La tierra de las cuevas pintadas (59 page)

Pese a que en el rincón la luz era muy tenue, Ayla advirtió que la manta ya no cubría la cabeza de la mujer y que obviamente escuchaba con atención su relato. Lobo emitía aún un suave gimoteo e intentaba acercarse lentamente a ella.

—Cuando llevé a Lobo al alojamiento del Campamento del León, desarrolló un lazo especial con aquel niño débil. No sé por qué, pero Lobo también quiere a los bebés y los niños pequeños. Deja que le claven los dedos y le tiren del pelo, y nunca se queja. Es como si supiera que no es esa su intención, y sencillamente tiene una actitud muy protectora con ellos. Puede que pienses que es una manera rara de actuar en un lobo, pero es así como se comportan con sus propios cachorros. La manada entera protege a los pequeños, y Lobo sintió una necesidad especial de proteger a aquel niño débil.

Ayla se inclinó más hacia la mujer conforme Lobo se acercaba a rastras hacia ella.

—Creo que siente eso mismo por ti. Sabe que estás herida, y quiere protegerte. Fíjate, intenta aproximarse a ti, pero lo hace con mucho cuidado. ¿Has tocado alguna vez un lobo vivo? Su pelaje es suave en algunos sitios y áspero en otros. Si me dejas la mano, te lo enseñaré.

Sin previo aviso, Ayla alargó el brazo y le cogió la mano a la mujer antes de que pudiera apartarla. Acto seguido la obligó a ponerla en la cabeza de Lobo, que tenía apoyada en la pierna de la mujer.

—Está caliente, ¿verdad? Y le gusta que le froten detrás de las orejas.

Ayla percibió que la mujer empezaba a frotar la cabeza a Lobo; de pronto, esta apartó la mano. Pero Ayla había alcanzado a ver sus cicatrices, y la tirantez allí donde la piel se había tensado al cicatrizar, pero parecía conservar el movimiento.

—¿Cómo te pasó? ¿Cómo te quemaste? —preguntó Ayla.

—Llené de piedras calientes una cesta de guisar, y añadí unas cuantas más hasta que el agua hirvió; entonces intenté moverla. Se rajó, y el agua caliente me salpicó —contestó—. ¡Fue una estupidez! Sabía que esa cesta estaba ya gastada. Debería haber dejado de usarla, pero sólo quería preparar una infusión, y la tenía a mano.

Ayla asintió.

—A veces no nos paramos a pensar. ¿Tienes compañero? ¿O hijos?

—Sí, tengo compañero, e hijos, un niño y una niña. Le dije a mi compañero que los llevara a la Reunión de Verano. No tiene sentido que ellos paguen por mi estupidez. Si yo ya no puedo ir, soy yo la única culpable.

—¿Y por qué no puedes ir? Puedes caminar, ¿no? No te has quemado las piernas ni los pies.

—No quiero que la gente me mire con compasión por las quemaduras en la cara y las manos —dijo la mujer, colérica, a la vez que las lágrimas asomaban a sus ojos. Apartó la mano de la cabeza de Lobo y se tapó la cara con la manta.

—Sí, algunos te mirarán con lástima, pero todos tenemos accidentes, y hay quien nace ya con problemas peores. No debes permitir que eso te impida vivir. No tienes la cara tan mal, y con el tiempo las cicatrices se suavizarán y no se verán tanto. Las de las manos, y probablemente las de los brazos, son peores, pero puedes usar las manos, ¿no?

—Un poco, no como antes.

—Eso también mejorará.

—¿Cómo sabes tanto? ¿Quién eres? —preguntó la mujer.

—Soy Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii —contestó Ayla, tendiendo las manos en el saludo formal a la vez que empezaba a recitar sus títulos y lazos—. Acólita de La Que Es la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre… —Repitió todos los títulos y lazos habituales porque le proporcionaba algo que decir. Acabó así—: Amiga de los caballos Whinney, Corredor y Gris, y del cazador cuadrúpedo Lobo: su nombre sólo significa «lobo» en la lengua de los mamutoi. Te saludo en nombre de Doni, Madre de Todos.

