La tierra de las cuevas pintadas (112 page)

Danug observó a Jondalar caminar lentamente a su lado en dirección al río, ajeno a todo. El joven mamutoi ya había visto antes esa misma clase de problemas entre las dos personas por las que había viajado desde tan lejos, personas que apreciaba mucho y que, como bien sabía, se querían más que cualquier otra pareja de cuantas conocía. Deseó encontrar una manera de hacerles entender lo que todos alrededor sabían, pero limitarse a decírselo no serviría de nada. Debían verlo por sí mismos, y ahora había otras personas implicadas. Jondalar había herido gravemente a un hombre, y si bien Danug no conocía en detalle las costumbres zelandonii, le constaba que aquello tendría consecuencias.

La Zelandoni corrió la cortina y apartó el bastidor del acceso trasero al gran alojamiento de los zelandonia, justo enfrente de la entrada principal. Asomando la cabeza, escudriñó la zona de reunión en las laderas que descendían hasta el campamento por la parte de atrás. La gente llevaba toda la mañana congregándose allí y estaba casi llena.

Como ella había supuesto, la gente tenía muchas preguntas que hacer. Empezaban a comprender el significado de la última ceremonia y la estrofa nueva del Canto a la Madre, pero albergaban dudas. A la Zelandoni le inquietaba pensar en los cambios que podían producirse, sobre todo después de ver la conducta de Jondalar. Echó un vistazo más para asegurarse de que habían llegado ciertas personas en particular y esperó un poco más a fin de dar tiempo a los rezagados para acomodarse. Finalmente dirigió una seña a un joven zelandoni, quien a su vez comunicó a los demás con otra seña que la Primera estaba lista, y una vez todo a punto la Zelandoni salió.

La Zelandoni Que Era la Primera era una mujer con mucha presencia, y su imponente tamaño, tanto a causa de su estatura como de su masa corporal, contribuía a su magnífico porte. También dominaba un amplio repertorio de técnicas y tácticas para que una reunión se centrara en los puntos que ella deseaba resaltar, y emplearía todas sus aptitudes, tanto las intuitivas como las aprendidas, para transmitir aplomo y seguridad al gran número de personas que la miraban con tanta intensidad.

Conociendo la propensión de la gente a intervenir de manera espontánea, anunció que, debido al numeroso público, sería conveniente, por razones de orden, que las preguntas fueran planteadas por los jefes de las cavernas, o por un solo miembro de cada familia. Aun así, si alguien sentía la apremiante necesidad de tomar la palabra, no debía callarse.

Fue Joharran quien formuló la primera pregunta, pero era algo cuya aclaración deseaban todos.

—En cuanto a esa estrofa nueva, a ver si he entendido bien: ¿significa que Jaradal y Sethona son hijos míos, no sólo de Proleva?

—Sí, así es —respondió la Zelandoni Que Era la Primera—. Jaradal es tu hijo, y Sethona tu hija, Joharran, tanto como lo son de Proleva.

—¿Y es el don del placer de la Gran Madre Tierra la causa por la que se inicia la vida dentro de una mujer? —preguntó Brameval, el jefe de la Decimocuarta Caverna.

—El don que nos ha sido concedido por Doni no sólo es el don del placer, sino también el de la vida.

—Pero los placeres se comparten a menudo, y las mujeres no se quedan embarazadas todas las veces —intervino otra voz, incapaz de esperar.

—La Gran Madre Tierra es en todo caso quien tiene la última palabra. Doni no ha cedido todo Su conocimiento, todas Sus prerrogativas. Aún es ella quien decide cuándo será bendecida una mujer con una nueva vida —explicó la Primera.

—En ese caso, ¿qué diferencia hay entre usar el espíritu de un hombre o la esencia de su miembro para iniciar una vida? —preguntó Brameval.

—Está muy claro. Si una mujer no comparte nunca los placeres con un hombre, nunca tendrá un hijo. Si eso es lo que quiere, no puede limitarse a esperar a que algún día la Madre elija el espíritu de un hombre para dárselo. Una mujer debe honrar a la Madre compartiendo Su don de los placeres. El hombre debe liberar su esencia dentro de ella para que pueda mezclarse con la esencia de la mujer que la espera en su interior —dijo la mujer corpulenta.

—Algunas mujeres nunca se quedan embarazadas —señaló Tormaden, el jefe de la Decimonovena Caverna.

—Sí, eso es verdad. Yo no he tenido ningún hijo. Pese a haber honrado a la Madre a menudo, nunca me he quedado embarazada. No sé por qué —respondió la Primera—. Quizá porque la Madre me eligió para otro cometido. Sé que me habría sido muy difícil servir a la Madre tal como lo he hecho si hubiese tenido compañero e hijos. Eso no significa que los zelandonia no deban tener hijos. Algunos los tienen y La sirven bien, aunque puede que sea más fácil para un zelandoni varón estar emparejado y tener hijos en su hogar que para una mujer. Un hombre no tiene que pasar por el embarazo, el parto y la lactancia. Algunas mujeres pueden hacer las dos cosas, sobre todo si su llamada es muy fuerte, pero necesitan compañeros y familiares muy afectuosos y dispuestos a ayudar.

