La tierra de las cuevas pintadas (65 page)

—No quería decir que fueras una calamidad, Amelana. He dicho que eres joven, y como la mayoría de las jóvenes atractivas, sobre todo aquellas con estatus elevado, estás acostumbrada a salirte con la tuya. Pero ahora tienes un hijo en camino. Deberás aprender a anteponer las necesidades de tu hijo a tus antojos.

—No quiero ser una mala madre —gimoteó Amelana—. Pero ¿y si no soy capaz de ser una buena madre?

—Lo serás —dijo Ayla, hablando por primera vez—. Sobre todo cuando estés en casa con tu madre. Ella te ayudará. E incluso si no tuvieses una madre, te enamorarías de tu bebé como casi todas las madres. Es así como la Gran Madre ha hecho a las mujeres, o al menos a la mayoría de las mujeres, y también a muchos hombres. Eres una persona afectuosa, Amelana. Serás una madre excelente.

La Primera sonrió.

—¿Por qué no vas a preparar tus cosas, Amelana? —dijo con mayor gentileza—. Nos iremos mañana temprano.

El grupo de viajeros partió al día siguiente bordeando uno de los tres ríos que confluían cerca de la Séptima Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur. Lo cruzaron por el vado poco profundo a la altura del campamento, y al principio siguieron el sinuoso curso del río. Después, para ahorrarse los recodos y meandros del cauce, decidieron atajar campo a través, avanzando en dirección más al este que al sur.

Todo aquello era territorio desconocido para Ayla, y para Jonayla, por supuesto, pero esta era tan pequeña que de mayor difícilmente se acordaría de haber estado allí. Tampoco lo conocía Jondalar, aunque él sabía que había pasado por allí con Willamar y su madre, y los otros hijos de Marthona. Jonokol no había viajado mucho, así que aquello también era nuevo para él, y Amelana no recordaba nada de la región, pese a que la había atravesado desde su caverna del sur. Sencillamente, no se había fijado en los detalles. Tenía puestos los cinco sentidos en su apasionante nuevo compañero, que parecía incapaz de separarse de ella, y en sus sueños ante el nuevo hogar que la esperaba. La Primera había estado en las inmediaciones varias veces, pero no durante mucho tiempo, y sólo recordaba aquello de una manera general. Era el maestro de comercio quien mejor conocía la zona. Ya había llevado con anterioridad a sus dos ayudantes, pero ellos iban a tener que conocerla igual de bien. Willamar buscaba ciertos hitos para orientarse.

Mientras viajaban, el paisaje cambiaba sutilmente a diario. Ganaban altitud y el terreno era cada vez más escabroso. Encontraban más afloramientos de piedra caliza, a menudo acompañados de matorrales e incluso pequeñas arboledas que crecían alrededor, y menos pastizales abiertos. Pese a que ascendían, también la temperatura aumentaba gradualmente, ya que el verano seguía adelante, y la vegetación variaba conforme avanzaban hacia el sur. Veían menos coníferas, como abetos, piceas y enebros, y más caducifolios, como los alerces, y otras variedades de hoja pequeña, como el sauce y el abedul, además de árboles frutales y, de vez en cuando, arces y robles de hoja ancha. Incluso la hierba cambiaba, abundando menos el centeno y más los cereales de la familia del trigo, tales como la espelta y la escanda, aunque era habitual encontrar campos mixtos de trigo y centeno y muchas plantas herbáceas.

Mientras viajaban, cazaban piezas grandes y pequeñas cuando se topaban con ellas y recogían las verduras que tan abundantes eran en esa época del año, pero no se planteaban almacenar para uso futuro, ya que sus necesidades no eran grandes. Excepto por Jonayla, eran adultos sanos capaces de buscar comida y cuidar de sí mismos. La mujer corpulenta no cazaba ni recolectaba, pero como Primera que era, contribuía a su manera. Caminaba parte del tiempo, y cuanto más lo hacía, mejor capacitada estaba, pero cuando se cansaba, viajaba en la parihuela y así no los obligaba a aminorar la marcha. Era sobre todo Whinney quien tiraba de ella con la angarilla especial, pero Ayla y Jondalar adiestraban también a los otros caballos para que tirasen de la enorme parihuela. Aunque iban a un paso que permitía a los caballos pastar por el camino, sobre todo de mañana y al atardecer, avanzaban a buen ritmo, y gracias al buen tiempo, la caminata se les antojaba un paseo agradable.

