La tierra de las cuevas pintadas (30 page)

—Buena idea. Ya vendremos en otro momento a oír más relatos. ¿Viene Jondecam? —quiso saber Jondalar.

—Sí, yo también voy. —Oyeron su voz que se acercaba a ellos—. Adondequiera que vayáis.

Los cuatro abandonaron el campamento de los fabuladores y se encaminaron hacia la zona donde se había juntado la comida. Estaba todo frío, pero las lonchas de bisonte y venado aún sabían bien. Raíces globulares de ciertos vegetales flotaban en un caldo espeso con una gruesa capa de grasa solidificada que le añadía sabor. La grasa era un ingrediente deseable, relativamente poco común en los animales salvajes, y necesaria para la supervivencia. Oculto detrás de unas fuentes de hueso vacías, encontraron un cuenco tejido en el que quedaban unas cuantas bayas redondas y azuladas de diversas especies, incluidos arándanos, grosellas y gayubas, que compartieron gustosamente. Ayla incluso descubrió un par de huesos para Lobo.

Dio uno al cánido, y este se alejó con él en la boca hasta encontrar un lugar tranquilo para instalarse y roerlo, cerca del sitio donde comía su gente. Ayla envolvió el otro, que conservaba algo más de carne, en grandes hojas, empleadas antes para adornar una bandeja, con la idea de llevárselo al campamento y dárselo más tarde. Guardó el hueso en un morral que usaba para acarrear sobre todo los objetos de Jonayla, como un jirón de cuero duro que a la niña le gustaba mordisquear, un gorro y una pequeña manta de reserva, además de algo de material absorbente, por ejemplo lana de muflón, que colocaba en torno a la pequeña. Prendidos de la cintura, llevaba el yesquero para encender fuego, en una bolsa, y sus platos y su cuchillo para comer. Encontraron unos troncos con almohadillas cerca de donde estaban, obviamente arrastrados hasta allí para sentarse.

—¿Quedará algo del vino de mi madre? —se preguntó Jondalar.

—Vamos a ver —respondió Jondecam.

No quedaba ni una gota, pero Laramar había advertido su presencia y se acercó rápidamente con un odre de barma recién abierto. Llenó los vasos personales de los dos hombres, pero Ayla y Levela dijeron que querían sólo un poco, y tomarían un sorbo de los vasos de ellos. Ayla no deseaba extenderse durante mucho tiempo en una conversación cordial con aquel individuo. Al cabo de unos minutos volvieron a los troncos cubiertos con almohadillas situados cerca de la comida. Cuando acabaron, regresaron tranquilamente al refugio de Proleva en el campamento de la Tercera Caverna.

—¿Ya estáis aquí? Habéis vuelto pronto —afirmó Proleva después de rozarles las mejillas con las suyas a modo de saludo—. ¿Habéis visto a Joharran?

—No —contestó Levela—. Sólo hemos escuchado un relato, y luego hemos comido algo. Era un relato sobre Ayla, más o menos.

—En realidad, trataba de Lobo. Era una historia sobre un chico que se convertía en un lobo que amaba a una mujer —explicó Jondalar—. De pronto, en pleno relato, se ha presentado Lobo y se ha acercado a Ayla, lo que ha complacido a Galliadal y los tres jóvenes de su hogar, que lo ayudaban a contar el relato.

—Jonayla todavía duerme. ¿Os apetece una infusión caliente? —ofreció Proleva.

—No, gracias. Nos volvemos a nuestro campamento —contestó Ayla.

—¿No te marcharás tú también? —preguntó Velima a Levela—. Apenas hemos tenido tiempo para vernos. Quiero que me cuentes tu embarazo y cómo te sientes.

—¿Por qué no os quedáis a dormir esta noche? —propuso Proleva—. Hay sitio para los cuatro. Y a Jaradal le encantará ver a Lobo cuando se despierte.

