La tierra de las cuevas pintadas (23 page)

—La alfalfa va bien para la fatiga y alivia el escozor que se siente a veces al orinar —afirmó Ayla, y se detuvo a pensar—. No sé cómo se llama, pero hay una planta con una baya roja muy beneficiosa para las mujeres. Se extiende por el suelo como una parra pequeña y tiene hojas verdes todo el año. Puede usarse para aplacar los retortijones que acompañan la pérdida de sangre en cada luna, y para reducir la propia pérdida de sangre. Sirve también para propiciar y facilitar el parto.

—Ésa la conozco. Crece tan espesa que a veces forma una alfombra en la tierra, y a los pájaros les gustan sus bayas. Algunas personas la llaman «morera de los pájaros» —dijo la Primera—. La infusión de alfalfa puede fortalecer, al igual que la decocción de raíces y corteza de espicanardo… —Se interrumpió al ver la expresión de perplejidad en el rostro de Ayla—. Es un arbusto alto con hojas grandes y bayas violetas… las flores son pequeñas, de un blanco verdoso… Ya te lo enseñaré. Puede servirle a una mujer si se le desprende la bolsa que contiene al bebé en su vientre, o si se desplaza. Por eso me gustaría examinarla, para saber qué puedo darle. El Zelandoni de la Vigésimo sexta es un buen curandero en general, pero es posible que conozca menos las dolencias de las mujeres. Tendré que hablar con él hoy antes de marcharnos.

Tras dejar pasar un rato, como exigía la cortesía, los hombres que habían ayudado a construir la angarilla y luego habían visitado el refugio de la Vigésimo sexta Caverna apuraron su infusión y se levantaron dispuestos a marcharse. La Primera detuvo a Joharran. Jondalar estaba con él.

—¿Puedes ir a buscar al Zelandoni de la Vigésimo sexta en el campamento de los zelandonia? —preguntó la donier en voz baja—. La compañera de Stevadal ha estado mal de salud y me gustaría saber si puedo hacer algo. Es un buen curandero, y lo más probable es que haya hecho todo lo posible, pero necesito hablar con él. Creo que es un problema de mujeres, y nosotras somos mujeres… —Se abstuvo de concluir la frase—. Pídele que venga. Nos quedaremos aquí un rato.

—¿Me quedo aquí esperando con vosotras? —preguntó Jondalar a las dos mujeres.

—¿No pensabas ir al campo de prácticas de tiro? —preguntó Joharran.

—Sí, pero no es que esté obligado.

—Ve, Jondalar; nosotras ya iremos después —sugirió Ayla, rozándole la mejilla con la suya.

Ambas mujeres se reunieron con Danella, las dos madres y unas cuantas personas más. Cuando Stevadal vio que la Primera y su acólita no se marchaban, se quedó allí también. La jefa de los zelandonia tenía un don especial para averiguar qué le pasaba a la gente, y pronto confirmó que Danella había estado embarazada, y el niño había nacido muerto como sospechaban, pero intuyó que las dos mujeres de mayor edad se callaban algo, sobre todo en presencia de Danella y Stevadal. Había algún detalle en esa historia que se negaban a contar. La donier tendría que esperar al Vigésimo sexto. Mientras tanto, las mujeres conversaban. Jonayla iba de mano en mano entre ellas. Aunque al principio Danella se mostró reacia a cogerla, en cuanto lo hizo, se la quedó en brazos mucho tiempo. Lobo parecía a gusto con las dos juntas.

Ayla retiró la angarilla a Whinney y la dejó pastar, y cuando volvió, tímidamente le hicieron preguntas sobre la yegua y cómo había acabado junto a ella. La Primera animó a Ayla a contárselo. Estaba convirtiéndose en toda una narradora y encandilaba a sus oyentes, sobre todo cuando añadía efectos sonoros como relinchos de caballo y rugidos de león. Justo cuando terminaba, apareció el Zelandoni de la Vigésimo sexta Caverna.

—Me ha parecido oír un rugido que me sonaba de algo —les dijo, y las saludó con una amplia sonrisa.

