La tierra de las cuevas pintadas (71 page)

Los demás coincidieron con él.

—Entonces este viaje me ha proporcionado un beneficio más. No sólo estoy viendo emplazamientos sagrados fascinantes, sino que también aprendo a cazar mejor —dijo Jonokol con una sonrisa.

—Bueno, vamos a recoger hierba seca y leña —propuso Willamar.

Ayla y Jondalar se sumaron al grupo cuando este se dispersó para recoger leña y otros materiales combustibles. Luego lo extendieron todo a lo ancho de un extremo del trecho del río seco. A sugerencia de Willamar, añadieron una hilera de yesca y broza delante para ayudar a encender el fuego a lo largo de la extensa pila. A continuación montaron en sus caballos, hicieron una seña a Lobo y empezaron a rodear la manada. Willamar ordenó entonces a sus aprendices, Palidar y Tivonan, que encendieran el fuego desde los dos extremos de la pila tan pronto como él lo indicara.

—En cuanto la leña prenda, podéis ocupar vuestras posiciones para utilizar los lanzavenablos —dijo Willamar. Los dos jóvenes movieron la cabeza con un gesto de asentimiento, y todos se situaron en sus puestos para esperar.

Y esperaron.

Cada cazador ocupaba su propio espacio silencioso y escuchaba a su manera. Los dos jóvenes estaban nerviosos, expectantes ante la cacería, y aguzaban el oído, alertas a los sonidos de Ayla y Jondalar, que ya rodeaban a la manada. Jonokol entró en un estado de meditación, que, como había aprendido hacía mucho tiempo, lo ayudaba a mantenerse atento y percibir lo que ocurría alrededor. Oyó a Ayla y Jondalar gritar a lo lejos, pero también oyó los trinos vibrantes de un martín pescador a un ritmo decreciente y con una cadencia cada vez más apagada. Dirigió la mirada hacia el sonido y alcanzó a ver el vivo color azul y anaranjado del pecho del ave pescadora. Después le llegó el graznido áspero y característico de un cuervo.

Kimeran, dejando vagar la mente, se acordó de la Segunda Caverna de los zelandonii y esperó que todos estuvieran bien en su ausencia… pero quizá no demasiado bien. No quería que estuvieran mejor sin él al frente. Eso implicaría que no era un buen jefe. Jondecam pensaba en su hermana, Camora, y deseaba que viviera más cerca. Levela, su compañera, había dicho lo mismo la noche anterior.

El sonido atronador de los cascos acercándose a ellos captó la atención de todos. Los dos jóvenes situados a ambos extremos de la larga pila de leña se volvieron hacia Willamar. Este tenía la mano en alto pero miraba en la otra dirección, preparándose para dar la señal. Los dos tenían un trozo de pedernal en una mano y pirita de hierro en la otra, listos para golpearlas, con la esperanza de no fallar. Todos conocían bien esa técnica para encender el fuego, pero con la excitación podía retrasarse el procedimiento. Los demás tenían el lanzavenablos armado y a punto.

Cuando la manada enfiló el río, una hembra vieja y astuta intentó desviarse, pero Lobo se le adelantó, corrió hacia ella y, enseñándole los temibles dientes, le gruñó. La enorme bisonte siguió por lo que consideró el camino que oponía la menor resistencia y entró en el cauce seco del río.

Justo en ese momento Willamar dio la señal. Palidar fue el primero en golpear la piedra y la chispa prendió. Se agachó para avivar la llama soplando. Tivonan necesitó un segundo intento, pero enseguida se encendió el fuego, que avanzó hacia el centro del lecho. Al unirse los dos fuegos, la leña seca de mayor tamaño prendió junto con la yesca. En cuanto comprobaron que el fuego ardía bien, corrieron hacia el terraplén, armando al mismo tiempo sus lanzavenablos.

Los demás cazadores estaban listos. El fuego ya había frenado a los bisontes, que bramaban en su estado de confusión. No querían abalanzarse sobre el fuego, pero los que cerraban la estampida los empujaban hacia delante.

Las lanzas empezaron a volar.

El aire se llenó de astas de madera con afiladas puntas de pedernal. Cada cazador había elegido un animal distinto al que apuntar y lo observaba con atención entre el humo y la polvareda. Cuando arrojaron una segunda lanza, la mayoría apuntó al mismo bisonte que en el primer lanzamiento. Llevaban todo el verano cazando y habían adquirido una gran destreza.

Jondalar avistó un macho con una alta joroba cubierta de lana desgreñada y provisto de cuernos negros largos y afilados. Lo abatió con la primera lanza y lo remató con la segunda. Rápidamente volvió a armar el lanzavenablos y apuntó a una hembra, pero sólo la hirió.

Ayla, con su primera lanza, alcanzó a un macho joven, no del todo crecido. Lo vio caer, y acto seguido advirtió que la lanza de Jondalar se había clavado en la hembra. Esta vaciló, pero no cayó. Ayla arrojó otra lanza al animal y lo vio tambalearse. Los que iban en cabeza atravesaron la pared de fuego, los demás los siguieron, dejando atrás a sus hermanos caídos.

La cacería había terminado.

