La tierra de las cuevas pintadas (75 page)

—Tienes razón, Zelandoni, pero no quiero tomar decisiones con respecto a ellos. No creo que me corresponda a mí —dijo Ayla.

—No tienes que tomar ninguna decisión. Todos sabemos qué ha hecho Balderan. Hay que matarlo. Si no, matará a más personas. La cuestión es: ¿quién lo hará y cómo? Para la mayoría de la gente no es fácil matar a alguien deliberadamente. No debe serlo. No está bien que una persona mate a otra persona. Por eso sabemos que hay en él algún grave defecto, porque no es consciente, y por eso me alegro de que se reúnan todas estas cavernas. Ha de ser algo en lo que todas participen. No quiero decir que todos deban matarlo, pero sí tienen que asumir la responsabilidad. Y todos deben saber que eso es lo correcto en este caso en particular. No se debe matar a una persona en un arrebato de ira, o por venganza. Hay otras maneras de resolver esas cosas. En su caso, no hay ninguna otra solución —declaró la Primera—, pero ¿cuál es la mejor manera de hacerlo?

Las dos permanecieron en silencio hasta que Ayla dijo:

—Hay plantas…

—Yo iba a decir setas —la interrumpió la Primera—. Podría dárseles ciertas setas en la comida.

—Pero ¿y si se dan cuenta y deciden no comerlas? Todo el mundo sabe que existen setas venenosas. Es muy fácil distinguirlas y evitarlas —dijo Ayla.

—Es cierto, y aunque Balderan no esté bien de la cabeza, no es tonto. ¿En qué plantas pensabas?

—He visto por aquí dos plantas que conozco. Una se llama berula. Crece en el agua —explicó Ayla.

—Es comestible —dijo la Zelandoni—, sobre todo las raíces, cuando son jóvenes y tiernas.

—Sí, pero hay otra planta que se parece mucho y es mortalmente venenosa —prosiguió Ayla—. Sé cómo se llama en mamutoi. Ignoro el nombre en zelandonii, pero la conozco.

—Ya sé a cuál te refieres. Es la cicuta —dijo la Primera—. Nosotros la llamamos así. Crece en el agua. Podría prepararse la misma comida para todo el campamento, y nosotros comeremos berula, mientras que a Balderan y sus hombres se les dará cicuta. —Calló por un momento y luego añadió—: He pensado que también se les podría servir setas, setas comestibles. A lo mejor piensan que son venenosas y las evitan, y quizá así no se fijen en las raíces, porque dará la impresión de que todo el mundo está comiéndolas.

—Eso mismo he pensado yo, a menos que a alguien se le ocurra un sistema mejor —dijo Ayla.

La mujer se detuvo a reflexionar otra vez y luego asintió.

—Bien, ya tenemos un plan. Siempre es bueno tener un plan, adelantarse a las circunstancias, si es posible —comentó la Zelandoni Que Era la Primera.

Cuando las dos mujeres salieron de la tienda, no había nadie fuera. El resto del grupo de viajeros había ido a ver qué ocurría en la Reunión de Verano improvisada, y a ayudar en la preparación de las comidas o cualquier otra tarea pendiente. Sólo que aquello no era una feliz reunión de parientes, amigos y vecinos; era un encuentro para juzgar crímenes muy graves.

Llegaba más gente, y el prado al pie de las paredes rocosas empezaba a llenarse. Pero la mayor sorpresa se produjo a última hora de la tarde. Ayla y la Primera se hallaban en el alojamiento de los zelandonia cuando Jonayla irrumpió corriendo en medio de la reunión.

—¡Madre, madre! —exclamó la niña—. Kimeran me ha pedido que viniera a decírtelo.

—¿A decirme qué, Jonayla? —preguntó Ayla con voz severa.

—Ha venido la familia de Beladora. Y los acompaña una persona muy rara.

