La tierra de las cuevas pintadas (108 page)

—Gracias —respondió Danug. Como hijo de la compañera del jefe, sabía que aquello formaba parte del intercambio de información que confería prestigio y reconocimiento del rango—. Todos la echamos de menos. Mi madre se quedó muy triste cuando Ayla se marchó, era como una hija para ella, pero entendió que su corazón estaba con Jondalar. Nezzie se alegrará mucho cuando sepa que Ayla ha recibido una acogida tan cálida entre los zelandonii, que sus cualidades excepcionales han sido tan bien recibidas. —Aunque no hablaba el zelandonii a la perfección, el joven obviamente se expresaba bien y sabía transmitir la posición de su familia entre su gente.

Nadie entendía mejor que Marthona el valor y la trascendencia del prestigio y la posición. Ayla comprendía el concepto de estatus, vital incluso para el clan, y estaba aprendiendo la manera en que los zelandonii asignaban rango, concedían importancia y clasificaban a la gente, pero nunca poseería el conocimiento intuitivo de una persona como Marthona, nacida en la posición más alta entre su gente.

En una sociedad sin moneda, el estatus era algo más que prestigio, era una forma de riqueza. La gente estaba dispuesta a hacer favores a una persona de posición alta porque las obligaciones siempre se liquidaban de manera equivalente. Se incurría en una deuda cuando se solicitaba a alguien que confeccionara un objeto, o hiciera algo, o fuera a algún sitio, a causa de la promesa implícita de que la deuda se saldaría con un servicio de un valor parecido. En realidad nadie quería estar en deuda, pero todo el mundo lo estaba, y uno adquiría mayor estatus al tener a una persona de alta posición en deuda con él.

Al valorar el estatus, había que tener en cuenta muchas cosas, y por eso la gente recitaba sus «títulos y lazos». Una de esas cosas era el valor material, pero también se tomaba en consideración el esfuerzo. Aun cuando el producto final no fuera de la misma calidad, si la persona le dedicaba un gran esfuerzo, se podía dar por saldada la deuda, aunque no aumentara el rango. La edad era otro factor: los niños por debajo de cierta edad no incurrían en deudas. Al ocuparse alguien de un niño, incluso de un hijo, pagaba una deuda a la comunidad, porque los niños eran una promesa de continuidad.

Alcanzar cierta edad, ser anciano, también implicaba una situación distinta. Podían pedirse ciertos favores sin contraer una deuda ni perder estatus, pero cuando una persona ya no podía contribuir, más que perder rango, cambiaba de posición. Un anciano capaz de ofrecer conocimientos y experiencia podía conservar su estatus, pero si empezaba a perder aptitudes cognitivas, mantenía su posición pero sólo nominalmente. Seguían respetándolo por sus aportaciones pasadas, pero ya no acudían a pedirle consejo.

Se trataba de un sistema complicado, pero todos aprendían sus matices igual que aprendían una lengua, y para cuando llegaban a la edad de asumir responsabilidades, la mayoría entendía las distinciones sutiles. Una persona sabía siempre exactamente qué debía y qué le debían a él, la naturaleza de las deudas y cuál era su rango dentro de la comunidad.

Marthona también habló con Druwez, cuya posición era equivalente a la de su primo, porque era hijo de Tulie, la hermana de Talut y cojefa del Campamento del León, pero él tendía a ser más reservado. Sólo por su tamaño, Danug llamaba más la atención, y si bien antes era tímido, había tenido que aprender a mostrarse más comunicativo. Por lo general, su sonrisa cálida y su predisposición a conversar aplacaban todo temor que pudiera suscitar su corpulencia.

Finalmente, Marthona se volvió hacia Ayla.

—¿Dónde está ese hijo mío, que la gente de Aldanor tanto honra?

Ayla volvió la cabeza.

—No lo sé —contestó, intentando contener la emoción repentina que la invadió—. He estado muy ocupada con la zelandonia.

Marthona enseguida se dio cuenta de que pasaba algo. Al irse, Ayla se sentía muy ilusionada con la idea de ver a Jondalar, ¿y ahora ni siquiera sabía dónde estaba?

—Esta mañana he visto a Jondy pasear por la orilla del Río —dijo Jonayla—, pero no sé dónde va a dormir. No sé por qué ya no duerme con nosotras. Me gusta más tenerlo con nosotras.

Aunque ruborizada, Ayla guardó silencio, y Marthona supo con certeza que sucedía algo muy grave. Tendría que averiguar qué era.

—Folara, ¿puedes cuidar de Jonayla con Marthona, o acompañarla a la tienda de Levela si vais al campamento principal? ¿Y quizá llevarte también a Lobo? —pidió Ayla—. Necesito hablar con Danug y Druwez, y tal vez tengan que venir conmigo al alojamiento de los zelandonia.

—Sí, por supuesto —contestó Folara.

Ayla abrazó a su hija.

—Te veré esta noche —dijo, y luego se acercó a los dos jóvenes y empezó a hablar con ellos en mamutoi.

