La tierra de las cuevas pintadas (114 page)

Mientras la gente empezaba a levantarse otra vez para marcharse, la Primera dirigió una seña al jefe de la Quinta Caverna.

—¿Podría la Quinta Caverna quedarse un momento y reunirse conmigo aquí, cerca del alojamiento? —preguntó—. Debo hablar con vosotros de algo importante que os concierne.

«Ya que estamos», pensó, «mejor será que me quite de encima este asunto desagradable cuanto antes». La reunión no se había desarrollado como ella preveía ni mucho menos. Debido a la pelea de Jondalar la noche anterior, habían empezado con mal pie, y la brusca marcha de Brukeval había sembrado el malestar general al final.

—Lamento tener que hacer esto —dijo la Primera al grupo de personas de todas las edades que constituía la Quinta Caverna. Se encontraba entre ellos Madroman, así como su Zelandoni. La Primera cogió un morral que había sobre una mesa junto a la pared trasera del alojamiento y se volvió hacia el acólito—. ¿Esto te resulta familiar, Madroman? —preguntó.

Él fijó la mirada en el morral y palideció. A continuación miró alrededor con preocupación y cautela.

—Es tuyo, ¿verdad? Tiene tus marcas.

Varios asintieron. Todos sabían que le pertenecía. Era inconfundible, lo habían visto con él.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó él.

—Ayla lo encontró escondido en la Profundidad de la Roca de la Fuente, después de recibir tú la «llamada» para entrar allí —contestó la Primera con manifiesto sarcasmo.

—Tenía que haber adivinado que fue ella —musitó Madroman.

—No buscaba nada. Estaba sentada en el suelo cerca del gran entrante que hay al fondo, y casualmente lo encontró oculto mientras palpaba en un hueco al pie de una pared. Pensó que alguien se lo había olvidado allí y quiso devolverlo —explicó la Zelandoni.

—¿Por qué pensó que alguien se lo había olvidado si estaba escondido? —preguntó Madroman. No tenía sentido seguir fingiendo.

—Porque no pensaba con claridad. Acababa de perder a su hijo y casi la vida en esa cueva —contestó la Primera.

—¿A qué viene esto? —preguntó el jefe.

—Madroman es acólito desde hace mucho tiempo. Quería unirse a la zelandonia y estaba cansado de esperar la llamada. —La Primera vació el morral en la mesa. Cayeron restos de comida, el odre, el candil, material para encender fuego y el manto—. Escondió esto dentro de la cueva y luego simuló que sentía la llamada. Se quedó dentro un par de días o poco más, con abundante comida, agua, luz e incluso algo con qué abrigarse. Después escondió esto y salió fingiéndose mareado y desorientado, y afirmó que estaba listo.

—¿Quieres decir que mintió acerca de la llamada? —preguntó el jefe.

—En una palabra, sí.

—De no haber sido por ella, nunca os habríais enterado —espetó Madroman.

—Te equivocas, Madroman. Ya lo sabíamos. Esto sólo lo ha confirmado. ¿Qué te ha llevado a pensar que podías engañar a la zelandonia? Todos hemos pasado por esa prueba. ¿No crees que habríamos notado la diferencia? —repuso la Zelandoni.

—¿Por qué no habéis dicho nada antes?

—Algunos de nosotros buscábamos la manera de darte todas las oportunidades. Algunos pensaban que no lo habías hecho a posta, o al menos eso esperaban. Querían asegurarse de que no te habías engañado a ti mismo por tu ferviente deseo de ser Uno Que Sirve… hasta que Ayla nos trajo esto. De todos modos, nunca habrías llegado a ser zelandoni, pero tal vez hubieras seguido siendo un acólito, Madroman. Ahora ya no es posible. La Gran Madre Tierra no quiere que La sirvan embusteros y tramposos —dijo la poderosa mujer con un tono que no dejaba lugar a dudas acerca de su opinión—. Kemordan, jefe de la Quinta Caverna de los zelandonii —prosiguió la Primera—, ¿podéis tu caverna y tú actuar como testigos?

—Sí —contestaron Kemordan y toda su caverna al unísono.

