La tierra de las cuevas pintadas (105 page)

—¿Dónde está Jondalar? —preguntó Echozar—. ¿No tenía que venir a compartir la comida con nosotros esta noche?

—Me he cruzado con él cuando se llevaba a Jonayla a pasear con los caballos esta tarde. Ha dicho que no podía venir —respondió Dalanar con tono de decepción.

—Tenía que sacar yo a Jonayla, pero la reunión de la zelandonia ha durado más de lo previsto —explicó Ayla. Todos le miraron la frente.

—¿Ha dicho por qué no podía venir? —preguntó Echozar.

—No sé, al parecer tenía otros planes, ya se había comprometido por otro lado antes de que llegara Ayla.

Ayla sintió que se le encogía el estómago y pensó: «Ya me imagino qué clase de compromiso es ese».

Ya casi era de noche cuando Ayla insistió en que era hora de marcharse. Echozar, con una tea en alto, los acompañó a ella, Jonayla y Lobo.

—Se te ve feliz, Echozar —comentó Ayla.

—Soy feliz, aunque todavía me cuesta creer que Joplaya sea mi compañera. A veces me despierto por la noche y me quedo mirándola a la luz del fuego. Es muy hermosa, y una mujer extraordinaria, buena y comprensiva. Me siento tan afortunado que a veces me pregunto si realmente la merezco.

—Ella también es afortunada, te lo aseguro. Ojalá viviéramos más cerca.

—¿Para que pudieras ver más a Bokovan? —preguntó él.

Ayla vio el brillo de sus dientes cuando sonrió.

—Es verdad que me gustaría ver más a Bokovan —contestó—, pero también a ti y a Joplaya, y a todos los demás.

—¿No te has planteado venir con nosotros y quedarte todo el invierno? —preguntó Echozar—. Dalanar dice que Jondalar y tú siempre seréis bien recibidos.

Ayla, arrugando la frente, fijó la mirada en la oscuridad. «Sí, claro, Jondalar», pensó.

—No creo que Jondalar quiera dejar a sus aprendices. Tiene compromisos, y el invierno es la época ideal para dedicarse al perfeccionamiento de las técnicas —dijo.

Echozar permaneció en silencio por un momento.

—Supongo, claro, que no querrás dejar a Jondalar solo toda una estación y venir tú con Jonayla y tus animales —sugirió—. Pese a lo mucho que quiere a Bokovan, sé que a Joplaya le encantaría tener a esta niña cerca. Bokovan y ella han pasado mucho tiempo juntos en el campamento de Levela, y Joplaya ha llegado a conocerla muy bien.

—No… no sé... Nunca me lo he planteado. He estado tan ocupada con el adiestramiento para la zelandonia… —contestó, y luego se volvió para ver dónde estaba su hija, que venía rezagándose. «Debe de haberse distraído con algo que ha encontrando por el camino», pensó Ayla.

—Nosotros nunca nos opondríamos a tener otra donier —aseguró Echozar.

Ayla le sonrió y se detuvo.

—Jonayla, ¿por qué te quedas tan atrás?

—Estoy cansada, madre —gimoteó Jonayla—. ¿Puedes llevarme en brazos?

Ayla se detuvo para coger a su hija y se la apoyó en la cadera. Le complació sentir los brazos de la niña alrededor del cuello. Había añorado a Jonayla, y estrechó su cuerpo menudo.

Siguieron adelante, ahora en silencio, y de pronto oyeron un vocerío estridente. Al frente, detrás de un espeso matorral, vislumbraron la luz de una fogata. A través de los arbustos, Ayla vio a varios hombres sentados alrededor del fuego. Era obvio que se entretenían con un juego de azar mientras bebían algo de unos odres minúsculos, confeccionados con los estómagos casi impermeables de animales pequeños. Conocía a varios de ellos; unos cuantos pertenecían a la Novena Caverna, pero había también de otras cavernas.

