La tierra de las cuevas pintadas (33 page)

Ayla advirtió que la multitud tenía puesta la atención en la angarilla de Whinney. La mujer corpulenta que era la Zelandoni de la Novena Caverna y la Primera Entre Quienes Servían se dirigía hacia allí. Ayla imaginaba lo nerviosa que estaba, pese a que sabía disimularlo. Caminaba con aplomo, como si aquello fuera para ella lo más natural del mundo. Jondalar aguardaba con una sonrisa y le tendió la mano para ayudarla. Ayla permaneció junto a la cabeza de Whinney para que no se moviera al percibir la carga añadida. La mujer pisó el peldaño inferior y sintió que cedía al combarse las varas bajo su peso, pero no más de lo que permitía la elasticidad propia de la madera. Sujeta aún a la mano de Jondalar para no perder el equilibrio, ni la calma, acabó de subir, se dio media vuelta y se sentó. Alguien había confeccionado una almohadilla muy cómoda para el asiento y el respaldo, y en cuanto la mujer se vio instalada, se sintió mejor. Reparó en los brazos de apoyo a los que podría agarrarse en cuanto se pusiesen en marcha, lo cual también mitigó sus preocupaciones.

Una vez acomodada la Zelandoni, Jondalar se acercó a Ayla y entrelazó las manos para que ella las usara a modo de estribo y montara con Jonayla a lomos del caballo. Cuando Ayla llevaba a cuestas a la niña, no podía subir de un salto, como era su costumbre. Jondalar ató el largo dogal sujeto al pequeño cabestro de Gris al armazón de la angarilla; luego se acercó a Corredor, que estaba a su lado, y lo montó ágilmente.

Ayla, al frente del grupo, salió del campamento principal de la Reunión de Verano. Pese a los pesados lastres —cargar con una amazona y arrastrar un gran peso en la angarilla—, Whinney no iba a permitir que su cría caminase por delante de ella. Era la yegua dominante, y en una manada la yegua dominante siempre iba en cabeza. Ayla sonrió a Lobo cuando este se situó a su lado.

Jondalar, montado en Corredor, se colocó detrás de ella. Se alegraba de ir a la zaga. Eso le brindaba la oportunidad de permanecer atento a Ayla y su hija, así como a la Zelandoni, para asegurarse de que no les pasaba nada. Como la Primera iba de espaldas al sentido de la marcha, Jondalar podía sonreírle, y si se acercaba lo suficiente, incluso mantener una conversación con ella, o al menos cruzar unas palabras.

La donier se despidió de la gente del campamento con un gesto sereno y siguió mirándola hasta que estuvieron demasiado lejos para verla con claridad. También ella se alegraba de que Jondalar cerrase la marcha. Todavía le inquietaba un poco viajar detrás de la yegua, y después de unos cuantos kilómetros perdió interés en mirar sólo el lugar de donde procedía y el paisaje en movimiento. El asiento se sacudía, sobre todo cuando el terreno era un poco escabroso, pero en general, decidió, no era una mala manera de viajar.

Ayla desanduvo el camino por el que habían ido al campamento, hasta llegar a un arroyo que descendía desde el norte, cerca de un hito del que habían hablado la noche anterior, donde se detuvo. Jondalar, con sus largas piernas, apenas tenía que descolgarse del joven corcel y dar un par de pasos al frente para ayudar a Ayla, pero ella ya había pasado la pierna por encima del lomo y saltado a tierra.

Los caballos eran animales compactos; sin ser ponis, los caballos salvajes en su estado natural no eran altos. Sí eran recios, robustos y fuertes en extremo, de cuello grueso coronado por una corta crin erizada. Poseían cascos resistentes capaces de pisar cualquier terreno —afiladas piedras, tierra dura o arena blanda— sin necesidad de protección. Jondalar y Ayla se acercaron a la Zelandoni y le tendieron las manos, que ella cogió para no perder el equilibrio al apearse.