—Madroman de la Quinta Caverna de los zelandonii, antiguo acólito —recitó la Primera—, nunca más podrás presentarte como miembro de la zelandonia, ni como acólito ni de ninguna otra manera. Nunca más podrás intentar curar las enfermedades de una persona, ni dar consejos sobre el modo de proceder de la Madre, ni asumir ninguno de los deberes de los zelandonia. ¿Queda claro?

—¿Y ahora qué se supone que debo hacer? Es lo único que he aprendido. Sólo sé ser acólito —protestó Madroman.

—Si devuelves todo lo que has recibido de los zelandonia, podrás regresar a tu caverna y plantearte aprender otro oficio, Madroman. Y da gracias de que no te imponga otro castigo y lo pregone ante todo el campamento.

—Se enterarán igualmente —dijo Madroman y, alzando la voz, añadió—: Nunca me habrías permitido llegar a zelandoni. Siempre me has odiado. Jondalar y tú, y tu pequeña favorita, Ayla, la defensora de los cabezas chatas. Me la juraste desde el principio… Zolena.

La Quinta Caverna entera ahogó una exclamación. Ninguno se hubiera atrevido a faltar el respeto de ese modo a La Que Era la Primera, llamándola por su antiguo nombre. En su mayoría habrían temido hacer una cosa así. Incluso Madroman se interrumpió en plena diatriba al ver el semblante de la Primera. Al fin y al cabo, era una mujer de gran poder.

Madroman dio media vuelta y se marchó con paso firme. Mientras se dirigía al alojamiento alejado que había compartido ocasionalmente con Laramar, Brukeval y los demás, se preguntó qué haría en adelante con su vida. Cuando llegó, no había nadie. La mayoría de los campamentos servían a esas horas la comida después de la larga reunión, y los otros hombres habían ido a buscar alimento. De pronto cayó en la cuenta de que ni Laramar ni Brukeval volverían ya allí. Laramar tardaría mucho en recuperarse, y a saber qué haría Brukeval. Madroman se acercó a la bolsa de Laramar y sacó un pequeño odre de barma. Se sentó en las pieles de dormir enrolladas y lo apuró de un par de tragos; luego cogió otro. «Laramar no se enterará», pensó.

La culpa de todo la tiene ese grandullón, ese idiota que me rompió los dientes. Madroman se deslizó la lengua por la mella en la parte delantera de la boca. Había aprendido a compensar el defecto por otros medios, y ya apenas se acordaba de que le faltaban unos dientes, pese a que de joven le dolía que las mujeres no le prestaran atención a causa de eso. Más adelante descubrió que ciertas mujeres se interesaban en él al enterarse de que pertenecía a la zelandonia, aunque sólo fuera como acólito a medio adiestrar. Ahora ninguna de esas mujeres querría saber nada de él. Se abochornó al pensar en la deshonra y abrió el segundo odre de barma.

«¿Por qué tuvo que volver Jondalar?», se preguntó. «Si Jondalar no hubiese vuelto de su viaje, si no hubiese traído a esa forastera, ahora ella no habría encontrado el morral. Y los zelandonia nunca se habrían enterado de nada, diga lo que diga esa vieja gorda. No quiero volver a la Quinta Caverna, ni quiero aprender otro oficio. ¿Por qué habría de hacerlo? Soy un zelandoni tan bueno como cualquiera de ellos, y seguro que tampoco ellos recibieron la llamada. Me juego lo que sea a que muchos la fingieron. En cualquier caso, ¿qué es la llamada? Lo más probable es que todos la hayan fingido. Incluso la defensora de los cabezas chatas. ¿Y qué si perdió un hijo? Las mujeres pierden hijos continuamente. ¿Qué tiene eso de especial?»

Bebió otro trago y posó la mirada en el sitio de Brukeval. Se puso en pie y se acercó. Seguía todo allí, perfectamente ordenado, como siempre. «Ni siquiera ha venido a buscar sus cosas», pensó Madroman. «Esta noche pasará frío sin su piel de dormir. Me pregunto si podría encontrarlo. Tal vez se sienta agradecido conmigo si le llevo sus cosas.» Madroman se dirigió a su propio sitio y contempló toda la parafernalia adquirida como acólito. La vieja gorda quería que la devolviera.

