La tierra de las cuevas pintadas (26 page)

Todo el dolor que Brukeval había padecido en su vida, espoleado por los comentarios desagradables del joven que intentaba apartar de él la atención de Ayla, estalló en una ira incontenible. Después advirtió que Ayla se mostraba más distante y ya no le hablaba con la misma desenvoltura.

Jondalar no comentó nada a Brukeval acerca del cambio en los sentimientos de Ayla hacia él después de su estallido, pero Ayla le había explicado que la ira de Brukeval le recordaba demasiado a Broud, el hijo del jefe de su clan. Broud la había odiado desde el principio, y le había causado una pena y una aflicción inimaginables para ella. Había aprendido a aborrecer a Broud tanto como él la detestaba a ella y, con razón, a temerlo. Por ello se vio obligada finalmente a abandonar el clan, y a dejar allí también a su hijo.

Brukeval recordaba el tibio resplandor que había sentido cuando se conocieron y observaba a Ayla de lejos siempre que le era posible. Cuanto más la observaba, mayor era su enamoramiento. Cuando veía cómo interactuaban Jondalar y ella, Brukeval se imaginaba a sí mismo en el lugar de su primo. Incluso los seguía cuando se refugiaban en un lugar aislado para compartir placeres, y cuando Jondalar probaba su leche, él ansiaba hacer lo mismo.

Pero también recelaba de Ayla, por temor a que volviera a llamarlo cabeza chata, o como ella decía, «miembro del clan». El mero nombre, «cabeza chata», le había causado tal sufrimiento de niño que no soportaba oírlo. Sabía que ella no los veía igual que la mayoría de la gente, pero eso empeoraba las cosas. A veces hablaba de ellos afectuosamente, con aprecio e incluso con amor, y él los odiaba. Los sentimientos de Brukeval por Ayla eran contradictorios. Amaba a Ayla, y la odiaba.

La parte ceremonial del rito matrimonial era larga, interminable. Era una de las pocas ocasiones en que se recitaban al completo los títulos y lazos de cada una de las parejas prometidas. En los emparejamientos, los miembros de las cavernas de los contrayentes daban su conformidad de viva voz, y luego lo hacían todos los zelandonii presentes. Por último, la pareja se unía físicamente mediante una correa o cuerda, envuelta, normalmente, en torno a la muñeca derecha de la mujer y la muñeca izquierda del hombre, aunque podía ser a la inversa, o enlazarse incluso las dos muñecas, la izquierda y la derecha. Una vez anudada la cuerda, quedaba así durante el resto de las celebraciones de la velada.

La gente siempre sonreía ante los inevitables tropezones y encontronazos de los recién emparejados, y si bien podía ser algo divertido de ver, muchos los observaban con atención para comprobar cómo reaccionaban y cuánto tardaban en adaptarse el uno al otro. Era la primera prueba del lazo con el que acababan de comprometerse, y los ancianos comentaban en susurros sus opiniones sobre la calidad y la duración de los diversos emparejamientos basándose en lo bien que se acomodaban a la restricción de hallarse ligados físicamente el uno al otro. La mayoría de los emparejados sonreían o se reían del otro y de sí mismos y procuraban dejar las discusiones para más tarde, cuando estuvieran solos y pudieran desatar —nunca cortar— el nudo.

Por difícil que pudiera ser para las parejas, lo era incluso más para quienes se unían en tríos o, más raramente, en cuartetos, pero en tales casos se consideraba lógico, ya que una relación así exigía más adaptación para salir adelante. Cada persona debía conservar al menos una mano libre, así que normalmente en las uniones múltiples se ataba la mano izquierda. Para ir de un lado al otro, comer, incluso orinar o evacuar de forma más sólida, debían sincronizarse, ya fueran dos o más los enlazados. De vez en cuando, alguien no soportaba esa limitación del movimiento e incurría en arrebatos de frustración y rabia, que no auguraban nada bueno al emparejamiento, y en muy raras ocasiones el nudo se cortaba para romper la relación aun antes de empezar. El nudo cortado era siempre el símbolo del final de un emparejamiento, del mismo modo que atar el nudo simbolizaba el principio.

Capítulo 10

La ceremonia matrimonial solía empezar al final de la mañana, o como mucho a media tarde, a fin de tener tiempo para los festejos antes del anochecer. Los cánticos o recitaciones del Canto a la Madre siempre culminaban la ceremonia formal de emparejamiento y señalaban el comienzo de los banquetes y otras celebraciones.

