La tierra de las cuevas pintadas (115 page)

Existen diferencias entre el clan y los Otros. Tal vez no tantas como para impedir que se inicie una nueva vida, pero sí suficientes para dificultarle las cosas a la madre si es de los Otros y siempre ha dado a luz a bebés con la cabeza más pequeña. «Tal vez para las mujeres del clan no sea tan difícil. Están acostumbradas a los bebés de cabeza grande, alargada y dura, y cejas protuberantes. Probablemente a ellas les sea más fácil dar a luz a un bebé mixto.

»Pero no creo que sea siempre bueno para los bebés, tanto si la madre es del clan como si es de los Otros. Durc era un niño fuerte y saludable, a pesar de lo mal que yo lo pasé. También Echozar lo es, y su madre pertenecía al clan. Bokovan está sano, pero su caso no es exactamente igual. Echozar, su padre, fue el primer hijo mixto, de modo que Bokovan es como Brukeval, y aun así Joplaya estuvo a punto de morir». Ayla se dio cuenta de que empleaba la palabra «padre» con toda naturalidad. Era lógica, y hacía tiempo que ella había deducido la existencia de esa relación.

Rydag, en cambio, era un niño débil, y su madre era del clan. Murió después de dar a luz, pero Nezzie nunca habló de que tuviera un parto difícil. «No creo que muriera por eso. Sospecho que fue expulsada de su clan y ya no deseaba vivir, sobre todo porque debió de pensar que su bebé era deforme. La madre de Brukeval era la primera hija mixta, y la madre de ella pertenecía a los Otros. Era una mujer débil, tan débil que murió en el parto. Aunque él no quiera reconocerlo, sabe lo que le pasó a su abuela; por eso entendió tan pronto las implicaciones del don de la vida en la reunión. Me pregunto si alguna vez habrá pensado que la debilidad de su madre se debió de algún modo a la mezcla.

»Supongo que no debería culpar a Brukeval por odiar al clan. No tuvo una madre que lo quisiera, ni que lo consolara cuando la gente lo insultaba porque tenía un aspecto un poco distinto. También Durc lo pasó mal. Sus diferencias con el clan eran lo bastante obvias para que lo considerasen deforme, y algunos no querían dejarlo vivir, pero al menos sí tenía a personas que lo querían. Yo debería haber tenido más en cuenta los sentimientos de Brukeval. Siempre estoy tan segura de que tengo razón... Siempre reprocho a la gente que llame cabezas chatas y animales a los miembros del clan. Sé que no son animales, pero casi nadie los conoce tan bien como yo. Yo tengo la culpa de que Brukeval haya huido. No le faltan razones para odiarme».

Ayla se levantó; no quería seguir sentada allí dentro. El alojamiento sin ventanas estaba oscuro y sombrío, y la llama del candil empezaba a parpadear, con lo que la penumbra era aún mayor. Quería estar al aire libre, hacer algo que no fuera pensar en sus propias deficiencias. Cuando salió del alojamiento y miró alrededor, se sorprendió al ver a Madroman acercarse con paso enérgico. Al advertir su presencia, le lanzó una mirada tan malévola que Ayla sintió un hormigueo gélido en la espalda, se le erizó el vello de la nuca y la recorrió un estremecimiento frío de aprensión ante un mal augurio.

Ayla observó a Madroman mientras pasaba de largo a toda prisa. «Lo noto distinto», se dijo. De pronto reparó en que no vestía su ropa de acólito, y sin embargo las prendas que llevaba le resultaron extrañamente familiares. Arrugó la frente en un gesto de concentración y entonces cayó en la cuenta. «¡Son los dibujos de la Novena Caverna! Pero él es de la Quinta. ¿Por qué lleva ropa de la Novena Caverna? ¿Y adónde va tan deprisa?