Todo había ocurrido tan deprisa que costaba creerlo. Los cazadores fueron a ver las presas cobradas: nueve bisontes sangrantes salpicaban el lecho del río. Cuando examinaron sus lanzas, comprobaron que Willamar, Palidar, Tivonan, Jonokol, Kimeran y Jondecam habían matado un animal cada uno. Jondalar y Ayla habían matado tres entre los dos.

—No esperaba que nos fuera tan bien —comentó Jonokol, verificando las marcas en la lanza para asegurarse de que el animal era suyo—. Tal vez deberíamos haber coordinado la cacería de antemano. Esto es excesivo.

—Es verdad, no necesitábamos tantas piezas —coincidió Willamar—, pero significa que tendremos más para compartir. No se echará a perder. —Siempre le gustaba llevar algo de obsequio cuando llegaba a una nueva caverna.

—¿Y cómo vamos a transportarlos? Tres caballos no pueden arrastrar a nueve enormes bisontes en las angarillas —dijo Palidar. Con su lanza había abatido un macho enorme y ni siquiera sabía cómo empezar a mover la bestia, y menos aún cómo acarrearlas todas juntas.

—Me temo que alguien tendrá que ir a la próxima caverna y traer a gente para que eche una mano. No creo que les importe. Ni siquiera tendrán que cazarlos —propuso Jondalar. Había estado pensando lo mismo que Palidar, pero tenía más experiencia con esas enormes bestias y sabía que muchas manos simplificaban la labor.

—Tienes razón —dijo Jondecam—, pero creo que tendremos que trasladar aquí el campamento para descuartizarlos. —La verdad era que no le apetecía moverse de donde estaban.

—Puede que eso disguste a Beladora. Está trabajando en sus cestos, con varios proyectos entre manos, y no querrá cambiar de sitio —señaló Kimeran—. Aunque puede venir aquí y ayudar a desollar y descuartizar a los animales, supongo.

—Creo que podemos despellejarlos aquí —opinó Ayla—, y luego cortarlos en piezas grandes y hacer varios viajes para trasladarlos al campamento, y empezar a secar allí parte de la carne. Después podemos llevar parte de la carne fresca a la próxima caverna y pedirles ayuda para transportar el resto.

—Buena idea —dijo Willamar—. Yo aprovecharé los cuernos para hacer un par de vasos.

—No me importaría quedarme con algunos de los cascos para hervirlos y hacer pegamento con el que adherir las puntas a las astas de las lanzas —intervino Jondalar—. La brea está bien, pero con los cascos y los huesos se obtiene un pegamento mejor.

—Y podemos confeccionar odres nuevos con los estómagos, y usar los intestinos para guardar la grasa —añadió Ayla.

—También Levela guarda a veces carne troceada en intestinos limpios —dijo Jondecam—, y estos sirven además para hacer gorros y calzado impermeables.

De pronto Ayla se dio cuenta de lo cerca que estaban de su destino. No tardarían en entregar a Amelana a su caverna, y luego irían a ver el antiquísimo emplazamiento sagrado que la Primera tenía tanto interés en enseñar a Ayla; no estaba lejos de allí. Después, según Willamar, faltarían sólo dos días para llegar a la caverna de Beladora. Y finalmente volverían sobre sus pasos y regresarían a casa.

El camino de vuelta era tan largo como el de ida, pero cuando Ayla miró alrededor, tuvo la impresión de que la Madre les había provisto de medios más que suficientes para satisfacer todas sus necesidades de cara al viaje de regreso. Tenían el material necesario para reemplazar su equipo gastado, las armas y la ropa. Había carne de sobra para secar, y para preparar las tortas de viaje, que se hacían triturando carne deshidratada junto con grasa y bayas secas y eran esenciales cuando se pretendía recorrer una larga distancia sin grandes paradas. También habían secado las raíces y los tallos de ciertas plantas, y las especies comunes de setas que todos conocían.

—¡Yo he estado aquí! ¡Conozco este lugar! —exclamó Amelana. Se emocionó tanto al ver un lugar que le era familiar, y luego otro, que apareció en su rostro una sonrisa de entusiasmo que ya no se borró. Ahora, de tan impaciente como estaba por llegar a casa, ya no quería parar a descansar, embarazada o no.

El pequeño grupo de viajeros llegó a un sendero bien marcado que seguía un brusco recodo del río. Un antiguo llano de aluvión había dejado un amplio campo de hierba, situado un poco por encima de las aguas en rápido movimiento, y en su extremo se alzaba una pared rocosa escarpada. «Era un buen sitio para que pastaran los caballos», pensó Ayla.

El ancho sendero ascendía poco a poco por el lado de la pared rocosa, en torno a matorrales y pequeños árboles, algunas de cuyas raíces se utilizaban como peldaños. No era un camino fácil para los caballos, y menos tirando de las angarillas, pero Ayla recordaba lo firme que había sido el avance de Whinney cuando subía a su cueva en el valle donde la encontró.