—Acordándome de los «tambores parlantes», se los he mencionado a la Primera. ¿Alguno de vosotros dos, o quizá los dos, sabe hacer hablar a los tambores? —preguntó Ayla.

—Sí —respondió Danug—. Los dos sabemos tocarlos, pero no hemos traído ninguno. Los tambores no forman parte del equipo necesario cuando uno se va de viaje.

—¿Cuánto tardaríais en confeccionar un par? Seguro que alguien os ayudaría si es necesario. ¿Y estaríais dispuestos a tocar un par de estrofas? ¿Como parte de una ceremonia que estamos planeando? —inquirió Ayla.

Los dos jóvenes cruzaron una mirada y se encogieron de hombros.

—Si encontramos el material, no tardaremos mucho en hacerlos, un día o algo así. Sólo es cuero sin curtir tensado sobre un armazón redondo, pero tiene que estar muy tirante para que suenen los distintos tonos del tambor. El armazón tiene que ser resistente, o se rompe al encogerse el cuero, sobre todo si lo sometemos a la acción del calor para que se encoja más deprisa —explicó Druwez—. Son tambores pequeños, y se tocan con los dedos, muy rápido.

—He visto que algunos los tocaban con un palo bien sujeto, pero nosotros aprendimos a hacerlo con los dedos —añadió Danug.

—¿Estaríais dispuestos a tocarlos en la ceremonia? —preguntó Ayla.

—Claro —contestaron al unísono.

—En ese caso, venid conmigo —dijo, y se dirigió hacia el campamento principal.

De camino al alojamiento de los zelandonia, Ayla se fijó en que la gente se detenía a mirarlos. A diferencia de lo que ocurría en otras ocasiones, esta vez el blanco de las miradas no era ella, sino Danug. Era una grosería, pero en cierto modo no los culpaba: sin duda, Danug era un hombre llamativo. En general, los hombres zelandonii tendían a ser altos y fornidos —el propio Jondalar medía un metro noventa y cinco—, pero Danug sacaba más de una cabeza a todos los demás, y estaba bien proporcionado para su estatura. Visto de lejos, parecía un hombre musculoso pero normal; era rodeado de gente cuando descollaba por su tamaño. Eso le recordó la primera vez que vio a Talut, el hombre del hogar de Danug, la única persona que Ayla conocía de dimensiones comparables. Casi con toda seguridad se quedó mirándolo fijamente, pese a que Talut era una de las primeras personas semejantes a ella que veía desde la primera infancia, excepción hecha de Jondalar; o tal vez precisamente por eso se quedó mirándolo.

Cuando llegaron al gran alojamiento en el centro del campamento, dos jóvenes acólitas se acercaron a ellos.

—Quería asegurarme de que tenemos todos los ingredientes para esa bebida ceremonial especial de la que nos hablaste —dijo una de ellas—. Has dicho savia de abedul, zumos de distintas frutas, aromatizado todo con asperilla, y unas cuantas hierbas, ¿no?

—Sí, sobre todo artemisa —respondió Ayla—, a veces llamada ajorizo, o también ajenjo.

—Me parece que no conozco esa bebida —comentó Druwez.

—¿Os detuvisteis a visitar a los losadunai de camino hacia aquí? —preguntó Ayla—. Bueno, en realidad lo que me interesa saber es si compartisteis una Festividad de la Madre con ellos.

—Nos detuvimos, sí, pero no nos quedamos mucho tiempo —dijo Druwez—, y por desgracia no celebraron ninguna festividad mientras estuvimos allí.

—Solandia, la compañera del Losaduna, me enseñó a prepararla. En apariencia es una bebida suave de sabor agradable, pero en realidad es una mezcla potente preparada especialmente para estimular la espontaneidad y la calidez en el trato propios de una festividad para honrar a la Madre —explicó Ayla. Dirigiéndose a las acólitas, añadió—: La probaré cuando la hayáis preparado y os diré si falta algo.

Al darse media vuelta para marcharse, las dos jóvenes intercambiaron unas señas y volvieron la cabeza para lanzar una mirada a Danug. En los últimos años, sobre todo en las Reuniones de Verano, Ayla había enseñado a todos los zelandonia los signos básicos del clan. Pensó que ayudaría a los doniers a comunicarse, al menos a un nivel elemental, si alguna vez se encontraban con alguien del clan en sus viajes. Algunos los aprendieron mejor que otros, pero por lo visto a casi todos les divertía tener un método silencioso para comunicarse en secreto que la mayoría de la gente desconocía. Lo que las dos jóvenes acólitas ignoraban era que Ayla había enseñado los signos del clan a Danug y Druwez mucho antes, cuando vivía con los mamutoi.

De pronto Danug miró a una de las jóvenes y sonrió.

—Tal vez te gustaría averiguarlo en la Festividad de la Madre —dijo. Luego se volvió hacia Druwez y los dos se rieron.

Las dos jóvenes se sonrojaron, y a continuación la primera en dirigirse a su compañera con señas sonrió a Danug con una mirada insinuante.

