La tierra de las cuevas pintadas (84 page)

—Quería aportar algo a esta cueva, pero no sabía si debía hasta que la Primera ha entonado el Canto a la Madre en lo más hondo de la cueva —dijo el Zelandoni de la Decimonovena Caverna.

—Ya te he dicho que era decisión de la Madre, y que llegado el momento tú mismo lo sabrías. Ahora también lo sé yo: ha sido lo acertado —dijo la Guardiana.

—Has hecho bien —corroboró Ayla—. Quizá sea ya hora de que deje de llamarte Jonokol y empiece a usar el nombre de Zelandoni de la Decimonovena.

—Eso tal vez en público, pero entre nosotros espero ser siempre Jonokol, y que tú seas Ayla —respondió él.

—También a mí me gustaría —dijo Ayla, y se volvió hacia la Guardiana—. Para mí tú eres la Guardiana, aquella que guarda algo, pero si no te importa, me gustaría saber el nombre con el que naciste.

—Me llamaba Dominica —contestó la mujer—, y yo siempre pensaré en ti como Ayla, pase lo que pase, aunque te conviertas en la Primera.

Ayla cabeceó.

—Es poco probable. Soy una forastera con un acento extraño.

—Eso no importa —repuso Dominica—. Nosotros reconocemos a la Primera o al Primero, aunque no los conozcamos personalmente. Y me gusta tu acento. Creo que con él te distingues de los demás, como es propio de La Que Es la Primera.

Acto seguido los condujo de vuelta a la salida.

Ayla pasó el resto del día pensando en esa extraordinaria cueva. Era tanto lo que había por ver, por asimilar, que deseó visitarla de nuevo. Esa noche la gente hablaba de lo que debía hacerse con Gahaynar, y a ella se le iba el pensamiento a la cueva una y otra vez. Él parecía recuperarse de la tremenda paliza recibida. Pese a que llevaría las cicatrices el resto de su vida, no parecía albergar rencor hacia las personas que se la habían propinado. Si acaso, se le veía agradecido no sólo por estar vivo, sino porque los zelandonia cuidaran de él.

Sabía lo que había hecho, aun cuando nadie más lo supiera. Balderan y los otros habían muerto por cosas no mucho peores. Ignoraba por qué él había sobrevivido, como no fuera porque, para sus adentros, mientras Balderan planeaba matar a la forastera, él había rogado a la Madre que lo salvara. Era consciente de que no saldrían impunes y no quería morir.

—Parece sincero en su deseo de reparar los daños causados —comentó la Zelandoni Primera—. Tal vez porque ahora sabe que puede tener que pagar por sus actos, pero por lo visto la Madre ha decidido salvarlo.

—¿Alguien sabe en qué caverna nació? —preguntó la Primera—. ¿Tiene parientes?

—Sí, su madre —contestó una Zelandoni—. No conozco a ningún otro familiar, pero creo que es bastante anciana y está perdiendo la memoria.

—Entonces he ahí la respuesta —dictaminó la Primera—. Debe volver a su caverna para cuidar de su madre.

—Pero ¿cómo reparará así los daños causados a otros? Es su madre —intervino otra Zelandoni.

—No tiene por qué ser una tarea fácil si ella sigue deteriorándose, pero librará a la caverna de la carga de tener que cuidar de ella, y a él le proporcionará algo útil que hacer. No creo que esas fueran sus intenciones mientras estaba con Balderan, cuando cogía todo lo que quería sin necesidad de trabajar para conseguirlo. Habrá que obligarlo a trabajar, a salir a cazar por su cuenta, o al menos a participar en las cacerías comunales con su caverna, y a ayudar personalmente a su madre en todo lo que necesite.

—Supongo que esas son cosas que a un hombre no tienen por qué gustarle, cuidar de una anciana —dijo la otra Zelandoni—, aun tratándose de su propia madre.

