La tierra de las cuevas pintadas (80 page)

La Guardiana, sin separarse de la pared izquierda, los guio de nuevo hasta el lugar de hibernación de los osos y se detuvo poco antes de una abertura.

—Aquí dentro hay muchas cosas, pero quería que vieras algunas en particular —dijo la Zelandoni mirando directamente a Ayla. Levantando la antorcha, añadió—: Primero esto.

En la pared se advertían marcas rojas que parecían líneas trazadas al azar. De pronto Ayla, en su mente, llenó los vacíos y distinguió la cabeza de un rinoceronte: vio la frente, el nacimiento de los dos cuernos, un trazo corto para el ojo, el extremo del hocico con una línea a modo de boca, y luego la insinuación del pecho. Le sorprendió la simplicidad del dibujo, y sin embargo, en cuanto consiguió discernir al animal, la imagen era incuestionable.

—¡Es un rinoceronte! —exclamó Ayla.

—Sí, y no verás ningún otro en esta sala —dijo la Guardiana.

El suelo era de piedra dura, calcita, y la pared de la izquierda quedaba tapada por columnas de colores blanco y anaranjado. Al otro lado de las columnas, apenas había concreciones, excepto en el techo, que presentaba extrañas formas con piedras redondeadas y depósitos rojizos. El suelo estaba salpicado de trozos de piedra de diversos tamaños caídos del techo. Una zona más o menos circular había quedado dividida por el desprendimiento de un fragmento de techo, tan pesado que había provocado una inclinación en el suelo. Cerca de la entrada, en una pendiente de roca, vieron un esbozo en rojo, rudimentario y pequeño, de un mamut.

Más allá, a considerable altura en la pared, había un pequeño oso rojo. Era obvio que el artista había escalado por la pared para pintarlo. Debajo, en una roca que sobresalía, se distinguían dos mamuts dibujados aprovechando el relieve de la pared; pasada otra protuberancia encontraron un signo extraño. La pared opuesta contenía un extraordinario panel de pinturas rojas, incluidos los cuartos delanteros de un oso muy bien ejecutados. La forma de la frente y la posición de la cabeza lo identificaban como oso cavernario.

—Jonokol, ¿no se parece mucho este oso al oso rojo que acabamos de ver? —preguntó Ayla.

—Pues sí. Sospecho que son obra de la misma persona —contestó él.

—Pero no entiendo el resto de la pintura. Parecen dos animales distintos unidos, como si fuera uno solo con dos cabezas, una de ellas saliendo del pecho, y luego hay un león en medio, y otra cabeza de león delante del oso. No entiendo esta pintura en absoluto —dijo Ayla.

—Quizá no está concebida para que la entienda nadie más que quien la hizo. El artista empleó mucho la imaginación y quizá intentó contar una historia que ya no se conoce. Que yo sepa, ninguna Leyenda o Historia de los Ancianos lo explica —comentó la Primera.

—En mi opinión, basta con que valoremos la calidad de la obra —añadió la Guardiana—; dejemos que los Antiguos guarden sus secretos.

Ayla movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Había visto ya suficientes cuevas para saber que no importaba tanto el aspecto de una pintura una vez acabada como lo que el artista conseguía mientras la realizaba. Más adentro en la galería, pasadas la segunda cabeza de león y una falla en la pared, había un panel pintado en negro: la cabeza de un león, un gran mamut y, por último, una figura realizada a gran altura en una estalactita, un oso rojo enorme, con el contorno del lomo negro. El misterio era cómo lo había pintado el artista. Se veía fácilmente desde el suelo, pero el autor tuvo que encaramarse a altas concreciones para llegar hasta allí.

—¿Os habéis fijado en que todos los animales están orientados hacia la salida excepto el mamut? —observó Jonokol—. Es como si entraran en este mundo desde el mundo de los espíritus.

La Guardiana se detuvo justo a la salida de la cámara donde acababa de estar y reanudó el tarareo, pero esta vez era una melodía muy parecida a la del Canto a la Madre tal como lo entonaba la Primera. Todas las cavernas de los zelandonii cantaban o recitaban el Canto a la Madre. Este narraba la historia de sus inicios, el origen de los seres humanos, y si bien todas las versiones se parecían y contaban la misma historia, no había ninguna exactamente igual, y menos cuando se cantaba. Las melodías de los cantos eran a menudo muy distintas, dependiendo a veces del cantor. Como la Primera estaba dotada de una voz extraordinaria, ella había compuesto su manera única de interpretarla.

Como si respondiese a una señal, la Primera acometió el siguiente verso del Canto a la Madre desde la estrofa donde se había interrumpido. Tanto Jonokol como Ayla se abstuvieron de cantar y se limitaron a disfrutar escuchándola.

En violento parto, vomitando fuego a borbotones
,

dio a luz una nueva vida entre dolorosas contracciones
.