—¿Eres acólita de la Primera? ¿Su primera acólita? —preguntó la mujer, olvidando por un momento sus modales.

—Su única acólita, aunque su acólito anterior también ha venido con nosotros. Ahora es Zelandoni de la Decimonovena Caverna —explicó Ayla—. Estamos aquí para ver vuestro lugar sagrado.

La mujer de pronto se dio cuenta de que tenía que extender las manos y coger las de aquella joven para presentarse formalmente a la acólita de la Primera, quien obviamente había hecho un largo viaje y parecía acumular grandes méritos. Esa era una de las razones principales por las que no había querido ir a la Reunión de Verano. Habría tenido que enseñar no sólo su cara, sino también las manos quemadas a todo aquel a quien conociese o que se le presentase. Agachó la cabeza y pensó en esconderlas bajo la manta y decir que era incapaz de saludarla debidamente, pero la acólita ya le había tocado la mano y sabía que eso no era verdad. Finalmente, respiró hondo, apartó la manta y le tendió las manos, muy quemadas.

—Soy Dulana, de la Cuarta Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur —dijo, empezando a recitar sus títulos y lazos.

Ayla, cogiéndole las dos manos, se concentró en ellas. Las tenía rígidas, con la piel tirante, abultada e irregular, y probablemente aún le dolían un poco, pensó.

—… en el nombre de Doni, bienvenida seas, Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii.

—¿Te duelen aún las manos, Dulana? —preguntó Ayla—. Si es así, quizá te iría bien una infusión de corteza de sauce. Llevo un poco encima si la necesitas.

—Puedo pedírsela a nuestro Zelandoni, pero no sabía si debía seguir tomándola —dijo Dulana.

—Si aún te duele, tómala. También alivia el calor y la rojez. Y se me ocurre que tal vez tú, o algún conocido tuyo, podríais curtir unas pieles suaves, por ejemplo de conejo, y confeccionar unos mitones para ti, pero con dedos. Así, cuando estuvieras con gente, no notarían la ligera aspereza de tus manos. ¿Y tienes un poco de sebo blanco limpio? Te puedo preparar una crema para suavizar las manos. Tal vez le añada un poco de cera de abeja, y pétalos de rosa para que huela bien. Llevo tanto de lo uno como de lo otro. Podrías aplicártela durante el día, y llevarla también bajo los mitones con dedos. Puedes ponértela en la cara para suavizar esas quemaduras y rebajarlas —dijo Ayla, pensando mientras hablaba en todo lo que podía hacerse para ayudar a la mujer.

De pronto Dulana se echó a llorar.

—¿Qué te pasa, Dulana? —preguntó Ayla—. ¿Te ha molestado algo que he dicho?

—No. Es que es la primera vez que alguien me da esperanzas —respondió Dulana entre sollozos—. Pensaba que esto me había arruinado la vida, que todo había cambiado tanto que ya nada volvería a ser igual, pero contigo da la impresión de que las quemaduras y las cicatrices no son nada, como si nadie fuera a fijarse jamás, y me hablas de todas esas cosas que pueden ayudarme. Nuestro Zelandoni se esfuerza, pero es muy joven, y no destaca precisamente como curandero. —La joven se interrumpió y miró a los ojos a Ayla—. Creo que ya sé por qué la Primera te ha elegido como acólita, pese a no haber nacido entre los zelandonii. Ella es la Primera, y tú eres la Primera Acólita. ¿Debo llamarte así?

Ayla torció el gesto.

—Sé que algún día tendré que renunciar a mi nombre y seré llamada «Zelandoni de la Novena Caverna», pero espero que ese momento tarde en llegar. Me gusta llamarme Ayla. Es mi nombre, el nombre que me puso mi verdadera madre, o algo parecido. Es lo único que me queda de ella.

