Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—Todos dicen que fue el gran amor de su vida —señaló Jondalar.
—Dalanar fue el gran amor de su vida. Por él, Marthona casi habría abandonado su puesto de jefa, pero no lo hizo. Ella sentía que su gente la necesitaba. Y si bien Dalanar la amaba tanto como ella lo amaba a él, al cabo de un tiempo él necesitó algo propio. No se conformaba con permanecer a la sombra de ella. A diferencia de ti, Jondalar, no le bastaba con su pericia para trabajar la piedra.
—Pero es uno de los hombres más diestros que he conocido. Todo el mundo conoce su trabajo, y se lo considera el mejor. El único tallador de pedernal que puede comparársele es Wymez, del Campamento del León de los mamutoi. Siempre deseé que los dos llegaran a conocerse —dijo Jondalar.
—Quizá en cierto modo ya se han encontrado: en ti —dijo la mujer corpulenta—. Jondalar, debes saber que pronto serás el tallador de pedernal más famoso de los zelandonii, si no lo eres ya. Dalanar es un hábil fabricante de utensilios, de eso no hay duda, pero ahora es un lanzadonii. En cualquier caso, su mayor talento ha sido siempre el trato con la gente. Ahora es feliz. Fundó su propia caverna, su propio pueblo, y aunque en cierta manera siempre será un zelandonii, algún día sus lanzadonii tendrán una identidad propia.
»Y tú eres el hijo de su corazón, así como el hijo de su hogar, Jondalar. Está orgulloso de ti. También quiere a la hija de Jerika, Joplaya. Está orgulloso de vosotros dos. Aunque puede que en un rincón oculto de su corazón siempre ame a Marthona, adora a Jerika. Le gusta su aspecto exótico, creo, y que sea tan menuda y sin embargo tan fiera. Esa es una de las cosas que lo atraen. Él es tan corpulento que a su lado ella parece la mitad de grande; se la ve muy delicada, pero en realidad no le va a la zaga. Ella no siente el menor deseo de ser jefa; se contenta con que lo sea él, pese a que sin duda estaría perfectamente capacitada. Tiene una fuerza de voluntad y un carácter formidables.
—¡En eso tienes toda la razón, Zelandoni! —dijo él, y se echó a reír. Fue una de esas carcajadas suyas cálidas y exuberantes, y su espontáneo entusiasmo asombraba más aún por lo inesperado. Jondalar era un hombre serio, y aunque tenía la sonrisa fácil, rara vez se reía con estridencia. Cuando lo hacía, su total abandono causaba sorpresa.
—Dalanar encontró a otra cuando Marthona y él cortaron el nudo, pero muchos dudaban que ella encontrara a un hombre que lo sustituyera, que pudiera volver a amar a otro hombre de la misma manera, y no volvió a amar a nadie así, ciertamente, pero encontró a Willamar. Su amor por él no es inferior a su amor por Dalanar, pero sí de naturaleza distinta, de la misma manera que su amor por Dalanar no era igual que su amor por Joconan. Willamar también posee un don para el trato con las personas. Lo mismo puede decirse de todos los hombres de su vida, pero Willamar realiza ese don por medio de sus funciones como maestro de comercio, viajando, estableciendo contactos, viendo lugares nuevos y desconocidos. Él ha visto más mundo, ha aprendido más y ha conocido a más gente que cualquiera, incluido tú, Jondalar. Le gusta viajar, pero más aún le gusta volver a casa y compartir sus aventuras y hallazgos sobre las personas que ha conocido. Ha creado redes de comercio a todo lo largo y ancho del territorio de los zelandonii y más allá, y nos ha traído noticias provechosas, relatos emocionantes y objetos poco comunes. Fue una gran ayuda para Marthona en su papel de jefa, y ahora lo es para Joharran. No hay hombre a quien yo respete más. Y está el hecho, claro, de que la única hija de Marthona nació en el hogar de Willamar. Marthona siempre quiso una hija, y tu hermana Folara es una joven adorable —declaró la Zelandoni.
