La tierra de las cuevas pintadas (58 page)

Con su perspicacia para detectar todos los matices en gestos y expresiones, Ayla percibió claramente su sorpresa, y el intento de ocultarla. La Primera también advirtió la sorpresa de aquel hombre, y reprimió una sonrisa. «Aquel iba a ser un viaje interesante», analizó. Con los caballos, un lobo y una acólita forastera, todo el mundo hablaría de sus visitantes durante un tiempo. La Primera pensó que debía informar mejor al Zelandoni sobre el estatus de Ayla y presentarle al resto del grupo. Señaló a Jondalar, quien también había captado las reacciones del Zelandoni de esa caverna y la respuesta de la Primera.

—Jondalar, por favor, saluda al Zelandoni de la Cuarta Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur. —Se volvió hacia aquel hombre—. Este es Jondalar de la Novena Caverna de los zelandonii, maestro tallador de pedernal de la Novena Caverna de los zelandonii, hermano de Joharran, jefe de la Novena Caverna, hijo de Marthona, anterior jefa de la Novena Caverna, nacido en el Hogar de Dalanar, jefe y fundador de los lanzadonii —explicó—, y compañero de Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii, acólita de la Primera, y madre de Jonayla, bendita de Doni.

Los dos hombres entrelazaron las manos y se saludaron de la manera formal. Las escasas personas que se habían congregado para recibirlos estaban no poco abrumadas por todos aquellos títulos y lazos de tan alto estatus. La propia Novena Caverna disfrutaba de una posición elevada entre las cavernas. Tanta formalidad rara vez se utilizaba en encuentros normales, y la Primera tenía la impresión de que el Zelandoni no dudaría en contar historias sobre ese encuentro. La razón por la que había deseado llevar a Ayla en una Gira de la Donier no era sólo mostrarle los emplazamientos sagrados del territorio zelandonii, sino también presentarla en muchas de las cavernas. Tenía planes para Ayla que nadie más conocía, ni siquiera la propia Ayla. A continuación, señaló a Jonokol.

—Como nos disponíamos a emprender este viaje, pensé que debía incluir a mi anterior acólito. Nunca lo llevé de gira cuando era sólo Jonokol, mi acólito con inclinaciones artísticas. Ahora no sólo es un pintor de gran talento, con un nuevo lugar sagrado excepcional en el que trabajar, sino además un Zelandoni importante e inteligente —explicó la Primera.

Los tatuajes en el lado izquierdo de la cara de Jonokol anunciaban por sí solos que ya no era un acólito. Los tatuajes de los zelandonia se realizaban siempre en el lado izquierdo de la cara, por lo general en la frente o la mejilla, y a veces eran muy elaborados. Los jefes llevaban los tatuajes en el lado derecho, y otras personas destacadas, como el maestro de comercio, exhibían símbolos en medio de la frente, por lo general de menor tamaño.

Jonokol se adelantó y se presentó él mismo.

—Soy el Zelandoni de la Decimonovena Caverna de los zelandonii, y yo te saludo, Zelandoni de la Cuarta Caverna de los zelandonii que viven en las tierras al sur del Gran Río —dijo, y tendió las dos manos.

—Saludos, y bienvenido seas, Zelandoni de la Decimonovena Caverna —fue la respuesta.

A continuación se acercó Willamar.

—Yo soy Willamar de los zelandonii, compañero de Marthona, antigua jefa de la Novena Caverna, que es la madre de Jondalar. Se me conoce como maestro de comercio de la Novena Caverna, y he traído a mis dos aprendices, Tivonan y Palidar.

El Zelandoni dio la bienvenida al maestro de comercio. Cuando reparó en el tatuaje en medio de su frente, supo que el hombre ostentaba una posición importante, pero sólo cuando lo vio más de cerca, constató que, en efecto, Willamar era comerciante. Luego dio la bienvenida a los dos jóvenes, que le devolvieron los saludos formales.