El sendero se niveló, quizá por obra de humanos, se dijo Ayla, cuando los viajeros se encontraban ya al abrigo de un saliente de roca en una zona obviamente habitada. Muchas personas, entregadas a diversas actividades, se interrumpieron y contemplaron la extraña procesión que avanzaba hacia ellos, que incluía a gente y caballos sorprendentemente dóciles. Whinney llevaba el cabestro que Jondalar le había hecho. A Ayla le gustaba usarlo cuando se avecinaban situaciones desconocidas y acaso inquietantes, pero tiraba de Whinney y de Gris, y las yeguas a su vez arrastraban sendas angarillas. Whinney acarreaba a la Primera; la parihuela de Gris llevaba una gran cantidad de carne de bisonte. Las acompañaban también Willamar, sus dos ayudantes y Amelana.

Cuando la joven que llegaba con ellos, obviamente embarazada, se separó de los visitantes, suscitó la atención de todos.

—¡Madre! ¡Madre! ¡Soy yo! —gritó mientras corría hacia una mujer de proporciones considerables.

—¿Amelana? ¿Amelana? ¿Eres tú? ¿Qué haces aquí? —preguntó la mujer.

—He vuelto a casa, madre, y me alegro mucho de verte —exclamó Amelana.

Rodeó con los brazos a la mujer, pero su vientre de embarazada no le permitió estrecharla. La mujer le devolvió el abrazo y luego, sujetándola por los hombros, la apartó para ver a la hija que no esperaba volver a ver.

—¡Estás embarazada! ¿Dónde está tu compañero? ¿Por qué has vuelto? ¿Has hecho algo malo? —preguntó su madre.

No imaginaba ninguna razón para que una mujer, en pleno embarazo, recorriese una distancia que, como sabía, era muy larga, aunque en realidad ignoraba hasta qué punto era larga. Le constaba que su hija podía ser muy impetuosa, y esperaba que no hubiese roto ninguna costumbre social o transgredido un tabú tan gravemente como para que la mandaran de vuelta a casa.

—No, claro que no he hecho nada malo. Si hubiera sido así, no me habría traído hasta aquí la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre. Mi compañero camina por el otro mundo, y yo, embarazada, preferí volver a casa y tener a mi hijo cerca de ti —explicó Amelana.

—¿La Primera está aquí? ¿La Primera te ha traído a casa? —preguntó la mujer.

Se volvió a mirar a los visitantes. Una mujer bajaba de una especie de vehículo tirado por un caballo. Era corpulenta, incluso más que ella, y supo por el tatuaje en el lado izquierdo de su frente que era una Zelandoni. La mujer caminó hacia ella con gran dignidad y con una presencia que transmitía autoridad. Viendo de cerca su tatuaje, además de los dibujos en su ropa y la placa del pecho y otros collares, la madre de Amelana comprendió que esa mujer era, en efecto, la Primera.

—¿Por qué no me presentas a tu madre, Amelana? —dijo la Primera.

—Madre, saluda por favor a La Que Es la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre Tierra —empezó Amelana—. Zelandoni, esta es Syralana, de la Tercera Caverna de los zelandonii que Guardan el Lugar Sagrado Más Antiguo, emparejada con Demoryn, jefe de la Tercera Caverna de los zelandonii que Guardan el Lugar Sagrado Más Antiguo, madre de Amelana y Alyshana.

Amelana sintió cierta satisfacción al demostrar a su madre y a aquellos que observaban lo bien que conocía a la jefa de la zelandonia.

—Bienvenida seas, Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre —saludó Syralana, tendiendo las dos manos y acercándose a ella—. Es un gran honor para nosotros tenerte aquí.

La Primera le cogió las dos manos y contestó:

—En el nombre de la Gran Madre, yo te saludo, Syralana de la Tercera Caverna que Guarda el Lugar Sagrado Más Antiguo.

—¿Has viajado hasta aquí sólo para traer a mi hija? —No pudo evitar preguntar Syralana.

—Estoy acompañando a mi acólita en su Gira de la Donier. Es la de los caballos. Hemos venido a visitar vuestro Lugar Sagrado Más Antiguo. Incluso nosotros lo conocemos, a pesar de vivir muy al norte.

Capítulo 25

Syralana miró con cierto recelo —que la Primera advirtió— a la mujer alta que sujetaba las cuerdas atadas a los dos caballos.

—Ya os presentaremos más tarde, si no os importa —propuso la Zelandoni—. ¿Has dicho que tu compañero es el jefe de esta caverna?

—Sí, así es —respondió Syralana—. Aquí el jefe es Demoryn.

—Hemos venido además a pediros ayuda, aunque también será en beneficio vuestro —continuó la Primera.

Un hombre se situó junto a la mujer.

—Este es mi compañero —dijo Syralana—. Demoryn, jefe de la Tercera Caverna de los zelandonii que Guardan el Lugar Sagrado Más Antiguo, por favor, da la bienvenida a la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre.

—Zelandoni que Eres la Primera, nuestra caverna se complace en daros la bienvenida a ti y a tus amigos —dijo.

—Permíteme que te presente a nuestro maestro de comercio. Willamar, ten la amabilidad de saludar a Demoryn, jefe de la Tercera Caverna de los zelandonii que Guardan el Lugar Sagrado Más Antiguo.

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