Ayla entendió esa sensación. Ella también había deseado una hija profundamente y contempló a su niña dormida con un intenso amor.
—Sí, Folara es preciosa, y también inteligente e intrépida —convino Jondalar—. Cuando Ayla y yo llegamos a la caverna, y todo el mundo reaccionó con nerviosismo al ver los caballos y demás, ella no vaciló. Corrió camino abajo para recibirme. Eso nunca lo olvidaré.
—Sí, Folara es el orgullo de tu madre. Pero hay otra cosa: con una hija, una mujer siempre sabe que los hijos de ella son sus nietos. Estoy segura de que Marthona ama a los hijos nacidos en los hogares de sus hijos varones, pero con una hija no hay dudas. Por otra parte, no olvidemos que Thonolan, tu hermano, nació también en el hogar de Willamar, y aunque ella no tuvo favoritos, era Thonolan quien la hacía sonreír. Aunque la verdad es que con él todo el mundo sonreía; su trato con la gente despertaba aún más simpatías que el de Willamar. Era cálido, franco y cordial, rasgos a los que nadie podía resistirse, y sentía la misma pasión que Willamar por los viajes. Dudo que hubieras emprendido tan largo viaje de no ser por él, Jondalar.
—En eso tienes razón. Yo nunca pensé en hacer un viaje hasta que él decidió marcharse. Para mí, visitar a los lanzadonii era ya distancia suficiente.
—¿Por qué decidiste acompañarlo? —preguntó la Zelandoni.
—No sé si puedo explicarlo —respondió Jondalar—. Siempre era divertido estar en su compañía, así que me constaba que viajar a su lado sería fácil, y planteó la idea de una manera apasionante, pero yo no imaginaba que fuésemos a llegar tan lejos. Creo que lo acompañé en parte porque él a veces podía ser un poco imprudente y sentí la necesidad de cuidar de él. Era mi hermano y lo quería más que a nadie. Sabía que yo algún día volvería a casa, si era posible, y tenía la sensación de que si lo acompañaba, él al final regresaría también conmigo. No sé… algo tiró de mí —explicó Jondalar. Miró a Ayla, que había escuchado aún con más atención que la Zelandoni.
«Él no lo sabía, pero mi tótem y posiblemente la Madre tiraron de él», pensó Ayla. «Tenía que venir a buscarme.»
—¿Y Marona? Obviamente tus sentimientos por ella no bastaron para obligarte a quedarte. ¿Tuvo ella algo que ver con tu decisión de marcharte? —preguntó la Zelandoni. Desde el regreso de Jondalar, esa era la primera ocasión que tenía la donier para hablar a las claras con él sobre el motivo de su largo viaje, y pensaba aprovecharla—. ¿Qué habrías hecho si Thonolan no hubiese decidido emprender el viaje?
—Quizá habría ido a la Reunión de Verano y probablemente me hubiese emparejado con Marona —contestó Jondalar—. Era lo que esperaba todo el mundo, y en aquel entonces no me interesaba nadie más que ella. —Alzó la vista y sonrió a Ayla—. Pero, para ser sincero, no pensaba en ella cuando tomé la decisión de irme; me preocupaba mi madre. Creo que ella intuía que Thonolan tal vez no regresase, y yo temía que albergara esa misma preocupación respecto a mí. Mi intención era volver, pero nunca se sabe. En un viaje todo es posible, y ocurren muchas cosas, pero sabía que Willamar no se marcharía, y mi madre tenía también a Folara y Joharran.
—¿Qué te llevó a pensar que Marthona preveía que Thonolan no regresaría? —preguntó la Primera.
—Algo que nos dijo cuando partimos para visitar a Dalanar. Fue Thonolan quien se dio cuenta. Madre le dijo «buen viaje», no «hasta la vuelta», como me dijo a mí. ¿Y recuerdas cuando le comunicamos a mi madre y Willamar lo sucedido a Thonolan? Willamar dijo que mi madre no esperaba su regreso, y como yo temía, cuando supo que me había ido con él, le preocupó que tampoco yo volviese. Dijo que temía haber perdido a dos hijos —explicó Jondalar.