Allí estaba Laramar, quien, como todos sabían, era capaz de preparar una potente bebida alcohólica con cualquier cosa fermentable. Sus bebidas, aunque no tan refinadas como el vino de Marthona, no estaban mal. Laramar no hacía mucho más que eso, y había perfeccionado la actividad que finalmente podía considerarse su «oficio», pero siempre preparaba el brebaje en grandes cantidades, y eran muchos los que bebían en exceso con regularidad, cosa que causaba problemas. Por lo demás, el único mérito que podía atribuírsele era un hogar lleno de niños mal atendidos y una compañera negligente que consumía su bebida en abundancia. Ayla y el resto de la caverna se ocupaban más de los niños que los propios Laramar y Tremeda.

Ahora la hija mayor se había emparejado con Lanidar y tenía su propio bebé; aun así, la joven pareja había adoptado a todos los hermanos pequeños de ella. Su hermano mayor, Bologan, también vivía con ellos y contribuía a la manutención de los niños. Asimismo había participado en la construcción de su nueva vivienda, junto con Jondalar y otros varios. Su madre, Tremeda, y Laramar vivían con ellos de vez en cuando, en las ocasiones en que decidían ir a un sitio al que llamar hogar, y los dos se comportaban como si fueran los dueños de aquello.

Además de Laramar, advirtió Ayla, había un hombre con las marcas características de un zelandoni en la frente. Cuando este sonrió, Ayla reparó en sus dientes mellados y, frunciendo el entrecejo, supo que era Madroman. ¿Ya lo habían aceptado en la zelandonia y tatuado? Lo dudaba. Miró con mayor atención y vio emborronado un extremo del «tatuaje». Debía de habérselo pintado él mismo, empleando los colores que algunos usaban para adornarse temporalmente el rostro en las ocasiones especiales, pero nunca había visto a nadie dibujarse las marcas de un zelandoni.

Al verlo, se acordó del morral que había encontrado en la cueva y entregado a la Primera. Aunque Madroman siempre sonreía a Ayla e intentaba entablar conversación, ella nunca se había sentido a gusto con él. Le causaba un malestar extraño que la inducía a representarse el aspecto del pelo de un caballo al acariciarlo en dirección contraria a la raíz: era como si él le frotara en la dirección que no debía.

Vio a varios jóvenes, que charlaban y reían ruidosamente, pero había hombres de todas las edades. Por lo que sabía de aquellos a quienes reconoció, ninguno era de mucho provecho. Algunos no tenían muchas luces, o se dejaban manipular. Uno en particular se pasaba casi todo el tiempo bebiendo el brebaje de Laramar, y volvía a casa cada noche tambaleándose, eso cuando no lo encontraban en algún lugar perdido, totalmente inconsciente, apestando a bebida y vómito. A otro se le conocía por su brutalidad gratuita, que ejercía en especial con su compañera y sus hijos, y los zelandonia habían estudiado la manera de intervenir en el momento en que su compañera solicitara ayuda.

De pronto Ayla alcanzó a ver a Brukeval casi oculto entre las sombras, un poco apartado de los demás; sentado de espaldas a un tocón alto y un tanto puntiagudo, echaba un trago de uno de los odres. A Ayla todavía le preocupaba su mal genio, pero era primo de Jondalar y siempre había sido amable con ella. Detestó verlo en compañía de gente tan desagradable.

Cuando estaba a punto de alejarse, oyó un gruñido gutural de Lobo. A sus espaldas, alguien dijo en voz alta:

—Vaya, vaya, mirad quién está aquí. La amante de los animales, junto con dos animales.

Ayla, sorprendida, se volvió de inmediato. «Dos animales», pensó, «pero si sólo me acompaña Lobo…». Tardó un momento en caer en la cuenta de que ese hombre había llamado animal a Echozar. Sintió que le invadía la ira.

—El único animal que veo por aquí es un lobo… ¿O acaso pensabas en ti mismo? —replicó.

Unos cuantos hombres oyeron el intercambio y se echaron a reír a carcajadas. El hombre arrugó el entrecejo.

—No he dicho que yo fuera un animal —aclaró.