Levela y Jondecam aceptaron de inmediato. El campamento de la Segunda Caverna estaba cerca, y a Levela le apetecía pasar un rato con su madre y su hermana; Jondecam, por su parte, no tenía inconveniente.

Ayla y Jondalar se miraron.

—A mí me gustaría ir a ver cómo están los caballos —contestó Ayla—. Nos hemos marchado temprano, y no sé de nadie que se haya quedado hoy en el campamento. Sólo quiero comprobar que están bien, en especial Gris. Puede ser un bocado tentador para algún cazador cuadrúpedo, aunque me consta que Whinney y Corredor la protegerán. Así me quedaré más tranquila.

—Lo entiendo. También es una criatura como tu niña —dijo Proleva.

Ayla asintió con una sonrisa.

—¿Y dónde está mi niña?

—Allí, durmiendo con Sethona. Sería una lástima molestarla. ¿Seguro que no preferís quedaros?

—Ojalá pudiéramos, pero una de las pegas de tener caballos por amigos es que te sientes responsable de ellos, sobre todo si los dejas en un cercado accesible a los cazadores cuadrúpedos —explicó Jondalar—. Ayla tiene razón. Debemos ir a verlos.

Ayla había envuelto a su hija en la manta de acarreo y se disponía a apoyársela en la cadera. La pequeña despertó por un momento, pero al sentir el calor de su madre enseguida se relajó y volvió a dormirse.

—Te agradezco mucho que hayas cuidado de ella, Proleva. El relato era interesante, y sin la niña ha sido mucho más fácil ver y escuchar sin interrupciones —dijo Ayla.

—Ha sido un placer. Las dos niñas empiezan a conocerse y a entretenerse juntas. Me parece que acabarán siendo buenas amigas —respondió Proleva.

—Ha sido divertido verlas aquí a las dos —comentó Velima—. Está bien que las primas pasen ratos juntas.

Ayla hizo una seña a Lobo, que cogió su hueso, y se marcharon todos de la vivienda de verano. Jondalar eligió una antorcha, una de las muchas clavadas en tierra que iluminaban el camino frente al refugio, y comprobó cuánto material combustible quedaba para asegurarse de que les alcanzaría hasta llegar al campamento.

Dejaron el cálido resplandor de las fogatas del campamento principal y se adentraron en la negrura aterciopelada de la noche. La oscuridad los envolvió, tan profunda que parecía absorber la luz y sofocar la llama de la antorcha.

—La noche es muy oscura porque no hay luna —afirmó Ayla.

—Además está encapotado —señaló Jondalar—. Y las nubes tapan las estrellas. Apenas se ven.

—¿Cuándo se ha nublado? Yo no me he dado cuenta mientras estábamos en el campamento.

—Eso es porque las fogatas engañan, y los ojos no ven más allá de la luz que despiden. —Caminaron un rato en silencio hasta que Jondalar añadió—: A veces mis ojos no ven más allá de ti, y desearía que no hubiese tanta gente alrededor.

Ayla sonrió y se volvió hacia él.

—En el camino hacia aquí, cuando viajábamos los dos solos con Whinney, Corredor y Lobo, a menudo añoraba a la gente. Ahora me alegro de tener cerca a otras personas, pero a veces recuerdo los tiempos en que estábamos los dos solos y podíamos hacer lo que quisiésemos siempre que nos apetecía. Quizá no siempre, pero casi.

—Yo también pienso en eso —convino Jondalar—. Recuerdo la época en que si te miraba y sentía que tú llenabas mi virilidad, podíamos hacer un alto sin más y compartir placeres. Yo no tenía que acompañar a Joharran para reunirnos con gente y organizar los preparativos de tal o cual actividad, ni hacer esto o aquello para mi madre, ni ver a tantas personas que no nos queda tiempo para relajarnos y pasar el rato como nos apetezca.