—Ya había pasado por aquí antes y visto vuestro extraordinario lugar sagrado. Pero esta es mi última misión de comercio. Es a estos dos hombres a quienes probablemente verás en adelante. Conocí al Zelandoni anterior a ti. ¿Aún es Zelandoni? —Esa pregunta era la manera elegida por Willamar para averiguar con el mayor tacto posible si aún vivía. El antiguo Zelandoni era de la edad de Willamar, quizá un poco mayor, y este nuevo era joven.

—Sí, está en la Reunión de Verano, pero no le ha sido fácil ir. No se encuentra bien. Al igual que tú, se dispone a abandonar su oficio. Dijo que casi con toda seguridad esta será su última Reunión de Verano. El año que viene tiene previsto quedarse aquí para ayudar a cuidar a quienes no pueden ir. Pero tú pareces gozar de buena salud. ¿Por qué transmites tu oficio a estos jóvenes? —preguntó el nuevo Zelandoni.

—Uno puede seguir en su oficio si se desplaza por la misma región, pero un maestro de comercio viaja mucho y, para ser franco, ya empiezo a cansarme de ir de un sitio a otro. Quiero pasar más tiempo con mi compañera y su familia. —Señaló a Jondalar y prosiguió—. Este joven no nació en mi hogar, pero para mí es como si perteneciera a él. Vivió conmigo desde que empezó a gatear. Durante un tiempo pensé que nunca dejaría de crecer. —Willamar sonrió al hombre alto y rubio—. También a Ayla, su compañera, la veo como parte de mi hogar. Marthona, la madre de Jondalar, es abuela y tiene unos nietos maravillosos, entre ellos esta niña tan bonita —dijo Willamar, señalando a Jonayla—. Marthona tiene también una hija, que es de mi hogar. Está en edad de emparejarse. Marthona será abuela y me hace ilusión ser abuelo de sus hijos. Ya es hora de dejar de viajar.

Ayla escuchó con interés la explicación de Willamar. Había supuesto que él deseaba pasar más tiempo con Marthona, pero no se había dado cuenta de lo profundos que eran sus sentimientos hacia los hijos de su compañera, y los hijos de estos, y hacia Folara, la hija de su propio hogar. Fue entonces cuando comprendió lo mucho que debía de añorar aún a Thonolan, el hijo de su hogar que había muerto en el viaje realizado con Jondalar.

La Primera prosiguió con las últimas presentaciones.

—También está aquí una joven que viaja con nosotros de regreso a su caverna. Su compañero vivía cerca de nuestra caverna. La conoció en un viaje y la trajo consigo. Él ahora camina por el otro mundo. Escalaba por una pared rocosa y se cayó. Se llama Amelana, de los zelandonii del sur —dijo la Primera.

El Zelandoni miró a la joven y sonrió. «Es preciosa», pensó, y supuso que debía de estar embarazada, aunque no se le notaba mucho todavía, pero él consideraba que tenía intuición para esas cosas. Era una lástima que hubiese perdido a su compañero siendo aún tan joven. Tendió los brazos hacia las manos extendidas de ella.

—En nombre de Doni, bienvenida seas, Amelana de los zelandonii del sur.

Aquella afectuosa sonrisa de bienvenida no pasó inadvertida a Amelana. Respondió cortésmente y le dirigió una dulce sonrisa. Él quería buscarle un sitio para que se sentara, pero pensó que antes debía concluir las presentaciones, y dio a conocer, por encima, a las personas de su caverna que no habían ido a la Reunión de Verano, porque le pareció oportuno.

—Nuestra jefa no está aquí. Ha ido con los demás a la Reunión de Verano —explicó el Zelandoni.

—Lo suponía —dijo la Primera—. ¿Dónde se celebra este año vuestra Reunión de Verano?

—A unos tres o cuatro días al sur, en la confluencia de tres ríos —informó uno de los cazadores que permanecían allí para ayudar a quienes no se habían ido—. Puedo llevaros hasta allí, o ir a buscarla. Sé que lamentaría mucho perderse vuestra visita.

