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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

La tierra del terror (10 page)

Al llegar al rellano, deteniendo a los otros con un movimiento de su brazo, a pocos metros de la puerta, Doc avanzó solo.

Acercándose con cautela al umbral, escuchó alerta. No percibiendo ni el más ligero ruido, intentó abrir la puerta. ¡Estaba cerrada con llave!

Arrimando el hombro, dio un fuerte empujón y la puerta cedió, saltando la cerradura.

El lugar no solamente estaba desocupado, sino que tampoco contenía ningún mueble. El suelo, desnudo y barnizado, relucía levemente a la luz del crepúsculo.

Se acercó entonces a la ventana. Agitando una mano a Renny y a Johnny, que aguardaban abajo, en el patio largo y estrecho, perteneciente a la décima casa de la callejuela conocida, les indicó que permanecieran donde estaban.

Luego, volviéndose, se dirigió rápidamente hacia la puerta. Aunque no había señales de haberse empalmado ningún alambre telefónico en la habitación, no quedó satisfecho.

Su fino instinto le indicó dónde debía mirar. Levantó la alfombra del pasillo delante mismo de la puerta.

Vieron entonces, las puntas de dos alambres finísimos.

—Utilizaron un empalme lo bastante largo para conectarlo desde aquí, pasando por la ventana —comentó.

Alzando por completo la alfombra, siguió el curso de los alambres, pasillo abajo.

Oliver Wording Bittman estaba pálido. Su grande mandíbula tomó la rigidez de una piedra. Pero no temblaba.

—Estoy desarmado —balbuceó—. ¿Puede uno de ustedes prestarme un arma? ¡Una de esas ametralladoras de forma curvada! ¡Quiero ayudar a destruir a esos monstruos!

Doc Savage tomó una rápida decisión. Tenía el deber de cuidar de la vida de Bittman, como gratitud del servicio que prestó a su padre.

—Olvidamos traernos un arma de reserva —declaró—. Si desea ayudar, puede avisar inmediatamente a la policía.

Bittman sonrió:

—Comprendo su truco para alejarme del lugar del peligro. Pero, desde luego, avisaré a la autoridad.

Descendió por la amplia escalera.

Doc Savage continuó siguiendo el rastro de los alambres. Terminaban en una puerta de un piso de delante.

Acababa de comprobar este hecho, cuando una lluvia de balas atravesó la puerta de dicho piso.

Doc, que por instinto era cauto, salvó la vida al echarse al suelo.

—¡Están adentro! —rugió Monk—. ¡Vamos a matar a esas ratas!

La pequeña ametralladora de Monk escupió una descarga ensordecedora.

Las balas no hirieron a nadie, pero hicieron saltar el yeso de las paredes, produciendo una nube cegadora.

Una ametralladora provista de un silenciador disparaba desde el interior del piso.

—¡Eso parece la máquina de escribir de Kar! —tronó Monk—. ¡Está dentro!

Doc Savage se alejó, de improviso, de la puerta.

—¡Ocupaos de este lado! —gritó.

Descendió como una exhalación al vestíbulo de la casa.

Oliver Wording Bittman se hallaba en la cabina telefónica, hablando con rapidez.

—¡Sí! ¡Manden un destacamento de policía! —decía.

Doc Savage salió a la calle, donde reinaba una enorme excitación. Un agente de policía doblaba la esquina tocando el pito con todas sus fuerzas.

En la calle los disparos del interior de la casa retumbaban de una manera atronadora.

Dirigió la vista a la ventana del piso y divisó algo que le decepcionó.

¡De la ventana colgaba una cuerda hecha con ropas de cama!

Giró la vista hacia Riverside Drive y no vio a nadie a lo largo de la calle.

Acercándose con rapidez, cogió de un salto la ropa y, resuelto, empezó a ascender.

Un rostro siniestro asomó por la ventana y acto seguido un brazo esgrimió una pistola automática.

Mas, antes de que el pistolero tuviese tiempo de descargar el arma, Doc Savage, con increíble rapidez, hizo presa en su cuello y dio un tirón.

El gángster salió por la ventana, como impulsado por una catapulta, y profiriendo alaridos de terror cayó, estrellándose en la calle.

Un instante después, Monk, Long Tom y Ham, penetraban como una avalancha en la habitación. Sus potentes ametralladoras escupieron fuego.

Dos de los hombres de Kar se desplomaron; formaban parte de la banda reunida por Squint.

De Kar, no había ninguna señal.

—Escapó —declaró Ham, decepcionado—. Huyó por la cuerda improvisada con mantas y sábanas. Aunque es muy posible que no se encontrase en la habitación.

Un breve examen del aposento mostró que la línea telefónica secreta terminaba en aquel cuarto siniestro. Atisbando por la ventana, Doc comprobó otra cosa.

Informó a Monk:

—Se divisa al Alegre Bucanero desde aquí. Ello explica la presencia de ese misterioso Kar. Nos vio capturar a sus hombres del sumergible.