Ayla había estado escuchando a medias, pero captó la esencia de la conversación y le pareció un buen plan; después siguió pensando en el Lugar Sagrado Más Antiguo. Finalmente decidió que en algún momento en los próximos días volvería a la cueva sola o quizá con Lobo.

Al día siguiente, a última hora de la mañana, Ayla pidió a Levela que le cuidara otra vez a Jonayla y vigilara la carne que había dejado a secar. Había colocado más carne de bisonte en el tendedero y pensó que ese era un buen momento para satisfacer el deseo de ver nuevamente el Lugar Sagrado Más Antiguo.

—Voy a volver a entrar en la cueva, esta vez con Lobo. Quiero verla otra vez antes de marcharnos. ¿Quién sabe cuándo regresaré aquí, si es que regreso?

Cogió varias antorchas y un par de candiles de piedra, junto con mechas de liquen y secciones de intestino rellenas de grasa con los extremos atados que guardó en una bolsa de piel de doble capa. Comprobó su equipo para encender fuego y se aseguró de que llevaba el material indicado: una piedra de fuego y pedernal, ramitas y yesca, y trozos de leña de mayor tamaño. Llenó el odre y añadió un vaso para ella y un cuenco para Lobo. Cogió también la bolsa de medicinas con unos cuantos paquetitos de hierba —aunque dudaba que fuera a preparar una infusión—, su mejor cuchillo y ropa de abrigo para ponerse dentro de la cueva, aunque prescindió del calzado. Estaba habituada a andar descalza. Tenía las plantas de los pies casi tan duras como pezuñas.

Llamó a Lobo con un silbido y enfiló el camino en dirección a la cueva. Cuando llegó a la amplia entrada, echó un vistazo al rincón a resguardo de la cornisa. La fogata no estaba encendida, y cuando se asomó a mirar dentro de la construcción destinada a dormir, vio que no había nadie. Ese día la Guardiana no estaba allí. Normalmente cuando alguien tenía intención de visitar el Lugar Sagrado Más Antiguo se lo comunicaban antes, y Ayla sencillamente decidió presentarse allí sin previo aviso.

Encendió una pequeña fogata en el hogar y a continuación prendió una antorcha; sosteniéndola en alto, entró e indicó a Lobo que la siguiera. De nuevo percibió lo grande que era la cueva, y el desorden de las primeras salas: columnas desprendidas del techo y volcadas, y enormes bloques y rocas caídas y cascotes desparramados por el suelo. La luz penetraba en la cueva a cierta profundidad, y Ayla repitió el recorrido del día anterior: a la izquierda y recto, hasta entrar en la enorme sala con los revolcaderos de osos. Lobo permaneció cerca de ella.

Se mantuvo a la derecha del pasadizo, a sabiendas de que salvo por la gran sala de la derecha, que pensaba visitar a la salida, no había gran cosa que ver hasta medio camino cueva adentro. No se proponía pasar mucho tiempo en la cueva ni volver a verlo todo, sino sólo unas cuantas cosas. Accedió a la cámara donde se hallaban las cavidades creadas por los osos y continuó junto a la pared de la derecha hasta llegar a la siguiente sala, situada al fondo. Allí buscó la roca gruesa y afilada que descendía del techo.

Allí estaban, tal y como recordaba, el leopardo de cola larga y la hiena-oso pintados en rojo. ¿Era una hiena o un oso? Sí, por la forma de la cabeza parecía un oso cavernario, pero el hocico era más largo y el mechón en lo alto de la cabeza y el asomo de melena semejaban el pelo erizado de una hiena. Ninguno de los otros osos de la cueva tenía patas largas ni esa forma estilizada. «¡Y mira el segundo oso que hay encima!», se dijo. «No sé qué quería expresar el artista con esta pintura, pero a mí me parece que es una hiena, pese a ser la única que he visto pintada en una cueva. Pero tampoco había visto nunca un leopardo. Hay un oso, una hiena y un leopardo pintados en este lugar, todos ellos animales fuertes y peligrosos. Me pregunto qué dirían los fabuladores ambulantes de esta escena.»

