La tierra de las cuevas pintadas (89 page)

Ahora sabía mucho más. Por eso se dedicaba a observar el lugar del horizonte por donde el sol asomaba y desaparecía, la situación de ciertas constelaciones y estrellas, y los distintos momentos en que salía y se ponía la luna. Esa noche había luna llena, y si bien no era raro tener luna llena durante el Día Corto del Invierno o el Día Largo del Verano, tampoco era algo muy corriente. Uno de esos dos días coincidía con la luna llena quizá una vez cada diez años, pero como la luna llena siempre estaba en posición opuesta al sol, salía en el momento en que se ponía el sol, y como en verano el sol estaba en lo alto del cielo, la luna llena permanecía baja en el cielo toda la noche. Entonces se sentaba mirando al sur y, volviéndose a izquierda y derecha, intentaba seguir el rastro a los dos.

La primera noche que el sol pareció ponerse en el mismo sitio que la noche anterior, no sabía si lo había visto bien. ¿Estaba ya lo bastante a la derecha en el horizonte? ¿Había transcurrido el número correcto de días? ¿Había medido bien el tiempo?, se preguntó. Se fijó en ciertas constelaciones y en la luna, y decidió que esperaría a la noche siguiente. Cuando el sol se puso otra vez por el mismo punto, sintió tal entusiasmo que deseó que la Zelandoni estuviera allí con ella para poder compartirlo.

Capítulo 30

A penas pudo esperar a que despertara Marthona a la mañana siguiente para anunciarle que le parecía que había llegado el momento del Día Largo del Verano. La mujer reaccionó con sentimientos encontrados. Se alegró por Ayla, pero también supo que no tardaría en partir hacia la Reunión de Verano, y ella se quedaría sola. No sola en realidad, como bien sabía; todos los demás seguirían allí. Pero Ayla había sido una compañía extraordinaria, hasta tal punto que apenas había notado la ausencia de tantos seres queridos. Incluso advirtió que las dolencias que le habían impedido asistir a la Reunión de Verano parecían haberse atenuado. Los conocimientos medicinales de la joven, las infusiones especiales, las cataplasmas, los masajes y otras prácticas también ayudaron. Marthona se sentía francamente mejor. La echaría muchísimo de menos.

Daba la impresión de que el desplazamiento del sol se había detenido, de que se ponía casi en el mismo punto durante siete días, pero sólo en tres tuvo la total certeza de que así era. Sí le pareció observar cierto desplazamiento en los dos anteriores y los dos posteriores, aunque menos de lo habitual, y de pronto, para su asombro, vio que el lugar donde el sol se ponía había invertido sin duda la dirección. Fue apasionante advertir ese cambio de sentido, y caer en la cuenta de que seguiría retrocediendo hasta llegar el Día Corto del Invierno.

Había visto el anterior Día Corto del Invierno junto con la Zelandoni y otras personas, pero no le había invadido esa misma euforia, pese a que para la mayoría ese día era siempre más importante. Era el Día Corto el que prometía el fin del intenso frío invernal y el regreso del calor del verano, y se celebraba con gran entusiasmo.

Pero este Día Largo del Verano era vital para Ayla. Lo había visto y verificado ella misma, y experimentaba una sensación de logro y alivio. También significaba que su año de observación había concluido. Seguiría observando el cielo durante unos días, y registrando las marcas correspondientes, sólo para sí, y cómo cambiaba el punto por donde se ponía el sol, pero ya estaba pensando en marcharse a la Reunión de Verano.

La noche siguiente, después de comprobar una vez más que el sol había invertido el sentido de su desplazamiento, Ayla se sentía inquieta en lo alto de la pared rocosa. Llevaba todo el día nerviosa y desasosegada, y pensó que tal vez se debiera al embarazo, o quizá al alivio de saber que no tendría que pasar más noches observando el cielo en soledad. Intentó serenarse, y para ello empezó a repetir las estrofas del Canto a la Madre. Seguía siendo su preferido, pero su tensión aumentó mientras susurraba los versos para sí.

