La tierra de las cuevas pintadas (101 page)

La Madre recordó la experiencia de su propia soledad
,

el amor de su amigo y su caricia llena de inseguridad
.

Con la última chispa que le quedaba, el parto empezó
,

para compartir la vida con la Mujer, al Primer Hombre creó
.

De nuevo alumbraba; otro más alentaba
.

Ayla hablaba el idioma con tal fluidez que la mayoría de la gente apenas notaba ya su acento. Se habían acostumbrado a la manera en que pronunciaba ciertas palabras y sonidos. Les parecía normal, pero mientras repetía los conocidos versos, la peculiaridad de su habla pareció añadir un elemento exótico, un toque de misterio, que de algún modo creaba la sensación de que procedían de otro lugar, quizá de un lugar en el otro mundo.

A la Mujer y el Hombre había deseado engendrar
,

y el mundo entero les obsequió a modo de hogar
,

tanto el mar como la tierra, toda su Creación
.

Explotar los recursos con prudencia era su obligación
.

De su hogar debían hacer uso, sin caer en el abuso
.

A los Hijos de la Tierra la Madre concedió

los dones precisos para sobrevivir, y luego decidió

otorgarles la alegría de compartir y el don del placer
,

por el cual se honra a la Madre con el goce de yacer
.

Los dones aprendidos estarán cuando a la Madre honrarán
.

La Madre quedó satisfecha de la pareja que había creado
.

Les enseñó a amarse y respetarse en el hogar formado
,

y a desear y buscar siempre su mutua compañía
,

sin olvidar que el don del placer de la Madre provenía
.

Antes de su último estertor, sus hijos conocían ya el amor
.

Aquí solía acabar el canto, y Ayla vaciló un momento antes de seguir. Por fin, tomando aliento, recitó los versos que resonaron en su cabeza con eco cadencioso y retumbante en lo más hondo de la cueva.

Anunciar que el hombre participa, ese fue Su último don
:

para iniciarse la nueva vida, él debe hallar satisfacción
.

La Madre se siente honrada cuando a la pareja ve yacer
,

porque la mujer concibe cuando ambos comparten el placer
.

Con los Hijos ya bendecidos, la Madre goza de un descanso merecido
.

Cuando acabó, se produjo un silencio de desasosiego. Ni uno solo de los poderosos hombres y mujeres allí reunidos supo qué decir. Al final habló la Zelandoni de la Decimocuarta Caverna.

—Nunca había oído esa estrofa ni nada parecido.

—Yo tampoco —dijo la Primera—. Pero lo importante es: ¿cuál es su significado?

—¿Y cuál crees tú que es? —preguntó la Decimocuarta.

—A mi juicio, eso significa que la nueva vida no la crea sólo la mujer —respondió la Primera.

—No, claro que no. Siempre hemos sabido que el espíritu de un hombre se mezcla con el espíritu de una mujer para crear una nueva vida —protestó la Undécima.

Ayla intervino.

—La estrofa no menciona a ningún espíritu. Dice que la mujer concibe cuando comparte el placer —explicó—. No sólo interviene el espíritu de un hombre: no se iniciará una nueva vida si la necesidad del hombre no halla satisfacción. Un niño es de un hombre tanto como de una mujer, hijo del cuerpo de él tanto como del cuerpo de ella. Es la unión del hombre con la mujer lo que da comienzo a una nueva vida.

—¿Quieres decir que la unión no es sólo por los placeres? —preguntó el Zelandoni de la Tercera Caverna con tono de incredulidad.

—Nadie pone en duda que la unión es un placer —dijo la Primera con sonrisa irónica—. En mi opinión significa que el don de Doni va más allá del don del placer. Es un don de la vida. Me parece que eso es lo que significa la estrofa. La Gran Madre Tierra no creó a los hombres sólo para compartir placeres con las mujeres y para que las provean a ellas y a sus hijos. Una mujer es bendecida por Doni porque trae una nueva vida, pero también es bendecido el hombre. Sin él, no puede iniciarse una nueva vida. Sin los hombres, y sin los placeres, toda vida se interrumpiría.

Se oyó un revuelo de voces agitadas.

—Seguro que hay otras interpretaciones posibles —dijo la Zelandoni visitante—. Eso me parece un tanto excesivo, me cuesta creerlo.

—Dame tú otra —contraatacó la Primera—. Ya has oído las palabras, ¿cuál es tu explicación?

La Zelandoni, vacilante, guardó silencio por un momento.

—Tendría que pensarlo. Algo así exige un tiempo de reflexión, de estudio.

—Puedes pensarlo durante un día, o durante un año, o durante todos los años que llegues a contar: la interpretación no cambiará. Ayla recibió un don junto con su llamada. Fue elegida para traernos este nuevo don del conocimiento de la vida concedido por la Madre —dijo La Que Era la Primera.

Se desencadenó otro ligero alboroto.

—Pero los dones son siempre fruto de un intercambio. Nadie recibe un don sin la obligación de entregar algo a cambio, algo de igual valor —dijo el Zelandoni de la Segunda Caverna. Era la primera vez que intervenía—. ¿Qué don de igual valor pudo ofrecer Ayla a la Madre?

