La tierra de las cuevas pintadas (28 page)

—Vamos a escuchar a los fabuladores —anunció Levela.

—Ahora mismo estaba yo intentando decidir qué prefiero, los relatos o la música —comentó Ayla—. Si vosotros vais a escuchar a los fabuladores, puede que os acompañe.

—Y yo —se sumó Jondalar.

Cuando llegaron, parecía que la compañía hacía un descanso en la representación. Por lo visto, había concluido una narración y aún no había empezado la siguiente. La gente deambulaba por allí: unos se marchaban, otros llegaban, otros se cambiaban de sitio. Ayla echó una ojeada alrededor para formarse una idea del lugar donde se hallaba. La plataforma baja, aunque en ese momento vacía, podía dar cabida a tres o cuatro personas en movimiento. Delante de la plataforma, pero no justo enfrente, sino hacia los lados, había dos zanjas más o menos rectangulares con fuego en el interior, para dar luz más que calor. En medio y a ambos lados de dichos fuegos, se veían troncos dispuestos poco más o menos en filas y unas cuantas rocas de buen tamaño, todo ello cubierto con almohadillas para que los asientos fueran más cómodos. Ante los troncos se extendía un espacio abierto donde la gente estaba sentada en el suelo, en su mayoría sobre cobertores de un tipo u otro, como esterillas de hierba entretejida o pieles.

Varias personas, sentadas en un tronco cerca de la parte delantera, se levantaron y se fueron. Levela se encaminó resueltamente en esa dirección y tomó asiento en la mullida almohadilla que cubría el tronco. Jondecam se apresuró a acomodarse junto a ella y de inmediato reservaron un sitio a sus amigos, que se habían rezagado para saludar a alguien. Mientras intercambiaban las cortesías de rigor, Galliadal se acercó a ellos.

—Veo que habéis decidido venir —dijo, y se inclinó para saludar a Ayla, rozándole la mejilla con la suya y, pensó Jondalar, prolongando demasiado el gesto. Ayla notó el aliento caliente de Galliadal en el cuello y su agradable olor varonil, distinto del que mejor conocía. Percibió asimismo la tensión en la mandíbula de Jondalar, pese a su sonrisa.

Varias personas se apiñaban en torno a ellos, y Ayla pensó que probablemente deseaban captar la atención del fabulador. Había visto que a muchas personas les gustaba rondar a Galliadal, en particular a las mujeres jóvenes, y algunas miraban en ese momento a Ayla con una especie de expectación, como si esperaran algo. Pensó que aquello no acababa de agradarle.

—Levela y Jondecam nos están guardando el sitio —señaló Jondalar—. Deberíamos ir a ocuparlo.

Ayla sonrió a Jondalar, y fueron a reunirse con sus amigos, pero cuando llegaron, otros se habían sentado también en el tronco, invadiendo parte del espacio que Levela y Jondecam les tenían reservado. Se apretujaron todos y esperaron.

—No entiendo por qué tardan tanto en empezar —comentó Jondecam, ya un poco impaciente.

Jondalar advirtió que llegaban más espectadores.

—Me parece que están esperando a ver si viene más público. Ya sabéis que a los fabuladores les molesta que la gente ande moviéndose de un lado a otro: interrumpe la narración. No les importa que unos pocos se sumen en silencio, pero en general tampoco a la gente le gusta llegar en medio de un relato. Prefiere oírlo desde el principio. Creo que muchos esperaban a que terminara el relato anterior. Al ver que algunos se iban, esos otros han decidido que era hora de venir.

Galliadal y varias personas más habían subido a la plataforma. Aguardaron hasta que la gente advirtió su presencia. Cuando todo el mundo calló y se hizo el silencio, el hombre alto y de cabello oscuro comenzó:

—En un lugar lejano, allí en la tierra del sol naciente…

—Así empiezan todos los relatos —susurró Jondalar a Ayla, como si le complaciera que este empezara debidamente.