—¿Por qué estoy tan nerviosa? Me pregunto si no se avecinará una tormenta. Eso a veces me pone tensa —se dijo en voz alta.

Se dio cuenta de que hablaba sola. «Tal vez debería meditar», pensó. «Eso me ayudará a relajarme. Quizá me prepare una infusión.»

Volvió al lugar donde solía sentarse, avivó el fuego, echó agua del odre en un pequeño recipiente para cocinar y examinó la colección de hierbas que llevaba en la bolsa de medicinas colgada del cinto. Guardaba las hojas secas en paquetes, atados con cordones y cordeles de distinto grosor y tipo, con distintas cantidades de nudos en los extremos para poder distinguir unas de otras, tal como le había enseñado Iza.

Palpó los distintos paquetes dentro de la sencilla bolsa de piel, pero ni siquiera a la luz del fuego y la luna consiguió diferenciarlos y se vio obligada a identificar las hierbas y medicinas sólo por el tacto y el olor. Recordó su primera bolsa de medicinas, obsequio de Iza. Estaba confeccionada con la piel impermeable completa de una nutria, extraídas las entrañas por la gran abertura del cuello. Ayla había hecho varias réplicas y conservaba aún la última versión. Aunque gastada y raída, no soportaba la idea de tirarla. Se había planteado hacer una nueva. Era una bolsa de medicinas del clan, y poseía un poder único. Incluso la Zelandoni había quedado impresionada al verla por primera vez.

Ayla eligió un par de paquetes. La mayoría de sus hierbas eran medicinales, pero algunas, muy suaves, no suponían ningún peligro si se bebían por placer, como la menta o la manzanilla, que aliviaban los trastornos estomacales y mejoraban la digestión, pero tenían además buen sabor. Se decidió por una mezcla a base de menta que incluía una hierba relajante. Tras localizar el paquete a tientas, lo olfateó. Sin duda era menta. Echándose un poco en la palma de la mano, la añadió al agua humeante, y después de dejarla reposar un rato, se sirvió un vaso. Se lo bebió entero, en parte porque tenía sed, y luego se sirvió un segundo vaso para tomarlo más tranquilamente. Había perdido un poco de sabor, pensó; tendría que conseguir más menta fresca. Pero no estaba mal, y aún tenía sed.

Cuando apuró el vaso, se preparó para la meditación. Empezó a tomar aire profundamente tal como le habían enseñado. «Respira despacio, hondo», se dijo. «Piensa en lo transparente; piensa en el color llamado transparente, en un arroyo transparente que corre entre las rocas; piensa en un cielo sin nubes, transparente, sin más luz que la del sol; piensa en el vacío.»

De pronto descubrió que tenía la mirada fija en la luna, en cuarto creciente la última vez que la observó, pero ahora llena y redonda en el cielo nocturno. Pareció agrandarse, abarcar todo su campo visual, y se sintió atraída hacia ella cada vez más rápido. Se obligó a apartar los ojos de la luna y se levantó.

Se acercó lentamente a la gran roca inclinada.

«¡Esa piedra brilla! No, ya estoy otra vez imaginando cosas. Es sólo la luz de la luna. Es una piedra distinta de las demás, y quizá resplandece más a la luz de la luna llena.»

Cerró los ojos durante lo que se le antojó un largo rato. Al abrirlos, la luna volvió a absorberla: aquella luna llena y grande la arrastraba. A continuación miró alrededor. ¡Estaba volando! Volando sin viento ni sonido. Miró hacia abajo. La pared rocosa y el río habían desaparecido, y no reconocía el paisaje. Por un momento pensó que iba a caerse. Se sintió aturdida. Todo daba vueltas. Vivos colores formaron un vórtice de luz trémula en torno a ella, girando cada vez más deprisa.