—Yo tengo esa misma sensación —dijo Ayla—. Recuerdo cuando podía mirarte y sentir dentro de mí lo que sólo tú me haces sentir, y saber que si te dirigía la señal adecuada, volverías a hacerme sentir así, porque me conoces mejor que yo misma, y yo no tenía que pensar en los cuidados de un recién nacido, y a veces de varios niños al mismo tiempo, o planear un banquete con Proleva, o ayudar a la Zelandoni a atender a un enfermo o un herido, o aprender nuevos tratamientos, o recordar los cinco colores sagrados, o el uso de las palabras de contar. Aunque todo eso me fascina, a veces te echo de menos, Jondalar, echo de menos estar a solas contigo.

—No me importa tener a Jonayla cerca. Me gusta verte con ella, a veces eso me colma aún más, y puedo esperar hasta que ella está satisfecha. El problema es que luego a menudo viene alguien y nos interrumpe, o yo tengo que ir a algún sitio, o tienes que irte tú. —Se detuvo y la besó tiernamente. Siguieron caminando en silencio.

El trayecto no era largo, pero cuando se acercaban al campamento de la Novena Caverna casi tropezaron con las cenizas frías de una fogata antes de verla. Ya no quedaba ningún fuego encendido, ni rescoldos casi apagados, ni tiendas iluminadas desde dentro, ni el menor trazo de luz en el resquicio entre dos maderos. Olieron los vestigios del fuego extinto, pero no parecía haber nadie; más aún, daba la impresión de que todo el mundo llevaba ya un tiempo ausente. Todos los miembros de la caverna más populosa de la región habían abandonado el campamento.

—Aquí no hay nadie —dijo Ayla, muy sorprendida—. Se han ido todos. Excepto los que quizá hayan salido de caza o de visita, deben de estar en el campamento principal.

—Aquí está nuestra morada, o eso creo —observó Jondalar—. Encendamos un fuego dentro para calentarla y luego iremos a ver a los caballos.

Entraron un poco de leña y bosta seca de uro que tenían apilada fuera y encendieron fuego en un pequeño hogar formado cerca del espacio destinado a dormir. Lobo entró con ellos y depositó el hueso en un pequeño hoyo de un rincón contiguo a la pared que rara vez usaba nadie más que él. Ayla comprobó el gran odre de agua colocado cerca del hogar principal.

—También es necesario traer un poco de agua —anunció—. Aquí no queda mucha. Vamos a ver a los caballos. Luego tengo que darle el pecho a Jonayla, que empieza a agitarse.

—Mejor será que vaya a buscar otra antorcha. Esta no tardará en apagarse —dijo Jondalar—. Mañana tendré que hacer teas nuevas.

Encendió otra antorcha con la llama de la anterior y echó los restos de la primera a la fogata. Cuando abandonaron el refugio, Lobo los siguió. Ayla lo oyó emitir un gruñido gutural al aproximarse a la cerca de los caballos.

—Aquí pasa algo —dijo Ayla, y se echó a correr.

Jondalar sostuvo la antorcha en alto para ampliar el círculo de luz. Se adivinaba un extraño bulto casi en el centro del cercado. Tras avanzar unos pasos, el gruñido de Lobo se intensificó y vieron un pelaje gris pálido, moteado, de aspecto sedoso, con una cola larga, y manchado de sangre.

—Es un leopardo, un leopardo de las nieves joven, creo. Ha muerto pisoteado. ¿Cómo ha llegado hasta aquí un leopardo de las nieves? Les gustan las tierras altas —dijo Ayla. Corrió hacia un refugio techado que habían construido para que los caballos se resguardaran de la lluvia, pero no estaban allí.

—¡Uiiinnniii! ¡Uiiinnniii! —llamó, emitiendo el sonoro relincho que a oídos de Jondalar parecía exactamente la voz de un caballo.

Era el nombre que ella había dado inicialmente a la yegua. El nombre por el que la conocía la mayoría de la gente, Whinney, era una adaptación de Ayla al lenguaje humano. Repitió el sonido, y luego emitió el penetrante silbido especial que usaba para llamarla. Finalmente, de lejos, llegó el relincho de respuesta.