—… vivían una mujer y su compañero con los tres hijos de ella. El mayor era un chico llamado Kimacal. —Cuando el fabulador mencionó al primogénito de la mujer, un joven que se hallaba también en la plataforma dio un paso al frente e hizo una leve reverencia, dando a entender que era él el aludido—. La segunda era una chica, y se llamaba Karella. —Al mencionarse a esta otra hija, una joven ejecutó una pirueta que concluyó en reverencia—. El menor era un muchacho llamado Lobafon. —Otro joven se señaló y sonrió orgullosamente al anunciarse al tercer hijo.

Un murmullo se elevó de entre el público, acompañado de unas cuantas risas, cuando la gente oyó el nombre del hijo menor y captó la relación con el del cazador cuadrúpedo de Ayla.

Ayla advirtió que a pesar de que el fabulador no levantaba la voz, todo el público lo oía muy bien. Tenía una manera especial de hablar, clara, potente y expresiva. Le recordó la visita a la cueva con el Zelandoni de la Vigésimo sexta y su acólito y los sonidos emitidos por los tres frente a la cueva antes de entrar a rastras. Pensó que Galliadal habría podido ser Zelandoni si se lo hubiera propuesto.

—Aunque contaban edad suficiente, ninguno de los hijos se había emparejado aún. Su caverna era pequeña y tenían estrechos lazos de parentesco con la mayoría de la gente de su edad. A la madre empezaba a preocuparle la posibilidad de que tuviesen que marcharse lejos para encontrar pareja, y que acaso ella no volviese a verlos. Había oído hablar de una vieja Zelandoni que vivía sola en una cueva río arriba, al norte, no muy lejos. Corrían rumores de que era capaz de conseguir que ciertas cosas se hicieran realidad, pero a veces exigía a cambio un pago difícil de satisfacer. La madre decidió ir en su busca.

»Un día, a su regreso —prosiguió el fabulador—, la mujer envió a sus hijos a la orilla del río para recoger raíces de anea. Cuando llegaron, se encontraron con otros tres jóvenes, una chica de la edad de Kimacal, un chico de la edad de Karella y una chica de la edad de Lobafon.

Esta vez el primer joven de la plataforma sonrió coquetamente cuando se mencionó a la muchacha mayor; la joven adoptó una pose gallarda, y el otro chico mostró la actitud de una joven tímida. Se oyeron risas entre el público. Cuando Ayla y Jondalar se miraron, los dos sonreían.

—Los tres eran forasteros recién llegados de las tierras del sur. Los seis se saludaron y presentaron, tal y como les habían enseñado a todos, recitando sus importantes títulos y lazos.

»"Hemos venido en busca de comida", explicó la visitante de mayor edad. —Galliadal cambió el timbre de la voz cuando habló en el papel de la joven—. "Aquí hay mucha anea, podemos compartirla", dijo Karella. —La joven movió los labios como si pronunciara ella las palabras recitadas por Galliadal, quien de nuevo cambió de tono—. Todos empezaron a arrancar raíces de anea del barro blando a orillas del arroyo, Kimacal ayudando a la forastera de mayor edad, Karella enseñando al chico mediano dónde escarbar, y Lobafon arrancando raíces para la muchacha rubia y tímida, que ella no aceptaba. Lobafon veía que sus hermanos disfrutaban de la compañía de sus agradables nuevos amigos y entablaban muy buena relación.

Ahora las risas del público eran muy sonoras. No sólo se entendían claramente las insinuaciones, sino que el joven que representaba al hermano mayor y la muchacha se estrechaban en un exagerado abrazo mientras el hermano menor parecía envidiarlos. Cuando Galliadal narraba, adoptaba una voz distinta para cada personaje, en tanto que los demás en la plataforma elevada representaban sus papeles, a menudo de manera muy expresiva.

