La tierra de las cuevas pintadas (111 page)

Ayla cerró los ojos, pensativa. Por fin los abrió y dijo:

—Jondalar estaba tan… furioso, tan violento... —Se le anegaron los ojos en lágrimas.

—La violencia siempre ha estado presente en él, Ayla. Lo está en la mayoría de los hombres. Ya sabes lo que hizo Jondalar a Madroman, y entonces era poco más que un niño. Sólo que aprendió a contenerla, casi siempre.

—Pero no podía dejar de pegarle. Ha estado a punto de matar a Laramar. ¿Por qué?

—Porque tú has elegido a Laramar, Ayla. Todo el mundo ha oído gritar a Jondalar: «Está creando a mi hijo». Puedes estar segura de que ningún hombre ha olvidado esas palabras. ¿Por qué has elegido a Laramar?

Ayla agachó la cabeza y las lágrimas resbalaron por su rostro cuando empezó a sollozar quedamente.

—Porque Jondalar eligió a Marona. —Las lágrimas que había contenido durante tanto tiempo de pronto empezaron a derramarse y fue incapaz de retenerlas—. Zelandoni, no sabía lo que eran los celos hasta que los vi juntos. Acababa de perder a mi hijo, y había estado pensando en Jondalar y tenía muchas ganas de verlo, y tal vez de crear otro hijo con él. Fue tan doloroso verlo con Marona, y sentí tal rabia, que quise devolverle el daño.

La Zelandoni cogió un trozo de venda y se lo dio para que se enjugara los ojos y la nariz.

—Y después él se negó a hablar conmigo. No me dijo que lamentaba que yo hubiera perdido a mi hijo. Ni me abrazó ni me consoló. Ni siquiera me tocó, ni una sola vez. No me dijo ni una palabra. Me dolió aún más que se negara a hablar conmigo. Ni siquiera me dio la oportunidad de enfadarme, de decirle cómo me sentía. Ni siquiera sabía si aún me quería. —Se sorbió la nariz, volvió a enjugarse las lágrimas y prosiguió.

—Cuando Jondalar me vio en la fiesta, y finalmente se acercó para decirme que quería hablar conmigo, dio la casualidad de que Laramar estaba allí. Sé que Jondalar no siente el menor respeto por él. No hay hombre que le desagrade más. Opina que Laramar no sólo trata mal a su compañera y sus hijos, sino que incita a otros a imitarlo. Yo sabía que Jondalar se enfadaría si elegía a Laramar y no a él, sabía que le dolería. Pero no sabía que se comportaría de un modo tan brutal. No sabía que intentaría matarlo. De verdad que no lo sabía.

La Zelandoni tendió los brazos hacia Ayla y la estrechó mientras lloraba.

—Me imaginaba que sería algo así —dijo, dándole palmadas en la espalda y dejándola desahogarse con el llanto, si bien al mismo tiempo analizaba los detalles.

«Tenía que haber estado más atenta», se reprochó la Zelandoni. «Yo sabía que había abortado, y que eso siempre acarrea cierta melancolía, y sabía que Jondalar no llevaba bien la situación. Siempre le pasa lo mismo en estos casos, pero Ayla parecía tenerlo todo bajo control. Me constaba que estaba disgustada con Jondalar, pero no me di cuenta de hasta qué punto. Tenía que haberlo supuesto, con ella es difícil saberlo. Me sorprendió que hubiera recibido la llamada. Me parecía que no estaba del todo lista, pero nada más verla supe que había sucedido.

»Pensé que había sido difícil para ella, sobre todo por el aborto, pero es una mujer muy fuerte. No me hice cargo hasta que hablé con Marthona y me contó lo terrible que fue. Después, cuando Ayla relató su llamada delante de toda la zelandonia, y entonces también me cogió desprevenida, supe que había que hacer algo al respecto de inmediato. Tendría que haber hablado con ella antes, así habría sabido qué cabía esperar. Habría tenido tiempo para pensar en las posibles consecuencias. Pero en las Reuniones de Verano siempre hay muchas cosas que atender. Aunque eso no es excusa. Debería haber estado allí para ayudarla, para ayudarlos a los dos, y no estuve. Debo aceptar la responsabilidad de gran parte de este desagradable incidente».