Se produjo un silencio y todos miraron a Ayla.

—Le di a mi hijo —dijo ella, sabiendo en el fondo de su alma que la vida del hijo que había perdido había sido iniciada por Jondalar, que era el hijo de ella y Jondalar. «¿Volveré a tener otro hijo que sea también de Jondalar?», se preguntó—. La Madre se sintió muy honrada al iniciarse esa criatura. Era un hijo que yo deseaba, que deseaba tanto que no podía expresarlo con palabras. Incluso ahora me duelen los brazos por el vacío de la pérdida. Puede que algún día tenga otro hijo, pero a ese nunca lo tendré. —Ayla contuvo las lágrimas—. No sé cómo valora la Madre los dones que concede a sus hijos, pero yo sé que nada valoro más que a mis hijos. Ignoro por qué quiso la Gran Madre a mi hijo, pero depositó en mi cabeza las palabras de Su don después de apartar de mí a ese hijo. —Las lágrimas resplandecieron en los ojos de Ayla pese a sus esfuerzos por contenerlas. Agachó la cabeza y, en voz queda, dijo—: Ojalá pudiera devolverle Su don y recuperar a mi hijo.

Varios de los reunidos ahogaron exclamaciones. Uno no podía tomarse a la ligera los dones de la Madre, ni manifestar abiertamente el deseo de devolverlos. Ella podía ofenderse mucho, y a saber qué era capaz de hacer entonces.

—¿Seguro que estabas embarazada? —preguntó la Undécima.

—No me vino durante tres lunas, y tenía todos los demás síntomas. Sí, estoy segura —respondió Ayla.

—Y yo también estoy segura —corroboró la Primera—. Yo sabía ya que llevaba un hijo dentro antes de marcharme a la Reunión de Verano.

—Entonces debió de abortar. Eso explicaría los dolores de parto que me pareció percibir en su narración —dijo la Zelandoni visitante.

—Me parece que es evidente que abortó. Y creo que a causa del aborto estuvo peligrosamente cerca de la muerte mientras se hallaba en la cueva —afirmó la Primera—. La Madre debió de querer a la criatura por eso, porque el sacrificio era necesario. La Madre acercó a Ayla lo suficiente al otro mundo para hablarle, para comunicarle los versos sobre el don del conocimiento.

—Lo siento —dijo el Zelandoni de la Segunda Caverna—. Perder a un hijo puede ser una carga terrible. —Pronunció esas palabras con una convicción que no pasó inadvertida a Ayla.

—Si no hay objeciones, creo que ha llegado el momento de la ceremonia —anunció La Que Era la Primera. Todos expresaron su conformidad con gestos de asentimiento—. ¿Estás lista, Ayla?

La joven, consternada, arrugó la frente y miró alrededor. ¿Lista para qué? Le parecía todo muy repentino. La donier percibió su angustia.

—Has dicho que querías realizar la prueba formal completa. Se sobreentiende que si los zelandonia dan su aprobación, pasas al siguiente nivel. Dejas de ser acólita, sales de aquí convertida en Zelandoni —explicó la Primera.

—¿Ahora mismo, quieres decir? —preguntó Ayla.

—Sí, con la primera marca de aceptación —respondió la Primera a la vez que cogía un afilado cuchillo de pedernal.

Capítulo 34

—Celebraremos otra ceremonia más pública al presentarte a la gente como zelandoni, pero las marcas se realizan en el momento de la aceptación, en privado, sin nadie más que los zelandonia. Conforme asciendes de rango, las nuevas marcas se realizan en presencia de los zelandonia y los acólitos, pero nunca en público —explicó la Zelandoni que Era la Primera. La mujer corpulenta, que se comportaba con la dignidad y la autoridad que le confería su posición, preguntó—: ¿Estás lista?

Ayla tragó saliva y frunció el entrecejo.

—Sí —respondió, confiando en que así fuera.

La Primera miró a los allí reunidos, asegurándose de contar con la atención de todos. Acto seguido, empezó.

—Esta mujer está plenamente preparada para llevar a cabo todos los deberes de la zelandonia, y es la Primera Entre Quienes Sirven quien da fe de sus conocimientos.

Se produjeron gestos y sonidos de conformidad.

—Ha recibido la llamada y ha sido puesta a prueba. ¿Hay alguien entre nosotros que ponga en duda su llamada? —preguntó la Zelandoni.

Nadie asintió. No hubo en ningún momento la menor duda.

—¿Todos aceptan a esta mujer como zelandoni entre los zelandonia?

—¡La aceptamos! —fue la respuesta unánime.