—Ayla nos ha contado cómo adoptó a Whinney —explicó Danella—. Tal como yo suponía, tiene unas cuantas historias cautivadoras que contar. Y ahora que he oído una, quiero más.

La Primera estaba ya impaciente por marcharse, aunque no quería demostrarlo. Era lo propio que la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra visitara al jefe de la caverna que acogía la Reunión de Verano y a su compañera, pero tenía muchas otras tareas pendientes. Los Ritos de los Primeros Placeres tendrían lugar al cabo de dos días y después se celebraría la primera ceremonia matrimonial de la temporada. Aunque habría una segunda ceremonia de emparejamiento a finales del verano para quienes deseaban ultimar sus decisiones antes de volver a sus refugios de invierno, la primera era invariablemente la mayor y más numerosa. Aún quedaban muchas cosas que hacer.

Mientras los demás preparaban otra infusión, porque ya no quedaba, la Primera y su acólita consiguieron llevarse aparte al Vigésimo sexto para hablar con él en privado.

—Hemos sabido que Danella dio a luz a un niño muerto —dijo la Primera—, pero pasó algo más, estoy segura. Me gustaría examinarla para ver si puedo ayudarla en algo.

El Zelandoni dejó escapar un profundo suspiro y frunció el entrecejo.

Capítulo 9

—Sí, es verdad, no nació un único bebé muerto —explicó el Vigésimo sexto—. Fueron gemelos, o lo habrían sido, pero además de nacer juntos, estaban pegados.

Ayla recordó que eso mismo le había sucedido a una mujer del clan: dos bebés pegados, causando un efecto monstruoso. Sintió una profunda tristeza por Danella.

—Uno era de tamaño normal; el otro mucho más pequeño y no del todo formado, unido al primero por algunas partes —prosiguió el Vigésimo sexto—. Me alegro de que nacieran sin respiración, porque de lo contrario yo tendría que habérsela cortado. Habría sido una experiencia demasiado dura para Danella. De hecho, sangró tanto que me sorprendió que sobreviviera. Nosotros… su madre, la madre de Stevadal y yo… decidimos no decírselo a ninguno de los dos. Temíamos que si llegaban a saberlo, un embarazo posterior causase más angustia que el nacimiento de un hijo muerto. Puedes examinarla si lo deseas, pero ocurrió hace ya un tiempo, a finales del invierno. Se ha recuperado bien; sólo necesita reponer fuerzas y superar la pena. Es posible que vuestra visita haya ayudado. La he visto con la hija de Ayla en brazos, y creo que eso es bueno. Parece haberse hecho amiga tuya, Ayla, y también del lobo. Tal vez ahora se anime a ir a la Reunión de Verano.

—¡Jondalar! —exclamó Ayla cuando la Primera y ella llegaron al campamento de la Novena Caverna—. ¿Qué haces aquí? Creía que tenías previsto ir al campamento principal.

—Pienso ir —contestó él—. Sólo quería ver antes cómo estaban Corredor y Gris. No he pasado mucho tiempo con Corredor estos días, y los dos parecen disfrutar con la compañía. ¿Y vosotras qué hacéis aquí?

—Quería que Whinney amamantara a Gris mientras yo daba el pecho a Jonayla. Iba a dejar a Whinney aquí, pero hemos pensado que esta puede ser una buena ocasión para que la Zelandoni vaya al campamento en la angarilla —explicó Ayla.

Jondalar sonrió.

—Entonces esperaré —dijo—. ¿Y si os acompaño montado en Corredor?

—Entonces tendremos que llevar también a Gris —contestó Ayla, arrugando un poco la frente, y después sonrió—. Podemos ponerle el pequeño cabestro que le hiciste; empieza a acostumbrarse a llevarlo. Puede que le vaya bien habituarse a estar con gente que no conoce.

—Menudo espectáculo daremos —comentó la Zelandoni—. Pero creo que me gusta la idea. Prefiero formar parte de una atracción mayor a ser yo sola el blanco de todas las miradas.