—Lo siento, pero no podemos quedarnos mucho tiempo. He planeado una Gira de la Donier muy amplia para mi acólita y el Zelandoni de la Decimonovena Caverna, hasta el final de las montañas centrales y luego un buen trecho hacia el este —explicó la Zelandoni Que Era la Primera—. Queremos visitar vuestra cueva sagrada, que es muy importante, pero tenemos otras que ver y nuestro viaje será largo. Tal vez en el camino de vuelta… Un momento, ¿has dicho en la confluencia de tres ríos? ¿No hay allí cerca un lugar sagrado importante, una cueva grande con muchas pinturas?

—Sí, claro —contestó el cazador.

—Entonces creo que sí veremos a vuestra jefa. Tenía previsto ir allí a continuación —anunció la Primera, pensando en lo oportuno que era que unas cuantas cavernas de las Tierras del Sur hubiesen decidido celebrar allí la Reunión de Verano ese año. Le daría ocasión de presentar a Ayla a muchas más cavernas, y la llegada a la Reunión de tantas personas destacadas del lado norte del Gran Río, acompañadas del lobo y los caballos, causaría sensación.

—Podéis comer con nosotros, y espero que os quedéis a dormir —decía el Zelandoni.

—Sí, sí, y gracias por la invitación. Se agradece después de una larga jornada de viaje. ¿Dónde preferís que plantemos el campamento? —preguntó la Primera.

—Disponemos de un alojamiento para visitantes, pero antes me gustaría ir a ver cómo está. Somos tan pocos los que estamos aquí, que no hemos tenido que utilizarlo. No sé en qué estado se encuentra.

En invierno, cuando los habitantes de una caverna —el grupo semisedentario de personas que vivían juntas, en general una familia en sentido amplio— residían en el refugio de piedra que consideraban su hogar, normalmente se repartían en viviendas de menor tamaño, dispersándose así un poco. Pero las contadas personas que se quedaban allí durante el verano preferían agruparse más. Abandonaban las demás construcciones empleadas como moradas, así como los espacios de vivienda a medio construir, lo que atraía a pequeñas criaturas como ratones, tritones, renacuajos, salamandras, sapos, serpientes y diversas clases de arañas e insectos.

—¿Por qué no nos lo enseñas? Seguro que podemos limpiarlo y arreglarnos con lo que hay —propuso Willamar—. Hemos estado montando tiendas cada noche. El mero hecho de disponer de un refugio será ya un cambio grato.

—Comprobaré al menos si hay material combustible suficiente para una fogata —dijo el Zelandoni local, y se encaminó hacia el alojamiento.

Los viajeros lo siguieron. Después de acomodarse, fueron a la zona donde vivían las personas que no habían ido a la Reunión de Verano. Recibir visitas era por lo general un acontecimiento bien acogido, una diversión, salvo para aquellos que estaban demasiado enfermos o doloridos y no podían moverse de sus lechos. La Primera, cuando visitaba una caverna, siempre insistía en examinar a quienes tenían problemas de salud. Por lo regular, no podía hacer gran cosa, pero la mayoría de la gente agradecía la atención, y en algunos casos sí podía aportar algo. A menudo eran ancianos que pronto caminarían por el otro mundo, o enfermos y heridos, o mujeres en las últimas etapas de un embarazo difícil. Los dejaban atrás pero no los abandonaban. Los seres queridos, amigos o parientes, se aseguraban de que se quedara allí alguien para cuidar de ellos, y normalmente los jefes de las cavernas asignaban cazadores en turnos rotatorios para suministrarles la comida y actuar también como mensajeros si era necesario comunicar una noticia.

Estaban preparando una comida comunal. Los visitantes hicieron su propia aportación y ayudaron a cocinarla. Se acercaban los días más largos del año, y después de comer la Primera propuso a Ayla y al Zelandoni de la Decimonovena Caverna, a quien Ayla aún llamaba Jonokol las más de las veces, que aprovecharan las horas de claridad restantes para visitar a quienes no estaban presentes en la comida por sus enfermedades o cualquier otra dolencia física. Ayla dejó a Jonayla con Jondalar mientras los acompañaba, pero Lobo fue con ella.