Doc regresó con sus amigos a las oficinas del rascacielos situado en la parte baja de la ciudad.

La policía recibió un informe suyo, pero sin mencionar en absoluto el plan de robar el cargamento de oro.

Esto intrigó sobremanera a Ham, quien no pudo ocultar su sorpresa.

—Nosotros mismos frustraremos ese robo —explicó Doc—. Kar utilizará su infernal Humo de la Eternidad. La policía está indefensa y habría muchas víctimas.

—¿Y eso qué? ¿Acaso no lo empleará contra nosotros? —dijo Monk.

—Cuando te lo aplique a ti, quiero estar mirando —terció Ham—. Apuesto a que la nube de humo en que te conviertas tendrá rabo, cuernos y una horquilla.

—Es posible, pero no hará ningún ruido como éste —replicó Monk, con sorna, haciendo una sonora imitación del gruñido de un puerco.

Ham enrojeció y calló. Para enfadar al abogado, Monk sólo debía aludir a un cerdo.

Long Tom profirió un aullido de sorpresa. Andando nervioso por la oficina, miró por casualidad detrás de la caja de caudales.

¡Vio un enorme agujero! ¡El acero sólido fue simplemente desintegrado!

Doc se acercó, presuroso, y abrió la caja.

¡Los ejemplares de rocas de la isla del Trueno habían desaparecido!

—Kar o uno de sus hombres —declaró— perforaron la parte trasera de la caja con esa misteriosa substancia, apoderándose de las muestras!

—Pero, ¿cómo demonio supo que las tenían guardadas aquí? —murmuró Monk.

Oliver Wording Bittman sugirió una respuesta:

—Es posible que desde alguna torre de observación de los rascacielos próximos vigilen el interior de esta oficina.

Doc bajó las persianas, diciendo:

—No volverá a suceder.

—Doc —dijo Johnny, excitado—, eso demuestra que eran acertadas tus sospechas de que acaso esas muestras fuesen un rastro. De lo contrario, Kar no se molestaría en llevárselas.

Ya era de noche. En los grandes edificios que rodeaban al rascacielos donde Doc Savage tenía instaladas sus oficinas, veíanse tan sólo unas cuantas ventanas iluminadas.

El jefe de policía de Nueva York le visitó personalmente para darle las gracias por los servicios prestados para destruir a Kar y a su banda.

Poco después, recibió un telegrama de la policía de New Jersey, en cuya jurisdicción ocurrió el asesinato de Jerome Coffern, agradeciéndole su desinteresada intervención.

Los periódicos censuraban con acritud a las autoridades por no comunicar a los reporteros lo que sucedía. La policía guardaba secreta la relación de Doc Savage con el súbito exterminio de las hordas criminales.

Doc se encerró en su laboratorio experimental. Sacó del fondo del microscopio, donde la escondió, la cápsula diminuta conteniendo el Humo de la Eternidad. Y luego, con todos los recursos de su magnífico laboratorio, se puso a investigar la naturaleza del extraño metal.

Era cerca de medianoche cuando salió del aposento.

—Quedaos aquí, muchachos —ordenó.

Y, sin decir ni una palabra de adónde iba o la naturaleza del plan que trazara, partió resuelto hacia un lugar determinado.

Capítulo XI

Doc tiende un lazo

Eran las tres de la madrugada.

Envolvía a la ciudad una densa oscuridad. Reinaba también una neblina viscosa. En el río, un barco tocaba la sirena, anunciando su paso.

El distrito financiero estaba quieto y silencioso como una tumba.

Las pisadas de los policías resonaban de vez en cuando por las calles desiertas.

Los trenes subterráneos, a su paso, estremecían las dormidas calles, semejantes a animales soñolientos y monstruosos.

Algo más siniestro se acercaba al Banco, cuyas cajas de caudales guardaban el oro que por la mañana partiría a auxiliar a las instituciones financieras de Chicago, que se encontraban en situación apurada.

El vigilante nocturno lo ignoraba todavía. Era un individuo de escasa inteligencia, pero honrado, que tenía la costumbre de obedecer su impulso y pensar después.

—Cuando observo algo sospechoso —explicaba— suelto un tiro e interrogo después.

Y estaba orgulloso de su táctica, que hasta el presente le dio buen resultado.

Las únicas personas sobres quienes disparó, en realidad lo merecían.

Aquella noche histórica notó una extraña neblina que poco a poco iba rodeando al edificio. No le dio importancia, pues verdaderamente creyó se trataba de una niebla.

Hubiera pensado de distinta manera, de haber visto un enorme agujero recién abierto en una pared del edificio.

Pero no se fijó, pues vigilaba con mayor atención las puertas y las ventanas por donde podían cometerse atrevidos escalos.

Tampoco distinguió a un hombrecillo que tomó cuerpo en la oscuridad de una ventana de un cajero. El merodeador levantó una pistola de aire y apuntó a la espalda del vigilante.