«Por eso no pudo quedarse con los sharamudoi cuando Tulie y Markeno se lo pidieron», pensó Ayla. «Nos acogieron tan bien y me encariñé tanto con ellos durante nuestra estancia allí que deseé quedarme, pero Jondalar no podía. Ahora sé por qué, y me alegra que hayamos vuelto. Marthona me trata como a una hija y una amiga, y también la Zelandoni. Folara me cae muy bien, así como Proleva y Joharran, y muchos otros. No todos, pero la mayoría me han tratado bien.»
—Marthona tenía razón —dijo la Zelandoni—. A Thonolan se le concedieron muchos dones, y gozaba del aprecio de todos. Muchos decían que era uno de los preferidos de la Madre. Nunca me gusta cuando la gente dice eso, pero en su caso fue profético. La otra cara de ser uno de los preferidos es que la Madre no soporta estar separada de ellos durante mucho tiempo y tiende a llevárselos demasiado pronto, cuando aún son jóvenes. Tú estuviste fuera mucho tiempo, y yo me preguntaba ya si no eras también uno de sus preferidos.
—No era mi intención ausentarme cinco años —contestó Jondalar.
—Pasados dos años, casi todos dudaban que tú y Thonolan regresaseis. De vez en cuando alguien mencionaba que habíais emprendido un viaje, pero ya empezaban a olvidaros. Me pregunto si sabes lo mucho que se asombró la gente cuando volviste. No fue sólo porque aparecieses con una forastera y los caballos y el lobo —dijo con una sonrisa irónica—. Fue por el hecho mismo de que volvieses.
—¿Creéis que vale la pena tratar de entrar a los caballos en la cueva? —preguntó Ayla a la mañana siguiente.
—Casi toda la cueva tiene el techo alto, pero no deja de ser una cueva, y por tanto, en cuanto nos alejemos de la entrada, estará completamente a oscuras, salvo por la luz que llevemos nosotros. Y el suelo es desigual. Hay que ir con cuidado porque desciende bruscamente en varios puntos. Ahora debería estar vacía, pero en invierno la utilizan los osos. Veréis los revolcaderos y los zarpazos —dijo la Zelandoni.
—¿Osos cavernarios? —preguntó Ayla.
—Por el tamaño de los zarpazos, es muy probable que la hayan ocupado osos cavernarios. Se aprecian también marcas más pequeñas, pero no sé si son de osos pardos, de menor tamaño, o de oseznos cavernarios —explicó la donier—. Hay un largo trecho hasta la zona principal, y luego tendremos que desandar el camino. Tardaremos todo el día, al menos yo. Hace años que no la recorro y, si he de ser sincera, sospecho que esta será la última vez.
—¿Y si hago entrar a Whinney para ver cómo responde? —propuso Ayla—. También debería venir Gris. Les pondré a los dos el cabestro.
—Y yo llevaré a Corredor —añadió Jondalar—. Antes de engancharles las angarillas, podemos probar con ellos descargados para ver cómo reaccionan.
La Zelandoni los observó mientras ponían los cabestros a los caballos y acercaban a los animales a la boca de la gran cueva. Lobo los siguió. La donier no tenía la intención de hacerles recorrer toda la cueva. Ni siquiera ella misma conocía las dimensiones exactas de ese emplazamiento sagrado, aunque se formaba una idea.
Era una cueva enorme, de más de quince kilómetros de longitud. Se componía de un laberinto de galerías, unas comunicadas entre sí, otras desparramadas en distintas direcciones, con tres niveles subterráneos, y la distancia desde la entrada hasta la zona que deseaba enseñarles era de unos diez kilómetros. Sería una buena caminata, pero tenía sus dudas sobre si usar o no la angarilla. Aunque ella ahora fuese más lenta, se sentía aún capaz de recorrer el camino a pie, y si bien la angarilla le facilitaría las cosas, en realidad no quería entrar en la cueva sagrada mirando hacia atrás.
