La tierra de las cuevas pintadas (22 page)

—Vuelve a intentarlo —dijo Ayla.

Jondalar, con una sonrisa de aliento, tendió la mano a la corpulenta mujer para que se apoyara. La Zelandoni no estaba acostumbrada a que la animaran o instaran a algo. Normalmente era ella quien asumía esa función, y escrutó a Jondalar con la mirada para ver si la trataba con condescendencia. La verdad era que el corazón le latía con fuerza por más que se negara a admitir su miedo. No entendía por qué se había prestado a eso.

Los árboles recién talados cedieron de nuevo cuando la Primera apoyó su peso en los troncos más delgados unidos para formar el estribo, pero Ayla mantuvo en su sitio a la yegua, y la Zelandoni empleó el hombro de Jondalar como sostén. Alargó entonces el otro brazo hacia el asiento, también de troncos amarrados con correas de cuero sin curtir, se dio media vuelta y se sentó en el cojín con un suspiro de alivio.

—¿Lista? —preguntó Ayla.

—¿Lo estás? —preguntó Jondalar a la donier en voz baja.

—Tanto como pueda llegar a estarlo nunca, supongo.

—Adelante —dijo Jondalar, levantando un poco la voz.

—Ve despacio, Whinney —ordenó Ayla a la vez que empezaba a avanzar con el ronzal en la mano.

El caballo arrancó a caminar, tirando de la robusta angarilla y de la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra. La mujer se aferró del borde delantero del asiento al notar que se movía, pero en cuanto Whinney se puso en marcha, la cosa no fue tan mal; aun así, no se soltó del asiento. Ayla miró atrás para ver qué ocurría, y reparó en Lobo, que los observaba sentado. «¿Dónde te habías metido?», pensó Ayla. «Has estado fuera todo el día.»

El paseo no estuvo exento de asperezas. Había baches y hoyos en el camino, y en cierto punto una de las varas se metió en un surco abierto por una torrentera, y la pasajera se ladeó hacia la izquierda, pero Ayla obligó a girar ligeramente a Whinney y el vehículo enseguida se enderezó. Se encaminaron hacia el cercado.

Moverse sin usar los propios pies era una sensación extraña, pensó la Zelandoni. Naturalmente, los niños llevados en brazos por sus padres estaban acostumbrados, como bien sabía, pero hacía años que a ella, con su tamaño, no la llevaba nadie en brazos, y desplazarse en aquel asiento móvil sobre la angarilla no era lo mismo. Para empezar, iba de espaldas, mirando hacia donde había estado antes, no hacia donde iba.

Antes de llegar al cercado, Ayla inició un amplio giro que los llevó de regreso al campamento de la Novena Caverna. Vio un sendero distinto del que tomaban para ir al campamento principal. Ya lo había visto antes y se había preguntado adónde conducía, pero aún no había encontrado el momento para explorarlo. Esa parecía una buena ocasión. Se dirigió hacia allí, y luego se volvió y cruzó una mirada con Jondalar. Señaló el sendero desconocido con un leve gesto, y él asintió casi imperceptiblemente, temiendo que su pasajera se diese cuenta y pusiese alguna objeción. Ayla siguió andando, y la Zelandoni o bien no se dio cuenta, o bien se abstuvo de poner objeciones. Hasta ese momento Lobo cerraba la marcha trotando junto a Jondalar, pero corrió hacia la parte delantera cuando Ayla cambió de dirección.

Había colgado el ronzal del cuello de Whinney: la yegua obedecería más a las señales de la mujer que al ronzal prendido del cabestro. Luego se echó a la espalda la manta de acarreo para que Jonayla pudiera ver alrededor sin ser una carga constante en el brazo de su madre. El sendero conducía a un cauce de agua conocido en la Novena Caverna como Río Oeste, y lo siguieron durante un breve trecho. Justo cuando Ayla se preguntaba si debía volver, vio al frente a varias personas conocidas. Detuvo a la yegua y retrocedió hasta donde se hallaban Jondalar y la Zelandoni.

