La tierra de las cuevas pintadas (43 page)

—Tu control de los animales es asombroso, la forma en que te siguen allí adonde vas y hacen lo que quieres. Una se acostumbra al cabo de un rato, pero aún resulta increíble —comentó Shevola—. ¿Siempre has tenido a esos animales?

—No, Whinney fue la primera, sin contar el conejo que encontré de niña —respondió Ayla—. Debía de huir de un depredador, pero estaba herido, y no escapó, o no pudo, cuando lo cogí. Iza era la curandera y lo llevé a la caverna para que ella lo curara. Se llevó una buena sorpresa, y me dijo que los curanderos estaban para ayudar a las personas, no a los animales, pero lo ayudó de todos modos. Quizá por comprobar si era capaz. Supongo que la idea de que las personas podían ayudar a los animales debía permanecer en mí cuando vi a esa potranca. Al principio no me di cuenta de que el animal que cayó en mi trampa era una potranca lactante, y no sé por qué maté a las hienas que la perseguían, como no fuera porque detesto a las hienas. Pero después de hacerlo, sentí que el animal había pasado a ser responsabilidad mía, que debía intentar criarla. Me alegro de haberlo hecho. Se ha convertido en mi amiga.

Shevola quedó fascinada por la historia que Ayla contó con tanta naturalidad, como si fuera algo normal.

—El caso es que controlas a esos animales.

—No sé si lo expresaría así. Con Whinney, fui como una madre. La cuidé y alimenté y llegamos a comprendernos mutuamente. Si encuentras un animal cuando es muy joven y lo crías igual que a un niño, puedes enseñarle a comportarse tal como una madre enseña a su hijo —intentó explicar Ayla—. Corredor y Gris son sus hijos, así que yo estaba presente cuando nacieron.

—¿Y el lobo?

—Puse trampas para armiños, y cuando Deegie… una amiga mía… y yo fuimos a inspeccionarlas, descubrí que algún animal me los robaba de los cepos. Cuando pillé a una loba comiéndose uno, me enfurecí. La maté con mi honda, y entonces vi, por sus ubres, que tenía crías lactantes. No me lo esperaba. No era la temporada en que las lobas tienen lobeznos aún tan jóvenes como para seguir mamando, así que seguí su rastro hasta la guarida. Era una loba solitaria, sin manada para ayudarla, y algo debió de haberle ocurrido también a su compañero. Por eso robaba de mis cepos. Sólo quedaba vivo un cachorro, y me lo llevé. Por entonces vivíamos con los mamutoi, y Lobo se crio con los niños del Campamento del León. Nunca supo cómo es la vida con lobos, y por eso cree que las personas son su manada —explicó Ayla.

—¿Todas las personas? —preguntó Shevola.

—No, todas no, aunque se ha acostumbrado a los grupos numerosos. Jondalar y yo, y ahora Jonayla… los lobos adoran a sus crías… somos naturalmente su manada principal, pero él también incluye en su familia a Marthona y Willamar, y a Folara, así como a Joharran y Proleva y sus hijos. Acepta a las personas que yo le dejo olfatear, que le presento, como amigos, como una especie de miembros temporales de la manada. No hace el menor caso a nadie más a no ser que represente un peligro para quienes considera cercanos, para aquellos a quienes ve como miembros de su manada —explicó Ayla a la joven, que mostraba un vivo interés.

—¿Y si alguien intenta hacer daño a una de las personas que considera cercanas?

—En el viaje que hicimos Jondalar y yo para llegar aquí, conocimos a una mujer malvada que se complacía en hacer daño a los demás. Intentó matarme, pero Lobo la mató a ella.

Shevola sintió un escalofrío, una especie de placentera emoción, como cuando un fabulador convincente contaba un buen relato de miedo. Aunque no dudaba de las palabras de Ayla —no creía que la acólita de la Primera se inventara una cosa así—, nada semejante había sucedido en su propia vida y sencillamente no parecía del todo real. Pero allí estaba el lobo, y ella sabía de qué eran capaces los lobos.

