La tierra de las cuevas pintadas (31 page)

—¿No convendría ponerles el cabestro y amarrarlos a una estaca? —preguntó Jondalar—. Así los tendremos cerca.

—Creo que después del susto Whinney y Corredor se alterarían si no pudieran correr a sus anchas. De momento preferirán quedarse cerca, a no ser que alguien vuelva a asustarlos, y esta vez los oiríamos. Voy a dejar a Lobo aquí con ellos para vigilarlos, al menos por esta noche. —Se acercó al animal y se agachó—. Quédate aquí, Lobo. Quédate aquí y vigila a Corredor y Gris. Quédate y vigila a los caballos.

No estaba muy segura de que el animal la hubiera entendido, pero cuando este se sentó y miró en dirección a los caballos, Ayla pensó que quizá sí comprendía. Sacó el hueso que había guardado para él y se lo dio.

El pequeño fuego que habían encendido en el refugio se había apagado hacía rato, así que prendieron otro y entraron más leña para mantenerlo vivo. Entonces Ayla advirtió que la leche materna había inducido a Jonayla a expulsar algo más que orina. Rápidamente extendió una pequeña capa de fibras de anea suaves y absorbentes y colocó encima el trasero desnudo de la niña.

—Jondalar, ¿puedes traerme el odre grande con lo que quede de agua para limpiar a la niña? Luego ve a llenarlo de agua limpia, y también el odre pequeño —pidió Ayla.

—Es una pequeña maloliente —dijo él, dirigiendo una sonrisa de adoración a la niña que consideraba preciosa.

Buscó el cuenco confeccionado con tallos de sauce, tejido en tupida trama y provisto de una cuerda teñida de ocre rojo ensartada cerca del borde superior; lo empleaban para limpiar sobre todo las peores formas de suciedad. Lo habían diferenciado con ese color a fin de que nadie, por descuido, usara el agua para beber o cocinar. Lo acercó, junto con el odre casi vacío, al hogar, llenó el cuenco y luego cogió su propio odre, hecho con el estómago de un íbice, el mismo del que extrajeron la piel para la manta de acarreo de Jonayla. Cuando se dirigía a la entrada, se aprovisionó de una de las antorchas apagadas que tenían siempre a mano, la encendió en el hogar y, antes de salir, recogió los odres.

Los estómagos de animal, una vez bien limpios y cosidos o atados los agujeros sobrantes del fondo, eran prácticamente impermeables y constituían odres excelentes. Cuando Jondalar regresó con ellos llenos, el cuenco de agua sucia estaba junto al cesto de noche situado a un lado de la puerta, y Ayla amamantaba a Jonayla otra vez con la esperanza de que se durmiera.

—Supongo que, ya puestos, mejor será que vacíe el cuenco y el cesto de noche —señaló él, hincando el extremo inferior de la antorcha encendida en la tierra.

—Como quieras, pero date prisa —respondió Ayla, mirándolo con una sonrisa lánguida pero pícara—. Me parece que Jonayla casi se ha dormido.

Él sintió de inmediato una tensión en la entrepierna y le devolvió la sonrisa. Llevó el odre grande y pesado al hogar principal y lo colgó en el sitio de costumbre, una estaquilla clavada en uno de los robustos postes que sostenían la estructura, y después acercó el otro al sitio destinado a dormir.

—¿Tienes sed? —preguntó Jondalar mientras la veía amamantar a la niña.

—No me importaría beber un poco de agua. Estaba pensando en preparar una infusión, pero creo que esperaré a más tarde —respondió ella.

Jondalar echó agua en un vaso y se lo entregó. A continuación, se encaminó de nuevo hacia la puerta. Vació el contenido del cuenco en el cesto de noche, recogió la antorcha y volvió a salir llevándose el cesto de noche y el cuenco sucio. Dejando la antorcha en el suelo, vació el enorme y apestoso cesto de noche en una de las zanjas que la gente usaba para orinar. Verter esos residuos era un trabajo que no gustaba a nadie. Cogiendo otra vez la antorcha, llevó los dos recipientes arroyo abajo, lejos del lugar que habían designado como fuente de agua más arriba. Los enjuagó durante un rato y luego, mediante una pala hecha con el omóplato de un animal, afilada en su extremo —que siempre dejaban allí con ese fin—, llenó de tierra el cesto de noche más o menos hasta la mitad. Después, utilizando arena limpia del arroyo, se restregó las manos con cuidado. Por último, alumbrándose con la antorcha, cogió el cesto y el cuenco y regresó a la morada.