—No es difícil viajar así —comentó la Primera—. A veces se mueve un poco, pero la almohadilla del asiento amortigua las sacudidas y puedo sujetarme a los apoyabrazos. Pero siento alivio al levantarme y estirar las piernas. —Echó un vistazo alrededor y asintió con la cabeza—. Desde aquí viajaremos hacia el norte durante un rato. No vamos muy lejos, pero es una cuesta escarpada.

Lobo se había adelantado, dejándose llevar por el olfato para explorar la zona, pero regresó cuando se detuvieron. Lo avistaron de nuevo justo en el momento en que ayudaban a la Zelandoni a sentarse otra vez en la angarilla. Acto seguido, volvieron a montar. Vadearon el arroyo y siguieron hacia el norte, aguas arriba por la margen izquierda. Ayla vio muescas en la corteza de los árboles y supo que eran marcas dejadas por alguien que había recorrido antes el mismo camino. Cuando examinó más detenidamente una de esas marcas, vio que era la repetición de una muesca anterior, que se había oscurecido y no se veía bien; advirtió aun otra señal parcialmente tapada por el crecimiento de la corteza y, le pareció, incluso una cuarta más antigua.

Ayla mantuvo a los caballos al paso para no cansarlos. La Zelandoni conversaba con Jondalar, que, deseoso de caminar un rato, había desmontado de Corredor y tiraba del caballo zaino por el sendero marcado. Era una cuesta severa, y a medida que ascendían, iba cambiando el paisaje. Los árboles caducifolios dieron paso a un monte bajo salpicado de altas coníferas. Lobo se adentraba de vez en cuando en el bosque y al rato volvía a aparecer por otro lado.

Tras unos diez kilómetros, el sendero los llevó hasta la entrada de una gran cueva en lo alto de la sierra que separaba las cuencas del Río y el Río Oeste. Cuando llegaron, ya era media tarde.

—Ha sido mucho más fácil que subir a pie —afirmó la Zelandoni al apearse del asiento en la angarilla, esta vez sin esperar siquiera la ayuda de Jondalar.

—¿Cuándo quieres entrar? —preguntó Jondalar, acercándose a la boca de la cueva y echando un vistazo al interior.

—No hasta mañana —respondió la Zelandoni—. Hay que adentrarse un largo trecho. Nos llevará todo el día entrar y volver a salir.

—¿Piensas llegar hasta el fondo?

—Sí, por supuesto. Hasta el mismísimo final.

—En ese caso, quizá convenga asentar el campamento aquí, teniendo en cuenta que nos quedaremos por lo menos dos noches —propuso Jondalar.

—Aún es temprano. Después de plantar el campamento, iré a ver qué hierbas crecen por esta zona —anunció Ayla—. Puede que encuentre algo interesante para la comida de la noche.

—Seguro que sí —dijo Jondalar.

—¿Queréis venir conmigo? Podemos ir todos —sugirió Ayla.

—No. He visto afloramientos de pedernal en las paredes de roca, y me consta que también los hay dentro de la cueva —explicó Jondalar—. Voy a coger una antorcha y entrar a echar una ojeada.

—¿Y tú, Zelandoni? —preguntó Ayla.

—Me parece que no. Quiero meditar un poco acerca de esta cueva, y tengo que comprobar las antorchas y los candiles y calcular cuántos necesitaremos. Y qué más deberíamos llevar —respondió La Que Era la Primera.

—Da la impresión de que es una cueva enorme —comentó Ayla. Avanzó unos pasos hacia el interior y escrutó la oscuridad; luego examinó el techo.

Jondalar entró detrás de ella.

—Mira, aquí asoma de la pared otro trozo de pedernal, justo cerca de la entrada. Seguro que dentro hay más —observó, trasluciéndose el entusiasmo en su voz—. Aunque pesa demasiado para sacar grandes cantidades.

—¿El techo es así de alto en toda la cueva? —preguntó Ayla a la mujer.