La Zelandoni vio que varias personas miraban a Jondalar, que se hallaba junto a los visitantes mamutoi, un poco por encima de la Novena Caverna, y no con la mujer que era su compañera. Ayla, que tenía a Jonayla en el regazo, se había sentado al lado de Marthona, con el lobo entre las dos, no muy lejos de la primera fila de público. Estaba cerca de la Novena Caverna, pero también cerca de los zelandonia. Muchos creían que, con su control de los animales y sus aptitudes sanadoras, su llamada debía de ser muy fuerte, incluso antes de ser acólita, y todos eran conscientes de lo afectuoso que había sido Jondalar hasta ese verano, momento en que habían empezado a surgir problemas en la pareja. No pocos culpaban de sus conflictos a Marona —sentada con su prima, Wylopa, y unos cuantos amigos de la Quinta Caverna—, pero ahora el asunto había llegado mucho más allá. Aunque decían que Laramar había recobrado el conocimiento, seguía recuperándose en el alojamiento de los zelandonia, y sólo ellos sabían lo graves que eran sus heridas.

—En las Festividades de la Madre y demás ceremonias mi compañera —señaló un hombre entre el público— comparte el don de los placeres con otros hombres, no sólo conmigo.

Las preguntas eran cada vez más delicadas, pensó la Zelandoni.

—Las festividades y las ceremonias se celebran por razones sagradas. Compartir los placeres es un acto sagrado. Así se honra a la Gran Madre Tierra. Si en ese momento se concibe una criatura, es por deseo de la Madre. Debería considerarse un niño favorecido. Recordad que sigue siendo Doni quien decide cuándo debe quedarse embarazada una mujer.

Aquí y allá se oyeron comentarios en susurros entre el público.

Kareja, la jefa de la Undécima Caverna, se puso en pie.

—Willadan me ha pedido que haga una pregunta en su nombre, pero creo que debería plantearla él mismo.

—Si esa es tu opinión, que la haga él —convino la Zelandoni.

—Mi compañera fue mujer-donii durante el verano posterior a nuestro emparejamiento —empezó a explicar el hombre—. Como no tuvo la suerte de poder iniciar un hijo, quiso hacer una ofrenda para honrar a la Madre y animarla a dar comienzo a una vida. Pareció dar resultado. Tuvo un hijo, y otros tres desde entonces. Pero ahora me pregunto si alguno de esos hijos ha salido de mí.

«Esto debe tratarse con suma delicadeza», pensó la Zelandoni.

—Todos los niños nacidos de tu compañera son tus hijos —contestó.

—Pero ¿cómo sé si los inicié yo u otro hombre?

—Dime una cosa, Willadan, ¿qué edad tiene tu primer hijo?

—Cuenta doce años. Es casi un hombre —respondió con orgullo.

—¿Te alegraste cuando tu compañera se quedó embarazada de él y cuando nació?

—Sí, deseábamos tener niños en nuestro hogar.

—Lo quieres, pues.

—Claro que lo quiero.

—¿Lo querrías más si supieras con certeza que se inició con tu esencia?

El hombre miró al chico.

—No, claro que no —contestó, frunciendo el entrecejo.

—Si supieras que tus demás hijos fueron iniciados con tu esencia, ¿los querrías más?

El hombre permaneció en silencio por un momento, reflexionando sobre lo que intentaba demostrar la Primera.

—No, no podría quererlos más.

—Siendo así, ¿cambia mucho las cosas si la esencia que los inició vino de ti o de otra persona? —Zelandoni vio que las arrugas en la frente del hombre se hacían más profundas y decidió proseguir—. Yo nunca me he quedado embarazada. Nunca he concebido un hijo, aunque hubo un tiempo en que quería uno, más de lo que podríais imaginaros. Ahora me siento satisfecha; sé que la Madre eligió lo que era mejor para mí. Pero es posible, Willadan, que tú hayas nacido como yo. Quizá tu esencia, por una razón que sólo Doni conoce, no podía dar inicio a un niño dentro de tu compañera en ese momento. Aun así, la Gran Madre Tierra, en Su sabiduría, os concedió a ti y a tu compañera los niños que deseabais. De no haber sido tú quien los inició, ¿estarías dispuesto a devolverlos si supieras quién fue el hombre que los inició?

—No. Los he proveído toda su vida —respondió Willadan.

—Ahí tienes, pues. Te has preocupado por ellos, los quieres, son los niños de tu hogar, y eso significa que son tus hijos, Willadan.

—Sí, son los niños de mi hogar, pero has dicho «de no haber sido» yo el hombre que los inició. ¿Crees que pudo haberlos iniciado mi esencia? —preguntó Willadan con cierta expectación.

—Es posible que cuando tu compañera honró a la Madre, Esta lo considerara una ofrenda adecuada y permitiera que tu esencia los iniciara a todos. No lo sabemos, Willadan, pero si no podrías quererlos más, ¿eso cambiaría mucho las cosas?

—No, supongo que no.