Una mañana, cuando llevaban varios días de viaje en dirección al sudeste, Willamar los guio hacia el este, en algunos momentos incluso un poco hacia el norte, casi como si siguiera un sendero. Ascendieron por una sierra y más allá encontraron un camino, pero sin anchura suficiente para la amplitud de la angarilla de la Primera.

—Tal vez convenga que aquí vayas a pie, Zelandoni —sugirió Willamar—. Ya no estamos muy lejos.

—Sí, eso haré —convino ella—. Si no recuerdo mal, más arriba el camino se estrecha.

—Pasada la próxima curva, hay un trecho más ancho. Quizá quieras dejar la angarilla allí, Ayla —propuso Willamar—. Dudo mucho que quepa por el camino.

—Las angarillas no van bien cuesta arriba. Ya lo hemos comprobado otras veces —dijo ella, mirando a Jondalar.

Cuando llegaron al trecho, ayudaron a la donier a apearse y se dispusieron a desenganchar el vehículo. A continuación siguieron subiendo, con Willamar en cabeza y el resto de los viajeros detrás. Ayla, Jondalar y Jonayla cerraban la marcha con los animales.

Recorrieron unos cuantos tramos en zigzag y una empinada cuesta, y de pronto salieron a una planicie bastante ancha cubierta de hierba. En el extremo opuesto, entre el humo de unas fogatas, se veía una serie de refugios bastante sólidos, de madera y pieles, con tejado de paja. Un grupo de personas se hallaba delante de las viviendas mirando a los visitantes que se acercaban, pero Ayla no pensó que se alegraran especialmente de verlos. Parecían a la defensiva, nadie sonreía, y algunos empuñaban lanzas, aunque sin apuntar a nadie.

Ayla había visto ya antes esa clase de recepción y discretamente hizo una señal al lobo para que se quedara cerca. Oyó el leve gruñido gutural del animal cuando se colocó delante de ella en actitud protectora. Miró a Jondalar, que se había situado frente a Jonayla y la obligaba a permanecer a sus espaldas, pese a que ella hacía lo posible por asomarse. Los caballos piafaban con cierto nerviosismo y aguzaban las orejas. Jondalar sujetó con fuerza los dogales de Corredor y Gris y miró a Ayla, que tenía una mano apoyada en el cuello de Whinney.

—¡Willamar! —gritó una voz—. ¿Eres tú?

—¡Farnadal! Claro que soy yo, y unos cuantos más, la mayoría de la Novena Caverna —respondió Willamar—. Pensaba que nos esperabais. ¿No han llegado aún Kimeran y Jondecam?

—No —informó Farnadal—. ¿Tendrían que estar aquí?

—¿Van a venir? —preguntó una voz femenina con un asomo de felicidad y entusiasmo.

—Creíamos que ya habrían llegado. No me extraña que os sorprenda tanto vernos —comentó Willamar.

—No eres tú quien nos sorprende —contestó Farnadal con una expresión irónica.

—Creo que se imponen unas presentaciones —dijo Willamar—. Empezaré por la Primera Entre Quienes Sirven a la Madre Tierra.

Farnadal se quedó boquiabierto, y de inmediato recobró la compostura y dio unos pasos al frente. En cuanto miró con mayor detenimiento, reconoció a la Primera tanto por su descripción general como por sus tatuajes. Ya la había visto antes una vez, pero de eso hacía mucho tiempo y los dos habían cambiado.