—Ayla, pues. ¿Y cómo se pronuncia el nombre de este lobo? —El animal había vuelto a apoyar la cabeza en su pierna, y a ella le resultaba reconfortante su contacto.

—Lobo —respondió Ayla.

Dulana intentó repetir el nombre, y Lobo levantó la cabeza y la miró, reconociendo su esfuerzo.

—¿Por qué no sales a conocer a los demás? —propuso Ayla—. Nos acompaña el maestro de comercio, y siempre cuenta anécdotas maravillosas sobre sus viajes. Puede que la Primera cante alguna de las Leyendas de los Ancianos, y tiene una voz muy hermosa. No deberías perdértelo.

—Quizá podría ir, supongo —dijo Dulana en voz baja. Se había sentido sola, enclaustrada allí dentro de su morada mientras todos disfrutaban de la compañía de los visitantes. Cuando se levantó y salió, Lobo permaneció cerca de ella. En la caverna todos se sorprendieron al verla, en especial el Zelandoni, y más aún al observar que el cazador cuadrúpedo parecía haber desarrollado una relación de protección con ella. El lobo, en lugar de sentarse con Ayla o incluso con Jonayla, se quedó junto a Dulana. La Primera miró de soslayo a su acólita y le dirigió un gesto de aprobación casi imperceptible.

Por la mañana los visitantes y unos cuantos miembros de la caverna se prepararon para ir a la cueva pintada cercana. Había en la región varios refugios de piedra, muchos de ellos lugar de residencia de cavernas, designados en su mayor parte mediante sus propias palabras de contar, aunque en algunos casos dos o tres refugios vecinos se unían para constituir una única caverna. Estaban vacíos en su mayoría, dado que casi todo el mundo, como era costumbre, se había marchado para sus viajes de verano. Unas cuantas personas de cavernas cercanas que no habían asistido a la Reunión de Verano se habían instalado allí porque residía un Zelandoni.

El grupo que fue a visitar el emplazamiento sagrado lo integraban los ocho adultos participantes en la Gira de la Donier, más cinco personas que se alojaban en la Cuarta Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur, incluidos los dos cazadores que vivían normalmente en el refugio de piedra próximo. Dulana se había ofrecido a cuidar de Jonayla, ya que, según sospechaba Ayla, echaba de menos a sus hijos. Como Jonayla se mostró dispuesta a quedarse con la mujer, y Lobo a quedarse con las dos, Ayla accedió. Aunque la niña caminaba muy bien, sólo tenía cuatro años y Ayla la llevaba a menudo en brazos. Jondalar también cargaba con ella de vez en cuando, pero Ayla estaba tan acostumbrada a acarrear a su hija que tuvo la sensación de haberse olvidado algo cuando se puso en marcha.

Llegaron al pequeño refugio de piedra que la Primera había señalado a Ayla de camino hacia allí. La abertura se hallaba orientada hacia el este y era evidente que el lugar se había empleado como espacio de vivienda alguna que otra vez. El círculo oscuro de carbón de una fogata antigua seguía parcialmente circundado de piedras, aunque faltaban algunas. Un par de fragmentos más grandes de piedra caliza, desprendidos del techo o la pared, habían sido arrastrados hasta allí para usarlos como asientos. Había una manta de cuero rota y desechada, hecha un rebujo, junto a la pared al lado de unos cuantos leños grandes y pesados, que probablemente durarían toda la noche si se encendía un fuego lo bastante vivo para prenderlos.

La entrada de la cueva se hallaba en el extremo norte del refugio bajo un corto saliente, muy erosionado, del que se desprendían trozos de roca apilados frente a la abertura que daba acceso al interior de la pared de piedra.