Su sangre seca se tornó en limo ocre, y llegó el radiante hijo
.

El supremo esfuerzo valió la pena, ya todo era gran regocijo
.

El niño resplandecía. La Madre no cabía en sí de alegría
.

Se alzaron montañas, de cuyas crestas brotaban llamas
,

y Ella a su hijo alimentaba con sus colosales mamas
.

Chispas saltaban al chupar el niño, tal era su anhelo
,

y la tibia leche de la Madre trazó un camino en el cielo
.

Una vida se iniciaba. A su hijo amamantaba
.

El niño reía y jugaba, y así se desarrollaban su cuerpo y su mente
.

Para gozo de la Madre, las tinieblas disipaba con su luz refulgente
.

Su mente y su fuerza crecían, recibiendo de Ella cariño
,

pero pronto aquel hijo maduró, pronto dejó de ser niño
.

Atrás quedaba la edad de la inocencia. Quería independencia
.

A la fuente Ella recurrió cuando a una vida dio nacimiento
.

Ahora el vacío y gélido caos atraía al hijo con embaucamiento
.

La Madre daba amor, pero el joven tenía otras ambiciones
,

buscaba conocimientos, aventuras, viajes, emociones
.

Para Ella el vacío era abominable. A él le parecía deseable
.

Se marchó de su lado cuando la Gran Madre dormía
,

mientras fuera se arremolinaba la oscuridad vacía
.

Por todos los medios, las tinieblas procuraron al hijo tentar
,

y él, fascinado por el gran torbellino, se dejó cautivar
.

A su hijo arrebataba. Al joven que tanto brillaba
.

El hijo de la Madre, en un primer momento alborozado
,

pronto se afligió en aquel vacío glacial y desolado
.

Su incauto vástago, corroído por su conciencia quejosa
,

no pudo escapar a aquella fuerza misteriosa
.

Estaba en un grave aprieto. El caos lo tenía bien sujeto
.

Pero en el preciso instante en que lo engullía la oscuridad
,

la Madre despertó, tendió la mano y lo sostuvo con tenacidad
.

Buscando quien la ayudara a recobrar a su hijo radiante
,

la Madre acudió al pálido y luminoso amigo, antes su amante
.

La Madre lo agarró fuerte. Perderlo habría sido la muerte
.

Se oyó el eco, las paredes les devolvieron la canción, aunque no tan poderosamente como en otras cuevas, pensó la Primera, pero sí con matices interesantes, casi como si se desdoblara. En la estrofa del poema que consideró oportuna, calló. El grupo siguió adelante en silencio.

A la derecha de la cueva llegaron a una gran acumulación de piedra estalagmítica junto a bloques desplomados. Esta vez la Guardiana los llevó al lado izquierdo de la cueva, a la parte más profunda del espacio de hibernación de los osos. Al otro lado de las estalagmitas y los bloques de piedra, colgaba del techo una gran roca afilada. Las piedras delimitaban el comienzo de otra cámara, con el techo alto al principio pero más bajo conforme se alejaba. Muchas concreciones pendían del techo y las paredes, contrariamente a lo que ocurría en el espacio de hibernación de los osos, donde no existían tales concreciones.

Cuando llegaron a la roca colgante, la Guardiana despabiló la antorcha golpeándola contra un borde de piedra y luego la alzó para que los visitantes vieran la superficie del panel. Cerca de la base, mirando a la izquierda, había un leopardo moteado, pintado de rojo. Ni Ayla ni Jondalar ni Jonokol habían visto nunca un leopardo pintado en la pared de un Lugar Sagrado. Por la cola larga, Ayla pensó que era un leopardo de las nieves. Al final de la cola del leopardo asomaba un grueso saliente de calcita; al otro lado, había un gran punto rojo. Nadie entendía la razón de los enormes puntos rojos en esa zona, ni qué significaba el leopardo, pero no cabía duda de que aquello era un leopardo.

No podía decirse lo mismo del animal situado encima de él, orientado a la derecha. Por los descomunales hombros y la forma de la cabeza, casi podía tomarse por un oso, pero el cuerpo delgado y las piernas largas, así como las manchas en la parte superior del cuerpo, indujeron a Ayla a pensar que era casi con total certeza una hiena cavernaria. Conocía las hienas, y sabía que tenían unos hombros enormes. La forma de la cabeza del animal pintado se parecía en cierto modo a la de un oso cavernario. Con sus poderosos dientes y músculos maxilares, capaces de partir los huesos de un mamut, la hiena había desarrollado también una estructura ósea potente, pero tenía el hocico más alargado que el oso. El pelaje de una hiena era hirsuto y áspero, sobre todo en torno a la cabeza y los hombros.

—¿Veis el otro oso, el que está encima? —preguntó la Guardiana.

De pronto Ayla reparó en otra figura situada sobre la hiena. Distinguió, en débiles trazos rojos, la forma característica de un oso cavernario orientado a la izquierda, en dirección contraria a la hiena, y empezó a hacer comparaciones.