—Más vale. Porque yo a ti no te pondría en la misma categoría que a Lobo: no estás a su altura —dijo Ayla.

Algunos de los otros hombres apartaron los arbustos para averiguar qué ocurría. Vieron a Ayla con su hija apoyada en la cadera y una pierna plantada ante el lobo para retenerlo; junto a ella estaba Echozar, sosteniendo una antorcha.

—Se ha acercado a escondidas para espiarnos —dijo el hombre, poniéndose a la defensiva.

—Venía por el camino principal y sólo me he detenido a ver quién armaba tanto alboroto —explicó Ayla.

—¿Quién es esa mujer? ¿Y por qué habla de esa manera tan extraña? —preguntó un joven a quien Ayla no conocía. Luego, sorprendido, añadió—: ¡Eso es un lobo!

Ayla, al igual que todos aquellos que la conocían, casi se había olvidado de su «acento», pero a veces un forastero se lo volvía a recordar. Por los dibujos en el jubón de aquel hombre y el diseño de su collar, Ayla dedujo que pertenecía a una caverna situada junto a otro río más al norte, un grupo que raras veces asistía a su Reunión de Verano. Debía de haber llegado hacía poco tiempo.

—Es Ayla de la Novena Caverna, la mujer que trajo Jondalar de su viaje —contestó Madroman.

—Y es una zelandoni capaz de controlar a los animales —añadió otro hombre.

Ayla creyó reconocerlo: pertenecía a la Caverna Decimocuarta, vecina de la Novena.

—No es zelandoni —dijo Madroman con cierta condescendencia—. Es acólita, todavía está adiestrándose.

«Obviamente no me ha visto el tatuaje», pensó Ayla.

—Pero cuando llegó, ya controlaba a ese lobo y a un par de caballos —explicó el hombre de la Decimocuarta.

—Ya os he dicho que era amante de los animales —dijo el primer hombre con una mueca burlona, mirando a Echozar de manera elocuente.

Echozar le devolvió la mirada y se acercó a Ayla con actitud protectora. Era un grupo numeroso de hombres, y habían estado bebiendo el brebaje de Laramar. Era sabido que aquella sustancia sacaba lo peor que había en la gente.

—¿Te refieres a los caballos de la caverna acampada río arriba? —preguntó el desconocido—. Eso fue lo primero que me llevaron a ver cuando llegué aquí. ¿Los controla ella? Pensaba que obedecían a aquel hombre y la niña.

—Gris es mi caballo —intervino Jonayla.

—Son todos del mismo hogar —explicó Brukeval, acercándose al resplandor del fuego.

Ayla miró alternativamente a Brukeval y Echozar, y enseguida se fijó una vez más en el parecido entre ambos. Brukeval era a todas luces una versión modificada de Echozar, aunque ninguno de los dos pertenecía al clan al ciento por ciento.

—En mi opinión, deberíais permitir a Ayla proseguir su camino —continuó Brukeval—. Y sería buena idea celebrar en adelante nuestras fiestas en sitios un poco apartados del camino principal.

—Sí, sería una buena idea —coincidió otra voz que surgió de pronto. Joharran, acompañado de otros hombres, se acercó a la luz de la antorcha que sostenía Echozar. Varios de ellos llevaban teas apagadas, que encendieron de inmediato con la de Echozar, mostrando cuántos eran—. Os hemos oído y hemos venido a ver qué pasaba. Hay sitios de sobra para beber y celebrar fiestas, Laramar. No hace falta que molestéis a la gente que recorre los caminos principales entre los campamentos. Tal vez debáis trasladar vuestra fiesta a otro sitio ahora. No queremos que los niños tropiecen con vosotros por la mañana.

—¡Ese hombre no es quién para decirnos adónde tenemos que ir! —exclamó alguien, arrastrando las palabras.

—Es verdad, no tiene ningún derecho —secundó el primero en ver a Ayla.