Dejó el cesto de noche en el sitio de costumbre, el cuenco al lado y la antorcha encendida en un tedero colocado cerca de la entrada.

—Ya está —anunció, sonriendo a Ayla mientras se dirigía hacia ella, que aún sostenía en brazos a la niña. Jondalar se quitó las sandalias de hierba tejida, el calzado habitual en verano, y se tendió junto a Ayla, apoyándose en un codo.

—La próxima vez le tocará a otro —dijo ella.

—El agua está muy fría —se quejó él.

—Y tú también tienes frías las manos —observó ella, cogiéndoselas—. Te las calentaré —añadió con una insinuación en la voz.

Él la miró con un brillo en los ojos, dilatándose sus pupilas tanto por la luz tenue del interior de la morada como por el deseo.

Capítulo 12

A Jondalar le gustaba contemplar a Jonayla, hiciera lo que hiciera, ya fuera mamar o jugar con sus propios pies o llevarse algo a la boca. Incluso le complacía mirarla cuando dormía. Ahora la observaba mientras se resistía a dormirse. Soltaba el pezón de su madre, luego chupaba unas cuantas veces más y paraba por un momento; después repetía todo el proceso. Finalmente se quedó quieta entre los brazos de su madre. Jondalar observó fascinado cómo se formaba una gota de leche en la punta del pezón y caía.

—Creo que se ha dormido —dijo en voz baja.

—Sí, eso parece —contestó Ayla. Había envuelto a la niña con lana de muflón limpia, que había lavado unos días antes, y la abrigó para la noche con sus prendas de costumbre. Se levantó y la llevó con delicadeza a un pequeño lecho de pieles de dormir. Ayla no siempre sacaba a Jonayla de su cama cuando se acostaba, pero esa noche tenía claro que deseaba disponer de sus propias pieles de dormir sólo para Jondalar y ella.

Cuando regresó, el hombre que la esperaba la contempló mientras ocupaba su sitio junto a él. Ella lo miró a los ojos, cosa que aún le exigía cierto esfuerzo consciente. Jondalar le había enseñado que entre su pueblo, y entre la mayoría de las personas de su especie —y la de ella—, se consideraba poco cortés, o incluso ruin, eludir la mirada de aquel a quien se hablaba.

Mientras Ayla lo miraba, pensó en cómo veía la otra gente al hombre a quien amaba, cuál era su aspecto, su imagen física. ¿Qué tenía para que la gente se sintiese atraída por él, aun antes de pronunciar una sola palabra? Era alto, de pelo amarillo más claro que el de ella, fuerte y bien constituido, proporcionado para su estatura. Aunque en la tenue luz del refugio no veía el color de sus ojos, que siempre captaban la atención de los demás, sabía que eran comparables al extraordinario azul del agua de glacial y el hielo de sus profundidades. Ella había visto tanto lo uno como lo otro. Jondalar era inteligente y apto para confeccionar objetos, como los utensilios de pedernal que elaboraba; pero no era sólo eso. Ayla sabía que poseía un rasgo, un encanto, un carisma que atraía a la mayoría de las personas, pero sobre todo a las mujeres. Según contaban, la propia Zelandoni había dicho que ni siquiera la Madre podría negarle algo si él se lo pedía.

Jondalar no se daba cuenta de ello. El suyo era un atractivo inconsciente, pero sí tendía a dar por sentado que era siempre bien recibido. Aunque no lo usara adrede, no exactamente, conocía el efecto que ejercía en los demás y se beneficiaba de ello. Incluso después de su largo viaje seguía convencido, sin cambiar un ápice su percepción, de que allí a donde iba la gente lo aceptaba, lo veía con buenos ojos, lo apreciaba. Nunca había tenido que dar explicaciones ni buscar la manera de integrarse, y nunca había tenido que aprender a pedir perdón por hacer algo indebido o inaceptable.