—¿La familia de Beladora? Ni siquiera son zelandonii; son giornadonii. Viven muy lejos. ¿Cómo pueden haber llegado en sólo uno o dos días? —preguntó Ayla. Se volvió hacia los demás—. Creo que tengo que irme.

—Y yo debería ir contigo —dijo la Primera—. Disculpadnos, por favor.

—No viven tan lejos —señaló la Zelandoni Primera, acompañándolas a la salida—, y vienen a menudo. Al menos una vez cada dos años. Son tan zelandonii como giornadonii, pero no creo que hayan venido por los mensajeros que se enviaron. Probablemente tenían la intención de visitarnos de todos modos. Han debido de sorprenderse tanto de ver a su pariente como ella de verlos a ellos.

Kimeran estaba ante la entrada y había oído a la Zelandoni Primera.

—Eso no es del todo así —corrigió—. Fueron a la Reunión de Verano de los giornadonii, y luego decidieron acudir a vuestra Reunión de Verano, y ya tenían pensado venir aquí después. Estaban en el campamento de la Reunión de Verano cuando llegó el mensajero, y por él se enteraron de que estábamos aquí, además, por supuesto, de lo de Balderan. ¿Sabíais que también estuvo acosando a algunas cavernas de giornadonii? ¿Es que hay alguien a quien ese hombre no haya hecho daño y con quien no se haya enemistado?

—Pronto se celebrará una reunión para tratar eso —dijo la Zelandoni Primera—. Debemos tomar algún tipo de decisión sin tardanza. —Como si acabara de acordarse, añadió—: ¿Has dicho que los acompañaba una persona muy rara?

—Sí, pero ya la verás por ti misma.

Ayla y la Primera fueron presentadas a los parientes de Beladora formalmente. A continuación, la Primera les preguntó si ya habían plantado el campamento.

—No, acabamos de llegar —contestó la mujer que, según les dijeron, era la madre de Beladora, Ginedora. Incluso sin que se la presentaran, habría saltado a la vista: era una versión de mayor edad y un tanto más regordeta de la mujer a quien conocían.

—Es posible que haya espacio al lado de nuestro campamento —señaló la Primera—. ¿Por qué no vais a ocuparlo antes de que lo hagan otros?

Cuando llegaron al campamento, se hicieron más presentaciones formales y al principio hubo cierta vacilación ante los animales, pero de pronto Ginedora vio a un niño que, por su aspecto, bien podía haber sido hijo suyo. Miró a Beladora con expresión inquisitiva. Esta cogió a su hijo de la mano, y luego a su hija rubia de ojos azules.

—¿Has tenido dos nacidos juntos? ¿Los dos son tuyos? ¿Y los dos sanos? —preguntó. Beladora asintió—. ¡Qué maravilla!

—Este es Gioneran —dijo la joven madre, levantando la mano del niño de cinco años con el pelo castaño oscuro y ojos de color castaño verdoso como su madre.

—Será alto, como Kimeran —señaló Ginedora.

—Y esta es Ginedela —dijo Beladora, levantando la mano de su hija rubia.

—Tiene el pelo y la tez de Kimeran, y es preciosa —comentó la mujer—. ¿Son tímidos? ¿Querrán acercarse y abrazarme?

—Id a saludar a vuestra abuela. Hemos recorrido un camino muy largo para verla —dijo Beladora, instándolos a que se acercaran.

Ginedora se arrodilló y alargó los brazos. Tenía los ojos anegados en lágrimas y brillantes. Un poco a regañadientes, los niños la abrazaron brevemente. Ginedora cogió a cada uno con un brazo mientras una lágrima resbalaba por su mejilla.

—No sabía que tenía nietos. Eso es lo malo de que vivas tan lejos —dijo Ginedora—. ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?

—Todavía no lo sabemos —contestó Beladora.

—¿Vendrás a nuestra caverna? —preguntó Ginedora.

—Esa era nuestra intención —respondió.

—Tienes que venir, y no sólo a pasar unos días. Has hecho un largo viaje; vuelve con nosotros y quédate un año —propuso su madre.