«¡No pienso hacerlo! Voy a recoger mis cosas y marcharme.» Se detuvo y miró de nuevo el lugar donde había dormido Brukeval. «Si lo encontrara, tal vez podamos hacer un viaje juntos, o algo así, buscar a otra gente. Podría decir que soy Zelandoni; nadie dudaría de mí.

»Eso haré, recogeré las cosas de Brukeval e iré a buscarlo. Sé de un par de sitios a donde podría haber ido. Así tendría compañía, y en la caza él es más diestro que yo. Hace mucho que no salgo a cazar. Tal vez también me lleve unas cuantas cosas de Laramar. No las echará en falta. Ni siquiera sabrá quién se las llevó. Podría haber sido cualquiera de este alojamiento. Todos saben que no volverá.

»Y la culpa es de Jondalar. Primero estuvo a punto de matarme a mí; ahora por poco mata a Laramar. Y también esta vez saldrá indemne, igual que antes. Odio a Jondalar, siempre lo he odiado. Alguien debería tumbarlo y darle una buena paliza, destrozarle esa cara bonita. A ver qué le parecía eso. Tampoco me disgustaría sacudirle un poco a Ayla. Y sé de más de uno a quien no le importaría tumbarla. Y de paso le daría otra cosa, por ejemplo una descarga de mi "esencia"», pensó con una sonrisa malévola. «Así no iría pavoneándose tanto por ahí. Nunca quería compartir los placeres con nadie más, ni siquiera en las Festividades de la Madre. Se cree la mujer perfecta, porque ha encontrado mi morral y se lo ha entregado a los zelandonia. De no haber sido por ella, no me habrían expulsado. Ahora sería zelandoni. ¡Odio a esa mujer!»

Madroman apuró el segundo odre de barma, cogió unos cuantos más y miró alrededor para ver si podía llevarse alguna otra cosa. Encontró ropa de repuesto, usada pero en buen estado. Se la probó, era casi de la misma talla que la suya. Decidió quedársela. Su ropa de la zelandonia era decorativa y reconocible, pero no muy práctica para caminatas largas. Las pieles de dormir no eran muy buenas —estaban viejas y para el arrastre; Laramar tenía las buenas en la tienda de su compañera—, pero vio otros objetos de su interés, incluida una manta de piel excelente. Encontró entonces un auténtico tesoro, un traje de invierno nuevo completo que Laramar había obtenido recientemente mediante un trueque. Su barma tenía una gran demanda, y siempre había podido intercambiarla por cualquier cosa.

A continuación Madroman se acercó al sitio de Brukeval y se llevó al suyo todo lo que vio. Se puso el traje más cómodo que había encontrado entre las pertenencias de Laramar. Le daba igual que tuviera los adornos de la Novena Caverna en lugar de los de la Quinta; no iba a vivir en ninguno de esos dos lugares. Cogió comida de Brukeval y Laramar, y luego hurgó entre los objetos de los demás hombres, adueñándose de comida y alguna que otra cosa más. Encontró un cuchillo magnífico, con un buen mango, una pequeña hacha de piedra, un par de mitones nuevos que alguien acababa de adquirir. Él no tenía, y se acercaba el invierno. «A saber dónde estaré entonces», pensó. Tuvo que llenar y vaciar el morral varias veces y descartar unas cuantas cosas, pero tan pronto como estuvo listo, deseó marcharse enseguida.

Asomó la cabeza por la puerta y miró alrededor. El campamento estaba atestado, como siempre, pero no había nadie cerca. Se cargó al hombro la pesada bolsa y partió con paso brioso. Tenía pensado dirigirse hacia el norte, en la misma dirección que había visto tomar a Brukeval. Cuando ya casi había rebasado los límites del campamento de la Reunión de Verano y se acercaba al de la Novena Caverna, vio salir a Ayla de un alojamiento. Parecía distraída, preocupada, pero alzó la vista y también ella lo vio. Madroman le lanzó una mirada de odio profundo y siguió adelante.