—Creo que hemos llegado a Vista del Sol, Zelandoni —anunció—. ¿Quieres seguir adelante y visitarlos? Y si es así, ¿quieres seguir en la angarilla?

—Aprovechemos que estamos aquí para hacerles una visita. Es posible que no vuelva por esta zona en bastante tiempo. Y prefiero apearme ya. No se va mal en el asiento móvil, pero a veces se sacude un poco. —La mujer se irguió y, apoyándose en Jondalar para mantener el equilibrio, se bajó.

—¿Crees que viajarás cómoda ahí cuando vayamos a visitar los lugares sagrados a los que quieres llevar a Ayla? —preguntó Jondalar.

—Creo que podría tener su utilidad, al menos para parte del viaje.

Ayla sonrió.

—¡Jondalar, Ayla, Zelandoni! —exclamó una voz conocida.

Cuando Ayla se dio la vuelta, vio una sonrisa en el rostro de Jondalar. Willamar se acercaba a ellos acompañado de Stevadal, el jefe de la Vigésimo sexta Caverna.

—Me alegro de que hayáis decidido venir —dijo Stevadal—. No sabía si la Primera tendría ocasión de visitar Vista del Sol.

—En las Reuniones de Verano, los zelandonia siempre estamos muy ocupados, pero procuro hacer al menos una visita de cortesía a la caverna que organiza la reunión, Stevadal. Os agradecemos el esfuerzo —dijo.

—Es un honor —contestó el jefe de la Vigésimo sexta.

—Y un placer —añadió una mujer que acababa de llegar y se hallaba junto a Stevadal.

Ayla tuvo la certeza de que era la compañera de Stevadal, aunque no se la habían presentado ni recordaba haberla visto en el campamento de la reunión. La miró con mayor atención. Era más joven que Stevadal, pero percibió algo más: la túnica colgaba holgadamente de su cuerpo delgado, y se la veía pálida y frágil. Ayla se preguntó si habría estado enferma, o padecido alguna pérdida dolorosa.

—Me alegro de que hayáis venido —continuó Stevadal—. A Danella le hacía ilusión ver a la Primera y conocer a la compañera de Jondalar. Todavía no ha podido ir al campamento de la reunión.

—No me habías dicho que estuviera enferma, o habría venido antes, Stevadal —reprochó la Primera.

—Nuestra Zelandoni ha cuidado de ella —respondió Stevadal—. No quería molestarte. Sé lo ocupada que estás en las Reuniones de Verano.

—No tan ocupada como para no visitar a tu compañera.

—Tal vez te lo habríamos pedido más tarde, cuando ya hubieras visto a todos los demás —dijo Danella a la Primera; luego, volviéndose hacia el hombre alto y rubio, añadió—: pero me gustaría conocer a tu compañera, Jondalar. He oído hablar mucho de ella.

—Pues te la presentaré —respondió él, e hizo una seña a Ayla. Esta se acercó a la mujer con las dos manos extendidas y las palmas hacia arriba, en el tradicional saludo de franqueza, mostrando que no tenía nada que esconder. Acto seguido, Jondalar inició la presentación—: Danella, de la Vigésimo sexta Caverna de los zelandonii, compañera del jefe Stevadal, permíteme que te presente a Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii… —Prosiguió con la habitual recitación de Ayla hasta llegar a «Protegida por el espíritu del Oso Cavernario».

—Te olvidas del final: «Amiga de los caballos y del cazador cuadrúpedo que ella llama Lobo» —intervino Willamar con una sonrisa.

Se había acercado a ellos junto con el resto de los participantes en la construcción de la nueva angarilla. Como estaban en la zona, Willamar propuso pasar a visitar Vista del Sol, hogar de la Vigésimo sexta Caverna de los zelandonii, anfitriona de la Reunión de Verano, y los habían invitado a tomar una infusión.