Ayla y Jondalar se quedaron durante toda la ceremonia formal, y si bien ella empezaba a aburrirse antes del final, jamás lo habría admitido. Había observado las idas y venidas de la gente durante toda la tarde, cayendo en la cuenta de que no era ella la única que se cansaba con la larga recitación de títulos y lazos y la repetición de las palabras rituales, pero sabía lo importante que era la ceremonia para cada pareja o enlace múltiple y sus parientes inmediatos, y la aceptación de todos los zelandonii presentes formaba parte de eso. Además, se esperaba que los miembros de la zelandonia permaneciesen allí hasta el final, y ahora ella, como acólita, también lo era.

Ayla había contado dieciocho ceremonias individuales cuando vio que la Primera reunía a todos los participantes. Le habían dicho que podían ser veinte o más, pero algunos aún tenían dudas. Las razones por las que podía aplazarse la participación en la ceremonia formal de emparejamiento, sobre todo en la primera del verano, eran muchas, desde la incertidumbre de los contrayentes sobre si estaban o no preparados para asumir el compromiso, hasta la circunstancia de que un familiar importante llegase con retraso. Siempre podía esperarse a la ceremonia matrimonial del final de la temporada para ultimar decisiones, aguardar a parientes, completar preparativos o establecer nuevos enlaces durante el verano.

Ayla sonrió para sí al oír la voz vibrante de la Primera entonar los versos iniciales del Canto a la Madre.

En el caos del tiempo, en la oscuridad tenebrosa
,

el torbellino dio a luz a la Madre gloriosa
.

Despertó ya consciente del gran valor de la vida,

el oscuro vacío era para la Gran Madre una herida
.

La Madre sola se sentía. A nadie tenía
.

A Ayla le fascinó la Leyenda de la Madre desde la primera vez que la oyó, pero le gustaba especialmente la manera en que la cantaba La Que Era la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra. El resto de los zelandonii sumaron sus voces, unos cantando, otros recitando. Quienes tocaban la flauta aportaron también sus melodías, y los zelandonia entonaron una fuga en contrapunto.

Oía cantar a Jondalar, de pie junto a ella. Tenía una voz excelente, pese a que rara vez cantaba, y cuando lo hacía, solía ser en grupo. Ayla, en cambio, era incapaz de afinar; era algo que nunca había aprendido y, al parecer, no poseía dotes naturales para el canto. Lo más que conseguía era un soniquete monótono, pero había memorizado las palabras y las pronunciaba con sentimiento hondo. Se identificaba muy en especial con la parte en que la Gran Madre Tierra tenía un hijo —«El niño resplandecía. La madre no cabía en sí de alegría»— y lo perdía. Las lágrimas asomaban a sus ojos siempre que oía:

En el corazón de la Madre anidaba una inmensa pena
,

su hijo y Ella por siempre separados, esa era la condena
.

Suspiraba por el niño que en otro tiempo fuera su centro
,

y una vez más recurrió a la fuerza vital que llevaba dentro
.

No podía darse por vencida. Su hijo era su vida
.

A continuación venía la parte en que la Madre daba a luz a todos los animales, también a sus hijos, y en especial cuando alumbraba a la Primera Mujer y después al Primer Hombre.

A la Mujer y el Hombre había deseado engendrar
,

y el mundo entero les obsequió a modo de hogar
,

tanto el mar como la tierra, toda su Creación
.

Explotar los recursos con prudencia era su obligación
.

De su hogar debían hacer uso, sin caer en el abuso
.

A los Hijos de la Tierra la Madre concedió

los dones precisos para sobrevivir, y luego decidió

otorgarles la alegría de compartir y el don del placer
,

por el cual se honra a la Madre con el goce de yacer
.

Los dones aprendidos estarán cuando a la Madre honrarán
.

La Madre quedó satisfecha de la pareja que había creado
.

Les enseñó a amarse y respetarse en el hogar formado
,

y a desear y buscar siempre su mutua compañía
,

sin olvidar que el don del placer de la Madre provenía
.

Antes de su último estertor, sus hijos conocían ya el amor
.

Tras a los hijos su bendición dar, la Madre pudo reposar
.

Esa era la parte que todos esperaban. Significaba que las formalidades habían concluido: había llegado el momento del banquete y demás celebraciones.

La gente empezó a pulular de aquí para allá en espera del inicio del banquete. Jonayla, que había dormido plácidamente mientras Ayla permanecía sentada en silencio, empezó a revolverse cuando todos entonaron juntos el Canto a la Madre. Despertó en el momento en que su madre se puso en pie y empezó a moverse. Ayla la sacó de la manta de acarreo y la sostuvo en alto para que orinara en el suelo. La pequeña había aprendido rápidamente que cuanto antes evacuara, antes se sentiría otra vez a resguardo del frío en el estrecho contacto con un cuerpo cálido.

—Ya la cojo yo —se ofreció Jondalar, alargando los brazos hacia la niña. Jonayla le sonrió, y recibió otra sonrisa a cambio.