Mirando pero sin entretenerse, Ayla pasó ante la siguiente serie de imágenes: primero algo que quizá fueran insectos, y luego una fila de rinocerontes, leones, caballos, mamuts, signos, puntos, huellas de manos. Sonrió ante el dibujo en rojo del oso pequeño, tan parecido a los demás osos de esa cueva, pero de menor tamaño. Se acordó de que en esa sección la Guardiana había doblado a la izquierda y seguido junto a la pared derecha. En el siguiente espacio, tras un desnivel en el suelo de un metro y medio, se advertían indicios de la presencia de osos cavernarios; después venía la zona con la profunda hondonada en el centro.

Esa era la sala donde todos los dibujos, o grabados, estaban en blanco, porque las superficies blancas estaban cubiertas de vermiculita, una arcilla suave de color marrón claro. Entre todos los grabados, le llamó especialmente la atención el rinoceronte que salía de una grieta en la pared y se detuvo a contemplarlo. ¿Por qué los antiguos pintaban esos animales en las paredes de las cuevas?, se preguntó. ¿Por qué Jonokol había deseado grabar la imagen de los dos caballos en la sala próxima a la entrada de la cueva? Al hacerlo, estaba totalmente absorto en su labor, tan concentrado como los zelandonia al beber la infusión en el emplazamiento sagrado de la Séptima Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur. Los artistas probablemente no serían capaces de crear imágenes tan extraordinarias sin abstraerse de esa manera. Tenían que pensar en lo que hacían.

¿Las creaban para sí mismos o para mostrárselas a los demás? ¿Y quiénes eran los demás? ¿Las otras personas de sus cavernas o los otros zelandonia? Algunas de las salas mayores de ciertas cuevas tenían cabida para gran número de gente, y a veces se celebraban en ellas ceremonias, pero muchas de las imágenes se realizaban en grutas pequeñas o en espacios muy reducidos de cuevas mayores. Debían de hacerlas por sus propias razones, por el valor de las imágenes en sí mismas. ¿Buscaban algo en el mundo de los espíritus? Tal vez un espíritu animal propio, como lo era para ella el tótem del león, o un espíritu animal que los acercara a la Madre. Cuando se lo preguntaba a la Zelandoni, nunca obtenía una respuesta satisfactoria. ¿Era algo que debía averiguar por su cuenta?

Lobo había permanecido junto a Ayla, pegado a la pared que ella seguía. Ayla llevaba la única luz en aquella cueva totalmente a oscuras, pero Lobo, pese a que sus otros sentidos le proporcionaban más información sobre el entorno que la antorcha de ella, también prefería ver.

Ayla supo que había llegado a la siguiente sección de la cueva por la perceptible disminución en la altura del techo. En las paredes y rocas colgantes había más mamuts y bisontes y ciervos, algunos grabados en blanco, otros dibujados en negro. Esa era la sala donde se hallaba el cráneo de un oso cavernario sobre la roca plana, y Ayla se acercó a verlo otra vez. Se detuvo allí por un momento, volviendo a acordarse de Creb y el clan, y luego prosiguió. Un terraplén de arcilla gris parecía bordear esa cámara. Trepó por él para llegar a la última sala, la que no había visitado la Primera. Advirtió en la arcilla huellas de oso que no había visto en su visita anterior. Dos altos escalones le permitieron acceder al siguiente espacio.

Como a los lados el techo era demasiado bajo para caminar erguida, avanzó por el centro de la sala. Decidió que había llegado el momento de encender otra antorcha. Frotó la primera contra el techo bajo para desprender el ascua. En cuanto se aseguró de que estaba apagada, guardó los restos en el morral. Tuvo que encorvarse para seguir adelante por aquel camino natural y, en la base de una roca colgante, advirtió una hilera horizontal de siete puntos rojos, junto a una serie de puntos negros. Finalmente, recorridos unos quince metros, pudo erguirse de nuevo.