Mientras Ayla permanecía apoyada en el blando hombro de la mujer corpulenta, sollozando y dejando escapar por fin las lágrimas que había contenido durante tanto tiempo, seguía pensando en la pregunta de la Zelandoni. «¿Por qué he elegido a Laramar? ¿Por qué al peor hombre de toda la caverna, el peor probablemente de todos los presentes en la Reunión de Verano?

»Esta Reunión de Verano ha sido espantosa. En lugar de venir aquí corriendo, debería haberme quedado en la caverna. Así no los habría visto juntos. Si no hubiese visto a Marona y Jondalar, si simplemente alguien me lo hubiese contado, habría sido más llevadero. Tampoco me habría gustado, pero al menos no seguiría viéndolos cada vez que cierro los ojos.

»Tal vez por eso he elegido a Laramar, por eso he querido hacer tanto daño a Jondalar. Deseaba que se sintiera como me sentía yo. ¿Y eso en qué me convierte? Ese deseo de devolver el golpe, de hacer daño. ¿Es eso digno de una zelandoni? Si tanto lo quería, ¿por qué deseaba hacerle daño? Porque estaba celosa. Ahora entiendo por qué los zelandonii intentan prevenir los celos.

»Los celos son horribles. No tenía por qué sentirme tan dolida. Jondalar no hizo nada malo. Tenía derecho a elegir a Marona si lo deseaba. No estaba incumpliendo su compromiso: seguía contribuyendo al hogar, seguía ayudando a proveernos a Jonayla y a mí. Siempre ha hecho más de lo que debía. Es posible que haya cuidado a Jonayla más que yo. Sé lo mal que se sentía por haber pegado a Madroman cuando era más joven. Se odiaba por eso, y en estos momentos debe de sentirse fatal. ¿Y qué será de él ahora? ¿Qué le hará la Novena Caverna, o los zelandonia, o todos los zelandonii, por haber estado a punto de matar a Laramar?»

Ayla por fin se apartó de la mujer corpulenta, se enjugó los ojos y la nariz y cogió el vaso con la infusión. La Zelandoni esperaba que le hubiera sentado bien desahogarse, pero los pensamientos seguían arremolinándose en la cabeza de Ayla. «Ha sido todo culpa mía», pensó. Las lágrimas volvieron a resbalar por sus mejillas mientras, casi sin darse cuenta, se tomaba la infusión fría. «Laramar está muy mal herido, nunca volverá a ser el mismo, y la culpa es mía. No estaría herido si yo no le hubiese incitado, si no le hubiese provocado, si no le hubiese dado a entender que lo deseaba.»

Y había tenido que obligarse a sí misma a hacerlo. Le horrorizaba sólo pensar que él la había tocado con sus manos sucias y sudorosas. Le daba grima, una sensación de picor en la piel, de suciedad, que no podía quitarse por mucho que se lavara. Se había bañado, se había restregado casi hasta tener la piel en carne viva, se había enjuagado a fondo. Aun consciente de que era peligroso, había bebido una infusión de hojas de muérdago y otras hierbas, que le provocó vómitos y un intenso dolor de vientre, para expulsar cualquier cosa que hubiera podido iniciarse dentro de ella. Y a pesar de todo eso, no consiguió deshacerse de la sensación que le había dejado Laramar.

¿Por qué lo había hecho? ¿Para hacer daño a Jondalar? Era ella quien no tenía tiempo para él. Era ella quien se pasaba la noche en vela y casi todo el día memorizando canciones y relatos y símbolos y palabras de contar. Si tanto lo quería, ¿por qué nunca encontraba tiempo para él?

