Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Ayla dijo que había perdido un hijo. ¡Un hijo de él!
—Ese hijo era mío —clamó—. ¡Era mío!
Unas cuantas personas que pasaron por su lado lo miraron y, viéndolo tambalearse y hablar solo, cabecearon.
El niño que Ayla había perdido era de él. Había recibido la llamada. Jondalar había oído algo acerca de su terrible experiencia, y en ese momento había querido ir a buscarla, ofrecerle consuelo. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Por qué se había empeñado en mantenerse alejado de ella? Ahora Ayla no quería hablar con él. ¿Podía echárselo en cara? Si ella no quería volver a hablar con él, no podía reprocharle nada.
¿Y si no quería volver a hablar con él? ¿Y si de verdad no quería verlo nunca más? ¿Y si no quería volver a compartir los placeres con él? De pronto cayó en la cuenta: si ella se negaba a compartir los placeres con él, él nunca podría crear otro niño con ella. Nunca tendría otro hijo con Ayla.
De repente prefirió pensar que no era él, sino un espíritu, quien engendraba un hijo, que era algo que sucedía, así sin más, al margen de lo que uno hiciera. Pero si era él, la esencia de su virilidad, y ella no lo quería a su lado, él ya no tendría más hijos. No se planteó siquiera que pudiera concebir hijos con otra mujer. Era a Ayla a quien amaba. Ella era su compañera. Era a los hijos de ella a quienes él había prometido proveer. Esos serían los hijos de su hogar. No quería otra mujer.
Mientras Jondalar se paseaba tambaleante con un vaso en la mano, no llamaba la atención más que cualquiera de los muchos asistentes a la fiesta que, con paso vacilante, deambulaban de aquí para allá cerca de los lugares donde se servía comida y bebida. Unas personas risueñas chocaron con él. Acababan de llenar un odre con una bebida potente.
—Uy, lo siento. Deja que te llene el vaso. No se puede tener el vaso vacío en una Festividad de la Madre —dijo una de ellas.
Nunca se había celebrado tanto una festividad como en esa ocasión. Había más comida de la que podía consumirse, más brebaje y vino y otras bebidas de los que podían ingerirse. Incluso había hojas para fumar, ciertas setas y otros bocados especiales. Nada estaba prohibido. Unas cuantas personas, que habían salido elegidas por azar o se habían ofrecido voluntarias para abstenerse de las actividades de la festividad, velaban por la seguridad del campamento, asistían a los que inevitablemente se lastimaban y atendían a quienes perdían el control. Y no había por allí niños pequeños con los que los juerguistas pudieran tropezar o de los que tuvieran que preocuparse. Los habían agrupado a todos en el campamento situado en el límite del de la Reunión de Verano, y se hallaban bajo la vigilancia de doniers y otras personas.
Jondalar bebió un sorbo del vaso que acababan de llenarle, sin percatarse de que, mientras se paseaba con el vaso, se le derramaba casi todo el contenido con el movimiento. No había comido nada, y las bebidas que circulaban en abundancia empezaban a hacerle mella. La cabeza le daba vueltas y tenía la visión borrosa, pero su mente, atrapada aún en sus pensamientos íntimos, permanecía ajena a todo. Oyó música de baile y los pies lo llevaron hacia el sonido. Vio vagamente a los bailarines moverse en círculo a la parpadeante luz del fuego.
De pronto una mujer pasó bailando a su lado y, al fijar la mirada en ella, se le despejó la vista. Era Ayla. La observó bailar con varios hombres. Se reía como si estuviera borracha. Con paso vacilante, se apartó del círculo. La siguieron tres hombres, toqueteándola, quitándole la ropa. Ella perdió el equilibrio y cayó junto con los hombres, formando todos una pila. Uno de ellos se colocó encima, le separó las piernas bruscamente y la embistió con su miembro henchido. Jondalar lo reconoció. ¡Era Laramar!