El Zelandoni había metido leña, yesca, una vara de fricción y una pequeña plataforma, junto con unos cuantos candiles de piedra, en un morral que se quitó cerca de la fogata apagada. A continuación se dispuso a ordenar el material. Al ver lo que hacía, Ayla se llevó la mano a la bolsa de cuero que llevaba colgada al cinto y sacó dos piedras. Una era un grueso trozo de pedernal en forma de hoja de cuchillo resistente; la otra era una piedra del tamaño de una nuez con un brillo plateado amarillento. La reluciente piedra tenía un surco, formado a fuerza de golpearla repetidamente con la hoja de pedernal.

—¿Me permites que encienda yo el fuego? —preguntó Ayla.

—A mí se me da bastante bien. No tardaré —contestó el Zelandoni mientras empezaba a hacer una muesca en la plataforma para introducir el extremo puntiagudo de la vara de fricción, que posteriormente haría girar entre sus manos.

—Ella acabará antes —afirmó Willamar con una sonrisa.

—Se te ve muy seguro —dijo el joven Zelandoni, que empezaba a sentir cierta rivalidad. Estaba muy orgulloso de su habilidad para encender fuego. Pocos podían encender un fuego partiendo de cero tan rápido como él.

—¿Por qué no le permites que te lo enseñe? —propuso Jonokol.

—De acuerdo —contestó el joven, que se irguió y retrocedió—. Adelante.

Ayla se arrodilló junto al círculo frío y oscuro de la antigua fogata y alzó la vista.

—¿Puedo usar tu leña menuda y tu yesca, ya que están aquí? —preguntó.

—Por supuesto —respondió el Zelandoni.

Tras apilar la yesca seca y ligera, Ayla se inclinó al lado. Golpeó el pedernal contra la pirita de hierro, y al joven Zelandoni le pareció ver un destello de luz. Ayla volvió a golpearlo, esta vez produciendo una chispa mayor, que fue a caer en el material reseco y fácilmente inflamable. Empezó a elevarse un poco de humo, y ella sopló. Al cabo de un momento había llama, que avivó con más yesca, luego con fragmentos un poco más grandes, después con leña menuda y finalmente con ramitas algo mayores. Una vez consolidado el fuego, se echó hacia atrás, quedando sentada sobre los talones. El joven Zelandoni estaba boquiabierto.

—Si no cierras la boca, te entrarán moscas —observó, sonriente, el maestro de comercio.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó el joven Zelandoni local.

—Usando una piedra del fuego, no es muy difícil —respondió Ayla—. Ya te enseñaré antes de marcharnos, si quieres.

Pasados unos instantes para que se asimilara aquella sorprendente exhibición con el fuego, la Primera intervino:

—Encendamos los candiles. He visto que has traído unos cuantos. ¿Hay más dentro de la cueva?

—Eso depende de quién haya estado aquí la última vez —contestó el joven mientras sacaba de su morral tres cuencos poco profundos hechos de piedra caliza vaciada—, pero no cuento con ello.

También sacó un pequeño envoltorio de cuero que contenía mechas y luego un cuerno de uro ahuecado, obtenido de un animal joven —mucho más manejable que los cuernos enormes de los ejemplares adultos—, con el extremo abierto y tapado mediante varias capas de intestino casi impermeable atadas con tendón. Dentro había una grasa reblandecida. También llevaba antorchas hechas de hojas, hierba y otra vegetación, bien sujetas en torno a un palo cuando aún estaban verdes y eran maleables; más adelante, una vez bien secas, las impregnaban con brea de pino caliente.

—¿Es una cueva muy grande? —preguntó Amelana. Las cuevas profundas la inquietaban un poco, sobre todo si el acceso era difícil.

—No —contestó el Zelandoni—. Sólo hay una sala principal, a la que se llega por un pasadizo, una sala adyacente más pequeña a la izquierda, y un pasadizo secundario a la derecha. Las zonas más sagradas están en la sala principal.

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