La tierra de las cuevas pintadas (104 page)

«¿Será por eso que Jondalar se comporta de manera tan extraña?», se preguntó Dalanar. Cuando invitó a Jondalar a comer con los lanzadonii, junto con Ayla y Jonayla, Dalanar advirtió con cierto asombro que Jondalar vacilaba y finalmente rehusaba el ofrecimiento. Según dijo, ya había prometido ir a otro sitio, pero se le veía pesaroso y abochornado. Fue como si buscara una excusa para no estar con ellas esa noche. Recordó sus propias razones para dejar a una mujer a la que amaba. «Pero creía que a Jondalar no le molestaba que ella fuera zelandoni», pensó el hombre de mayor edad. «Siempre me ha parecido muy orgulloso de sus habilidades como curandera, y a la vez contento de su propio oficio, trabajando el pedernal y formando aprendices.»

—¿Me dejas llevarte un rato en brazos, Bokovan? ¿Para que Dalanar descanse un poco? —preguntó Ayla, y tendió las manos con una sonrisa.

El pequeño vaciló y luego alargó los brazos hacia ella. Cuando Ayla lo cogió, recordó lo mucho que pesaba. Con Bokovan a cuestas, caminó junto a Dalanar, que llevó a Jonayla cogida de la mano de regreso a su campamento. Lobo los seguía.

El animal paseaba ya a sus anchas por el gran campamento lleno de gente, y nadie parecía especialmente alarmado por su presencia. Sin embargo, como Ayla había advertido, los zelandonii se divertían observando las reacciones de los visitantes o forasteros que no estaban acostumbrados a ver a un lobo mezclarse tan libremente entre las personas.

Cuando llegaron, Joplaya y Jerika se acercaron a saludarla, y Ayla reparó en la expresión de sorpresa de ambas y en su intento fallido de fingir que no veían las marcas en su frente. Aunque la hermosa joven de pelo oscuro a quien Jondalar llamaba prima aún presentaba cierto aire de melancolía, Ayla vio en sus ojos de intenso color verde una cálida sonrisa de afecto cuando cogió a su hijo. Joplaya parecía más relajada, más conforme con su vida, y dio la impresión de que se alegraba sinceramente de ver a Ayla.

Jerika también la saludó con cariño.

—Permíteme llevarme a Bokovan —dijo, y lo cogió de los brazos de su madre—. Le he preparado la comida. Ayla y tú podéis conversar tranquilas.

Ayla habló directamente al niño.

—Me alegro de haberte conocido, Bokovan. ¿Vendrás a visitarme algún día? Soy de la Novena Caverna, ¿sabes dónde está?

Él la miró por un momento y luego, muy serio, contestó:

—Sí.

Ayla no pudo evitar observar las similitudes y las diferencias entre Jerika, Joplaya y Bokovan antes de que se lo llevara su abuela. La mujer de mayor edad era robusta y de baja estatura, con movimientos rápidos y enérgicos. Su pelo, en su día oscuro como el cielo nocturno, ahora presentaba las vetas grises del ocaso. En su rostro redondo y chato, de pómulos prominentes, se advertían ahora más arrugas, pero sus ojos negros y rasgados conservaban el brillo del encanto y el ingenio.

Ayla se acordó de Hochaman, el que había sido compañero de la madre de Jerika. Era muy viajero, y su compañera había decidido ir con él. Jerika había nacido por el camino. Ayla recordó que Dalanar le había contado al visitante s’armunai con mucho orgullo el largo viaje de Hochaman desde los Mares Infinitos del Este hasta las Grandes Aguas del Oeste. Pensó que aunque la historia real era excepcional en sí misma, era uno de esos episodios que se contaban una y otra vez, probablemente agrandándose en cada ocasión hasta convertirse en leyenda o mito, y al final no tenían nada que ver con la historia original.