»¡Y cómo me ha mirado!», Ayla volvió a estremecerse al recordarlo. «Con qué odio. ¿Por qué me odiará tanto? ¿Y por qué no llevaba su ropa de acóli… Ah…» De repente cayó en la cuenta. «La Zelandoni ha debido de decirle que no puede continuar siendo acólito. ¿Me echará la culpa a mí? Pero fue él quien mintió. ¿Por qué ha de culparme a mí? No creo que sea por Jondalar. Él le pegó hace tiempo, le rompió los dientes, pero eso fue por la Zelandoni, no por mí. ¿Me odiará porque encontré su morral de cuero en la cueva? Tal vez me odie porque nunca será zelandoni, y a mí acaban de aceptarme.

»Ya son dos los que me odian, Madroman y Brukeval», pensó Ayla. «Tres, si cuento a Laramar, porque seguro que él también me odia. Cuando por fin despertó, dijo que no quería volver a la Novena Caverna cuando se sintiera en condiciones de salir del alojamiento de los zelandonia, y ellos dieron el visto bueno. Me alegro de que la Quinta Caverna esté dispuesta a acogerlo. No se lo echaría en cara si no quisiera volver a verme nunca más. Me merezco su odio. Jondalar le dio la paliza por mi culpa. Y ahora Jondalar también debe de odiarme.» Ayla sintió tal desaliento que empezó a pensar que todo el mundo la odiaba.

Aceleró el paso, sin pensar hacia dónde se dirigía. Alzó la vista cuando oyó un suave relincho y descubrió que se encontraba en el cercado de los caballos. Había estado tan ocupada en los últimos días que apenas había visto a los caballos, y cuando oyó el relincho de bienvenida de su yegua de color pardo amarillento, las lágrimas le produjeron un escozor familiar en los ojos. Se encaramó a la valla y abrazó el cuello robusto de su amiga.

—¡Whinney! ¡Cuánto me alegro de verte! —exclamó, hablando en la extraña lengua que empleaba siempre con la yegua, la que se había inventado tiempo atrás en el valle, antes de llegar Jondalar y enseñarle su idioma—. Al menos tú todavía me quieres —prosiguió, deshecha en llanto—, aunque también deberías odiarme por haberte desatendido tanto. Pero me alegro mucho de que no sea así. Tú siempre has sido mi amiga, Whinney. —Pronunció el nombre tal y como lo había aprendido de la yegua, una imitación increíble del relincho de un caballo—. Cuando no tenía a nadie más, allí estabas tú. Tal vez deba marcharme contigo. Podríamos encontrar un valle y vivir juntas, como antes.

Mientras sollozaba contra el espeso pelaje del caballo amarillento, la joven yegua gris y el corcel zaino se acercaron a ellas. Gris intentó meter el hocico debajo de la mano de Ayla mientras Corredor le daba testarazos en la espalda para que supiera que estaba allí. A continuación se apoyó en Ayla, tal y como había hecho antes tantas veces, y ella quedó entre él y su madre. Ayla abrazó, acarició y rascó a los tres, y luego encontró una cardencha seca para usar como almohaza y empezó a cepillar a Whinney.

Limpiar y ocuparse de los caballos siempre había sido una actividad relajante para ella, y para cuando acabó con Whinney y comenzó con el impaciente Corredor, que había estado empujándola para reclamar su parte de atención, ya se le habían secado las lágrimas y se sentía mejor. Mientras cepillaba a Gris, aparecieron buscándola Joharran y Echozar.

—Todos se preguntaban dónde estabas, Ayla —dijo Echozar, sonriendo al encontrarla allí de pie entre los tres caballos. Todavía se sorprendía al verla con los animales.

—Últimamente he pasado poco tiempo con los caballos, y necesitaban una buena limpieza. Ya empieza a espesárseles el pelaje para el invierno —explicó Ayla.

—Proleva ha intentado mantenerte la comida caliente, pero dice que está secándose —dijo Joharran—. Debes venir a comer algo.

—Ya casi he acabado. He cepillado a Whinney y Corredor; sólo me falta acabar con Gris. Luego tendré que lavarme las manos —respondió Ayla, y las levantó para enseñar las palmas ennegrecidas por el sudor untuoso y la mugre de los caballos.

