La tierra de las cuevas pintadas (83 page)

—Para entenderlo bien, hay que dar toda la vuelta —indicó la Guardiana, mostrando a Ayla la figura compuesta en su totalidad: los cuartos anteriores de un bisonte sobre dos piernas humanas, entre las cuales había una gran vulva, sombreada en negro, con un trazo vertical grabado en el extremo de abajo. Eran las extremidades inferiores de una mujer con cabeza de bisonte. En la parte posterior de la roca colgante vieron un león—. Siempre me ha parecido que esa roca colgante tenía forma de órgano masculino.

—Es verdad —coincidió Ayla.

—Hay un par de salas pequeñas con unas cuantas pinturas interesantes —dijo la Guardiana—. Si quieres, te las enseño.

—Sí. Me gustaría ver todo lo posible antes de marcharme —respondió Ayla.

—Verás que aquí, detrás de la roca colgante con forma de miembro viril, hay tres leones, y después del rinoceronte que sangra, un pequeño pasadizo conduce a un hermoso caballo —explicó la Guardiana, reanudando la marcha para guiarla—. Y aquí, al final del panel, está el gran bisonte. Cerca hay un gran león y unos caballos pequeños. Es muy difícil acceder a la zona situada al otro lado.

Ayla volvió al principio de la cámara, donde la Primera descansaba sentada en una piedra. Los demás visitantes se hallaban cerca de ella.

—¿Y bien, Ayla? ¿Qué te parece? —preguntó la Zelandoni.

—No sabes cuánto me alegro de que me hayas traído aquí. Creo que esta es la cueva más hermosa que he visto. Es más que una cueva, pero no sabría cómo llamarla. Cuando vivía con el clan, no sabía que se podía ver una cosa en la vida real y crear otra cosa parecida por un medio distinto. —Ayla miró alrededor en busca de Jondalar y sonrió al verlo. Él se acercó y la rodeó con el brazo, que era lo que ella deseaba. Necesitaba compartir ese momento con él—. Después, cuando fui a vivir con los mamutoi y vi lo que era capaz de hacer Ranec con el marfil, y otros con cuero y cuentas, y a veces dibujando sólo con un palo en la tierra alisada, me quedé atónita.

Se interrumpió y bajó la mirada hacia el húmedo suelo arcilloso de la cueva. Se hallaban todos agrupados en un mismo sitio bajo el resplandor vacilante de las antorchas. La luz no llegaba muy lejos, y los animales pintados en las paredes eran meras insinuaciones en la oscuridad, semejantes a las imágenes fugaces que veía la mayoría de la gente en el exterior.

—En este viaje, y en otros anteriores, hemos visto pinturas y dibujos muy hermosos, y algunos no tan hermosos pero igualmente increíbles. No sé cómo la gente lo hace, y no puedo concebir siquiera la razón por la que lo hace. Creo que su intención es complacer a la Madre, y no me cabe duda de que lo consiguen, y tal vez quieren contar Su historia, u otras historias. O quizá la gente pinte por el mero hecho de que es capaz de pintar. Como Jonokol, a alguien se le ocurre dibujar algo y lo dibuja. Es lo mismo que cuando tú cantas, Zelandoni. La mayoría de las personas pueden cantar, más o menos, pero nadie como tú. Cuando te oigo, sólo quiero escucharte. Me siento bien por dentro. Lo mismo me ocurre cuando veo estas cuevas pintadas, o cuando Jondalar me mira con sus ojos llenos de amor. Tengo la sensación de que quienes crearon estas imágenes me miran con ojos llenos de amor. —Bajó la vista porque estaba conteniendo las lágrimas. Normalmente era capaz de controlar el llanto, pero en ese momento le costó—. Creo que la Madre también debe de sentirse así —concluyó, y los ojos le brillaron bajo la titilante luz.

«Ahora sé por qué está emparejada», pensó la Guardiana. «Será una Zelandoni extraordinaria; ya lo es, de hecho, pero no podría serlo sin él. Tal vez esa sea la función que la Madre le ha asignado a él.» Empezó a tararear. Jonokol se unió a ella. Su voz siempre contribuía a que el canto de los demás sonara mejor. Luego se sumó Willamar, aportando sólo sílabas sueltas. Tenía una voz aceptable, pero no hacía más que complementar la música de los demás. Lo siguió Jondalar, que tenía buena voz, pero sólo cantaba cuando lo hacían los demás. Finalmente, acompañada por el coro de voces que resonaban en la cueva de piedra hermosamente decorada, La Que Era la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra reanudó el Canto a la Madre por el punto donde lo había dejado.

Y su luminoso amigo no iba ya a ceder más terreno

ante el ladrón que mantenía retenido al hijo de su seno
.