Paralizado ante lo que veía, incapaz de moverse, Jondalar lo vio sacudirse arriba y abajo, hacia dentro y hacia fuera. ¡Laramar! ¡Aquel haragán borracho y sucio! Ayla ni siquiera se dignaba dirigirle la palabra, y sin embargo ahora estaba con él. Cuando no permitía a Jondalar amarla, compartir los placeres. No le permitía crear un hijo con ella.
¿Y si Laramar creaba un hijo con ella?
La sangre se le subió a la cabeza. Lo único que veía en medio de una bruma roja era a Laramar, encima de Ayla, encima de su compañera, agitándose arriba y abajo. De pronto, poseído de una ira abrasadora, bramó:
—¡Está creando a mi hijo!
Jondalar, con su elevada estatura, recorrió la distancia en tres zancadas. Apartó a Laramar de Ayla, lo obligó a volverse y, mientras el otro hombre alzaba la vista atónito, le asestó un puñetazo en plena cara. Laramar cayó desplomado, casi inconsciente. No sabía quién le había golpeado, ni qué había sucedido.
Jondalar se abalanzó sobre él. En un arrebato feroz y brutal de celos e indignación, empezó a pegar a Laramar, a descargar los puños sobre él, a vapulearlo, incapaz de detenerse. Con voz tensa por la frustración, que aumentó de volumen hasta convertirse en un chillido agudo, repitió una y otra vez:
—¡Está creando a mi hijo! ¡Está creando a mi hijo!
Unos cuantos hombres intentaron apartarlo, pero él se zafó. Presa de aquella cólera enloquecida, poseía una fuerza casi sobrehumana. Varios más se acercaron para separarlo, pero estaba tan fuera de sí que era imposible contenerlo.
Súbitamente, en el instante en que Jondalar echaba hacia atrás el puño para hundirlo una vez más en la masa de pulpa sanguinolenta ya irreconocible como rostro, una mano enorme lo agarró por la muñeca. Jondalar siguió forcejeando mientras lo apartaban del hombre inconsciente tirado en el suelo, al borde de la muerte. Intentó desprenderse de aquellos brazos enormes y fuertes que lo inmovilizaban, pero le fue imposible.
Mientras Danug lo sujetaba, la Zelandoni exclamaba:
—¡Jondalar! ¡Jondalar! ¡Basta ya! ¡Vas a matarlo!
Reconoció vagamente la voz familiar de la mujer que en su día se llamó Zolena, y recordó haber pegado a un hombre por ella, y en ese momento se le quedó la mente en blanco. Mientras varios zelandonia corrían a atender a Laramar, el musculoso gigante pelirrojo cogió a Jondalar en brazos como a un bebé y se lo llevó de allí.
La Zelandoni dio a Ayla uno de los vasos de trama tupida de junco confeccionados especialmente para la festividad, casi lleno de una infusión caliente de hierbas relajantes. Dejó otro vaso en una mesa baja y se sentó en un amplio taburete junto al de Ayla. Estaban las dos en el gran alojamiento de los zelandonia, solas salvo por el hombre inconsciente acostado en una cama cercana con el rostro envuelto en pieles suaves que sujetaban cataplasmas. Varios candiles proyectaban el cálido resplandor de una luz tenue en torno al herido, y otros dos candiles ardían en la mesa baja junto a los vasos.
—Nunca lo había visto así —dijo Ayla—. ¿Por qué lo ha hecho, Zelandoni?
—Porque estabas con Laramar.
—Pero era una Festividad de la Madre. Ahora soy zelandoni. En principio debo compartir el don de la Madre en las festividades en honor de la Madre, ¿no? —dijo Ayla.
—Todo el mundo debe honrar a la Madre en sus festividades, y tú siempre lo has hecho, pero hasta ahora nunca con nadie excepto con Jondalar —respondió la mujer corpulenta.
—Que no lo haya hecho nunca con nadie más no debería tener la menor importancia. Al fin y al cabo, él ha estado apareándose con Marona —observó Ayla.
La Zelandoni advirtió un tono defensivo en su voz.