La mayoría de la gente que vivía allí estaba en el campamento de la Reunión de Verano, pero unos cuantos se habían quedado, entre ellos la compañera del jefe, que aparentemente estaba enferma o lo había estado, concluyó Ayla, y se preguntó cuánto tiempo llevaba así, y qué le pasaba. Lanzó una ojeada a la Zelandoni, que la observaba. Cruzaron una mirada, y si bien no se dijeron nada, Ayla supo que la Primera pensaba lo mismo que ella.

—Mis títulos y lazos no son ni mucho menos tan interesantes, pero en el nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, bienvenida seas, Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii —dijo Danella.

—Y yo te saludo a ti, Danella de la Vigésimo sexta Caverna de los zelandonii —contestó Ayla mientras se cogían las manos.

—Tu manera de hablar es tan interesante como tus nombres y tus lazos —observó Danella—. Te lleva a pensar en lugares lejanos. Debes de tener historias emocionantes que contar. Me gustaría oír alguna, Ayla.

Ayla no pudo contener una sonrisa. Era muy consciente de que no hablaba igual que los zelandonii. La mayoría de la gente disimulaba al reparar en su acento, pero Danella se mostró tan encantadora y sincera que Ayla sintió una inmediata atracción hacia ella. Le recordó a los mamutoi.

Volvió a preguntarse qué enfermedad o complicación había provocado la fragilidad de Danella, tan en contraste con su personalidad afectuosa y agradable. Dirigió una mirada a la Zelandoni y adivinó que la Primera también deseaba saberlo, y lo averiguaría antes de marcharse del campamento. Jonayla se agitaba, y Ayla pensó que probablemente quería ver qué ocurría, y con quién hablaba su madre. Desplazó la manta de acarreo para colocarse a la niña en la cadera.

—Ésta debe de ser tu niña, Jonayla, «Bendita de Doni» —dijo Danella.

—Sí.

—Es un nombre precioso. ¿Por Jondalar y por ti?

Ayla asintió.

—Es tan bonita como su nombre —comentó Danella.

Ayla sabía interpretar los matices del lenguaje corporal, y aunque no era obvio, detectó un asomo de tristeza en las fugaces arrugas de su frente. Y de pronto entendió la razón de la debilidad y la tristeza de Danella. Había abortado en avanzado estado de gestación, o le había nacido un hijo muerto, pensó Ayla, y el embarazo debía de haber sido difícil, y el parto muy complicado, y ahora no tenía nada en compensación. Intentaba recuperarse del esfuerzo que eso había representado para el cuerpo y de la aflicción por la pérdida del niño. Miró a la Primera, que observaba subrepticiamente a la joven. Ayla supuso que había llegado a las mismas conclusiones.

Notó que Lobo se apretaba contra su pierna y bajó la vista. El animal la miraba y emitía leves gemidos, que era su manera de indicarle que quería algo. Lanzaba una ojeada a Danella, luego se volvía hacia ella, y gemía de nuevo. ¿Acaso intuía algo acerca de la compañera del jefe?

Los lobos eran capaces de percibir la debilidad de los demás. Cuando vivían en una manada de cazadores, por lo general atacaban a los débiles. Pero Lobo había establecido un lazo muy estrecho con el niño mixto del clan, una criatura muy débil, que Nezzie había adoptado cuando el lobo era muy joven y adquiría la impronta de su manada mamutoi. Los lobos de una manada adoran a sus crías, pero la manada de Lobo se componía de humanos. Ayla sabía que lo atraían los bebés y los niños humanos, y aquellos cuya debilidad captaba con su sensibilidad lobuna, no con la intención de cazarlos, sino para tratarlos como los lobos salvajes trataban a las crías.

Ayla advirtió que Danella parecía un poco recelosa.

—Creo que Lobo quiere conocerte, Danella. ¿Has tocado alguna vez un lobo vivo? —preguntó.

—No, claro que no. Nunca había estado tan cerca de uno. ¿Por qué crees que quiere conocerme?