Juntos pugnaron por el rescate del hijo que Ella adoraba
.

Sus esfuerzos no fueron en vano, su luz de nuevo alumbraba
.

Recobraba la energía. Su resplandor volvía
.

Pero las inhóspitas tinieblas ansiaban su vivo y radiante calor
.

La Madre firme se mantuvo en su defensa y resistió con vigor
.

El torbellino tiró con violencia, negándose a soltar a su presa
,

y Ella luchó de tú a tú contra la oscuridad arremolinada y aviesa
.

De las tinieblas se protegió. Pero su hijo otra vez se alejó
.

Cuando la Madre combatía al torbellino y al caos hacía huir
,

la luz de su hijo con intensidad veía nuevamente refulgir
.

Cuando Ella flaqueaba, el inhóspito vacío volvía a la carga
,

y la oscuridad retornaba al final de una jornada ardua y larga
.

De su hijo sentía el calor. Mas aún no había vencedor
.

En el corazón de la Madre anidaba una inmensa pena
,

Su hijo y Ella por siempre separados, esa era la condena
.

Suspiraba por el niño que en otro tiempo fuera su centro
,

y una vez más recurrió a la fuerza vital que llevaba dentro
.

No podía darse por vencida. Su hijo era su vida
.

Cuando llegó la hora, manaron de Ella las aguas del parto
,

devolviendo la verde vida a un mundo seco como el esparto
.

Y las lágrimas por su pérdida, profusamente derramadas
,

tornáronse arco iris y gotas de rocío, maravillas inusitadas
.

La Tierra recobró su verde encanto, pero no sin llanto
.

Partió en dos las rocas con un atronador rugido
,

y en sus profundidades, en el lugar más escondido
,

nuevamente se abrió la honda y gran cicatriz
,

y los Hijos de la Tierra surgieron de su matriz
.

La Madre sufría, pero más hijos nacían
.

Todos los hijos eran distintos, unos terrestres y otros voladores
,

unos grandes y otros pequeños, unos reptantes y otros nadadores
.

Pero cada forma era perfecta, cada espíritu acabado
,

cada uno era un modelo digno de ser copiado
.

La Madre era afanosa. La Tierra cada vez más populosa
.

Todos, aves, peces y animales, eran su descendencia
,

y esta vez la Madre nunca habría de padecer su ausencia
.

Cada especie viviría cerca de su lugar originario
,

y compartiría con los demás aquel vasto escenario
.

Con la Madre permanecerían; de Ella no se alejarían
.

Aunque todos eran sus hijos y la colmaban de satisfacción
,

consumían la fuerza vital que hacía latir su corazón
.

Pero aún le quedaba suficiente para una génesis postrera
,

un hijo que supiera y recordara quién la Suma Hacedora era
.

Un hijo que la respetaría y a protegerla aprendería
.

La Primera Mujer nació ya totalmente desarrollada y viva
,

y recibió los dones que necesitaba, esa era su prerrogativa
.

La Vida era el Primer Don, y como la Madre naciente
,

al despertar del gran valor de la vida era ya consciente
.

La Primera en salir de la horma, las demás tendrían su forma
.

Vino luego el Don de la Percepción, del aprendizaje
,

el deseo de saber, el Don del Discernimiento, un amplio bagaje
.

La Primera Mujer llevaba el conocimiento en su interior
,

que la ayudaría a vivir y transmitiría a su sucesor
.

Sabría la Primera Mujer cómo aprender, cómo crecer
.

Con la fuerza vital casi extinta, la Madre se consumía
,

transmitir el Espíritu de la Vida, sólo eso pretendía
.

A sus hijos confirió la facultad de crear una nueva vida
,

y también la Mujer con esa posibilidad fue bendecida
.

Pero la Mujer sola se sentía; a nadie tenía
.

La Madre recordó la experiencia de su propia soledad
,

el amor de su amigo y su caricia llena de inseguridad
.

Con la última chispa que le quedaba, el parto empezó
,

para compartir la vida con la Mujer, al Primer Hombre creó
.

De nuevo alumbraba; otro más alentaba
.

A la Mujer y el Hombre había deseado engendrar
,

y el mundo entero les obsequió a modo de hogar
,

tanto el mar como la tierra, toda su Creación
.

Explotar los recursos con prudencia era su obligación
.

De su hogar debían hacer uso, sin caer en el abuso
.

A los Hijos de la Tierra la Madre concedió

los dones precisos para sobrevivir, y luego decidió

otorgarles la alegría de compartir y el don del placer
,

por el cual se honra a la Madre con el goce de yacer
.

Los dones aprendidos estarán cuando a la Madre honrarán.

La Madre quedó satisfecha de la pareja que había creado
.