—Sí, pero tú entonces no estabas a su disposición. Ya sabes que a menudo los hombres comparten el don de los placeres de la Madre con otras mujeres cuando sus compañeras no están a mano, ¿o no? —preguntó La Que Era la Primera.
—Sí, claro —dijo Ayla, y se apresuró a bajar la mirada y tomar un sorbo de su infusión.
—¿Te molesta saber que Jondalar eligió a otra mujer, Ayla?
—Bueno, él nunca había elegido a nadie más, no desde que yo lo conozco —respondió Ayla, y miró a la mujer con sincera preocupación—. ¿Cómo es posible que lo conozca tan poco? Me cuesta creer lo que ha hecho. No lo habría creído si no lo hubiese visto. Primero anda por ahí a escondidas con Marona… y me entero de que eso ocurre ya desde hace tiempo. Luego va y… ¿por qué Marona?
—¿Cómo te sentirías si hubiese sido con otra mujer?
Ayla volvió a bajar la vista.
—No lo sé. —Alzó la mirada hacia la Zelandoni—. ¿Por qué no me buscó si quería satisfacer sus necesidades? Nunca lo he rechazado. Nunca.
—Tal vez sea por eso. Tal vez sabía que estabas cansada, o inmersa en tu aprendizaje, y no quería imponer su voluntad sabiendo que no lo rechazarías —explicó la Zelandoni—. Y ha habido períodos en que tenías que renunciar a ciertas cosas, como los placeres, la comida e incluso el agua.
—Pero ¿por qué con Marona? Creo que de haber sido otra mujer, cualquier otra, lo habría entendido. Puede que no me hubiera gustado, pero lo habría entendido. ¿Por qué con esa mujer?
—Quizá porque ella se ofreció —respondió la Primera. Ayla se mostró tan confusa que la Zelandoni se apresuró a explicarse—: Todo el mundo sabía que ni Jondalar ni tú elegíais a nadie más, Ayla, ni siquiera en las Festividades de la Madre. Antes de emprender su viaje, Jondalar siempre estaba disponible, sobre todo en las festividades. Tenía un impulso sexual tan fuerte que rara vez se conformaba con una sola mujer. Era como si nunca quedara del todo satisfecho, hasta que regresó contigo. Y cuando volvió, al cabo de un tiempo las mujeres dejaron de intentarlo. Si no estás disponible, nadie se ofrece. En general a las mujeres no les gusta que las rechacen. A Marona le era tan fácil conseguir a cualquier hombre que para ella un rechazo se convertía en un desafío. Jondalar pasó a ser un desafío especial, me parece.
—No me puedo creer lo poco que lo conozco. —Ayla cabeceó y bebió otro sorbo de infusión—. Zelandoni, ha estado a punto de matar a Laramar. Su cara nunca volverá a ser la de antes. Si Danug no hubiese estado allí, no sé si Laramar habría sobrevivido. Nadie más habría podido detenerlo.
—Ésta es una de las cosas que temía que pudieran suceder si explicábamos a la gente cuál era el papel del hombre al iniciarse una nueva vida, aunque no esperaba que ocurriera así, ni tan pronto. Sabía que surgirían problemas en cuanto se lo comunicáramos a los hombres, pero creía que dispondríamos de más tiempo para hacerles frente.
—No lo entiendo —comentó Ayla, arrugando el entrecejo otra vez—. Había pensado que a los hombres les gustaría saber que eran necesarios para iniciarse una nueva vida, tan necesarios como las mujeres, que esa era la razón por la que los creó la Madre.
—Es posible que les guste, pero en cuanto entiendan las implicaciones, puede que los hombres quieran asegurarse de que los niños de sus hogares son algo más que los hijos de sus compañeras. Puede que quieran tener la certeza de que los niños a quienes proveen han salido de ellos.
—¿Eso por qué habría de importarles? Antes no era así. Los hombres siempre han provisto a los hijos de sus compañeras. La mayoría de los hombres se alegran cuando sus compañeras traen hijos a sus hogares. ¿Por qué de pronto sólo van a querer proveer a los suyos? —preguntó Ayla.