Ayla se detuvo de pronto y se vio de nuevo en lo alto de la pared rocosa. Se concentró en la luna, enorme, que creció hasta llenar otra vez su campo visual. La atraía, y sintió que volaba nuevamente, volaba como cuando era ayudante de Mamut. Bajó la vista y vio la roca. Estaba viva, rodeada de luminosas espirales de luz palpitante. Se sintió atraída hacia ella, capturada por aquel movimiento. Fijó la vista en las líneas de energía que surgían de la tierra, se enroscaban en torno a la enorme columna en equilibrio precario y desaparecían en lo alto formando una corona de luz. Ayla, mirando hacia abajo, flotaba justo por encima de esa roca reluciente.

Brillaba más que la luna e iluminaba todo el paisaje. No había viento, ni siquiera una leve brisa, no se movía ni una sola hoja ni una rama, pero alrededor el suelo y el aire bullían de movimiento, llenos de formas y sombras en agitación, siluetas fugaces e insustanciales que se desplazaban velozmente y al azar, despidiendo un tenue resplandor de energía semejante a la luz de la roca. Ante los ojos de Ayla, ese movimiento cobró forma, adquirió una finalidad. ¡Las siluetas volaban hacia ella, iban a por ella! Sintió un hormigueo, se le erizó el vello. De pronto bajaba atropelladamente por el sendero escarpado, tropezando y resbalando a causa del miedo. Cuando llegó al refugio, corrió hacia la entrada, iluminada por el claro de luna.

Lobo, tumbado junto a la cama de Marthona, donde tenía orden de quedarse, levantó la cabeza y gimoteó.

Ayla corrió a través de la entrada en dirección a Río Abajo, y luego siguió el camino contiguo al Río. Se sintió rebosante de energía y continuó corriendo por puro placer, ya no perseguida, sino atraída por una fuerza incomprensible. Chapoteando, cruzó el Vado y siguió adelante, durante lo que se le antojó una eternidad. Se acercaba a una alta pared rocosa que descollaba en medio del paisaje, aislada de todo lo demás, una pared que le resultaba familiar y a la vez le era del todo desconocida.

Llegó a un camino en pendiente e inició el ascenso, escapando el aire de su garganta con un jadeo entrecortado, pero era incapaz de detenerse. En lo alto de la cuesta encontró el orificio oscuro de una cueva. Entró a todo correr en una negrura tan densa que casi podía palparla. De pronto tropezó en el suelo desigual y cayó pesadamente. Se golpeó la cabeza contra la piedra de la pared.

Cuando despertó, se hallaba dentro de un túnel largo y negro, sin luz alguna, y sin embargo veía. Las paredes despedían una tenue iridiscencia. La humedad relucía. Cuando se incorporó, le dolía la cabeza, y por un momento lo vio todo de color rojo. Tuvo la sensación de que las paredes se deslizaban, pero ella no se movía. La iridiscencia titiló de nuevo, y ya no estaba a oscuras. Las paredes de roca refulgían con colores fantasmagóricos: verdes fosforescentes, rojos brillantes, azules resplandecientes, blancos de una pálida luminosidad.

Se levantó y se quedó inmóvil por un momento. Luego, palpando la humedad fría y viscosa de la piedra, siguió la pared, que adquirió una gélida coloración verde azulada. Ya no estaba en la cueva, sino en una grieta entre paredes verticales en lo más hondo de un glaciar. Las grandes superficies lisas reflejaban formas fugaces, rápidas y efímeras. Por encima de ella, el cielo era de un profundo color morado. La cegaba un sol fulgurante y le dolía la cabeza. El sol se acercó y llenó la grieta de luz, pero ya no era una grieta.

Estaba en un río de aguas arremolinadas, y la corriente la arrastraba. Flotaban objetos alrededor, atrapados en torbellinos y turbulentas contracorrientes que giraban cada vez más deprisa. La capturó un remolino, y giró y giró, vueltas y más vueltas. La succionó hacia abajo. En una vorágine de movimiento rotatorio, el río se cerró sobre ella y todo se ennegreció.