—A veces se siente atraído por ciertas personas. Adora a los bebés. Jonayla se le sube encima e incluso le tira del pelo o le mete el dedo en los ojos y las orejas, y a él parece traerle sin cuidado. Cuando llegamos a la Novena Caverna, se comportó así con la madre de Jondalar. Sencillamente quería conocer a Marthona. —De pronto Ayla se preguntó si en aquel momento Lobo había percibido que la mujer, otrora jefa de la caverna más grande de los zelandonii, tenía ya el corazón débil—. ¿Te gustaría conocerlo?

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Danella.

Alrededor, los visitantes de Vista del Sol las observaban. Los que conocían a Lobo y sus costumbres sonreían; otros se mostraban interesados. Pero Stevadal, el compañero de Danella, parecía preocupado.

—No sé si esto es muy aconsejable —dijo.

—No le hará daño —aseguró Jondalar.

Ayla dejó a Jonayla en brazos de Jondalar y luego se acercó con Lobo a Danella. Cogió la mano de la mujer e inició el proceso de presentación.

—Lobo reconoce a las personas por el olor, y sabe que cuando yo le presento a alguien de esta manera, es amigo.

Lobo olfateó los dedos de Danella y luego los lamió.

Ella sonrió.

—Tiene la lengua suave, lisa.

—Parte de su pelo también lo es —dijo Ayla.

—¡Qué caliente está! —exclamó Danella—. Nunca había tocado un pelaje de animal en un cuerpo caliente. Y aquí mismo se siente un latido.

—Sí, esa es la sensación que tienes al tocar a un animal vivo. —Ayla se volvió hacia el jefe de la Vigésimo sexta Caverna de los zelandonii—. ¿Te gustaría conocerlo, Stevadal?

—¿Y por qué no? —instó Danella.

Ayla repitió el mismo proceso con él, pero Lobo parecía impaciente por volver con Danella, y permaneció a su lado cuando se encaminaron hacia Vista del Sol. Llegaron a un lugar donde sentarse, con troncos y cojines encima de piedras o en el suelo. Los visitantes sacaron sus vasos de bolsas prendidas en los cinturones. Les sirvieron las infusiones las pocas personas que no habían ido al campamento de la reunión, entre ellas las madres de Danella y Stevadal, que se habían quedado para ayudar a la compañera del jefe. Cuando Danella tomó asiento, Lobo se sentó junto a ella, pero no sin mirar a Ayla, como pidiéndole permiso. Ella asintió, y el animal apoyó la cabeza en las patas extendidas ante él. Sin darse cuenta, Danella lo acariciaba de vez en cuando.

La Zelandoni se acomodó al lado de Ayla. Después de tomarse la infusión, Ayla amamantó a Jonayla. Varias personas se habían acercado para charlar con la Primera y su acólita, pero cuando por fin las dos se quedaron solas, hablaron de Danella.

—Lobo parece querer consolarla —dijo la Zelandoni.

—Creo que Danella lo necesita —observó Ayla—. Todavía está muy débil. Sospecho que ha tenido un aborto en avanzado estado de gestación o le ha nacido un hijo muerto, y antes debe de haberlo pasado mal.

La Primera la miró con interés.

—¿Por qué lo dices?

—Por lo delgada y frágil que se la ve, seguro que ha estado enferma o arrastra algún problema desde hace tiempo, y he percibido cierta tristeza cuando miraba a Jonayla. Me ha llevado a pensar que tuvo un embarazo largo y difícil, y luego perdió el bebé —explicó Ayla.

—Una observación muy sagaz por tu parte. Creo que tienes razón. Yo he pensado algo parecido. Quizá deberíamos preguntárselo a su madre. Me gustaría examinarla, para asegurarme de que está restableciéndose bien —dijo la donier—. Existen remedios que podrían ayudarla. —La Primera se volvió hacia Ayla—. ¿Qué propones?

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