—No creo que el animal con manchas sea un oso. Yo diría que es una hiena cavernaria —observó.

—Eso opinan algunos, pero la cabeza se parece mucho a la de un oso —dijo la Guardiana.

—Las cabezas de los dos animales se asemejan —contestó Ayla—, pero la hiena de la imagen tiene el hocico más largo, y no se ven las orejas. El pelo erizado en lo alto de la cabeza es propio de la hiena.

La Guardiana no discutió. La gente tenía derecho a pensar lo que quisiera, pero la acólita había hecho algunas observaciones interesantes. La mujer les señaló a continuación otro felino oculto en un estrecho panel en el lado inferior de la piedra colgante y le preguntó qué clase de felino era aquel en su opinión. Ayla no estaba segura: el pelaje no presentaba ninguna señal característica y su contorno, para adaptarse al espacio, era alargado, pero ofrecía un aspecto muy felino; aunque quizá, pensándolo mejor, tenía forma de comadreja. Había allí otros animales que, según le dijeron, eran íbices, cosa que a ella no le resultaba tan evidente. Luego la Guardiana volvió a llevarlos al lado izquierdo de la cámara. Al principio encontraron concreciones, pero no dibujos.

Más adelante, en el pasadizo, llegaron a un panel alargado. Una formación calcárea había decorado la pared con cortinas y cordones de piedra roja, anaranjada y amarilla que casi rozaban los gruesos montículos cónicos situados debajo. Concreciones como riachuelos detenidos en el tiempo parecían descender por las cortinas colgantes, y en los espacios entre ellas había pintados signos extraños.

Uno era una forma rectangular larga con líneas que salían de los lados. A Ayla le recordó a una representación en tamaño muy grande de una de esas criaturas reptantes con múltiples patas, quizá una oruga. Al lado se veía una figura con algo semejante a alas a ambos lados. Hubiera podido ser una mariposa, la siguiente fase en la vida de la oruga, pero no estaba tan bien dibujada como muchas de las demás pinturas, así que tenía sus dudas. Pensó en preguntárselo a la Guardiana, pero seguramente no lo sabía. No podría darle más que conjeturas.

A medida que avanzaban, la decoración de la pared era cada vez más exigua. La Guardiana empezó a tararear otra vez suavemente. Se produjo cierta resonancia, pero no mucha, hasta que llegaron a una zona con rocas colgantes. Allí se habían realizado grupos de puntos rojos. Seguía un friso con cinco rinocerontes y, no muy lejos, más signos y otros animales: siete cabezas y un animal entero de aspecto felino, quizá leones, además de un caballo, un mamut y otro rinoceronte. Varias imágenes en positivo de huellas de manos, además de puntos formando líneas y figuras circulares. Más adelante, encontraron más signos y un rinoceronte esbozado en negro.

Luego llegaron a otro filo de roca, una especie de pared divisoria donde aparecían más signos, el contorno parcial de un mamut en negro con una mano en negativo en el interior del cuerpo, y otras en el costado de un caballo. A la derecha de estos, se observaban dos grupos de grandes puntos. Al otro lado del panel con manos vieron un oso pequeño dibujado en rojo. Había asimismo un ciervo rojo y otras marcas, pero el oso era la figura predominante. Estaba dibujado de una manera muy parecida a la de los demás osos que habían visto, pero era una versión en miniatura. El panel señalaba el principio de una pequeña cámara justo delante. Nada más entrar, advirtieron que el techo era muy bajo.

—No creo que sea necesario entrar ahí —dijo la Guardiana—. Es un espacio muy reducido, sin gran cosa que ver, y una vez dentro tendríamos que encorvarnos o agacharnos.

La Primera coincidió con ella. No sentía el menor deseo de apretujarse en un espacio pequeño, y en efecto, como recordaba, no había mucho que ver. Además, sabía lo que venía a continuación y estaba impaciente por llegar.

En lugar de seguir al frente para visitar la exigua cámara, la Guardiana dobló a la izquierda y se mantuvo junto a la pared derecha. La siguiente sala tenía el techo un metro y medio más bajo que aquella en la que se hallaban, aunque la altura era desigual, mayor en unos sitios y menor en otros, y el suelo presentaba cierta inclinación; tanto en las paredes como en el techo se apreciaban numerosas concreciones. Había indicios de la presencia de osos cavernarios: huellas de zarpas, arañazos y huesos. A Ayla le pareció ver la insinuación de un dibujo a cierta distancia, pero la Guardiana pasó de largo sin molestarse en señalarlo. Ese espacio parecía un acceso a otro lugar.

A la siguiente cámara se entraba por una abertura baja. En el centro de esa otra sala se advertía una hondonada, una concavidad de unos diez metros de diámetro y unos cuatro de profundidad. La rodearon por la derecha, donde el suelo era de tierra marrón.

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