—Te esperaremos —dijo Joharran, que había recibido instrucciones estrictas de no volver sin ella.

Para cuando llegó Ayla, la gente acababa de comer y empezaba a abandonar el campamento lanzadonii para las diversas actividades de la tarde. Ayla se sintió decepcionada al ver que Jondalar no había acudido al gran festín, pero nadie conseguía sacarlo del alojamiento alejado a menos que lo cogieran y lo llevaran en brazos. Una vez allí, Ayla se alegró de haber ido. Después de coger el plato lleno a rebosar que le habían guardado, le complació disponer de un poco de tiempo para conversar con Danug y Druwez y tener ocasión de conocer un poco más a Aldanor, aunque por lo visto tendría tiempo de sobra para eso.

Folara y Aldanor iban a emparejarse en la última ceremonia matrimonial, justo antes de acabar la Reunión de Verano, y él sería zelandonii y miembro de la Novena Caverna, para gran alegría de Marthona. Danug y Druwez prometieron visitar el campamento de Aldanor de camino a casa para comunicarlo a su gente, pero eso no sería hasta el siguiente verano. Pensaban pasar el invierno con los zelandonii, y Willamar había prometido llevarlos a ellos y a unos cuantos más a ver las Grandes Aguas del Oeste poco después de volver a la Novena Caverna.

—Ayla, ¿quieres acompañarme al alojamiento de los zelandonia? —preguntó la Primera—. Hay un par de cosas que me gustaría comentarte.

—Sí, claro, Zelandoni —respondió Ayla—. Pero antes permíteme hablar con Jonayla.

Encontró a su hija con Marthona, e inevitablemente con Lobo.

—¿Sabes que Thona es mi abuela? ¿Mi abuela paterna? —dijo Jonayla cuando Ayla se acercó.

—Sí, lo sé —contestó Ayla—. ¿Te ha gustado saberlo?

Tendió la mano para acariciar al animal, que se había alegrado mucho de verla. Lobo apenas se había separado de Jonayla desde su llegada al campamento, como si intentara compensar la larga separación previa, pero no cabía en sí de alegría cada vez que veía a Ayla, y buscaba su afecto y aprobación ávidamente. Se lo veía más relajado cuando estaba con las dos, lo que por lo general sólo ocurría por la noche.

—Aunque siempre me he sentido como si lo fuera, es una satisfacción verme ahora reconocida como abuela de los hijos de mis hijos varones —dijo Marthona—. Y aunque hace mucho que eres como una hija para mí, Ayla, me alegra saber que por fin Folara ha encontrado a un hombre aceptable con quien emparejarse y todavía puede darme un nieto antes de que yo camine por el otro mundo.

Cogió a Ayla de la mano y la miró.

—Quiero darte las gracias una vez más por pedir a esos hombres que fueran a buscarme. —Sonrió a Hartalan y a algunos de los jóvenes que la habían llevado en la litera a la Reunión de Verano y la habían transportado de un lado a otro del campamento desde su llegada—. Estoy segura de que los demás se preocupaban por mi salud y tenían las mejores intenciones, pero sólo una mujer puede entender que una madre necesita estar al lado de su hija cuando esta piensa en su ceremonia matrimonial.

—Todo el mundo se alegró de que tu estado de salud te permitiera venir. Aquí se te echaba mucho de menos, Marthona —dijo Ayla.

Marthona se abstuvo de mencionar la llamativa ausencia de Jondalar, así como la razón probable, y le angustiaba enormemente pensar que su hijo había perdido el control una vez más y causado graves daños físicos a otra persona. También estaba muy preocupada por Ayla. Había llegado a conocer bien a la joven y sabía lo compungida que estaba, pese a que mantenía muy dignamente la compostura a pesar de sus tribulaciones.

—La Zelandoni me ha pedido que la acompañe al alojamiento de los zelandonia —explicó Ayla—. Me ha dicho que quería hablar conmigo de un par de cosas. ¿Puedes llevar a Jonayla de vuelta a casa, Marthona?