—Tal vez —contestó—. No sabía que entendías los signos gestuales.

—¿Crees que alguien puede vivir cerca de Ayla durante un tiempo sin aprenderlos? —preguntó Danug—. Y más teniendo en cuenta que mi hermano, el chico que mi madre adoptó, era medio del clan, y no pudo hablar hasta que llegó Ayla y nos enseñó a todos ese lenguaje. Recuerdo la primera vez que Rydag dijo «madre» con un signo. Mi madre lloró.

La gente empezó a arremolinarse en torno a la zona ceremonial muy temprano. La agitación en el aire era palpable. La ceremonia venía preparándose por fases desde hacía días y reinaba un ambiente de gran expectación. Iba a ser un acontecimiento especial, único. Todos lo sabían, sólo que ignoraban la causa. El suspense fue en aumento conforme el sol empezó a ponerse. Los zelandonii presentes en la Reunión de Verano nunca habían deseado tanto que se ocultara el sol. Querían que desapareciera del cielo.

Finalmente, cuando el sol se escondió en el horizonte y oscureció lo suficiente para ser necesario el resplandor del fuego, la gente comenzó a acomodarse en espera de que se encendieran las hogueras ceremoniales. En el centro de la zona ceremonial había un anfiteatro natural lo bastante amplio para dar cabida a las dos mil personas del campamento. Detrás, hacia la derecha del campamento de la Reunión de Verano, los montes de piedra caliza formaban una gran concavidad poco profunda excavada en la tierra, curva por los lados y abierta por delante. Al pie de estos montes, las laderas convergían en una explanada bastante llana y no muy extensa que había sido nivelada con piedras y tierra apisonada a lo largo de los muchos años en que se venían celebrando reuniones en ese emplazamiento.

En un bosquecillo cercano a la cima escarpada de uno de los montes había un manantial que creaba una pequeña charca y luego descendía por la pendiente de la concavidad, hasta atravesar la zona ceremonial y verter sus aguas finalmente en el río del campamento. El arroyo alimentado por el manantial era tan pequeño, sobre todo a finales del verano, que la gente lo cruzaba fácilmente, pero la charca de aguas cristalinas y frías, más arriba, era un lugar muy a mano donde abastecerse de agua para beber. La ladera herbosa dentro de esa concavidad ascendía formando una pendiente gradual e irregular. Con el paso del tiempo la gente había ido cavando un poco aquí y rellenando un poco allá, hasta que quedaron en la ladera varias secciones pequeñas aplanadas que proporcionaban a grupos familiares o incluso cavernas enteras lugares cómodos donde sentarse y gozar de una buena vista del espacio abierto más abajo.

La gente se acomodó en la hierba o tendió encima esterillas tejidas, colchonetas, almohadones o pieles. Encendieron el fuego: muchas antorchas clavadas en el suelo pero también fogatas pequeñas en torno a la concurrencia y el espacio semejante a un escenario, así como una hoguera más grande cerca de la parte delantera, hacia el centro. Luego prendieron varias fogatas donde se sentaba la gente. Poco después se oyó, a muy bajo volumen, entre el murmullo de las conversaciones, el sonido característico de unas voces jóvenes cantando. Unos mandaron callar a otros para oír mejor el canto. Entonces una procesión formada por casi todos los niños del campamento se dirigió hacia la zona central entonando una canción rítmica cuya letra consistía en las palabras de contar. Para cuando llegaron a la zona central, el público guardaba silencio, aunque algunos cruzaban sonrisas y se guiñaban el ojo.

Existían dos razones para empezar con los niños cantores. La primera era que así estos mostraban a sus mayores lo que aprendían con los zelandonia. La segunda era porque con ello se daba a entender tácitamente que, junto con el banquete y el jolgorio general, se celebraría una Festividad de la Madre. Una vez concluida su intervención, llevarían a los niños a uno de los campamentos situados en los lindes del lugar de reunión, donde participarían en juegos organizados y disfrutarían de su propio banquete, al margen del de los adultos, bajo la custodia de varios zelandonia y otras personas, a menudo hombres y mujeres mayores, o madres recientes que todavía no estaban en condiciones de participar, o mujeres que acababan de empezar su período lunar, o cualquiera a quien en ese momento sencillamente no le apeteciera tomar parte en las actividades para honrar a la Madre.

Si bien las Festividades de la Madre complacían a la mayoría de la gente, la participación era voluntaria, y siempre resultaba más fácil ir si sabían que esa noche no tenían que preocuparse por sus hijos. A los niños se les permitía estar presentes si así lo deseaban, y algunos de los mayores acudían sólo para satisfacer su curiosidad, pero ver a los adultos conversar, reír, comer, beber, bailar y aparearse no tenía gran interés para ellos si no estaban realmente listos para esas cosas y si no era algo prohibido. Debido al reducido espacio en que vivían, los niños presenciaban las actividades adultas en todo momento, desde el nacimiento hasta la muerte. Nadie se preocupaba por mantenerlos apartados; todo formaba parte de la vida.

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