—Sí, más o menos, salvo al final. Esto no es una simple gruta; es una cueva enorme. De hecho, tiene muchos túneles y amplias salas. Incluso hay niveles más bajos, pero esta vez no tendremos que explorarlos. En invierno la habitan osos cavernarios, como veréis por los revolcaderos y los zarpazos en las paredes —explicó la Primera.

—¿Es tan grande como para que entren los caballos? —preguntó Ayla—. Quizá con la angarilla podríamos sacar parte del pedernal de Jondalar.

—Creo que sí —respondió la Zelandoni.

—A la ida tendremos que marcar la pared con muescas para encontrar después el camino de salida —dijo Jondalar.

—Seguro que Lobo nos ayudará a salir si nos desorientamos —afirmó Ayla.

—¿Vendrá con nosotros? —preguntó la Zelandoni.

—Si se lo pido, sí —contestó Ayla.

Saltaba a la vista que otros habían acampado allí antes. Frente a la entrada, se veía la tierra allanada en algunos puntos, así como las cenizas y el carbón, delimitados por rocas chamuscadas, de varias fogatas antiguas. Eligieron uno de los círculos para volver a utilizarlo, pero añadieron al contorno las piedras de otro, y construyeron un asador con unas horquillas sostenidas mediante piedras y usaron ramas verdes para ensartar la comida. Jondalar y Ayla desengancharon los caballos, les retiraron los cabestros y los llevaron a un prado cercano. Podían cuidarse solos y acudirían al oír sus silbidos.

Luego plantaron la tienda de viaje, que era más grande de lo habitual. Habían juntado dos y las habían probado antes de marcharse para asegurarse de que se encontrarían todos a gusto. Llevaban comida desecada, además de restos guisados de la mañana, pero también tenían carne fresca de un ciervo rojo cazado por Solaban y Rushemar. Utilizando las varas de la angarilla, Jondalar y Ayla formaron un alto trípode con el vértice amarrado y de él colgaron los paquetes de comida envueltos en cuero para que los carnívoros no pudieran acceder a ella. Meter la comida en la tienda habría sido como invitar a un animal a entrar.

Recogieron material combustible para el fuego, en su mayor parte leña de árboles caídos y broza, pero también ramas secas de coníferas, situadas en el tronco muy por debajo de las últimas vivas, hierba seca y excrementos secos de animales herbívoros. Ayla encendió un fuego y amontonó la leña de manera compacta para que ardiera lentamente y así poder emplear luego las brasas. Comieron las sobras, e incluso Jonayla mordisqueó el extremo de un hueso después de mamar. A continuación, cada uno se dedicó a sus respectivas tareas. La Zelandoni empezó a revolver entre los fardos transportados en la angarilla de Corredor en busca de teas y candiles, bolsas de grasa para la combustión y liquen, setas desecadas y diversos materiales más para las mechas. Jondalar cogió su bolsa de herramientas para la talla de pedernal, encendió una antorcha en la fogata y entró en la gran cueva.

Ayla se colgó el morral, la bolsa mamutoi que llevaba al hombro, un poco más blanda que los morrales con armazón de los zelandonii, aunque también espaciosa. La cargaba a la derecha, junto con el carcaj y el lanzavenablos. Al otro lado, en la espalda, se colgó a la niña mediante la manta de acarreo, pero podía desplazarla fácilmente para apoyársela en la cadera izquierda. Por delante y hacia la izquierda, se colocó un palo de cavar bajo la resistente tira de cuero que le ceñía la cintura, en tanto que la funda con el cuchillo pendía a la derecha. También llevaba al cinto varias bolsas. Colgada al cuello, tenía la honda, pero guardaba las piedras para el arma en otra bolsa prendida de la correa de la cintura. A eso se sumaba otra bolsa más para objetos de uso general, como platos, el yesquero, un pequeño mazo, un costurero que incluía hilo de distintos tamaños, desde finas fibras de tendón hasta cordel grueso, apto para enhebrar en las agujas de marfil más grandes. Incluía también varios rollos de cuerda mayor, y cosas diversas. La última bolsa era la de las medicinas.