—Envuélvela en la manta —dijo Ayla a la vez que le entregaba la suave piel de ciervo rojo que empleaba para acarrearla—. Está refrescando, y la niña aún conserva el calor del sueño.

Ayla y Jondalar se encaminaron hacia el campamento de la Tercera Caverna. Habían ampliado su espacio para dar cabida a sus vecinos de la Novena Caverna en la zona principal de la Reunión de Verano. La Novena había levantado allí un par de refugios para su propia utilización, sobre todo durante el día, pero seguían refiriéndose a aquello como campamento de la Tercera Caverna. Tendían asimismo a compartir las comidas y reunirse para los banquetes, pero los banquetes matrimoniales siempre los preparaba y los compartía el grupo completo.

Se reunieron con el resto de la familia y amigos de Jondalar, que llevaban la comida a la gran zona de encuentro en el campamento de la reunión, cerca del alojamiento de los zelandonia. Proleva, como de costumbre, lo organizó todo, asignando tareas y delegando responsabilidades en distintos individuos. Llegaba gente de todas partes con distintos pertrechos para el gran festín. Cada campamento había desarrollado sus propias variantes respecto a las pautas habituales para cocinar la considerable cantidad y diversidad de alimentos disponibles en la región.

Las abundantes praderas y bosques en galería junto a los ríos proporcionaban alimento a las muy diversas clases de pacedores y ramoneadores, incluidos los uros, bisontes, caballos, mamuts, rinocerontes lanudos, megaceros, renos, ciervos rojos y otras variedades de ciervo. Algunos animales que en tiempos posteriores retrocederían a las montañas pasaban por entonces ciertas épocas en las llanuras frías, como la cabra salvaje también llamada íbice, la oveja salvaje o muflón, y una cabra-antílope a la que se conocía por el nombre de gamuza. Una oveja-antílope llamada saiga vivía en las estepas todo el año. En la parte más fría del invierno, aparecían también almizcleros. Había asimismo animales pequeños, por lo general cazados mediante trampas, y aves, a menudo abatidas con piedras o palos arrojadizos, incluida la predilecta de Ayla, la perdiz blanca.

Tenían acceso a verduras muy variadas, entre ellas ciertas raíces como la zanahoria silvestre, el rizoma de anea, sabrosas cebollas, pequeñas y picantes castañuelas y varias clases distintas de chuferas almidonosas que se recolectaban con palos de cavar y luego se comían crudas, guisadas o secas. Los tallos de cardo, cogidos por debajo de la flor para poder retirar las espinas afiladas antes de cortarlos, estaban deliciosos cocidos durante no mucho rato; los tallos de bardana no requerían un tratamiento especial pero debían cogerse aún tiernos. Las hojas verdes del cenizo constituían unas excelentes espinacas silvestres; las ortigas eran aún mejores, pero debían manipularse con una hoja grande de otra planta para proteger la mano del efecto urticante, que desaparecía al cocerlas.

Abundaban también los frutos secos y la fruta, en especial las bayas, y diversas hierbas aptas para infusión. Las hojas, los tallos y las flores puestos en agua caliente, o simplemente dejados al sol durante un rato, solían bastar para preparar una infusión con el sabor y las características deseados. Pero la infusión no era un proceso lo bastante riguroso para extraer los sabores y los elementos naturales de las sustancias orgánicas duras; por lo general, las cortezas de árbol, las semillas y las raíces requerían el hervor para elaborar las decocciones adecuadas.

Se disponía también de otras bebidas, por ejemplo los zumos de frutas, así como de algunas fermentadas. La savia de determinados árboles, en especial el abedul, podía hervirse para extraer el azúcar y luego fermentarse. El grano y, por supuesto, la miel podían convertirse también en una bebida alcohólica. Marthona aportó una cantidad limitada de su vino de fruta, Laramar algo de su barma y otros sus propias variedades de bebidas con diverso contenido alcohólico. La mayoría de la gente llevaba sus propios utensilios y cuencos para comer, si bien se ofrecían fuentes de madera o hueso, cuencos labrados o tejidos con la trama muy tupida y vasos para quienes desearan utilizarlos.

Ayla y Jondalar iban de un lado a otro saludando a amigos y probando la comida y bebida que les ofrecían las distintas cavernas. Jonayla solía ser el centro de atención. Algunas personas sentían curiosidad por ver si la forastera que se había criado con los cabezas chatas, a quienes algunos aún consideraban animales, había dado a luz a una niña normal. Los amigos y parientes veían complacidos que era una niña hermosa, saludable y feliz, con el cabello rizado y sedoso, muy fino y casi blanco. Todos sabían también de inmediato que era el espíritu de Jondalar el que la Gran Madre había elegido para combinarlo con el de Ayla y crear a su hija; Jonayla tenía sus mismos ojos, de un azul muy intenso.

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