—En el nombre de Doni, bienvenida seas, Zelandoni Que Eres la Primera —dijo, y tendió las dos manos para proseguir con los saludos formales. Le presentaron al resto de los viajeros, acabando por Jondalar y Ayla.

—Este es Jondalar de la Novena Caverna de los zelandonii, maestro tallador de pedernal… —empezó el maestro de comercio, y continuó con la presentación de Ayla—. Esta es Ayla, de la Novena Caverna de los zelandonii, antes del Campamento del León de los mamutoi… —dijo Willamar. Notó que la expresión de Farnadal cambiaba conforme le recitaba los títulos y lazos de ella, y más aún cuando ella lo saludó y él la oyó hablar.

La presentación le había permitido sacar amplias conclusiones sobre la mujer. Primero, que era forastera —cosa que se puso claramente de manifiesto cuando habló—, y que había sido adoptada como una zelandonii en el sentido pleno, por derecho propio, y no sólo por su emparejamiento con un zelandonii, lo cual era en sí mismo insólito. Por otra parte, supo que pertenecía a la zelandonia, y era acólita de la Primera. Y si bien el hombre sujetaba las cuerdas con que llevaban atados a dos caballos y los controlaba, todos los animales se le atribuían a ella. Era evidente que la mujer poseía poder sobre el otro caballo, y sobre el lobo, incluso sin cuerdas. Pensó que tendría que ser ya Zelandoni, y no sólo acólita, aunque fuese de la Primera.

De pronto recordó el paso por allí de una compañía de fabuladores ambulantes, hacía alrededor de un año, que contaba unas historias en extremo imaginativas sobre unos caballos que acarreaban a personas y un lobo que amaba a una mujer, pero jamás habría concebido que pudiera haber algo de verdad en ellas. Sin embargo, allí estaban. No había visto a los caballos llevar a las personas, pero empezaba a sospechar que esas historias tenían mucho de verdad.

Una mujer alta, en quien Ayla creyó advertir algo familiar, se adelantó y preguntó a Willamar:

—¿Has dicho que esperabas encontrar aquí a Jondecam y Kimeran?

—Hace mucho que no los ves, ¿verdad, Camora? —dijo Willamar.

—Sí, mucho —respondió ella.

—Te pareces a tus parientes, sobre todo a tu hermano, Jondecam, pero también a Kimeran —observó Willamar.

—Estamos todos emparentados —respondió Camora, y explicó a Farnadal—: Kimeran es mi tío, pero era mucho más joven que su hermana, mi madre. Cuando la madre de mi madre se unió a los espíritus del otro mundo, mi madre lo crio como un hijo, junto con Jondecam y conmigo. Luego, cuando el hombre con quien ella se emparejó pasó al otro mundo, ella se convirtió en Zelandoni. La familia lo lleva en la sangre: su abuelo fue también Zelandoni. Me pregunto si él todavía camina por este mundo.

—Sí, de hecho, sigue en este mundo, y aunque la edad ha aminorado su paso, es todavía Zelandoni de la Séptima Caverna. Tu madre es ahora la jefa espiritual de la Segunda —explicó Willamar.

—La que fue Zelandoni de la Segunda Caverna antes que ella, la que me enseñó a dibujar imágenes, ahora camina por el otro mundo —añadió Jonokol—. Fue un día muy triste para mí, pero tu madre es una buena donier.

—¿Por qué pensabas que Kimeran y Jondecam estarían aquí? —preguntó Farnadal.

—Tenían que marcharse poco después que nosotros y venir directamente, y hemos ido parando por el camino —respondió la Zelandoni Que Era la Primera—. Acompaño a Ayla en su Gira de la Donier, y también a Jonokol, aunque debería llamarlo Zelandoni de la Decimonovena. Nunca llegamos a hacer una auténtica Gira cuando él era acólito mío, y necesita visitar algunos lugares sagrados. Desde aquí nos proponíamos viajar juntos para ver una de las cuevas pintadas más importantes. Está en el sudeste del territorio zelandonii, y después visitaremos a los parientes de la compañera de Kimeran, Beladora. Ella pertenece a los giornadonii, el pueblo que vive en la península alargada que sobresale en el Mar del Sur, al sur del territorio oriental de los zelandonii.