Esta, confeccionada con piel de nutria, la llevaba sujeta al cinturón. Rara vez salía sin ella. Era muy poco común; ni siquiera la Zelandoni había visto nunca nada igual, pese a que de inmediato percibió que era un objeto con poder espiritual. Era igual que la primera que Iza, su madre en el clan, le había hecho con la piel de una nutria entera. En lugar de abrirla en canal por el vientre como se hacía para vaciar a un animal recién cazado, le había cortado parcialmente la garganta, de modo que la cabeza, con el cerebro ya extraído, quedaba prendida del lomo mediante una porción de piel. Había retirado cuidadosamente las entrañas y la columna vertebral por la abertura del cuello, y conservado las patas y el rabo. Por el cuello había ensartado dos cordones teñidos de rojo en direcciones opuestas a fin de cerrar la abertura, utilizando la cabeza, seca y un tanto reducida, como tapa.

Ayla comprobó el carcaj, que contenía cuatro lanzas dardo y el lanzavenablos; a continuación, cogió su cesta de recolección, ordenó a Lobo que la acompañara y tomó el sendero por el que habían llegado. De camino a la cueva, se había fijado en la vegetación que crecía junto al sendero y había evaluado sus usos posibles. Ese hábito, adquirido en la infancia, era ahora casi un acto reflejo. Resultaba una práctica vital entre quienes vivían de la naturaleza, ya que su supervivencia dependía de lo que cazaban o recolectaban en sus expediciones diarias. Ayla siempre clasificaba las propiedades tanto medicinales como nutricionales de todo aquello que veía. Iza, una curandera, había decidido transmitir sus conocimientos a su hija adoptiva en igual medida que a su propia hija. Pero Uba nació con recuerdos heredados de su madre, y bastó con despertárselos, diciéndole las cosas una o dos veces, para que asimilara y entendiera las enseñanzas y explicaciones.

Iza descubrió que a Ayla le costaba más, porque carecía de los recuerdos del clan. Tuvo que obligarla a memorizar; sólo mediante la repetición constante la niña de los Otros consiguió retener esos conocimientos. Pero más tarde Ayla sorprendió a Iza, ya que, una vez aleccionada, era capaz de pensar en la medicina que había aprendido de una manera distinta. Por ejemplo, si no se disponía de tal o cual planta medicinal, enseguida se le ocurría un sustituto, o una combinación de medicinas que, juntas, tuvieran propiedades o efectos similares. También se le daba muy bien diagnosticar, determinar lo que le pasaba a alguien cuando acudía con una dolencia imprecisa. Aunque no podía explicarlo, Iza intuía las diferencias entre la manera de pensar del clan y la de los Otros.

Muchos de los miembros del clan de Brun creían que la chica de los Otros que vivía con ellos no era muy lista, porque no recordaba las cosas tan rápidamente ni tan bien como ellos. Iza se había dado cuenta de que no era menos inteligente, sino que pensaba de una manera distinta. Ayla también había acabado entendiéndolo. Cuando alguno de los Otros hacía comentarios sobre la torpeza mental del clan, ella intentaba explicar que no eran menos inteligentes, sino que lo eran de otro modo.

Ayla desanduvo el sendero hasta un lugar que recordaba claramente, donde el camino a través del bosque que habían seguido superaba una ligera elevación y daba a un campo de hierba corta y matorrales. Se había fijado en él al pasar antes, y ahora, al volver a acercarse, percibió la fragancia exquisita de las fresas maduras. Se desató la manta de acarreo, la extendió en el suelo y dejó en ella a Jonayla. Cogió una pequeña fresa, la exprimió un poco para extraer el dulce jugo y se la puso a la niña en la boca. Ayla sonrió al ver la expresión de sorpresa y curiosidad de Jonayla. Se echó unas cuantas a la boca, dio otra a su hija y miró alrededor para ver qué podía llevarse al campamento.

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