—Lobo, ve a buscar a Whinney —ordenó al cánido.

El animal se alejó a la carrera en dirección al relincho, y Ayla y Jondalar lo siguieron. Atravesaron la cerca allí donde los caballos la habían derribado para salir, y Ayla entendió cómo habían escapado.

Encontraron a los tres caballos no muy lejos de un arroyo, detrás de la zona donde había acampado la Novena Caverna. Lobo, sentado, los protegía, pero, advirtió Ayla, no se había acercado demasiado. Saltaba a la vista que los caballos se habían llevado un buen susto, y de algún modo el lobo intuyó que incluso él, un carnívoro amigo, les parecía una amenaza en ese momento. Ayla se acercó apresuradamente a Whinney, pero aminoró el paso al darse cuenta de que Whinney la observaba atentamente, con los belfos tensos, las orejas, el hocico y los ojos dirigidos hacia ella, fijos en ella, moviendo la cabeza ligeramente.

—Todavía tienes miedo, ¿verdad? —Ayla empezó a hablar a la yegua en susurros empleando su lenguaje especial—. No me extraña, Whinney. —De nuevo pronunció su nombre tal como haría un caballo, pero en voz más baja—. Siento que hayáis tenido que defenderos de ese leopardo solos, y que no hubiera nadie aquí que os oyera cuando habéis pedido ayuda.

Mientras hablaba, iba acercándose lentamente al caballo, hasta que por fin alargó los brazos y rodeó el robusto cuello. La yegua se relajó, apoyó la cabeza en el hombro de la mujer y se inclinó hacia ella a la vez que Ayla se inclinaba también en la familiar postura de consuelo adoptada ya en sus primeros tiempos en el valle.

Jondalar, siguiendo su ejemplo, llamó con un silbido a Corredor, que también estaba asustado. Tras clavar la antorcha en la tierra, se acercó al joven corcel, lo acarició y le rascó donde más le gustaba. El contacto con sus amigos reconfortó a los animales, y pronto Gris se aproximó también. Primero mamó durante un rato de su madre y luego fue en busca de los mimos de Ayla. Jondalar acarició también a la potranca. Pero sólo después de reunirse los cinco —los seis, incluida Jonayla, que estaba despierta y se revolvía en la manta de acarreo—, Lobo se acercó a ellos.

A pesar de que Whinney y Corredor lo conocían desde que era un cachorro de cuatro semanas y habían ayudado a criarlo, su olor seguía siendo el de un carnívoro, un devorador de carne cuyos parientes salvajes a menudo se alimentaban de caballos. Lobo había intuido su malestar, probablemente olfateando el miedo en ellos, y había sabido que no debía acercarse hasta que volvieran a tranquilizarse. Fue bien recibido por la manada de humanos y caballos cuya impronta había adquirido, la única manada que conocía.

Jonayla decidió más o menos en ese momento que le tocaba a ella. Lanzó un gemido de hambre. Ayla la sacó de la manta de acarreo y la sostuvo en el aire frente a ella para que orinara. Cuando acabó, la apoyó en el lomo de Gris por un momento, sosteniéndola con una mano mientras se reacomodaba la manta de acarreo y se sacaba un pecho con la otra mano. Pronto la pequeña estaba otra vez envuelta y, pegada a su madre, mamaba felizmente.

En el camino de vuelta dieron un rodeo en torno al cercado, sabiendo que los caballos nunca más volverían a entrar allí. Ayla pensó que ya se desharía más tarde del leopardo muerto y no sabía muy bien qué hacer con el cercado. En ese momento sólo tenía claro que no quería volver a meter a los caballos en un sitio así y de buena gana regalaría los postes y las estacas a quien los quisiera, aunque sólo fuese para usarlos como leña. Cuando llegaron a su alojamiento, condujeron a los caballos a una zona detrás de la morada de verano poco usada, donde aún crecía algo de hierba.

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