De repente, una poderosa figura broncínea surgió de una puerta contigua y una mano asió la pistola de aire comprimido.

Otra mano cubrió el rostro del pistolero, tapándole la boca e impidiéndole gritar.

La mortífera arma estalló con rumor sordo.

Sólo entonces despertó el vigilante. Giró por instinto sobre sus talones, llevándose, al mismo tiempo, la mano a un bolsillo, donde guardaba su arma, pero quedó paralizado del horror.

El merodeador recibió el proyectil de la pistola de aire y yacía tendido en el suelo, es decir, la parte superior de su cuerpo. Sus piernas ya se habían disgregado en un humo espeluznante que brotaba envuelto en unas chispas eléctricas fantásticas.

La bala de Humo de la Eternidad había herido al hombre en el pie.

El disparo fue un accidente.

Sobre la forma que se disgregaba, había inclinado un hombre que parecía de bronce macizo, y el vigilante, perdiendo la serenidad, puso en práctica su credo de disparar primero e interrogar después.

Sacó su revólver, pero simultáneamente, un formidable puñetazo del hombre de bronce lo derribó en tierra, inconsciente, tras el pupitre del vicepresidente.

Una docena de hombres, cual sombras furtivas, penetraron en el Banco, con pistolas y ametralladoras.

Uno de ellos empuñaba una pistola de aire comprimido.

—¡Vamos! —gruñó—. ¡Tenemos órdenes de Kar de dar este golpe!

—¡Ey, Guffey! —exclamó uno—. ¿Tumbaste al vigilante?

Al no recibir respuesta de su compañero, murmurando, nerviosos, avanzaron.

—¡Cielos! ¡Mirad! —exclamó uno.

En el cielo, convirtiéndose en un horrible vapor gris, yacía una cabeza humana.

—¡Es Guffey!

Su primer impulso fue huir. La visión de la cosa fantástica que sucedía a la cabeza de Guffey, los llenó de pánico.

—No seáis cobardes —exclamó el hombre que empuñaba la pistola de aire—. No veis al vigilante, ¿verdad? Guffey tuvo tan solo un accidente. El Humo de la Eternidad lo disgregó a él y al guardián.

Tras unos cuantos murmullos, la explicación de la ausencia del vigilante y el accidente de Guffey se aceptaron, disponiéndose al trabajo.

El hombre de la pistola de aire comprimido disparó sobre la puerta de la cámara acorazada.

Al instante, el grueso acero empezó a disgregarse en el humo extraño.

Tras las sombras del pupitre del vicepresidente, Doc examinaba la pistola, cuyo proyectil mató a Guffey y comprobó, decepcionado, que no contenía ningún otro cartucho del Humo de la Eternidad.

Recordó las palabras del hombre agonizante sobre la cubierta del Alegre Bucanero. El individuo declaró que Kar nunca daba más de un cartucho del Humo de la Eternidad, temeroso de que sus hombres iniciasen una campaña de robos por su cuenta, si estuviesen aprovisionados de una cantidad de dicha substancia. La disolución de la puerta de la cámara acorazada cesó, al agotarse la potencia del proyectil.

Los hombres de Kar, mostrábanse reacios a acercarse a la abertura, al principio. Temían que la espeluznante substancia pudiera aniquilarles.

Pero, al fin, uno de ellos penetró en el interior de la cámara acorazada.

Los otros siguieron su ejemplo. Reaparecieron segundos después, cargados de sacos, al parecer llenos de monedas de oro.

Ya no vacilaban, la vista del precioso metal había disipado todos sus terrores.

Doc permanecía inmóvil en las sombras del pupitre, junto al vigilante tendido en el suelo, privado de conocimiento de resultas del puñetazo recibido.

Dejaba que el plan siguiese su curso, pues quería seguir a los ladrones hasta dar con Kar.

Amontonaban el botín junto al boquete que abrieran en la pared del edificio.

Comprendió que necesitarían uno o más camiones para transportar el botín.

Dos millones de dólares en oro pesan mucho.

Acertó al suponer que Kar intentaría apoderarse del oro sin esperar a que lo depositasen en el tren. Pues le juzgaba lo bastante inteligente para comprender que acaso Doc oyó el complot.

Un camión se detuvo en la oscura travesía, junto al agujero de la pared del Banco. Al instante los ladrones empezaron a cargar los saquitos de oro.

El vigilante empezó a volver en sí. Al hacer un primer movimiento, le paralizaron unos brazos broncíneos. No pudo tampoco mirar ni gritar.

El último saquito de oro fue colocado en el camión por brazos cansados, poco acostumbrados a trabajar. El vehículo era grande y pudo cargar todo el botín.

Los ladrones subieron y el camión se puso en marcha.

La voz de Doc retumbó, impresionante, en los oídos del inmovilizado vigilante.

—¡Avise a la policía! Dígales que la banda de Kar robó al Banco. La policía sabrá a quien se refiere, al mencionar el nombre de Kar. ¿Comprende?

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