Había más marcas negras de antorcha: obviamente otras personas habían utilizado esa zona para apagar sus antorchas. Al fondo, el techo descendía hacia el suelo. Lo cubría una fina capa amarilla de piedra reblandecida que se había disgregado en vermiculaciones: líneas onduladas semejantes a pequeños gusanos. En esa superficie inclinada, usando básicamente dos dedos, habían dibujado el sencillo contorno de un caballo. Por la propia inclinación, debía de haber sido muy difícil para el artista dibujar allí, viéndose obligado a echar la cabeza hacia atrás en todo momento, sin tener una visión de conjunto mientras trabajaba en el dibujo. Las proporciones eran un poco inexactas, pero era el último dibujo de la cueva. Advirtió que también se habían trazado los contornos de un par de mamuts en el techo inclinado.

Ayla detectó un olor y miró alrededor; vio que Lobo había orinado. Sonrió. Era inevitable. Cuando se giró para volver sobre sus pasos, se preguntó si habría otra salida de la cueva cerca de allí, pero sólo se lo planteó por un momento. No iba a buscarla. Junto a la pared, sintió que se le hundían los pies en el suelo de arcilla frío y blando. Lobo la seguía, andando por la misma arcilla blanda. Al salir de esa última sala, la pared que antes tenía a la derecha ahora quedaba a la izquierda. Pasó ante el panel de mamuts grabados y llegó a una de las secciones que más deseaba ver: los caballos pintados en negro.

En esta ocasión examinó la pared con mayor detenimiento. Vio que, para dejar al descubierto la caliza blanca, se había raspado la suave capa marrón de una amplia sección de pared, que incluía la mayor parte de un grabado anterior de un rinoceronte y un mamut. El color negro se había conseguido con carbón, pero por la manera de aplicarlo, unas partes quedaban más oscuras y otras más claras, confiriendo así un aspecto más realista a los caballos y demás animales. Si bien fueron los caballos los que la atrajeron hasta allí, no eran estos, sino unos uros, los primeros animales del panel. Y volvió a sonreír al ver los leones en el interior del entrante. Estaba claro que aquella hembra no sentía el menor interés por el joven macho. Allí sentada, no tenía intención de moverse.

Ayla recorrió lentamente la pared pintada en toda su longitud hasta llegar a la entrada de la larga galería que llevaba a la última sala con pinturas y, a la derecha, vio el ciervo gigante pintado a cierta altura. También era allí donde había una hilera de antiguas fogatas junto a la pared, el lugar donde se hacía el carbón. El suelo empezó a descender. Después del último gran escalón, Ayla accedió a la sala final y avanzó aún más despacio. Le encantaron los leones, tal vez porque eran su tótem, pero además parecían reales. Llegó al extremo y examinó la última roca colgante, la que parecía un órgano viril. Tenía pintada una vulva entre unas piernas humanas, y era en parte bisonte y en parte león. Tuvo la certeza de que también allí alguien intentaba contar una historia. Finalmente, se dio media vuelta e inició el camino de regreso. En la entrada de la cámara, se detuvo y volvió a mirar.

Deseaba marcharse con un recuerdo, algo como el canto de la Primera a la cueva. Ella no sabía cantar, pero sonrió al pensar en algo que sí podía hacer. Podía rugir como había hecho la primera vez que estuvo allí. Al igual que los leones, empezó por el gruñido previo al rugido. Cuando por fin lo soltó, fue el mejor rugido de que era capaz; incluso Lobo se encogió un poco.

Other books

Valor de ley by Charles Portis
As Good as It Got by Isabel Sharpe
Dead Lies by Cybele Loening
Junk Miles by Liz Reinhardt
Destiny's Star by Vaughan, Elizabeth
His Black Wings by Astrid Yrigollen