéis previsto partir? —preguntó Manvelar—. Quizá podríamos hacer el viaje juntos.

—Yo siempre prefiero partir cuanto antes. Con una caverna tan numerosa, necesitamos más tiempo para encontrar un sitio cómodo. Y ahora tenemos que pensar en los animales. He estado en la Vigésimo sexta Caverna, pero no conozco bien la zona.

—Es una gran llanura al lado del Río Oeste —explicó Manvelar—. Caben muchos refugios de verano, pero dudo que sea un buen sitio para los caballos.

—Me gustó el emplazamiento que encontramos el año pasado, a pesar de que estaba bastante lejos de las actividades, pero no sé qué nos encontraremos este año. Estuve planteándome ir a explorar la zona con antelación, pero llegaron aquellas intensas lluvias de primavera y no quise vérmelas con los barrizales —dijo Joharran.

—Si no te importa acampar un poco a trasmano, puede que haya un lugar más aislado cerca de Vista del Sol, el refugio de la Vigésimo sexta Caverna. Está en una pared cerca de la orilla del antiguo lecho del río, que ahora queda un tanto apartado del río.

—Podemos probar allí —sugirió Joharran—. Enviaré a un mensajero cuando decidamos el momento de la partida. Si la Tercera Caverna quiere viajar entonces, podemos ir juntos. Tú tienes familia allí, ¿no? ¿Has pensado ya en la ruta? Sé que el Río Oeste corre en la misma dirección que el Río, así que no es difícil encontrar el sitio. Basta con que vayamos rumbo al sur, hacia el Río Grande, y luego al oeste, hasta llegar al Río Oeste, y después seguir el cauce hacia el norte, pero si tú conoces un camino más directo, quizá tardemos menos.

—Pues sí, conozco uno —respondió Manvelar—. Sabes que mi compañera era de la Vigésimo sexta Caverna y visitábamos con frecuencia a su familia cuando los niños eran pequeños. No he vuelto desde que ella murió, y espero con ilusión esta Reunión de Verano para encontrarme con algunas personas que no veo desde hace tiempo. Morizan y sus hermanos tienen primos allí.

—Ya seguiremos hablando cuando pasemos por aquí a buscar esas pieles de león en el camino de vuelta. Gracias por la hospitalidad de la Tercera Caverna, Manvelar —dijo Joharran a la vez que se volvía para irse—. Tenemos que ponernos en marcha. La Segunda Caverna nos espera, y la Zelandoni, La Que es la Primera, tiene una sorpresa en una cueva para Ayla.

Con el deshielo, los primeros retoños de la primavera habían teñido la fría tierra marrón de color esmeralda como en una acuarela. Conforme avanzaba la breve estación, los tallos articulados y las finas hojas envolventes alcanzaban su madurez, y exuberantes prados sustituían a los colores fríos en las llanas tierras de aluvión a orillas de los ríos. Esa hierba de los campos que se extendían ante ellos, agitándose con el viento más cálido de principios del verano, cuyo verdor, propio del crecimiento rápido, adquiría ya el tono dorado de la madurez, daba nombre al río.

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