Cuando Jondalar y Ayla salieron, cabeceaban y tranquilizaban a los caballos.
—Lo siento —dijo Ayla—. Puede que se deba al olor de los osos, pero tanto Whinney como Corredor se han puesto muy nerviosos dentro de la cueva. Se apartaban de los revolcaderos, y cuanto mayor era la oscuridad, más inquietos y agitados estaban. Seguro que Lobo nos acompañará, pero a los caballos no les gusta estar ahí dentro.
—Seguro que puedo ir a pie, pero tardaremos más —contestó la Zelandoni, aliviada—. Tendremos que llevar comida y agua, y ropa de abrigo. Dentro hará frío. Y muchas antorchas y candiles. También esas gruesas esterillas que hiciste con hojas de anea, por si queremos sentarnos. Encontraremos rocas o afloramientos en el suelo, pero lo más probable es que estén húmedos o embarrados.
Jondalar llenó la robusta bolsa de provisiones, y la Zelandoni también llevaba una, como la de Jondalar pero no tan grande, hecha de cuero rígido prendido a un armazón. Las finas varillas redondeadas del armazón procedían de tallos nuevos de árboles de crecimiento rápido, por ejemplo, la variedad del sauce conocida como álamo, que se desarrollaba por completo en una sola estación. Jondalar y la Zelandoni llevaban también utensilios y bolsas prendidos de las correas ceñidas a la cintura. Ayla cargaba con su morral, así como el resto de su equipo y, naturalmente, con Jonayla.
Antes de irse echaron un último vistazo al campamento, y Ayla y Jondalar se aseguraron asimismo de que los caballos estarían bien durante todo el día mientras se adentraban en las profundidades de la cueva. Encendieron una antorcha en la fogata antes de apagarla. Luego Ayla indicó a Lobo con una señal que los acompañara, y penetraron en la Caverna del Mamut.
Aunque la entrada era bastante amplia, no era nada en comparación con el tamaño real de la cueva, pero la luz natural alumbraba la primera parte del recorrido y les bastó con esa única antorcha. Mientras avanzaban hacia el interior del enorme espacio, lo único que se veía eran las paredes de una gran cueva que a todas luces había sido habitada por osos. Aunque Ayla no lo sabía con certeza, pensaba que, por grande que fuese una cueva, sólo la usaba un oso cada temporada. En el suelo se advertían depresiones ovales de gran superficie, lo que inducía a pensar que los osos venían usando esa cueva desde hacía mucho tiempo, y los zarpazos en las paredes no dejaban la menor duda acerca del origen de esos revolcaderos. Lobo no se alejaba; caminaba junto a ella, rozándole a veces la pierna, cosa que resultaba tranquilizadora.
Cuando llegaron a una profundidad en la que no se percibía ya la luz exterior y la única manera de orientarse eran las fuentes de iluminación que llevaban consigo, Ayla empezó a sentir el frío de la cueva. Había llevado para ella una gruesa túnica de manga larga y una pieza de abrigo con la que protegerse la cabeza, y para la niña una prenda alargada con capucha. Se detuvo y desató la manta de acarreo de Jonayla, pero en cuanto la pequeña se vio alejada del calor de su madre, percibió también el frío y empezó a agitarse. Ayla se apresuró a vestir a la niña y después se abrigó ella, y cuando la pequeña volvió a estar cerca de la madre y a sentir su calor, se apaciguó. Los demás se pusieron también ropa de abrigo.
Cuando reanudaron la marcha, la Primera comenzó a cantar. Ayla y Jondalar la miraron, un tanto sorprendidos. Empezó con un suave tarareo, pero al cabo de un rato, pese a que no empleaba palabras, su canto subió gradualmente de volumen, con cambios más marcados de escala y tono, como si realizase ejercicios tonales. Poseía una voz sonora y vibrante, que parecía llenar la enorme cueva, y a sus acompañantes les pareció un sonido hermoso.