Siguiendo por el camino entre los precipicios, llegaron a un desvío a la derecha que ascendía hasta una hendidura en la pared rocosa, una entrada al precipicio. Era un ascenso muy pronunciado, y al final vieron que un enorme bloque de piedra obstruía parcialmente la entrada, pero quedaban aberturas a ambos lados. El lado izquierdo era estrecho pero transitable; el derecho era mucho mayor, y resultaba evidente que ya había pasado gente por allí. Ayla vio en el suelo un viejo almohadón del que asomaba la hierba del relleno allí donde el cuero se había rajado. Esparcidos se veían los residuos habituales que quedaban al tallar el pedernal para realizar herramientas y utensilios. Huesos roídos habían sido lanzados contra la pared cercana y caído al suelo. Accedieron a la cueva y se adentraron en ella. Lobo las siguió. Shevola los condujo hasta unas piedras; allí se desprendió del morral y lo dejó apoyado en una de ellas.

—Más adentro está tan oscuro que no se ve nada —explicó Shevola—. Ha llegado el momento de encender las antorchas. Podemos dejar aquí los bultos, pero antes bebe un poco de agua.

Empezó a buscar entre sus cosas el material para encender el fuego, pero Ayla ya había sacado su yesquero, y un pequeño objeto en forma de cesta hecho de pequeños trozos de corteza encajados. Lo llenó con una pequeña cantidad de la yesca de rápida ignición que empleaba para encender fuego. Luego extrajo un trozo de pirita de hierro, su piedra del fuego, que ya tenía abierto un surco de tantas veces como la había usado, y un fragmento de pedernal que Jondalar había labrado para que encajara en el surco. Ayla golpeó el pedernal con la piedra del fuego y saltó una chispa que fue a parar a la yesca inflamable. Se elevó una ligera espiral de humo. Ayla cogió la cesta de corteza y empezó a soplar sobre la diminuta ascua, con lo que brotaron pequeñas lenguas de fuego. Volvió a soplar, y a continuación dejó la pequeña cesta de fuego sobre la piedra. Shevola tenía dos antorchas a punto y las encendió con ese pequeño fuego. Una vez prendidas las antorchas, Ayla apretó los fragmentos de corteza para apagar el fuego y para que la corteza que quedaba pudiera volver a utilizarse.

—Nosotros tenemos un par de piedras del fuego, pero todavía no he aprendido a utilizarlas —dijo la joven acólita—. ¿Podrías enseñarme cómo lo haces tan deprisa?

—Claro. Es sólo cuestión de práctica —contestó Ayla—. Pero ahora creo que deberías mostrarme esta cueva.

Cuando la joven se adentró, Ayla se preguntó cómo sería ese otro lugar sagrado.

Entraba algo de claridad por la abertura que daba al exterior, pero sin la luz de las antorchas no habrían visto por dónde iban, y el suelo de la cueva era muy irregular. Se habían desmoronado trozos de techo y partes de las paredes. Tenían que caminar con sumo cuidado, trepando por las piedras. Shevola se dirigió hacia la pared izquierda y se quedó cerca de ella. Se detuvo justo donde la cueva se estrechaba y parecía dividirse en dos túneles. El de la derecha era ancho y de fácil acceso; el otro era bastante estrecho y además disminuía de tamaño. Cuando Ayla miró hacia el interior, le pareció que no tenía salida.

—Esta cueva es engañosa —advirtió Shevola—. La abertura más grande está a la derecha, y podría pensarse que hay que ir por ahí, pero no lleva a ninguna parte. Un poco más allá vuelve a bifurcarse y los dos túneles se reducen gradualmente hasta que al final terminan sin más. Aquí, por la izquierda, el camino se estrecha mucho, pero en cuanto se supera ese primer tramo, vuelve a ensancharse. —Shevola sostuvo en alto la antorcha, señalando unos trazos en la pared izquierda—. Eso lo dibujó alguien para ayudar a las personas que no conocen esta cueva, en el supuesto de que sepan interpretar el significado de esas señales.