Si se mostraba arrepentido o adoptaba una actitud de disculpa —sentimientos por lo general sinceros—, la gente tendía a perdonarlo. Ni siquiera de joven, cuando golpeó a Ladroman con tal fuerza que le rompió los dientes delanteros permanentes, tuvo que buscar las palabras para disculparse, plantarse ante él y pronunciarlas. Su madre pagó una importante indemnización en su nombre, y lo enviaron a vivir con Dalanar, el hombre de su hogar, durante unos años, pero él personalmente no se vio obligado a hacer nada para reparar el daño causado. No tuvo que pedir perdón, ni disculparse por portarse indebidamente y lastimar al chico.

Aunque la mayoría de la gente lo consideraba un hombre increíblemente masculino y apuesto, Ayla lo veía de otra manera. Los hombres del pueblo que la crio, los hombres del clan, tenían facciones más toscas, con las cuencas de los ojos redondas y grandes, narices generosas y puentes ciliares acusados. Nada más verlo, sin conocimiento, casi muerto, después de ser atacado por el león de ella, aquel hombre le había avivado un recuerdo inconsciente de un pueblo que no veía desde hacía muchos años, un recuerdo de personas como ella. Para Ayla, las facciones de Jondalar no eran tan enérgicas como las de los hombres con quienes se había criado, pero tenían una forma y una disposición tan perfectas que le parecían de una belleza extraordinaria, como un animal hermoso, un potro o un león saludable. Jondalar le había explicado que la palabra «hermoso» no solía aplicarse a los hombres, pero ella, aunque no la pronunciaba a menudo, sí pensaba que lo era.

Él la miró tendida a su lado; por fin se inclinó para besarla. Sintió la suavidad de sus labios y lentamente deslizó la lengua entre ellos. Ayla, complaciente, los separó. Él volvió a sentir una tensión en la entrepierna.

—Ayla, eres tan hermosa, y yo tan afortunado —dijo.

—La afortunada soy yo —respondió ella—. Y tú eres hermoso.

Jondalar sonrió. Ella sabía que no era la palabra adecuada, pese a que empleaba el adjetivo «hermoso» correctamente en todos los demás casos. Esta vez, cuando ella la pronunció en privado, él se limitó a sonreír. Ayla no se había atado los cordones superiores en la abertura de la túnica, pero volvía a tener el pecho cubierto. Él introdujo la mano y se lo sacó, el mismo con el que ella había dado de mamar, y le lamió el pezón; luego chupó, saboreando la leche.

—Tengo una sensación distinta cuando lo haces tú —dijo ella en voz baja—. Me gusta cuando mama Jonayla, pero no es lo mismo. Contigo deseo que me toques otras partes.

—Tú me despiertas el deseo de tocarte esas partes.

Jondalar le desató todos los cordones y le abrió la túnica por completo, dejando a la vista los dos pechos. Cuando él volvió a chuparle el pezón, el otro dejó escapar unas gotas de leche, y él se las lamió.

—Empieza a gustarme el sabor de tu leche, pero no quiero privar a Jonayla de lo que es suyo.

—Para cuando ella vuelva a tener hambre, habrá más leche.

Él soltó el pezón y deslizó la lengua por su cuello y luego la besó otra vez, en esta ocasión más apasionadamente. Lo invadió una necesidad tan intensa que no supo si podría controlarla. Se interrumpió y escondió la cara en su cuello, intentando recobrar la calma. Ella empezó a tirar de la túnica de Jondalar para quitársela por encima de la cabeza.

—Hacía tiempo —señaló él, irguiéndose sobre las rodillas—. Es increíble lo a punto que estoy.

—¿En serio? —dijo Ayla con una sonrisa burlona.

—Ahora lo verás.

