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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

La tierra del terror

 

Clark «Doc» Savage Jr.
es un médico, cirujano, científico, aventurero, inventor, explorador, investigador, y, como se revela en
El tesoro Polar,
un músico. Un equipo de científicos reunidos por su padre, entrenaron su mente y cuerpo a las capacidades casi sobrehumanas desde el nacimiento, dándole una gran fuerza y resistencia, una memoria fotográfica, un dominio de las artes marciales y un vasto conocimiento de las ciencias. Es también un maestro del disfraz y un excelente imitador de voces.

Cinco individuos
forman el equipo que le acompaña en sus aventuras, expertos en áreas concretas: Andrew Blogget «Monk» Mayfair (químico), Theodore Marley «Ham» Brooks (abogado), John «Renny» Renwick (ingeniero), Thomas J. «Long Tom» Roberts (ingeniero electrónico) y William Harper «Johnny» Littlejohn (arqueólogo y geólogo).

En esta aventura,
Doc Savage sigue la pista del criminal supervillano Kar, que controla el humo mortal de la Eternidad, hasta la prehistórica Isla del Trueno, donde Doc y sus hombres luchan por su supervivencia contra terroríficos dinosaurios.

Kenneth Robeson

La tierra del terror

Doc Savage 2

ePUB v1.0

Dirdam
20.05.12

Título original:
The Land of Terror

Kenneth Robeson (Lester Dent), abril de 1933

Traducción: H. C. Granch (Enrique Cuenca Granch), 1936

Ilustración de cubierta: Walter Baumhofer

Editorial: Molino, 1936, colección «Hombres audaces»

Editor original: Dirdam (v1.0
)

ePub base v2.0

Capítulo I

La muerte humeante

No había ningún químico empleado en la Compañía Mamut que predijese los acontecimientos.

Y, en consecuencia, mientras ayudaban a Jerome Coffern, el anciano y distinguido caballero, a ponerse el abrigo y el sombrero después de su habitual conferencia del viernes, nadie sospechó que jamás volverían a ver vivo al famoso químico.

Nadie, ni por asomo, soñaba que una mano y un antebrazo derecho, trágicos y espeluznantes despojos, sería todo cuanto se encontraría del cuerpo de Jerome Coffern.

El eminente químico era el jefe de los laboratorios de la casa Mamut, y, con justicia, se le consideraba como uno de los hombres de ciencia más sabios del mundo.

La compañía le asignaba un salario de mayor cuantía que el del mismo presidente de la corporación.

Su poderoso cerebro daba a la compañía Mamut la supremacía indiscutible sobre todos sus competidores.

Jerome Coffern consultó su reloj de pulsera, cuyo hallazgo horas después serviría para identificar sus restos y preguntó:

—¿Cuántos de ustedes han oído hablar de Clark Savage?

Los otros permanecieron un momento sorprendidos y silenciosos. Luego uno habló:

—Recuerdo que un hombre, llamado Clark Savage, efectuó hace poco un trabajo extraordinario sobre análisis orgánico —dijo—. Sus resultados fueron tan avanzados, que resultaban desconcertantes. Savage demostró que eran erróneos ciertos puntos aceptados como hechos en química.

Jerome Coffern asintió con la cabeza, frotándose las manos algo huesudas, con aire de satisfacción.

—Exacto —declaró—. Tengo el orgullo de declararme uno de los pocos químicos que comprenden que los hallazgos de Doc Savage son, a no dudar, los más importantes de nuestra generación.

Ante tal afirmación, otro de los presentes exclamó:

—¡Doc Savage! ¿No se trata de la misma persona que, hace unas semanas, ante un grupo de eminentes cirujanos, presentó un método nuevo y perfeccionado de hacer determinadas operaciones cerebrales muy delicadas?

—Es el mismo Doc Savage —declaró Jerome Coffern. Su pecho pareció ensancharse, a punto de estallar de orgullo.

—¡Caramba! —exclamó otro químico—. Es en verdad extraordinario que un hombre figure entre los más grandes expertos en dos ciencias tan distintas como la química y la cirugía.

El anciano caballero soltó una risita:

—Se asombraría usted todavía más si conociera a Doc Savage. El muchacho posee un intelecto maravilloso que le permite adaptarse a otras ciencias, aparte de la cirugía y de la química. Su cerebro privilegiado ha aportado nuevas luces a la geología, a la arqueología y a la electricidad, realizando asombrosos descubrimientos.

Haciendo una pausa, Jerome Coffern fijó la mirada a los hombres reunidos: deseaba hacerles comprender que no exageraba.

—No es de extrañar —continuó—, porque Doc Savage tiene un método especial de trabajo. A veces, desaparece sin que nadie sepa a donde va, y cuando regresa siempre aporta a la humanidad, algún descubrimiento científico que representa un avance gigantesco del progreso. Es evidente que posee un laboratorio maravilloso en algún lugar secreto, donde puede trabajar en absoluta soledad.

»Doc Savage es también una maravilla muscular: posee un cuerpo tan dúctil como su espíritu. Su fuerza y agilidad son increíbles; para él, es un juego de niños torcer una herradura o una moneda con el pulgar y el índice.