Les enseñó a amarse y respetarse en el hogar formado
,

y a desear y buscar siempre su mutua compañía
,

sin olvidar que el don del placer de la Madre provenía
.

Antes de su último estertor, sus hijos conocían ya el amor
.

Tras a los hijos su bendición dar, la Madre pudo reposar
.

Cuando acabaron, reinó un silencio sepulcral. Todos los allí presentes sintieron, más que nunca, el poder de la Madre y del Canto a la Madre. Volvieron a contemplar las pinturas y tomaron aún mayor conciencia de los animales que parecían salir de las grietas y las sombras de la cueva, como si la Madre estuviera creándolos, dándoles vida, trayéndolos del otro mundo, el mundo de los espíritus, el gran inframundo de la Madre.

A continuación oyeron un sonido estremecedor, el maullido de un cachorro de león. Pasó a convertirse en el sonido de un león de corta edad al llamar a su madre, luego en los primeros intentos de rugir de un joven león macho, y finalmente los resoplidos y gruñidos previos al rugido propio de un león macho llamando a los suyos.

—¿Y eso cómo lo hace? —preguntó la Guardiana—. Parece un león pasando por las distintas etapas de crecimiento. ¿Cómo sabe una cosa así?

—Crio un león. Lo cuidó mientras crecía y le enseñó a cazar con ella —respondió Jondalar—. Y rugía con él.

—¿Eso te lo ha contado ella? —preguntó la Guardiana, con un asomo de duda insinuándose en su voz.

—Bueno, sí, más o menos. El león la visitó cuando yo me recuperaba de mis heridas en su valle. No le gustó verme allí y me atacó. Ayla se interpuso entre nosotros y él dio un giro y paró en seco. Entonces ella se revolcó por el suelo y lo abrazó; luego se subió a su lomo y lo montó, como hace con Whinney. Pero no creo que fuera a donde ella quería, sino sólo a donde él quiso llevarla. No obstante, la trajo de vuelta. Cuando más tarde la interrogué, me lo contó todo —explicó Jondalar.

Su historia era tan sencilla que resultaba convincente. La Guardiana se limitó a cabecear.

—Me parece que deberíamos encender todos antorchas nuevas —sugirió—. Queda al menos una para cada uno, y además llevo los candiles.

—Yo esperaría a encender las antorchas cuando hayamos salido de este pasadizo —opinó Willamar.

—Sí, tienes razón —coincidió Jonokol—. ¿Puedes sostener la mía? —preguntó a la Guardiana.

Jonokol, Jondalar, Ayla y Willamar subieron en brazos a la Primera por los escalones más altos mientras la Guardiana sostenía las antorchas para alumbrarles el camino. Tiró una que había quedado prácticamente reducida a nada a una de las antiguas fogatas dispuestas junto a las paredes. Cuando llegaron a las pinturas de los caballos, todos cogieron una antorcha nueva. La Guardiana apagó las que estaban medio quemadas y las guardó en su morral. Después emprendieron el camino de vuelta. Nadie decía gran cosa, sólo contemplaban otra vez los animales a su paso. Antes de llegar a la entrada, repararon en la cantidad de luz que penetraba a gran profundidad en la cueva.

En la entrada, Jonokol se detuvo.

—¿Puedes llevarme al espacio amplio de aquella otra sala?

—Por supuesto —respondió la Guardiana sin preguntar el motivo. Ya lo conocía.

—Me gustaría acompañarte, Zelandoni de la Decimonovena Caverna —dijo Ayla.

—Me parece muy bien. Será un placer para mí. Puedes sostener mi antorcha —contestó él con una sonrisa.

Fue Ayla quien encontró la Cueva Blanca, y Jonokol el primero a quien ella se la enseñó. Ayla sabía que él iba a pintar en esas hermosas paredes, aunque tal vez necesitaría ayudantes. Los tres volvieron a la segunda sala de la Cueva de los Osos mientras los demás salían. La Guardiana los llevó por un atajo, y sabía adónde debía ir, al lugar en el que él se había fijado al entrar en esa parte de la cueva. Jonokol encontró el entrante aislado y la concreción antigua que habían visto antes.

Tras sacar un cuchillo de pedernal, se acercó a la estalagmita con la parte superior en forma de vasija y talló en la base, con movimientos diestros, el testuz, el ollar, la boca, la quijada y el carrillo de un caballo, luego dos trazos más enérgicos para la crin y el lomo. Lo miró por un momento y grabó, por encima del primer caballo, la cabeza de un segundo orientado en sentido contrario. Allí la piedra era un poco más dura, por lo que le resultó un poco más difícil realizar las incisiones, y la línea del testuz no le quedó tan precisa, pero procedió a dibujar los pelos individuales de una crin erizada a intervalos regulares. Por fin dio un paso atrás y contempló su obra.

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