Nadie padecía un problema reciente que no hubiese sido atendido ya. Un joven tenía una pierna rota, en la que, según pensó Ayla, el hueso no se había recolocado del todo bien, pero ya era tarde para ponerle remedio. Casi había soldado, y él podía caminar, aunque con una cojera considerable. Una mujer había sufrido quemaduras graves en los brazos y las manos, con algún que otro salpicón en la cara. También estaba casi curada, pero le habían quedado cicatrices muy visibles y había preferido evitar la Reunión de Verano. Ni siquiera había salido a recibir a los visitantes. Esa era una situación que exigiría una clase de atenciones distinta, se dijo la donier. Los demás eran en su mayor parte ancianos, algunos con dolor de rodillas, caderas o tobillos, o dificultades respiratorias, o vértigos, o problemas en la vista o el oído, hasta tal punto que no se habían animado a realizar la larga caminata, pese a lo cual se alegraron de ver a los visitantes.

Ayla pasó un rato con un hombre que estaba sordo como una tapia, y con las personas que lo cuidaban, y les enseñó unos cuantos signos del clan para que él pudiera dar a conocer sus necesidades y entender las respuestas de ellos. Aunque tardó lo suyo en comprender lo que ella se proponía, en cuanto captó la idea, aprendió deprisa. Después, el Zelandoni le dijo que era la primera vez que veía sonreír a aquel hombre en mucho tiempo.

Cuando salían de la construcción bajo el saliente de roca, Lobo se apartó de Ayla y empezó a olfatear una estructura en una esquina. Ayla oyó el grito de miedo de una mujer. Se separó de los demás y fue de inmediato a ver qué ocurría. Encontró, encogida en un rincón, a una mujer que se había cubierto la cabeza y los hombros con una suave manta de gamuza. Era la mujer quemada que se había escondido de los visitantes. Lobo, tendido, gemía un poco e intentaba acercarse. Ayla se arrodilló junto a él y aguardó un momento antes de empezar a hablar a la mujer asustada.

—Este es Lobo —dijo Ayla. Había empleado la palabra «lobo» en la lengua de los mamutoi, de modo que la mujer oyó sólo un sonido extraño. Intentó apretujarse más en el rincón y se tapó la cabeza por completo—. No te hará daño. —Ayla rodeó a Lobo con el brazo—. Lo encontré cuando era cachorro, pero se crio con los niños del Campamento del León de los mamutoi.

La mujer percibió claramente el acento de Ayla, sobre todo después de oírla pronunciar «Lobo», así como las extrañas palabras usadas para nombrar a la gente que había mencionado. A su pesar, sintió curiosidad. Ayla advirtió que ya no tenía la respiración agitada.

—Con ellos vivía un niño adoptado por la compañera del jefe —prosiguió Ayla—. Algunas personas dirían que era una abominación, resultado de la mezcla entre el clan, lo que algunos llaman cabezas chatas, y aquellos que son como nosotros, pero Nezzie era una mujer afectuosa. Estaba amamantando a su propio hijo, y cuando murió la mujer del clan que dio a luz a ese niño, Nezzie dio de mamar al pequeño. Era incapaz de dejar que se fuera también al otro mundo, pero Rydag estaba débil y no podía hablar como nosotros.

»En el clan la gente habla sobre todo con movimientos de las manos. Tienen palabras, pero no tantas como nosotros, y no pueden decir muchas de las palabras que nosotros pronunciamos. Yo perdí a mi familia en un terremoto, pero tuve suerte, porque un clan me encontró y una mujer me crio. Aprendí a hablar como ellos. Sus palabras no suenan como las nuestras, pero esas son las que aprendí de niña. Por eso tengo un acento distinto cuando hablo, sobre todo con algunas palabras. Por más que me esfuerzo, soy incapaz de reproducir ciertos sonidos.

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