—También deberíamos llevar a Lobo. La mayoría de la gente ha visto a los animales, pero no juntos. Todavía hay algunos que no acaban de creerse que Whinney permita a Lobo acercarse a su cría. Si ven que no representa un peligro para Gris, puede que se den cuenta de que tampoco lo es para ellos —adujo Ayla.

—A menos que alguien intente hacerte daño —señaló Jondalar—, a ti o a Jonayla.

Jaradal y Robenan se acercaron corriendo a la morada de verano del jefe de la Séptima Caverna.

—¡Wimar! ¡Thona! ¡Venid a ver! —gritó Jaradal.

—Sí, venid a ver —repitió Robenan. Los dos niños estaban jugando justo enfrente.

—Han traído a todos los caballos, y a Lobo, y hasta la Zelandoni va montada. ¡Venid a verlo! —exclamó Jaradal.

—Tranquilos, niños —dijo Marthona, preguntándose a qué se refería Jaradal. Se le antojaba imposible que la Zelandoni fuese a lomos de un caballo.

—¡Venid a ver! ¡Venid a ver! —vociferaban los niños mientras Jaradal, a tirones, intentaba levantar a su abuela del cojín en el que estaba sentada. Se volvió hacia Willamar—. Ven a ver, Wimar.

Marthona y Willamar estaban de visita en el alojamiento de Sergenor y Jayvena para hablar de sus funciones en la inminente ceremonia en la que intervendrían todos los jefes y, en menor medida, los antiguos jefes. Habían llevado a Jaradal para alejarlo de las faldas de su madre. Proleva, como de costumbre, participaba en la planificación del banquete para el acontecimiento. La compañera embarazada de Solaban, Ramara, y su hijo, Robenan, amigo de Jaradal de la misma edad, los habían acompañado también para que los niños jugaran juntos.

—Ya vamos —dijo Willamar, y ayudó a su compañera a levantarse.

Sergenor apartó la cortina que cubría la entrada y todos salieron. Los esperaba un espectáculo sorprendente. En dirección al alojamiento de los zelandonia desfilaban Jondalar a lomos de Corredor, tirando de Gris, y Ayla montada en la yegua con Jonayla ante ella en la manta de acarreo. Whinney arrastraba una angarilla en la que iba sentada la Primera, mirando hacia atrás. El lobo caminaba a su lado. A la mayoría de la gente todavía le resultaba extraño ver caballos con personas en el lomo, por no hablar ya del lobo que caminaba tranquilamente a su lado. Pero ver a la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra en un asiento tirado por un caballo era cuanto menos asombroso.

La procesión pasó muy cerca del campamento de la Séptima Caverna, y si bien Marthona y Willamar y el resto de miembros de la Novena Caverna estaban muy familiarizados con los animales, quedaron tan boquiabiertos como cualquiera ante aquella exhibición. La Primera cruzó una mirada con Marthona, y aunque la Zelandoni esbozó una sonrisa recatada, Marthona detectó en sus ojos un amago de placer y picardía. Aquello era más que un desfile: era un espectáculo, y si algo gustaba a los zelandonia, era dar espectáculo. Cuando llegaron a la entrada del gran alojamiento, Jondalar se detuvo y dejó que Ayla y Whinney se adelantaran; luego desmontó y ofreció una mano a la Primera. Pese a su corpulencia, ella bajó del asiento construido en la parihuela con soltura y, consciente de que todos la observaban, entró en el alojamiento con gran dignidad.

—Así que era eso lo que Jondalar quería construir con nuestra ayuda —dijo Willamar—. Dijo que necesitaba hacer una angarilla sólida, con repisas. No eran repisas lo que él quería. Fue muy astuto por su parte plantearlo así. Ninguno de nosotros habría podido imaginar que era un asiento para la Zelandoni. Tendré que preguntarle qué se siente al ir en un asiento tirado por un caballo.

—La Zelandoni ha sido muy valiente —comentó Jayvena—. No sé si yo me atrevería.