—«Estas aneas son muy buenas, ¿por qué no las comes?», preguntó Lobafon a la atractiva forastera. «No puedo comer anea», respondió la joven. «Sólo puedo comer carne.» —Cuando habló en el papel de la mujer, lo hizo con voz muy aguda—. Lobafon no sabía qué hacer. «Tal vez pueda cazarte algo de carne», dijo, pero sabía que no era buen cazador. Solía ir a las cacerías. Tenía buenas intenciones, pero era un poco perezoso y nunca se empleaba a fondo a la hora de cazar. Regresó a la caverna de su madre.

»"Kimacal y Karella han compartido la anea con una mujer y un hombre del sur", contó a su madre. "Han encontrado pareja, pero la mujer que yo quiero no come anea. Sólo puede comer carne, y yo no soy muy buen cazador. ¿Cómo puedo encontrarle comida?" —narró Galliadal.

Ayla se preguntó si la expresión «compartir la anea» tenía un significado oculto que ella desconocía, como si se tratase de un chiste que no entendía, ya que el fabulador tan pronto hablaba de comer anea como de emparejarse.

—«Hay una vieja Zelandoni que vive sola en una cueva al norte de aquí, cerca del río», respondió la madre. «Es posible que te ayude. Pero ten cuidado con lo que pides. Puede que consigas exactamente lo que quieres.» —Galliadal volvió a cambiar el timbre de voz al hablar en el papel de la madre.

»Lobafon partió en busca de la vieja Zelandoni. Viajó cauce arriba durante muchos días, deteniéndose a mirar en todas las cuevas que veía en el camino. Cuando estaba casi a punto de rendirse, avistó una cueva pequeña en lo alto de una pared rocosa y decidió que esa sería la última que exploraría. Encontró sentada delante a una anciana, que parecía dormida. Se acercó en silencio para no sobresaltarla, pero sentía curiosidad y la observó con detenimiento —prosiguió Galliadal—. Vestía ropa corriente, como la de todo el mundo, aunque sin forma y un poco raída. Pero llevaba muchos collares de distintos materiales: cuentas y conchas, dientes y uñas de animal perforados, tallas de animales en marfil, hueso, asta y madera, algunas de piedra y ámbar, y medallones en forma de disco con animales labrados. Eran tantos los objetos en los collares que Lobafon ni siquiera pudo distinguirlos todos, pero más impresionantes aún eran sus tatuajes faciales, tan intrincados y recargados que apenas se veía la piel bajo todos aquellos recuadros, volutas, florituras y adornos. Sin duda era una Zelandoni de alto nivel, y Lobafon sintió un poco de miedo. No sabía si molestarla con su pequeña petición.

En la plataforma, la mujer se había sentado, y si bien no se había cambiado de indumentaria, se arrebujó de tal manera que daba la impresión de ser la anciana con la ropa sin forma descrita por Galliadal.

—Lobafon decidió marcharse, pero en el momento en que se daba la vuelta, oyó una voz: «¿Qué quieres de mí, muchacho?», preguntó la mujer. —La voz de Galliadal sonó como la de una anciana, aunque no débil y trémula, sino potente y madura—. Lobafon tragó saliva y se volvió. Se presentó debidamente y a continuación explicó: «Me ha dicho mi madre que quizá tú podrías ayudarme».

»"¿Cuál es tu problema?"

»"He conocido a una mujer, que ha venido del sur. Yo quería compartir la anea con ella, pero me ha dicho que no come anea, que sólo puede comer carne. Yo la amo y cazaría para ella, pero no soy muy buen cazador. ¿Puedes ayudarme a ser un buen cazador?"

»"¿Estás seguro de que esa mujer quiere que caces para ella?", preguntó la vieja Zelandoni. "Si no quiere tu anea, es posible que tampoco quiera tu carne. ¿Se lo has preguntado?"

»"Cuando le ofrecí la anea, contestó que no podía comerla, no que no quisiera, y cuando le dije que cazaría para ella, no dijo que no", explicó Lobafon. —En la voz que empleaba Galliadal para el joven se advertía un tono ilusionado, y la expresión del muchacho en la plataforma se correspondía con dicho tono—. "Ya sabes que para llegar a ser un buen cazador sólo se necesita práctica, mucha práctica", dijo la vieja Zelandoni.