—Puede que sea por una cuestión de orgullo. Es posible que se vuelvan posesivos con sus compañeras y sus hijos —dijo la Primera.
Ayla bebió otro sorbo de infusión y se quedó pensativa, con expresión ceñuda.
—¿Cómo van a saberlo con certeza? Es la mujer la que da a luz. Lo único que puede saber un hombre con toda seguridad es que un niño es hijo de su compañera.
—Un hombre sólo puede estar seguro si la mujer comparte los placeres sólo con él —explicó la Zelandoni—. Como tú, Ayla.
Las arrugas en la frente de Ayla se hicieron más profundas.
—Pero ¿y las Festividades de la Madre? La mayoría de las mujeres las esperan con expectación. Quieren honrar a la Madre, compartir su don de los placeres con más de un hombre.
—Sí, eso le pasa a la mayoría de las mujeres, y también a los hombres. Añade emoción e interés a sus vidas. Casi todas las mujeres quieren también tener un compañero que las ayude a proveer a sus hijos —dijo la Zelandoni.
—Algunas mujeres no se emparejan. Las ayudan las madres, las tías y los hermanos, sobre todo cuando tienen un hijo recién nacido. Incluso la caverna ayuda a las mujeres a cuidar de sus hijos. Los niños siempre han estado bien provistos —señaló Ayla.
—Es verdad, pero las cosas pueden cambiar. En el pasado hemos tenido años difíciles, con escasez de animales y plantas que comer. En tiempos de penuria, la gente no siempre está dispuesta a compartir. Si sólo tienes comida para un niño, ¿a qué niño se la darás?
—Renunciaría a mi propia comida por cualquier niño —contestó Ayla.
—Sí, por un tiempo. Eso mismo haría la mayoría de la gente. Pero ¿por cuánto tiempo? Si no comes, te debilitas y enfermas. Y entonces ¿quién se ocupará de tu hijo?
—Jonda… —empezó a decir Ayla, pero de pronto calló y se llevó una mano a la boca.
—Exacto.
—Pero Marthona también ayudaría, y Willamar, incluso Folara. Toda la Novena Caverna ayudaría —se precipitó a decir Ayla.
—Es verdad, Marthona y Willamar sí te echarían una mano, mientras pudieran, pero ya sabes que Marthona no está bien de salud, y Willamar tampoco es un mozalbete. Folara va a emparejarse con Aldanor en la última ceremonia matrimonial de esta estación. Cuando tenga su propio hijo, ¿a quién amamantará primero?
—Las cosas nunca se ponen tan mal, Zelandoni. A veces hay cierta escasez en primavera, pero siempre se puede encontrar algo para comer —objetó Ayla.
—Y espero que siempre sea así, pero una mujer suele sentirse más segura si tiene a un compañero para ayudarla.
—A veces dos mujeres comparten un hogar y se ayudan con sus hijos —señaló Ayla. Pensaba en la gente de Aldanor, los s’armunai, y en Attaroa, que intentó deshacerse de todos los hombres.
—Y pueden convertirse en una pareja. Siempre conviene tener a alguien que te eche una mano, alguien que se preocupe, pero la mayoría de las mujeres elige a hombres. Así es como la Madre nos ha creado a casi todos nosotros, y tú nos has explicado la razón, Ayla.
Ayla dirigió una mirada al hombre que yacía en la cama.
—Pero si sabías que todo iba a cambiar, Zelandoni, ¿por qué lo has permitido? Eres la Primera. Podías haberlo impedido —preguntó Ayla.
—Es posible, durante un tiempo. Pero la Madre no te lo habría dicho si no hubiera querido que Sus hijos lo supieran. Y una vez decidido por Ella, era inevitable. No podía mantenerse en secreto. Cuando una verdad está lista para darse a conocer, puede retrasarse, pero no ocultarse —afirmó la Zelandoni.