»Si fuera un atleta profesional, sería el pasmo de todos los tiempos, pero no quiere emplear su fuerza sin igual, para diversión del público.

»Es un hombre verdaderamente modesto y huye de la fama y la publicidad, que sólo sirven para halagar la vanidad humana.»

Jerome se interrumpió con brusquedad, comprendiendo que su entusiasmo ponía en desdoro su dignidad. Su rostro se ruborizó.

—No pude resistir la tentación de hablarles de ese hombre extraordinario —dijo con orgullo—. Doc Savage fue discípulo mío cuando era todavía un niño; aprendió con rapidez todo cuanto yo enseñaba y ahora sus vastos y profundos conocimientos superan a los míos.

Consultó su reloj de pulsera.

—Doc me regaló este reloj, en señal de gratitud —sonrió, como disculpándose—. Tengo el orgullo de decir que es todavía un buen amigo mío.

Con ademán decidido se abrochó el abrigo. —Ahora voy a cenar con Doc Savage —explicó—. Me espera frente a la puerta principal de los laboratorios. Por lo tanto, les deseo buenas tardes, caballeros.

El eminente químico salió de la sala de conferencias.

Fue la última vez que sus colegas le vieron vivo.

Los laboratorios de la compañía Mamut estaban situados en New Jersey a corta distancia del puente de Washington.

Los diversos edificios eran modernos y estaban rodeados de jardines.

De pie en los escalones de la entrada del edificio donde tenían lugar las conferencias, Jerome Coffern miró con ansiedad a su alrededor esperando ver al hombre más extraordinario del mundo: a su amigo Doc Savage.

Debía recorrer unos cien metros entre altos y recortados cipreses para llegar a la carretera principal; donde esperaba un automóvil grande y potente, color gris.

Sentada en el coche, veíase una figura que cualquiera afirmaría era una bella estatua esculpida en bronce.

El efecto de la figura metálica era asombroso. La frente alta, la boca firme y musculosa y las mejillas delgadas, denotaban una extraordinaria firmeza de carácter.

El cabello liso, de reflejos broncíneos, era algo más oscuro que la piel del mismo tono.

Aunque se hallaba a más de cien metros de distancia, Jerome Coffern distinguía la característica más notable de su gran amigo.

Eran sus maravillosos ojos, que parecían oro brillando al sol. Su mirada poseía una cualidad hipnótica.

Era, sin duda, una de esas fuerzas poderosas nacidas para dominar y vencer cuantos obstáculos se interpusieran en su campaña emprendida contra la maldad y la injusticia.

Jerome Coffern agitó su brazo hacia el hombre de cuya amistad se enorgullecía.

Doc Savage le vio y devolvió el saludo con afecto.

El eminente químico avanzó con juvenil vivacidad a través del tupido plantío de arbustos. La figura broncínea sentada ante el volante del coche desapareció de la vista.

De repente dos hombres surgieron de entre los arbustos.

Y antes que Jerome Coffern pudiera lanzar un grito de alarma rodó por tierra desvanecido.

El golpe que privó de conocimiento al eminente químico fue asestado con un pedazo de tubería de hierro de unos treinta centímetros.

El golpe fracturó el cráneo a Jerome Coffern, quién cayó pesadamente sobre el sendero de cemento con el brazo derecho extendido hacia un lado.

—¡Pon la tubería sobre el cuerpo! —silbó entre dientes uno de los hombres, de aspecto ratonil.

—Bien, Squint —murmuró su compañero.

Colocó la tubería sobre el pecho del postrado químico, introduciendo un extremo dentro del chaleco para sujetarlo.

Los dos hombres, tan parecidos a los repugnantes roedores, retrocedieron un paso excitados, temblorosas manos delgadas y huesudas.

La nuez de sus gargantas subía y descendía nerviosamente por sus delgados cuellos, cuya curtida y sucia piel recordaba la de las tortugas.

Squint introdujo una mano demacrada en su camisa, de donde sacó convulsivamente una pistola extraña, mayor que las automáticas corrientes, de dos cañones, uno del tamaño de un lápiz y otro de una pulgada de diámetro, los cañones estaban superpuestos, colocados uno encima de otro.

Squint apuntó el arma hacia el cuerpo postrado de Jerome Coffern.

—¡Date prisa! —balbuceó su compañero, dirigiendo miradas recelosas hacia los arbustos cercanos. No se veía a nadie.

Squint apretó el gatillo de la extraña pistola, que al disparar resonó como un golpe de tos seca y convulsa.

!Era una pistola de aire comprimido!

El proyectil dio en el pecho del inanimado sabio. Al instante se elevó un vapor grisáceo, como si del pecho del químico brotase una ligera nubecilla de humo de tabaco.

Pero no acompañó al fenómeno ningún ruido de explosión: tan sólo se oyó el sordo impacto.

El vapor grisáceo y viscoso aumentó de volumen. La pistola disparó repetidas veces contra el cuerpo de Jerome Coffern, produciendo unas chispitas extrañas, al parecer de naturaleza eléctrica.

Parecía que en torno al cadáver del distinguido químico se formara un hálito gris y repulsivo.

Transcurrieron unos minutos. El repugnante y desconocido vapor aumentaba con rapidez, semejando una bola de algodón gris de un espesor de unos cuatro metros.

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