—Está bien —dijo Laramar, y empezó a recoger los pequeños odres aún sin abrir y los guardó de nuevo en un morral—. Prefiero buscar otro lugar donde no nos molesten.

Brukeval lo ayudó. Alzó la vista hacia Ayla y sus miradas se cruzaron. Ella le sonrió agradecida por ponerse de su lado y sugerir que se fueran a otro sitio. Él le devolvió la sonrisa, alargándola con una expresión que desconcertó a Ayla; luego frunció el entrecejo y miró en otra dirección. Ayla dejó a Jonayla en el suelo y se arrodilló para refrenar a Lobo mientras los hombres se iban.

—Echozar, pensaba acercarme al campamento de los lanzadonii para hablar con Dalanar —dijo Joharran—. ¿Por qué no vuelves conmigo? Ayla puede seguir con Solaban y los demás.

Ayla se preguntó qué sería tan importante como para que Joharran tuviera que hablar con Dalanar a esas horas en lugar de esperar a la mañana siguiente. Obviamente de noche no iban a ir a ningún sitio. En ese momento vio a unos cuantos de los hombres que habían estado sentados en torno a la fogata salir de detrás de un arbusto y marcharse en la misma dirección que los otros, volviendo la cabeza para ver alejarse a Echozar, Joharran y un par de hombres más. Arrugó la frente con un gesto de preocupación. Allí pasaba algo raro.

—Nunca había visto actuar así a los zelandonia —dijo Joharran—. ¿Has oído algo de esa ceremonia especial que, según cuentan, están planeando? Ayla lleva ya la marca, pero todavía no lo han anunciado. Suelen hacerlo de inmediato. ¿Ella te ha comentado algo?

—Ha estado tan ocupada con la zelandonia que apenas la he visto —respondió Jondalar, cosa que no era del todo cierta. Apenas la había visto, pero no por lo ocupada que estaba. Era él quien se mantenía a distancia, y su hermano lo sabía.

—Pues, según parece, planean algo a lo grande. La Zelandoni estuvo hablando mucho rato con Proleva, que me contó que los zelandonia quieren organizar una celebración por todo lo alto. Incluso han hablado con Laramar para que suministre su brebaje en el banquete. Estamos reuniendo una partida para una cacería que probablemente durará un día o dos. ¿Quieres venir? —preguntó Joharran.

—Sí —contestó Jondalar casi demasiado pronto, y su hermano le dirigió una mirada interrogativa—. Con mucho gusto.

Si Jondalar hubiese tenido la mente clara, quizá hubiera recordado las palabras de Ayla cuando se vieron días atrás, pero desde el incidente no podía pensar en nada salvo en que Ayla lo había sorprendido con Marona. En esas circunstancias, no se sentía capaz de acostarse entre las pieles de dormir a su lado. Ni siquiera sabía si ella se lo permitiría. Estaba seguro de que la había perdido, pero temía confirmarlo.

Pensaba que tenía ya una excusa verosímil para no volver al campamento una noche más, cuando Proleva le preguntó al respecto. De hecho venía durmiendo a corta distancia del cercado de los caballos, empleando a modo de lecho las mantas de montar y el cobertor del suelo que habían usado Marona y él al ir a bañarse, pero dudaba de que pudiera seguir durmiendo fuera sin despertar la curiosidad de todo el campamento. Irse con una partida de caza resolvería el problema durante un día o dos. No quería siquiera pensar en lo que ocurriría después.

Aunque Ayla intentaba comportarse como si no pasara nada, y aunque Jondalar creía que nadie se daba cuenta de que procuraba eludirla, en realidad el campamento entero se había percatado ya de que sucedía algo entre la pareja, y muchos adivinaban de qué se trataba. Los devaneos clandestinos de Jondalar con Marona no eran tan secretos como él pensaba. Para la mayoría de la gente él había actuado con la discreción debida y nadie daba importancia a la aventura. Pero la noticia de que la pareja otrora feliz ni siquiera había compartido la misma cama desde la llegada de Ayla, pese a que Marona se había trasladado a otro campamento, había corrido como el agua.

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