Dalanar conoció a Jerika poco después de descubrir su mina de pedernal, y al principio esa mujer exótica lo intrigó y cautivó. Cuando Hochaman y Jerika llegaron al campamento, ya se habían agrupado varias personas en torno a Dalanar y su mina de pedernal, iniciando el núcleo de la caverna que más tarde recibiría el nombre de lanzadonii. La madre de Jerika había muerto muchos años antes. Padre e hija tenían un aspecto tan peculiar que era evidente que venían de muy lejos. Dalanar nunca había visto a nadie como Jerika. Era menuda en comparación con la mayoría de las mujeres, pero inteligente y resuelta, y él se quedó fascinado por la singular joven. Había sido necesaria una mujer tan poco común para permitirle finalmente superar su gran amor por Marthona.

Joplaya nació en el hogar de Dalanar. Ayla sabía ahora que lo que creía desde hacía tiempo era verdad: Joplaya era hija de Dalanar tanto como de Jerika. Pero Jondalar no se fue a vivir con los lanzadonii hasta que Joplaya y él estuvieron ya en la adolescencia. No se criaron como hermanos, y Joplaya se enamoró perdidamente de Jondalar, pese a ser «primo cercano», un hombre con el que no podía emparejarse.

«Joplaya es tan hermana de él como Folara», pensó Ayla, intentando elucidar las implicaciones de los nuevos lazos de parentesco. «Jondalar y Folara son ambos hijos de Marthona, y Jondalar y Joplaya son ambos hijos de Dalanar. Se ven sus rasgos en los dos.»

Jondalar era una réplica de Dalanar en joven, mientras que en Joplaya se adivinaba la influencia de su madre, pero era alta como Dalanar y la aportación de este se observaba también más sutilmente en otros rasgos. Tenía el pelo oscuro, pero con reflejos de un tono más claro, sin el brillo puro que en su día presentaba el cabello de su madre. Por la forma, su rostro se parecía al de la gente de Dalanar, pero tenía los pómulos prominentes de su madre. Sin embargo, su rasgo más llamativo eran los ojos, ni negros como los de su madre, ni muy azules como los de Dalanar (y los de Jondalar). Los ojos de Joplaya eran de un vivo color verde con cierto matiz avellana, oblicuos y con pliegue epicanto como los de su madre, pero no de una manera tan pronunciada. Jerika era obviamente extranjera, pero en muchos sentidos Joplaya resultaba más exótica que su madre por sus similitudes.

Joplaya decidió emparejarse con Echozar porque sabía que nunca podría tener al hombre a quien amaba. Según explicó una vez a Ayla, lo eligió a él convencida de que nunca encontraría a un hombre que la quisiera más, y tenía razón. Echozar era un «espíritu mixto»: su madre había sido del clan, y en opinión de muchos era tan feo como guapa era Joplaya. Pero Ayla no compartía esa opinión. Estaba segura de que Echozar tenía el mismo aspecto físico que tendría su hijo cuando se hiciera mayor.

Bokovan presentaba todos los rasgos de su peculiar herencia. Ya se adivinaba la fuerza física del clan, aportada por Echozar, junto con la estatura de su madre, y de Dalanar. Tenía los ojos un poco rasgados y oscuros, casi tan oscuros como los de Jerika, pero no del todo negros. Un asomo de un tono más claro o cierto destello les confería una viveza que Ayla nunca había visto en unos ojos tan oscuros. No sólo eran poco corrientes; eran cautivadores. Percibió algo especial en Bokovan y deseó que los lanzadonii vivieran más cerca; le habría encantado verlo crecer.

Era sólo un poco menor que su hijo la última vez que lo vio, y le recordaba tanto a Durc que casi le dolía. Ayla se preguntó cómo funcionaría su mente. ¿Tendría en cierta medida los recuerdos del clan junto con la capacidad de crear arte y de expresarse con palabras, como la gente de Dalanar y Jerika? A menudo se había preguntado lo mismo acerca de su hijo.

—Bokovan es un niño muy especial, Joplaya —dijo Ayla—. Cuando sea un poco mayor, me gustaría que te plantees enviarlo a la Novena Caverna para que pase un tiempo conmigo.