»"Sí, ya lo sé. Debería haber practicado más." —En la plataforma, el joven bajó la vista, como arrepentido—. "Pero no has practicado, ¿verdad que no? Y ahora, como te interesa una muchacha, de pronto quieres ser cazador, ¿no es así? —La voz de Galliadal en el papel de vieja Zelandoni adoptó un tono de reprimenda.

»"Supongo que sí." —El joven se mostró aún más avergonzado—. "Pero la adoro."

»"Debes ganarte siempre todo aquello que consigues. Si no quieres hacer el esfuerzo de practicar, debes pagar por esa habilidad de algún otro modo. O bien entregas el esfuerzo de la práctica, o bien entregas otra cosa. ¿Qué estás dispuesto a entregar?", preguntó la anciana.

»"¡Lo entregaré todo!"

El público ahogó una exclamación, a sabiendas de que el muchacho cometía un error.

—"Aún puedes dedicar tiempo a aprender a cazar", advirtió la vieja Zelandoni.

»"Pero ella no querrá esperar hasta que yo aprenda a cazar bien. La adoro. Sólo deseo llevarle carne para que me quiera. Ojalá hubiese nacido sabiendo cazar."

De pronto el público y aquellos que ocupaban la plataforma percibieron un revuelo.

Capítulo 11

Lobo avanzaba entre la multitud. De vez en cuando rozaba la pierna a alguien, pero desaparecía antes de que tuvieran ocasión de ver qué les había tocado. Aunque la mayoría de la gente estaba acostumbrada a él, su presencia aún causaba asombro entre algunos y arrancaba exclamaciones o sonidos de temor. Sorprendió incluso a Ayla cuando apareció de manera tan imprevista y, sentándose ante ella, la miró a la cara. Tan repentina fue su aparición que Danella se sobresaltó, aunque no tuvo miedo.

—¡Lobo! Has estado por ahí todo el día. Empezaba a preguntarme dónde te habías metido. Has explorado toda la zona, imagino —dijo Ayla mientras le frotaba el collar de pelo en torno al cuello y le rascaba detrás de las orejas. El animal se estiró para lamerle el cuello y la barbilla, y luego apoyó la cabeza en su regazo, agradeciendo al parecer sus caricias. Cuando Ayla paró, Lobo se hizo un ovillo ante ella y descansó la cabeza en las patas, relajado pero vigilante.

Galliadal y los demás en la plataforma lo observaron; a continuación, el fabulador dijo con una sonrisa:

—Nuestro insólito visitante ha llegado en el momento oportuno del relato —dijo. Volviendo a asumir su papel, prosiguió—: "¿Es eso lo que quieres? ¿Ser un cazador nato?", preguntó la vieja Zelandoni.

»"¡Sí! Eso es. Quiero ser un cazador nato", contestó Lobafon.

»"Entra, pues, en mi cueva", ordenó la anciana. —El tono del relato ya no era cómico; era amenazador.

»En cuanto Lobafon entró en la cueva, lo invadió una pesada somnolencia. Se sentó en una pila de pieles de lobo y al instante lo venció el sueño. Cuando por fin despertó, tenía la sensación de haber dormido mucho tiempo, pero no sabía cuánto. En la cueva no había nadie más, ni se percibía señal alguna de que hubiese estado habitada. Se apresuró a salir. —En la plataforma, el joven abandonó rápidamente la cueva imaginaria valiéndose de manos y pies—. Lucía un sol radiante, y Lobafon tenía sed. Cuando se encaminó hacia el río, empezó a notar algo raro. Para empezar, veía las cosas desde un ángulo distinto, como si estuviese más cerca del suelo. Al llegar a la orilla del arroyo, sintió el agua fría en los pies como si los llevara descalzos. Cuando bajó la vista, no vio unos pies; vio unas patas, patas de lobo.

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