—¡Yo sí! —exclamó Jaradal con una expresión de entusiasmo en los ojos—. Thona, ¿crees que Ayla me dejaría sentarme en el asiento de la angarilla mientras la arrastra Whinney?

—A mí también me gustaría —dijo Robenan.

—Los jóvenes siempre están dispuestos a probar cosas nuevas —observó Ramara.

—Me pregunto cuántas conversaciones parecidas estarán manteniéndose ahora en el campamento —señaló Sergenor—. Pero si Ayla se lo permite a un niño, la mitad de los niños del campamento acabará pidiendo lo mismo a gritos.

—Y unas cuantas niñas también —añadió Marthona.

—Yo que ella esperaría a que volvamos a la Novena Caverna —comentó Ramara—. Entonces no será muy distinto de cuando Ayla deja a un niño o dos montar a lomos de la yegua mientras ella la lleva del ronzal, como hace ahora.

—En cualquier caso, es todo un espectáculo. Recuerdo cómo me sentí cuando vi por primera vez a esos animales. Daban miedo. ¿No nos contó Jondalar que la gente huía de ellos cuando regresaban de su viaje? Ahora que estamos acostumbrados, siguen resultando impresionantes —dijo Willamar.

No todo el mundo quedó tan favorablemente impresionado por el espectáculo. Marona, a quien le gustaba ser el centro de atención, sintió un arrebato de celos. Se volvió hacia su prima, Wylopa, y añadió:

—No entiendo cómo soportan estar cerca de esos animales mugrientos a todas horas. Cuando te acercas a ella, huele a caballo, y me han dicho que duerme con ese lobo. Es asqueroso.

—También duerme con Jondalar —señaló Wylopa—, y me han dicho que él no comparte los placeres con nadie más.

—Eso no durará —dijo Marona, lanzando a Ayla una mirada emponzoñada—. Lo conozco. Volverá a mi cama. Te lo aseguro.

Viendo hablar a las dos primas, Brukeval reconoció la mirada maliciosa que Marona dirigía a Ayla y sintió dos emociones contrapuestas. Era consciente de que no tenía ninguna posibilidad, pero amaba a Ayla y deseaba protegerla del despecho de la mujer que era también su prima: él mismo había sido blanco de su malevolencia y sabía el daño que podía causar. Pero también le daba miedo que Ayla volviera a insinuar que era un cabeza chata, y eso no lo soportaba, aunque en el fondo sabía que ella no lo había dicho con la misma mala intención con que lo decía la mayoría de la gente. Nunca se miraba en el reflector de madera negra pulida, pero a veces alcanzaba a verse en la superficie del agua inmóvil y detestaba lo que veía. Sabía por qué la gente lo calificaba con ese odioso apelativo, pero no soportaba la idea de que quizá hubiera algo de verdad en ello.

Madroman también miraba a Ayla y Jondalar con el entrecejo fruncido. Le molestaba que Ayla recibiera tanta atención de la Primera. Era su acólita, sí, pero no le parecía bien que la persona que supervisaba a todos los acólitos la favoreciera tanto cuando estaban juntas en la Reunión de Verano. Y Jondalar siempre en medio de todo, cómo no. ¿Por qué había tenido que volver? Las cosas iban mucho mejor cuando ese grandullón no estaba, y más desde que la Zelandoni de la Quinta Caverna lo tomó a él, Madroman, como acólito, aunque él personalmente opinaba que ya deberían haberlo nombrado Zelandoni. Pero ¿qué podía esperarse con aquella gorda al mando? «Ya encontraré yo la manera», pensó.

Laramar dio la espalda a la escena y se alejó, absorto en sus pensamientos. Ya estaba harto de aquellos caballos, y más aún del lobo. A su modo de ver, vivían demasiado cerca de su morada en la Novena Caverna, y los caballos acaparaban tanto espacio que llegaban casi hasta su mismísimo alojamiento. Ahora, cada vez que volvía a casa, tenía que dar un rodeo para evitar al lobo. Las pocas veces que se acercaba más de la cuenta, el animal se erizaba, arrugaba el hocico y enseñaba los dientes, como si fuera el dueño de todo aquello.

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