—De joven, Kimeran viajó con su madre-hermana, en su Gira de la Donier, al norte del territorio giornadonii. Conoció a Beladora, se emparejó con ella y se la trajo aquí. Es una historia parecida a la de Amelana —explicó la Primera, señalando a la atractiva joven en su grupo—, pero la historia de esta mujer es menos afortunada. Su compañero camina ahora por el otro mundo, y ella quiere regresar con los suyos. Añora a su madre. Lleva dentro una nueva vida, y le gustaría estar cerca de su madre cuando nazca su hijo.

—Es comprensible —dijo Camora, sonriendo compasivamente a Amelana—. Por amable que sea la gente, una mujer siempre quiere a su propia madre a su lado cuando da a luz, sobre todo la primera vez.

Ayla y la Primera cruzaron una breve mirada. Probablemente Camora también echaba de menos a los suyos. Aunque una mujer podía encontrar a un visitante de otro lugar tan atractivo que sencillamente tenía que marcharse con él, por lo visto no era fácil vivir con los desconocidos que eran parientes de su compañero. Aunque podían ser personas del mismo territorio, con costumbres y creencias en general parecidas, cada caverna tenía sus peculiaridades, y una persona nueva siempre estaba en desventaja en cuanto a estatus.

Ayla comprendía que su situación no era la misma que la de aquellas dos jóvenes. Aunque se llamaba Ayla de los mamutoi, para estos había sido una extraña en mayor medida que para los zelandonii, y ellos para ella. Cuando abandonó el clan, tenía la esperanza de encontrar a personas como ella, pero no sabía dónde buscar. Había vivido sola en un agradable valle durante varios años hasta que encontró a Jondalar, que había sido herido por un león. A excepción de él, los mamutoi eran los primeros de su especie que ella había conocido desde que perdió a su familia cuando era una niña de cinco años. La había criado el clan, que no sólo eran personas de una caverna o territorio distintos, sino también presentaban un aspecto dispar, en cuanto al cabello, los ojos y la piel, y hablaban una lengua desconocida. La gente del clan era verdaderamente distinta. Su aptitud lingüística era muy característica; su manera de pensar, la manera en que les funcionaba el cerebro, era poco común; incluso la forma de sus cabezas y en cierta medida sus cuerpos no eran del todo iguales.

No cabía duda de que eran personas, y compartían muchos rasgos con aquellos a quienes llamaban los Otros. Cazaban los animales en las proximidades de su territorio y recolectaban la comida que crecía de la tierra. Daban forma a la piedra para crear utensilios y con ellos confeccionaban objetos como ropa, recipientes y refugios. Sentían afecto mutuo y se cuidaban entre sí, e incluso comprendieron que Ayla era una niña cuando la encontraron, y aunque era de los Otros, se hicieron cargo de ella. Pero eran distintos en algunos sentidos que, pese a crecer con ellos, Ayla nunca los comprendió plenamente.

Aunque se compadecía de las jóvenes que vivían lejos de sus familias y las echaban de menos, no se identificaba del todo con ellas. Al menos vivían con personas como ellas. Ayla daba gracias por haber encontrado a los de su especie, y en particular por haber encontrado entre ellos a un hombre que la quería. Ni siquiera podía expresar con palabras su afecto por Jondalar. Era más de lo que habría concebido jamás. Él no sólo decía que la amaba, sino que la trataba con amor. Era bueno, generoso, y adoraba a su hija. De no ser por él, Ayla no habría podido cumplir con su función de acólita, formar parte de la zelandonia. La apoyaba, cuidaba de Jonayla cuando ella se ausentaba, pese a que, como Ayla sabía, hubiese preferido que se quedara con él, y podía proporcionarle un goce extraordinario cuando compartían placeres. Confiaba en él incondicional y absolutamente, y no podía dar crédito a su suerte.

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