—Tendríamos que pensarlo —dijo Beladora—. Kimeran es el jefe de nuestra caverna. Le sería difícil ausentarse todo un año. —Cuando vio las lágrimas asomar a los ojos de su madre, añadió—: Pero nos lo pensaremos.

Ayla miró a los demás mientras empezaban a plantar el campamento. Reparó en un hombre que llevaba a hombros a una persona; en ese momento se inclinó y la ayudó a bajarse. Al principio Ayla pensó que era un niño, pero lo miró con más atención. Era un ser menudo, pero de forma extraña, con las piernas y los brazos demasiado cortos. Tocó con la mano a la Primera y se lo señaló con la barbilla.

La mujer corpulenta se volvió hacia él, y lo observó detenidamente. Entendió por qué Ayla le había señalado a ese individuo. Nunca había visto a alguien tan pequeño, pero había oído hablar de la existencia de esa clase de personas.

—Con razón la madre de Beladora parecía tan aliviada al ver que los hijos de su hija, dos nacidos al mismo tiempo, son normales. Esa persona es un accidente de la naturaleza. Al igual que hay árboles enanos cuyo crecimiento se detiene, creo que eso es un hombre enano —comentó la Zelandoni.

—Me gustaría conocerlo para aprender más, pero no quiero aparentar más interés del debido. Eso sería como si lo mirara fijamente, y creo que esa persona ya es blanco de miradas más que suficientes —dijo Ayla.

Capítulo 26

Ayla se había levantado muy temprano y había cogido las alforjas de Whinney y los cestos de recolección. Dijo a Jondalar que se iba a buscar verduras y raíces, y cualquier otra cosa que encontrara para el banquete de esa noche, pero se la veía alterada e incómoda.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó él.

—No. —Fue una respuesta brusca y cortante, pero enseguida intentó suavizarla—. Contaba con que te quedaras con Jonayla. Esta mañana Beladora quiere llevar a sus hijos a pasar un rato con su madre. También irán Jondecam y Levela, ellos con Jonlevan, porque son todos parientes. No sé qué hará Kimeran, pero es posible que se reúna con ellos más tarde. Jonayla es como si fuera de la familia, pero en realidad sólo es una amiga y tal vez se sienta excluida porque no podrá jugar con sus amigos como otras veces. He pensado que quizá esta mañana podríais coger a Corredor y Gris e iros a montar.

—Buena idea. Hace tiempo que no montamos. A los caballos les sentará bien el ejercicio —convino Jondalar. Ayla le sonrió y se rozaron las mejillas. Sin embargo ella tenía aún el entrecejo fruncido. Se la notaba disgustada.

Apenas había clareado cuando Ayla se puso en marcha a lomos de Whinney y llamó a Lobo con un silbido. Recorrió la orilla del río examinando la vegetación. Sabía que las plantas que buscaba crecían cerca del lugar donde habían acampado antes, pero esperaba no tener que ir tan lejos. Pasó ante el refugio ocupado por la Tercera Caverna; no había nadie. Todo el mundo había ido a la reunión improvisada en la Primera Caverna. Se preguntó cómo estaría Amelana, y si daría a luz antes de que ellos se marcharan; «podía ponerse de parto en cualquier momento», pensó, y deseó con fervor que fuera un bebé normal, sano y feliz.

No encontró lo que buscaba hasta llegar cerca del lugar de acampada anterior. El agua remansada donde el río se ensanchaba hasta formar casi un lago constituía el hábitat idóneo tanto para la cicuta como para la berula. Detuvo el caballo y descabalgó ágilmente. Lobo, feliz de tenerla sólo para él, andaba un poco retozón, pero como Ayla no estaba de humor para juegos, se dedicó a explorar los interesantes olores procedentes de los pequeños agujeros y los montículos.