—Te referirás a los miembros de la zelandonia, supongo —conjeturó Ayla.

—Por lo general, sí —respondió Shevola—, pero a veces a los niños les gusta explorar cuevas, y suelen descubrir el significado de las marcas. —Después de un breve trecho, la joven se detuvo—. Este es un buen lugar para emitir tu voz sagrada —anunció—. ¿Ya tienes una?

—Aún no me he decidido —contestó Ayla—. He trinado como las aves, pero también he rugido como un león. La Zelandoni canta, y su canto siempre es hermoso, pero cuando lo hizo en la cueva del mamut, fue extraordinario. ¿Y cuál es tu voz?

—Yo también canto, pero no como la Primera. Ya lo verás. —Shevola produjo un sonido muy agudo, luego bajó a un tono más grave y lo aumentó de nuevo progresivamente hasta alcanzar otra vez el primer sonido. La cueva devolvió su canto con un eco amortiguado.

—Es increíble —admiró Ayla, y a continuación silbó su mezcla de trinos.

—Eso sí es increíble —exclamó Shevola—. Parece un pájaro de verdad. ¿Cómo lo has aprendido?

—Después de dejar el clan y antes de conocer a Jondalar, viví en un lejano valle al este. Daba de comer a los pájaros para animarlos a volver, y un día empecé a imitar sus reclamos. A veces acudían cuando yo silbaba, así que seguí practicando.

—¿Dices que también sabes rugir como un león?

Ayla sonrió.

—Sí, y relinchar como un caballo y aullar como un lobo, e incluso reír como una hiena. Al principio intentaba reproducir los sonidos de muchos animales porque me divertía y era un reto.

«Y así tenía algo que hacer cuando me sentía sola, y los pájaros y los animales eran mi única compañía», pensó, pero no lo expresó en voz alta. A veces se abstenía de aludir a ciertos hechos sólo porque habrían requerido muchas explicaciones.

—Conozco a cazadores que pueden imitar bastante bien los sonidos de animales, sobre todo para inducirlos a acercarse, como el reclamo del ciervo rojo macho y el berrido de la cría de uro, pero nunca he oído a nadie rugir como un león —dijo Shevola, mirándola con expresión ilusionada.

Ayla sonrió, respiró hondo, se volvió hacia la boca de la cueva y empezó por los gruñidos preliminares, tal como hacía un león. Finalmente soltó un rugido, como el de Bebé cuando alcanzó la madurez. Puede que no fuera tan sonoro como el rugido de un león real, pero contenía todos los matices y entonaciones y se parecía tanto que casi todos los que lo oían creían que era un rugido auténtico, y por eso mismo se les antojaba más sonoro de lo que de hecho era. Shevola palideció por un momento al oírlo, y cuando la cueva devolvió el eco, se echó a reír.

—Si oyera eso sin saber qué es, creo que no me metería ahí dentro. Da la impresión de que hay un león cavernario.

Justo en ese momento Lobo decidió responder al rugido de Ayla con su propio aullido, y entonó su canto de lobo. La cueva también lo devolvió con una reverberación.

—¿Ese lobo es un Zelandoni? —preguntó la joven acólita sorprendida—. Parecía que también él empleaba una voz sagrada.

—No lo sé. Para mí, sólo es un lobo, pero la Primera también ha dejado caer comentarios parecidos al oírlo hacer cosas así —respondió Ayla.