¿Era porque le gustaba su adiestramiento? Sí lo disfrutaba, disfrutaba aprendiendo todo aquello que debía saber para ser zelandoni: los conocimientos que podían revelarse, y lo que permanecía oculto; los símbolos que tenían un significado oculto, los símbolos que podía trazar en una piedra, o pintar en una tela, o tejer en una esterilla. Ahora conocía sus significados. Todos los zelandonia los conocían. Podía enviar una piedra con símbolos grabados a otro zelandoni, y la persona que se la llevara ni siquiera sabría que esa piedra significaba algo, pero el otro zelandoni sí sabría interpretarlos.

Y le encantaba el lado ceremonial. Ayla recordó lo mucho que la conmovió e impresionó su primera ceremonia con los zelandonia en las profundidades de la cueva. Ahora sabía qué debía hacerse para causar esa clase de impresión. Había aprendido todos los trucos, aunque no eran sólo trucos. Algunas cosas eran reales, tan reales que daban miedo. Sabía que algunos zelandonia, sobre todo los de mayor edad, en realidad ya no se lo creían. Lo habían repetido todo demasiadas veces, se habían acostumbrado a su propia magia. Cualquiera podía hacerlo, decían. Tal vez fuera verdad, pero no sin un adiestramiento. No sin ayuda, ni sin medicinas mágicas. ¿Qué valor tenía volar sin viento, dejando el cuerpo entre los zelandonia o en la caverna, para alguien que había olvidado que no todo el mundo podía hacerlo, o para alguien que sólo lo hacía por costumbre o por sentido del deber?

Ayla de pronto recordó que, en su iniciación, La Que Era la Primera había afirmado que algún día ella, Ayla, sería la Primera. En ese momento no le había concedido la menor importancia; no se veía como Primera, y además tenía compañero y una hija. ¿Cómo podía alguien ser la Primera si al mismo tiempo tenía un compañero y familia? Algunos zelandonia tenían familia, pero no muchos.

Lo único que había deseado siempre, desde niña, era tener un compañero e hijos, su propia familia. Iza le había vaticinado que nunca tendría hijos, porque su tótem de la Caverna del León era demasiado fuerte; pero ella los sorprendió a todos: tuvo un hijo. Broud se habría llevado un disgusto si se hubiese enterado de que, al forzarla, le había dado precisamente lo que más deseaba. Pero en esa ocasión no había intervenido el don de los placeres. Broud no la eligió movido por el afecto. La aborrecía. La forzó sólo porque quería demostrarle que podía tratarla como le viniera en gana, y porque sabía que eso a ella la atormentaba.

Ahora Ayla se había hecho eso a sí misma. Se había forzado a elegir a un hombre al que detestaba para hacer daño al hombre al que amaba. ¡Y cómo había reaccionado Jondalar a causa de los celos! Ella tenía la culpa de que él hubiera estado a punto de matar a un hombre. Ayla no se merecía una familia. Si había sido incapaz de cuidar de su familia siendo sólo acólita, ¿cómo iba a conseguirlo siendo una zelandoni de pleno derecho? Jondalar estaría mejor sin ella. Tal vez debía devolverle la libertad, permitirle buscar a otra compañera.

Pero ¿cómo podía no estar emparejada con Jondalar? ¿Cómo podía vivir sin Jondalar? La idea desató un nuevo río de lágrimas, y eso dio que pensar a la Zelandoni. Hubiera dicho que Ayla había agotado ya antes las lágrimas. ¿Cómo podía vivir sin Jondalar?, siguió pensando Ayla. Y sin embargo, ¿cómo podía Jondalar vivir con ella ahora? Ayla no se lo merecía. Casi lo había inducido a matar, sin más razón que el hecho de que él hubiese sentido el deseo de satisfacer sus necesidades con otra. Necesidades que obviamente ella no satisfacía. Incluso las mujeres del clan lo hacían, siempre que sus compañeros lo deseaban. Jondalar se merecía a una mujer mejor.

«Pero ¿y Jonayla? También es hija de él, y la quiere mucho. Ha cuidado de ella más que yo. Jonayla se merece a una madre mejor que yo. Si rompo el vínculo, él podrá emparejarse otra vez. Sigue siendo el hombre más hermoso… no, el hombre más apuesto de todas las cavernas. Todo el mundo lo piensa. Le sería fácil encontrar a otra mujer, incluso a una más joven. Yo ya soy mayor. Una mujer más joven podría darle más hijos. Si quisiera, hasta podría elegir a… Marona.» Le dolió sólo pensarlo, pero sintió la necesidad de castigarse, y no se le ocurrió un dolor mayor.