Jondalar acabó de quitarse la túnica tirando con las dos manos; a continuación, poniéndose de pie, se desató el cordel que le ceñía la cintura y se despojó del pantalón corto. Debajo llevaba una bolsa protectora que cubría sus partes viriles, atada alrededor de la cadera mediante finas correas de piel. Normalmente dichas bolsas, de gamuza o conejo o alguna otra piel suave, solían llevarse sólo en verano. Si hacía mucho calor o si un hombre realizaba un trabajo especialmente duro, podía desvestirse hasta quedarse sólo con eso y aun así sentirse protegido. En ese momento la bolsa de Jondalar abultaba considerablemente por el miembro que contenía. Se bajó la bolsa, dejando a la vista su virilidad turgente.

Ayla lo miró, y su respuesta asomó en forma de lenta sonrisa. En otros tiempos el tamaño de su miembro asustaba a las mujeres, antes de que supieran con qué cuidado y delicadeza lo empleaba. En su primera vez con Ayla temió que se pusiera nerviosa, hasta que los dos descubrieron lo bien que se acoplaban el uno al otro. A veces Jondalar no daba crédito a la suerte que tenía. Siempre que la deseaba, ella estaba disponible para él. Nunca se mostraba evasiva ni falta de interés. Daba la impresión de que lo deseaba tanto como él la deseaba a ella. Jondalar reaccionó con una sonrisa de tal felicidad y placer que, en respuesta, la sonrisa de ella se ensanchó transformándose en la gloriosa expresión que, a ojos de Jondalar, y de casi todos los demás hombres, convertía a Ayla en una mujer de una belleza sin par.

El fuego en el pequeño hogar se consumía, y aunque no se había apagado aún del todo, apenas emitía ya luz y calor. No importaba. Él se tendió a su lado y empezó a quitarle la ropa, primero la túnica larga, deteniéndose para chuparle otra vez los pezones, antes de desatar las correas que le sujetaban los calzones en torno a la cintura. Le soltó los nudos y se los bajó, a la vez que le pasaba la lengua por el vientre y la hundía en el ombligo; luego siguió bajándoselos y dejó al descubierto el vello púbico. Cuando asomó el principio de su vulva, él hundió ahí la lengua, deleitándose en el sabor ya conocido y buscando el pequeño botón. Ella gimió de placer cuando él lo encontró.

Le quitó los calzones y se inclinó para besarla; acto seguido, volvió a paladear la leche y descendió otra vez para saborear de nuevo su esencia. Le separó las piernas, abrió sus adorables pétalos y encontró su nódulo henchido. Sabía exactamente cómo estimularla; lo succionó y lo acarició con la lengua, a la vez que le introducía los dedos y buscaba otras zonas que le avivaban los sentidos.

Ella dejó escapar un chillido, sintiendo sacudidas de fuego por todo su cuerpo. Casi demasiado pronto él sintió un borbotón de fluido, lo saboreó, y su deseo de dejarse ir fue tan intenso que apenas pudo contenerse. Subió, buscó la abertura de ella con su virilidad henchida y embistió, alegrándose una vez más de no tener que controlarse por miedo a hacerle daño, de que ella lo abarcara por entero, de que él encajara tan bien.

Ella lanzó otro chillido, y otro más, cada vez que Jondalar salía y volvía a entrar. Hasta que él llegó al punto culminante. Con un sonoro gruñido que rara vez emitía cuando había otras personas cerca, alcanzó un clímax de gran intensidad y la penetró con toda sus fuerzas. Al oírlo gritar, Ayla se acomodó a sus movimientos, sin oír siquiera sus propios sonidos mientras la recorrían oleadas de sensaciones, comparables a las de él. Arqueó la espalda, apretándose contra él a la vez que él empujaba. Se quedaron inmóviles por un momento, temblando, tan pegados como si intentaran fundirse el uno con el otro y convertirse en uno solo, y luego se distendieron, jadeando para recuperar el aliento. Jondalar permaneció tendido sobre Ayla, tal como a ella le gustaba, hasta que consideró que debía de pesarle demasiado y se apartó.

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