Se hallaba en un vacío profundo, desgarrador, y volaba; volaba con tal rapidez que era incapaz de asimilarlo. De pronto perdió velocidad y se encontró en medio de una niebla espesa que emanaba un resplandor envolvente. La niebla se levantó y apareció ante sus ojos un paisaje extraño. Formas geométricas de verdes fosforescentes, rojos brillantes y azules refulgentes se repetían una y otra vez. Estructuras desconocidas se alzaban en el aire. Por el suelo serpenteaban anchas cintas de un blanco luminoso, y por ellas desfilaba un sinfín de formas a toda velocidad, avanzando hacia ella.

El miedo la paralizó y sintió un hormigueo en la periferia de su mente, algo que la sondeaba y parecía reconocerla. Se encogió y, tan deprisa como pudo, retrocedió palpando la pared para orientarse. Cuando llegó al final, el pánico la vencía. Se tiró al suelo y percibió un agujero más adelante. Era un agujero pequeño: sólo podía entrar a gatas. Se despellejó las rodillas en la tierra áspera, pero ni siquiera se dio cuenta. El agujero se estrechó hasta que ya no pudo seguir adelante. Entonces volvió a precipitarse en el vacío, a tal velocidad que perdió el sentido del movimiento.

Era la negrura lo que se movía, no ella. La envolvió, asfixiándola, ahogándola, y de repente estaba otra vez en el río, arrastrada por la corriente. Se sentía cansada, exhausta. El río caudaloso la llevaba hacia el mar, el cálido mar. Sintió un dolor penetrante en las entrañas, y unas aguas calientes y saladas emanaron de ella. Aspiró su olor, el sabor de esas aguas, y sintió que flotaba plácidamente en el líquido tibio.

Pero no era agua; era barro. Con la respiración entrecortada, intentó salir a rastras del lodazal, y súbitamente la bestia que la perseguía la atrapó. Se dobló por la cintura y gritó de dolor mientras aquello la aplastaba. Escarbó en el barro, en un esfuerzo por salir del profundo hoyo donde la bestia la había hundido, un esfuerzo por escapar.

De repente se vio liberada y trepó a un árbol. Se balanceó en las ramas e, impulsada por la sequía y la sed, se dirigió hacia la orilla del mar. Se zambulló, abrazó el agua y experimentó una sensación de optimismo. Finalmente, tras erguirse, vio ante sí una amplia pradera y vadeó hacia allí.

Pero el agua tiraba de ella. Pugnó por resistirse a la fuerza de la marea y por fin, extenuada, se rindió. Las olas que rompían en la orilla le envolvían las piernas y la arrastraban. Sintió el tirón, el dolor, el dolor desgarrador, lancinante, tormentoso que amenazaba con arrancarle las entrañas. Entre borbotones de líquido caliente, sucumbió.

A rastras, avanzó un poco más, se recostó en una pared, cerró los ojos y vio una rica estepa, salpicada de flores primaverales de vivos colores. Un león cavernario trotaba hacia ella con movimiento lento y elegante. Se encontraba en una cueva pequeña, encajonada en un ligero declive. Aumentó de tamaño hasta llenar la cueva, y esta se expandió a la vez que ella. Las paredes respiraban, crecían, se contraían, y ella se hallaba en un útero, un útero enorme y negro en las profundidades de la tierra. Pero no estaba sola.

Veía contornos imprecisos, transparentes; al cabo de un momento, esas siluetas se fundieron hasta adquirir formas reconocibles. Eran animales, todos los animales que había visto en su vida, y aves, y peces, e insectos, y había también algunos que no conocía. Avanzaban en procesión, sin orden ni concierto, fundiéndose en apariencia cada uno con el siguiente. Un animal se convertía en un ave o en un pez, o en otra ave o en un animal o en un insecto. Un gusano pasaba a ser un lagarto, y luego un ave, que crecía hasta convertirse en un león cavernario.

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