Entraron en el estrecho espacio, Shevola delante, luego Ayla y por último Lobo. Ayla pronto se alegró de que la Zelandoni le hubiera aconsejado ponerse ropa cómoda para trepar por la cueva. No sólo se estrechaban las paredes, sino que el nivel del suelo se elevaba y la altura del techo se reducía. Tenían que avanzar por un espacio tan exiguo que ni siquiera podían permanecer erguidas y en algunos lugares tenían que arrodillarse para seguir adelante. A Ayla se le cayó la antorcha en el tramo estrecho, pero consiguió recogerla antes de que se le apagara.

El avance empezó a ser más fácil cuando el pasadizo se abrió, sobre todo cuando pudieron caminar erguidas otra vez. Lobo pareció alegrarse de haber superado el tramo poco espacioso, aunque a él no le representó grandes dificultades. Sin embargo aún tenían que pasar por más tramos angostos. En una zona, la pared de la derecha se había desmoronado formando una pedregosa pendiente de tierra suelta y guijarros, dejando un mínimo camino llano en el que apoyar los pies. Mientras se abrían paso con cuidado, rodaron más piedras y cantos por el declive empinado. Las dos se acercaron más a la pared contraria.

Finalmente, después de estrecharse otra vez el pasadizo, Shevola se detuvo, levantó la antorcha y se volvió hacia la derecha. Una arcilla húmeda y brillante cubría una pequeña sección de la pared, pero formaba parte del medio de expresión. Grabado en ella había un signo: cinco líneas verticales y dos horizontales; una de estas dos cruzaba las cinco perpendicularmente, en tanto que la segunda sólo llegaba a la mitad. Al lado del signo se veía un reno grabado.

Para entonces Ayla ya había visto suficientes pinturas, dibujos y grabados para desarrollar su propio sentido de los que consideraba buenos y los que le parecían peores. A su juicio, ese reno no era tan perfecto como otros que había visto, pero jamás se le habría ocurrido decir algo semejante a Shevola ni al resto de la caverna, ni a nadie. Era una opinión personal. Hacía no mucho tiempo la sola idea de dibujar cualquier cosa parecida a un animal en la pared de una cueva se le antojaba increíble. Nunca había visto nada parecido. Incluso un dibujo parcial de una forma que insinuaba un animal era asombroso y poseía una gran fuerza. En este caso supo que era un reno sobre todo por el tamaño de los cuernos.

—¿Sabes quién lo ha hecho? —preguntó Ayla.

—En las Historias y Leyendas de los Ancianos no consta nada, salvo referencias generales que podrían remitir a las marcas de casi cualquier cueva; pero algunas alusiones en los relatos que se cuentan sobre nuestra caverna inducen a pensar que quizá fue un predecesor nuestro de la Heredad Oeste, tal vez uno de los fundadores —explicó Shevola—. A mí me gusta pensar que las hizo un antepasado nuestro.

A medida que avanzaban por la cueva, las dificultades disminuían sólo muy relativamente. El suelo seguía siendo escabroso y las paredes tenían salientes a los que había que permanecer atento, pero al final, después de unos quince metros por aquel túnel largo y angosto, Shevola volvió a detenerse. A la izquierda del pasadizo encontraron una estrecha sala y en la pared derecha de esta, en un saliente cercano al techo, se veían varias figuras grabadas en un panel con una inclinación de unos cuarenta y cinco grados respecto a la horizontal. Esa era la composición principal de la cueva, compuesta por nueve animales grabados sobre una superficie limitada, quizá de setenta y cinco centímetros por noventa. También allí la arcilla de la pared había pasado a formar parte del medio de expresión.

La primera imagen a la izquierda estaba tallada parcialmente en la arcilla; el resto se había grabado en la piedra, quizá con un buril de sílex. Ayla advirtió que una fina película transparente de calcita cubría el friso, señal de que era antiguo. Parte del saliente se había coloreado con un pigmento natural a base de dióxido de manganeso negro. La superficie era de una fragilidad extrema: una pequeña porción del carbonato se había desconchado, y daba la impresión de que otra no tardaría en desprenderse de la roca.

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