—Será un placer. He echado mucho de menos a esta pequeña, aunque probablemente Lobo es mejor guardián que yo.

—¿Vendrás a dormir conmigo esta noche, madre? —preguntó Jonayla con cara de preocupación.

—Claro. Sólo voy a hablar con la Zelandoni un rato —respondió Ayla.

—¿Y Jondy dormirá con nosotras esta noche?

—No lo sé, Jonayla. Es posible que esté ocupado.

—¿Por qué está siempre tan ocupado con esos hombres del alojamiento alejado y no puede dormir con nosotras? —preguntó la niña.

—A veces los hombres están muy ocupados, sin más —intervino Marthona, advirtiendo el esfuerzo de Ayla por no perder el control—. Vete tranquila con la Zelandoni, Ayla, ya nos veremos más tarde. Vamos, Jonayla. Tenemos que ir a dar las gracias a todos por el magnífico banquete, y luego, si quieres, podrás subir conmigo a la litera cuando me lleven de vuelta.

—¿Ah, sí? —exclamó Jonayla. La tenía muy impresionada que siempre hubiera un par de jóvenes cerca para transportar a Marthona a dondequiera que deseara ir, sobre todo si el sitio estaba un poco lejos.

Mientras Ayla y la Zelandoni se dirigían juntas hacia el alojamiento de los zelandonia, conversando acerca de la reunión y lo que convenía hacer para crear un ambiente más positivo ante los cambios ocasionados por el don del conocimiento, la Zelandoni notó que Ayla estaba muy abatida, aunque, como siempre, lo disimulaba bien.

Cuando llegaron al alojamiento, la Zelandoni puso agua a hervir para una infusión. Vieron que Laramar ya no estaba allí: debían de haberlo trasladado al campamento de la Quinta Caverna. Una vez preparada la infusión, la Zelandoni condujo a Ayla a un rincón tranquilo donde había unos cuantos taburetes y una mesa baja. Tenía pensado tratar de sonsacar a Ayla sobre lo que la inquietaba, pero cambió de idea. La Primera creía conocer sobradamente la causa de la angustia de Ayla, pese a no haber oído a Jonayla interrogar a su madre acerca de la ausencia de Jondalar y no sabía en qué medida incidía eso en su pena. La donier decidió que sería mejor hablar de otras cosas para distraer a Ayla de sus preocupaciones.

—No sé si oí bien el otro día, Ayla… aunque debería llamarte Zelandoni de la Novena Caverna…, pero si no recuerdo mal, comentaste que te quedaba algo de esas raíces que usaba el Zelandoni de tu clan, el… ¿cómo era? ¿Mogor?... en sus ceremonias especiales. ¿Es así? —Esas raíces habían despertado su curiosidad desde que Ayla las mencionó por primera vez—. ¿Todavía tendrán efecto después de tantos años?

—En esta región el clan lo llama Mogor, pero nosotros siempre decíamos Mog-ur. Y sí, todavía me queda algo de esas raíces, y seguro que tienen efecto. Con el tiempo, si se han guardado bien, se vuelven más potentes. Sé que Iza guardaba las suyas durante los siete años transcurridos entre las Reuniones del Clan, y a veces incluso más tiempo —respondió Ayla.

—Me pareció interesante lo que contaste de ellas. Aunque entiendo que pueden ser peligrosas, quizá sea una experiencia provechosa hacer un pequeño experimento.

—No lo sé —dijo Ayla—. Es arriesgado tomarlas, y no sé hasta qué punto sería capaz de experimentar con ellas. Sólo conozco una manera de prepararlas. —La idea la inquietaba.

—Si crees que no hay que experimentar con esas raíces, no te preocupes. —La Zelandoni no quería angustiarla aún más. Tomó un sorbo de infusión para concederse un momento de reflexión—. ¿Conservas la bolsa con aquella mezcla de hierbas que íbamos a probar juntas, las que te dio la Zelandoni de una caverna muy lejana que vino de visita?

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