«Eso haré. Romperé el vínculo y dejaré a Jonayla con Jondalar, y permitiré que él encuentre a otra mujer con la que formar una familia. Cuando vuelva a la Novena Caverna, no me instalaré en mi casa, me iré a vivir con la Zelandoni, o me construiré otra vivienda, o me marcharé y seré la zelandoni de otra caverna… si es que alguna caverna me quiere. Tal vez deba marcharme sin más, encontrar otro valle y vivir sola.»

La Zelandoni observó la sucesión de emociones reflejadas en el rostro de Ayla, pero no pudo descifrarlas plenamente. «Esta mujer siempre ha tenido algo de insondable», pensó la Zelandoni. «Pero no cabe duda: algún día será la Primera.» La Zelandoni nunca había olvidado el día que, en la morada de Marthona, Ayla, joven y sin adiestrar, se había impuesto a la poderosa mente de la Primera. Aquello la había afectado más de lo que estaba dispuesta a admitir.

—Si te sientes mejor, Ayla… Zelandoni de la Novena Caverna… deberíamos irnos. No conviene que lleguemos tarde a la reunión. La gente tendrá muchas preguntas que hacer, sobre todo después de lo sucedido entre Jondalar y Laramar —dijo La Que Era la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra.

—Vamos, Jondalar. Tenemos que ir a la reunión. Quiero hacer unas cuantas preguntas —instó Joharran.

—Ve tú, yo ya iré después —dijo Jondalar, sentado en unas pieles de dormir enrolladas, levantando apenas la vista.

—Lo siento mucho, Jondalar, pero no. Me han insistido especialmente en que me asegure de que vienes conmigo —replicó Joharran.

—¿Quiénes?

—La Zelandoni y Marthona, ¿quién si no?

—¿Y si no quiero ir a esa reunión? —preguntó Jondalar, poniendo a prueba sus prerrogativas. Se sentía tan desdichado que no quería moverse.

—En ese caso tendría que pedir a tu amigo, este mamutoi fortachón, que te lleve, igual que te trajo hasta aquí —dijo el hermano de Jondalar al tiempo que dirigía una sonrisa sombría a Danug. Estaban en el refugio que compartían Danug, Druwez, Aldanor y varios más. Como sólo lo usaban hombres, lo llamaban alojamiento alejado, aunque a diferencia de los demás alojamientos alejados no se hallaba en la periferia del campamento, ni a gran distancia de las viviendas familiares corrientes de la Novena Caverna—. Desde entonces apenas te has movido. Lo quieras o no, Jondalar, tendrás que enfrentarte a la gente. Es una reunión abierta. Nadie hablará de tu situación. Eso ya vendrá después, cuando veamos cómo se recupera Laramar.

—Debería lavarse un poco —señaló Solaban—. Todavía tiene manchas de sangre en la ropa.

—Tienes razón —coincidió Joharran, y miró a Jondalar—. ¿Vas a hacerlo tú, o tendrá que sumergirte alguien en el agua?

—Me da igual. Si quieres sumergirme en el agua, adelante —respondió Jondalar.

—Jondalar, coge una túnica limpia y ven al río conmigo —ordenó Danug en mamutoi. Era su manera de dar a entender a Jondalar que podía hablar en privado con él si no quería que los demás supieran qué decía; además, le gustaba sentir la soltura de hablar su propio idioma en lugar de andar luchando con el zelandonii.

—De acuerdo —dijo Jondalar, y dejando escapar un profundo suspiro, se obligó a levantarse—. De todos modos, da igual.

Realmente le traía sin cuidado lo que pudiera sucederle. Jondalar estaba convencido de que había perdido todo lo que era importante para él —su familia, incluida Jonayla, el respeto de sus amigos y su gente, pero, sobre todo, el amor de Ayla—, y de que se merecía perderlo.

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