Ayla llevaba encima su cuchillo, bien afilado, y un palo de cavar, y primero cogió unas matas de berula. Luego, empleando una herramienta nueva que había diseñado exclusivamente con ese fin, desenterró varias raíces y plantas de cicuta. Las envolvió con largos tallos de hierba y las puso en un cesto aparte, que también había confeccionado expresamente para esas plantas. Lo dejó en el suelo mientras metía la berula en las alforjas de Whinney y después ató el cesto encima. A continuación llamó a Lobo con un silbido e inició el camino de regreso río arriba; no tenía ninguna prisa por volver. Cuando llegó a un lugar donde las aguas discurrían claras y cristalinas, se detuvo a llenar su odre. Reparó entonces en el lecho seco de un afluente estacional que bajaría impetuoso cuando llegaran las lluvias, y sus cantos rodados lisos eran perfectos. Eligió varios meticulosamente a fin de rellenar la bolsa de piedras para su honda.

Cerca había un pinar, y allí vio, al pie de unos árboles, bultos cubiertos de pinaza y ramitas, que procedió a retirar. Debajo descubrió una colonia de setas de color beige rosáceo. Buscó en los alrededores y encontró más, hasta reunir una buena cantidad de hongos de pino. Esas eran unas setas deliciosas, de carne blanquecina y firme, con un olor y un sabor agradables, un poco picantes, pero no todo el mundo las conocía. Llenó otro cesto de recolección. Después montó en Whinney, llamó a Lobo y regresó, cabalgando al galope parte del camino. Cuando llegó, la gente preparaba la comida de la mañana o ya había empezado a comer. Cargada con dos de los cestos, fue directa al pabellón de los zelandonia. Sólo estaban allí las dos «Primeras».

—¿Has encontrado lo que buscabas? —preguntó La Que Era la Primera.

—Sí —contestó Ayla—. Aquí hay unos hongos de pino, de sabor un poco peculiar que a mí me gustan mucho. —Luego, enseñando el cesto de cicuta, añadió—: Esto no lo he probado nunca.

—Y bien que has hecho. Espero que no lo pruebes nunca —dijo la mujer corpulenta.

—Fuera, en la alforja de Whinney, hay mucha berula. He puesto especial cuidado en no mezclarlas —informó Ayla.

—Se la daré a los que están cocinando —dijo la Zelandoni Primera, más alta y delgada—. Si no se cuecen bien, pueden ser incomestibles. —Se detuvo a examinar a Ayla—. Esto te violenta, ¿verdad?

—Sí. Nunca he cogido ninguna planta sabiendo que es dañina, y menos para dársela a una persona, para matarla —respondió Ayla.

—Pero eres consciente de que si se permite vivir a esa persona, causará más daño.

—Sí, lo sé, pero no por eso me siento mejor.

—Ni tienes por qué sentirte mejor —señaló la Primera—. Estás ayudando a tu gente y asumiendo la carga. Es un sacrificio, pero a veces esa es la función de una Zelandoni.

—Me aseguraré de que se dan a quien debe comerlas —dijo la Zelandoni Primera—. Ese es mi sacrificio. Esta es mi gente, y él ya les ha perjudicado bastante.

—¿Y qué hay de los otros hombres? —preguntó la Primera.

—Uno de ellos, Gahaynar, ha preguntado si puede hacer algo para reparar los daños. Dice que está muy arrepentido —contestó la Zelandoni Primera—. No sé si sólo pretende librarse del castigo que sabe que le espera o si es sincero. Creo que dejaré la decisión en manos de la Madre. Si no come la raíz y vive, quedará en libertad. Por si acaso Balderan no la come y vive, ya he hablado con varias personas a quienes ha causado daño personalmente y están deseosas de hacérselas pagar. Casi todas han perdido a miembros de su familia o han sido agredidos ellas mismas. Si es necesario, se lo entregaré a esa gente, pero preferiría esta otra solución más sutil.

Cuando la Zelandoni Primera hizo ademán de coger el cesto de cicuta, vio deslizarse algo por debajo. Se apresuró a levantar el cesto y apartarlo, dejando a la vista una serpiente, una serpiente extraordinaria.

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