—¿Por qué? —preguntó Joplaya.

—En parte porque es posible que tenga unas cualidades únicas que podrían llevarlo a la zelandonia, y a ti tal vez te gustaría saberlo, pero sobre todo porque me encantaría conocerlo mejor —contestó Ayla.

Joplaya sonrió y calló por un momento.

—¿Tú estarías dispuesta a enviar a Jonayla a la caverna de los lanzadonii para que pase un tiempo conmigo?

—Nunca lo había pensado —respondió Ayla—, pero podría ser una buena idea… dentro de unos años… si ella está dispuesta a ir. ¿Por qué quieres que vaya?

—Nunca tendré una niña. Nunca tendré otro hijo. El parto de Bokovan fue demasiado difícil para mí —explicó Joplaya.

Ayla recordó las dificultades que tuvo ella misma al dar a luz a Durc, su hijo nacido en el clan, y había oído hablar de los problemas de Joplaya.

—¿Estás segura, Joplaya? Un parto difícil no significa que todos vayan a ser iguales.

—Nuestra donier dice que, a su juicio, no debo intentarlo. Teme por mi vida. Con Bokovan estuve muy cerca de la muerte. Estoy tomando la medicina que diste a los zelandonia, y mi madre se asegura de que la tomo. Yo lo hago por complacerla, pero creo que si no la tomara, daría igual. Me temo que ya no puedo quedarme embarazada. Contra la voluntad de mi madre, dejé de tomarla durante un tiempo porque quería otro hijo, pero Doni decidió no bendecirme —explicó Joplaya.

Ayla no quería entrometerse, pero como Zelandoni le pareció que debía preguntarlo, sobre todo en ese momento:

—¿Honras a la Madre con frecuencia? Es importante, si quieres que te bendiga, que La honres debidamente.

Joplaya sonrió.

—Echozar es un hombre dulce y cariñoso. Puede que no sea el que yo quería, Ayla… —Se interrumpió, y por un momento una sombra de desolación oscureció su semblante. Por distintos motivos, el rostro de Ayla también se ensombreció—. Pero tenía razón cuando dije que nadie me querría más que Echozar, y ahora siento verdadero afecto por él. Al principio, apenas se atrevía a tocarme, por miedo a hacerme daño, y porque, pienso, no podía acabar de creerse que tuviera derecho a ello. Ahora eso ya lo hemos superado, aunque a veces sigue mostrándose tan agradecido que tengo que tomármelo a broma para que deje de actuar así. A estas alturas incluso empieza a reírse de sí mismo. Creo que honramos a Doni debidamente.

Ayla se quedó pensando por un momento. Cabía la posibilidad de que el problema no lo tuviera Joplaya, sino Echozar. Él era medio del clan, y podía existir alguna razón por la que un hombre del clan, incluso si era sólo en parte del clan, tuviera dificultades para engendrar un hijo en una mujer de los Otros. Un solo hijo podía haber sido simple cuestión de suerte, aunque quizá algunos lo calificaran de abominación más que de suerte. Ayla no sabía con qué frecuencia alguien del clan se emparejaba con uno de los Otros, ni cuántos hijos sobrevivían, o a cuántos se permitía vivir.

Todo el mundo había oído hablar de las personas de espíritus mixtos, pero Ayla no había visto a muchas. Pensó en ello más detenidamente: estaban su hijo, Durc y Ura, de la Reunión del Clan. Rydag, del Campamento del León mamutoi. Era muy posible que Attaroa y otros entre los s’armunai tuvieran algo del clan. Echozar era medio del clan, y también estaba Bokovan, por supuesto. Probablemente la madre de Brukeval era medio del clan, lo que explicaba su físico característico.