El campamento de la Novena Caverna parecía desierto. Todos se habían ido al campamento de los lanzadonii para compartir la comida del mediodía con ellos, banquete que llevaban planeando desde hacía tiempo. Pero Ayla había dicho que no tenía hambre y prometido que iría más tarde. Sentada en sus pieles de dormir enrolladas, dentro del alojamiento, pensaba cabizbaja en Brukeval y en su estallido durante la reunión, y se preguntaba si ella habría podido hacer algo. No creía que la Zelandoni hubiera previsto semejante reacción, y a ella ni siquiera se le hubiera pasado por la cabeza, aunque ahora sabía que debería haberlo imaginado. Sabía lo susceptible que era Brukeval a cualquier insinuación acerca de su parentesco con los cabezas chatas.

«Los llamó animales», pensó, «¡pero no lo son! ¿Por qué algunos dicen esas cosas?». Se preguntó si Brukeval seguiría opinando lo mismo si los conociera mejor. Probablemente no cambiaría nada. Muchos zelandonii pensaban igual.

La Primera recordó a todos que la abuela de Brukeval no estaba en su sano juicio cuando regresó a la caverna, y que esperaba un hijo. «Todo el mundo da por hecho que estuvo con el clan», se dijo Ayla, «y están en lo cierto. Es evidente que Brukeval es fruto de una mezcla con el clan, así que la abuela debió de quedarse embarazada cuando estaba con ellos. Eso significa que un hombre del clan depositó su esencia dentro de ella».

De pronto se le ocurrió algo que nunca había pensado. «¿Debió de forzarla un hombre del clan una y otra vez, igual que Broud me forzó a mí? Tampoco yo estaba en mi sano juicio cuando Broud me sometió a eso, y sin embargo no pensé que fueran animales. Ellos me criaron, yo los quería. No a Broud. A él lo odiaba, incluso antes de que me forzara, pero a casi todos los demás los quería.»

Ayla no lo había interpretado así exactamente al oír esa historia por primera vez, pero era una posibilidad. «Quizá el hombre la forzó por maldad, como Broud», pensó Ayla, «o acaso creyera que le hacía un favor, acogiéndola como segunda mujer, tal vez, aceptándola en el clan. Pero eso a ella poco debió de servirle; ella no podía verlo de ese modo. No podía hablar con ellos, ni entenderlos. Para ella, eran animales. La abuela de Brukeval debió de detestarlo más de lo que yo detesté a Broud por hacerme eso.

»Y pese a lo mucho que yo quería tener un hijo, cuando Iza me dijo que estaba embarazada, lo pasé muy mal. Mientras esperaba a Durc, me sentía siempre enferma y por poco muero en el parto. A las mujeres del clan eso no les pasaba, pero Durc tenía la cabeza mucho más grande y dura que la de Jonayla». Ayla había asistido a suficientes partos en los últimos años para comprender que su embarazo y su alumbramiento de Jonayla fueron mucho más normales para una mujer de los Otros de lo que había sido el parto de Durc. «No sé siquiera cómo pude expulsarlo», pensó, cabeceando. «Los Otros tienen la cabeza más pequeña, y el hueso más fino y flexible. Nosotros tenemos las piernas y los brazos más largos, pero los huesos son también más delgados», se dijo Ayla mientras se observaba las extremidades. «Los Otros tienen todos los huesos más delgados.»

»¿Acaso enfermó la madre de Brukeval durante su embarazo? ¿Tuvo un parto difícil, como yo? ¿Fue eso lo que le sucedió? ¿Por eso murió? ¿Porque se complicó demasiado? Incluso Joplaya estuvo a punto de morir cuando dio a luz a Bokovan, y Echozar sólo es medio del clan. ¿Acaso un niño de "espíritus mixtos", un niño que es mezcla del clan y los Otros, siempre trae complicaciones a las mujeres de los Otros?» De pronto una nueva idea asaltó a Ayla. «¿Será esa la razón por la que esos bebés se llamaban originariamente "abominaciones"? ¿Porque a veces provocaban la muerte de la madre?»

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