—Es posible que los haya iniciado tu esencia, y es posible que no —dijo la Zelandoni—, pero siempre serán algo más que los niños de tu hogar. Son tus hijos.

—¿Lo sabremos alguna vez con certeza?

—Ignoro si alguna vez lo sabremos. Con una mujer, es evidente. Está o no embarazada. Con un hombre, sus hijos son los hijos de su compañera. Así ha sido siempre. Ahora no ha cambiado nada. Ningún hombre puede estar seguro de quién inició a los niños de su hogar.

—Jondalar sí puede —afirmó una voz entre el público. Todos callaron y miraron al que había hablado. Era Jalodan, un joven de la Tercera Caverna. Estaba sentado con la amiga de Folara, Galeya, con quien se había emparejado dos años antes. De pronto se ruborizó al verse convertido en centro de tanta atención, y bajo la mirada severa de la Zelandoni—. Es verdad que puede, ¿no? —añadió a la defensiva—. Todo el mundo sabe que Ayla nunca había elegido a nadie más que a él. Hasta anoche. Si los hijos se inician a partir de la esencia del miembro de un hombre, y Ayla nunca había compartido los placeres con nadie más que con Jondalar, cualquier criatura de su hogar tiene que ser hija de él, tiene que proceder de su esencia. Por eso se peleó anoche, ¿no? Mientras pegaba a Laramar, no paraba de gritar: «¡Está creando a mi hijo!».

De pronto toda la atención se desplazó a Jondalar, y este se encogió bajo la intensidad de las miradas del público. Algunos lanzaron ojeadas a Ayla, pero ella permaneció inmóvil y rígida, con la vista baja.

De pronto Joharran se puso en pie.

—Jondalar perdió el control. Sin darse cuenta, bebió demasiado, y eso le ahogó el cerebro —dijo con tono sarcástico y exasperación.

Algunos sonrieron y otros dejaron escapar risitas burlonas.

—Me juego lo que sea a que cuando salió el sol, tenía el dolor de cabeza de la «mañana siguiente» —gritó otro joven. Se advertía cierto tono de admiración en su voz, como si la conducta violenta de Jondalar le pareciera loable.

—Como Jondalar y Laramar pertenecen a la Novena Caverna, ese es un asunto que corresponderá resolver a la Novena Caverna. No es aquí donde debe hablarse de los actos de Jondalar —dijo Joharran en un intento de zanjar el tema. Había percibido aprobación en el tono de voz de algunos de los jóvenes, y el último de sus deseos era que alguien imitara esa clase de comportamiento.

—Salvo para añadir, Jemoral —terció la Zelandoni—, que Jondalar, mucho me temo, padecerá algo más que un dolor de cabeza de la «mañana siguiente». Habrá graves consecuencias para él, de eso no te quepa duda.

En una reunión tan multitudinaria, no era fácil identificar a todos los asistentes a la reunión, pero la Zelandoni lo intentaba. La ropa siempre era un indicio, así como las cuentas y los cinturones y otros complementos. Ese era un joven de la Quinta Caverna, pariente de su Zelandoni. Todos los miembros de esa caverna tendían a ser un tanto más extravagantes que los demás, y lucían más cuentas, ya que eran famosos por confeccionarlas y comerciar con ellas. Y el joven estaba sentado en la parte delantera, lo que permitió a la Zelandoni verlo bien y reconocerlo.

—Pero entiendo cómo se sintió —insistió Jemoral—. ¿Y qué pasa si quiero que el hijo de mi compañera venga de mí?

—Eso, ¿qué ocurre en ese caso? —intervino otro hombre.

—¿Y si quiero que los niños de mi hogar sean míos? —secundó otra voz.

La Zelandoni aguardó a que amainara el revuelo y, al fijarse bien, observó que la mayoría de los comentarios procedían de la Quinta Caverna. Miró a todo el grupo con severidad.

—Quieres que los niños de tu hogar sean tuyos, Jemoral —dijo, mirando directamente al joven que había planteado la pregunta—. ¿Como tu ropa, o tus herramientas, o tus cuentas? ¿Eso quieres decir? ¿Quieres ser su dueño?

—Ah, no. No… no quería decir eso —farfulló el joven.

—Me alegra oírlo, porque los niños no son propiedad de nadie. No pueden ser tuyos, ni de tu compañera. Nadie puede poseerlos. Los niños son nuestros para quererlos y cuidarlos, para proveerlos, para enseñarles, igual que hace la Madre con nosotros, y eso está a tu alcance tanto si vienen de tu esencia como de la de otro hombre. Somos todos hijos de la Gran Madre Tierra, aprendemos de Ella. Recuerda el Canto a la Madre:

A la Mujer y el Hombre había deseado engendrar
,

y el mundo entero les obsequió a modo de hogar
,

tanto el mar como la tierra, toda su Creación
.

Explotar los recursos con prudencia era su obligación
.

De su hogar debían hacer uso, sin caer en el abuso
.

Varios zelandonia unieron sus voces a la respuesta de la Primera y luego prosiguieron:

A los Hijos de la Tierra la Madre concedió

los dones precisos para sobrevivir, y luego decidió

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