Ayla vio al Zelandoni de la Segunda Caverna aproximarse y tenderle un cuenco que contenía algo oscuro. Supo qué era: no sólo participaba, sino que una parte de su mente observaba. La corteza de serbal, también llamado acafresna, había sido quemada en un fuego ceremonial y luego tamizada al viento hasta obtenerse un fino polvo gris. Las cenizas de la corteza de serbal eran astringentes y antisépticas. A continuación la mujer que era Zelandoni de una caverna lejana, a la que Ayla no conocía, le acercó una sustancia roja humeante, zurbas secas del otoño anterior, hervidas hasta reducirlas a un líquido espeso y después coladas. Ayla sabía que el jugo de zurba era ácido y cicatrizante.

La Zelandoni que Era la Primera cogió un cuenco de sebo blando, blanquecino y parcialmente cuajado, obtenido con grasa de uro hervida en agua, y añadió un poco a la ceniza pulverizada; luego agregó también una pizca del jugo rojo y humeante de zurba. Lo revolvió todo con una pequeña espátula de madera labrada, echando más grasa y líquido hasta quedar satisfecha con la mezcla. Después se colocó ante la joven y cogió el afilado cuchillo de pedernal.

—La marca que recibirás no podrá eliminarse nunca. Anunciará a todos que reconoces y aceptas la función de zelandoni. ¿Estás lista para asumir esa responsabilidad?

Ayla respiró hondo y vio acercarse a la mujer con el cuchillo, consciente de lo que la esperaba. Sintió un atisbo de miedo, tragó saliva y cerró los ojos. Sabía que le dolería, pero no era ese su temor. Una vez realizada la marca, no habría vuelta atrás. Esa era su última oportunidad para cambiar de idea.

De pronto se recordó a sí misma escondida en una cueva poco profunda, apretada contra la pared de piedra a sus espaldas. Vio las afiladas uñas curvas de la enorme pata del león cavernario acercarse a ella, y gritó de dolor al sentir cuatro cortes paralelos en el muslo izquierdo. Contorsionándose y encogiendo las piernas para alejarse de las garras, encontró un pequeño hueco a un lado.

El recuerdo de ser elegida y marcada por el tótem del león cavernario nunca se le había presentado de una manera tan vívida e intensa antes. En un acto reflejo, se llevó la mano al muslo izquierdo para palpar la textura distinta de la piel en las cuatro cicatrices paralelas. Fueron reconocidas como marcas del tótem del clan cuando el clan de Brun la aceptó, pese a que tradicionalmente el tótem del león cavernario elegía a hombres, no mujeres.

¿Cuántas marcas se habían acumulado en su cuerpo a lo largo de la vida? Además de las cuatro marcas del espíritu de su tótem protector, Mog-ur le había hecho un pequeño corte en la base del cuello para sacarle sangre cuando se convirtió en la Mujer Que Caza. Luego le fue entregado el talismán de caza del clan, el óvalo de marfil de mamut teñido de rojo, en prueba de que, pese a ser mujer, era aceptada como cazadora del clan, aunque sólo se le permitió usar la honda.

Ya no llevaba encima el talismán, ni el amuleto con el resto de sus señales, pero en ese momento lamentó no tenerlos. Los había escondido detrás de la talla de donii en forma de mujer colocada en la hornacina abierta en la pared de piedra caliza de su morada en la Novena Caverna. Pero sí tenía la cicatriz.

Ayla se tocó la pequeña marca, y luego se buscó la cicatriz del brazo. Esa era obra de Talut, quien, con el cuchillo ensangrentado, había trazado unas muescas en una placa de marfil que llevaba colgada de un extraordinario collar de ámbar y colmillos y uñas de león, anunciando así que era aceptada en el Campamento del León, adoptada por los mamutoi.

Ella nunca lo había pedido, siempre la habían elegido, y por cada aceptación tenía una marca, una cicatriz que la acompañaría por siempre. Era el sacrificio que se le había exigido. Ahora era elegida de nuevo. Aún podía rehusar el ofrecimiento, pero si no se negaba en ese mismo momento, se comprometería de por vida. Se le pasó por la cabeza que las cicatrices siempre le recordarían que ser elegida tenía sus consecuencias, que la aceptación conllevaba ciertas responsabilidades.

Miró a la mujer corpulenta a los ojos.

—Acepto: seré zelandoni —afirmó Ayla, procurando hablar con firmeza y convicción.

Cerró los ojos y sintió que alguien se acercaba por detrás del taburete en el que estaba sentada. Unas manos, delicadas pero firmes, tiraron de ella hacia atrás para apoyarla en el cuerpo suave de una mujer, que le sujetó la cabeza y se la volvió para que quedara expuesta la sien derecha. Notó correr por la frente un líquido escurrido de algo suave y húmedo. Reconoció el olor de la raíz de lirio, una solución que ella misma había empleado a menudo para limpiar heridas, y sintió aumentar la tensión dentro de sí.

—¡Ay, ay! —gritó sin querer al sentir el corte rápido de una hoja afilada.

En el segundo corte, y después en el tercero, se esforzó por contener las exclamaciones. Volvieron a aplicarle la solución, y los cortes se secaron. Después le frotaron la herida con otra sustancia. Esta vez experimentó un escozor como el de una quemadura, pero no duró mucho; algo en ese ungüento también había aplacado el dolor.

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