Se planteó preguntar si entre los lanzadonii se honraba adecuadamente a la Madre en las ceremonias y festividades. Aún constituían un grupo reducido, si bien empezaba a hablarse, como Ayla sabía, del posible emplazamiento de una segunda caverna en un futuro no muy lejano. Pensó que tal vez fuera mejor hablar primero con su Zelandoni. Al fin y al cabo, ella pertenecía a la zelandonia y debía tratar de esos asuntos con otro zelandoni. «Tal vez deba consultar antes con la Primera. Puede que ella se haya formado ya alguna idea al respecto», pensó Ayla.

En ese momento llegó al campamento Echozar y cambiaron de tema. Se alegró de la oportunidad de dejar de ejercer de zelandoni y ser sólo una amiga. Él la saludó con una amplia sonrisa, cosa que aún sorprendía un poco a Ayla en un rostro tan característico del clan. En el clan en el que ella se crio, una expresión en la que se enseñaban los dientes tenía un significado distinto.

—¡Ayla! ¡Cuánto me alegro de verte! —exclamó Echozar cuando se abrazaron. También él había reparado en la marca reciente en la sien de Ayla, y aunque entendía su significado, a él lo había adoptado la gente de Dalanar, y no le afectaba de la misma manera. Sabía que Ayla era acólita y daba ya por hecho que sería zelandoni algún día. Podía haber dicho algo, pero como había oído comentarios de sobra acerca de su propio físico, era reacio a mencionar nada acerca del aspecto de otra persona.

—Y aquí está el lobo —dijo, sintiendo una levísima aprensión cuando Lobo lo olisqueó. Los lanzadonii no estaban tan familiarizados con el animal, y aunque Echozar se acordaba de él, necesitaba tiempo para acostumbrarse a la idea de ver a un lobo moverse con entera libertad entre la gente—. Me han dicho que estaba aquí, y por eso he sabido que habías llegado. Temía no verte después de haber hecho el viaje. Algunos incluso nos planteábamos ir a visitarte a la Novena Caverna antes de irnos. Tus parientes mamutoi y su amigo s’armunai irán con toda seguridad, y unos cuantos lanzadonii pensábamos acompañarlos —explicó Echozar.

Ayla lo vio mucho más seguro de sí mismo y relajado, y no le cupo duda de que Dalanar tenía razón al afirmar que a Echozar le había sido de gran ayuda sentirse tan bien aceptado por Danug y Druwez y… ¿cómo se llamaba? ¿Aldanor? También estaba segura de que Jondalar lo había recibido bien, así como sus parientes y amigos íntimos. Sin duda Jondalar había sabido brindar una buena acogida a Echozar… por más que a ella no le hubiera dirigido ni una palabra de bienvenida. Desde su llegada, Ayla sólo lo había visto una vez: desnudo con Marona en el bosquecillo. Tuvo que apartar la mirada para vencer el repentino nudo en la garganta y el escozor de las inminentes lágrimas, sensaciones que ahora parecían asaltarla en los momentos más inesperados. Dijo que se le había metido algo en el ojo.

—Que yo haya venido a la Reunión de Verano no significa que no podáis ir de todos modos a la Novena Caverna —dijo Ayla al cabo de un momento—. No se encuentra lejos de aquí, y estando tan cerca como estáis, bien podéis ir igualmente. Creo que a Dalanar y Joplaya les interesaría ver cómo ha organizado Jondalar el adiestramiento de sus aprendices en la talla de pedernal. Ahora tiene seis —explicó Ayla, hablando casi con absoluta normalidad. A fin de cuentas, era imposible no mencionar a Jondalar en presencia de Dalanar y Joplaya—. Y me encantaría ver un poco más a Bokovan, y también a vosotros, claro está.

—Creo que esa criatura tiene conquistada por completo a Ayla —comentó Dalanar.

Todos sonrieron con benevolencia.

—De mayor será un hombre grande —señaló Echozar—. Y quiero enseñarle a cazar bien.

Ayla le sonrió. Por un momento, vio a Echozar como un hombre del clan, orgulloso del hijo de su hogar.

—Es posible que de mayor acabe siendo algo más que un hombre grande, Echozar. Creo que es un niño muy especial.

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