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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

La tierra del terror (18 page)

—¿Qué sucede? —preguntó Monk.

—Las huellas son de Renny. Conocería esas pisadas descomunales en cualquier parte. Además, uno de sus zapatos tenía un corte en la suela y las huellas señalan esta particularidad.

—¡Entonces es probable que Renny esté vivo!

Encontraron a su compañero pocos minutos después. El corpulento ingeniero los había oído y salió de la maraña vegetación, tan optimista como siempre.

En una mano llevaba la piel de un animalito de color cetrino; la piel se parecía a la de una hiena pequeña.

—Éste es el epílogo de mis aventuras de la noche pasada —rió, después de cambiar saludos.

Relató con brevedad y rapidez todo lo sucedido hasta llegar al punto donde unos dientes se le hincaron al asomar la cabeza.

Exhibió unas contusiones en el hombro y luego agitó la piel del animalito, parecido a una hiena.

—Esto me mordió —rió—. Hacía el ruido de un león. Lo estrangulé. Aprovecharé la piel para hacerme un limpia plumas o algo por el estilo, en conmemoración de uno de los sustos mayores de mi vida. Cuando hizo presa en mí, creí llegada mi última hora.

Doc recordó algo:

—¡Ese humo! ¿Proviene de algún fuego que encendiste?

—¿Qué humo? —preguntó Renny, extrañado—. No encendí ningún fuego.

Capítulo XIX

El ataque de los roedores

—¡Es Kar! —murmuró Ham—. ¡Kar encendió el fuego!

—A menos que habiten seres humanos en este lugar —apuntó Johnny.

—Opino que acaso viva alguien en el cráter —dijo Doc—. Aunque parece imposible que la raza humana, relativamente indefensa, haya subsistido aquí a través de los siglos.

—No cabe la menor duda —afirmó Ham, mirando a Monk—. Tenemos entre nosotros al eslabón perdido.

—¡Gran cosa sabe de evolución un picapleitos! —rió Monk.

Reanudaron la marcha en dirección al fuego.

—Proceder con cautela —advirtió Doc—. Si se trata de uno de los hombres de Kar, debemos seguir al individuo para que nos lleve donde se oculta su jefe.

Un arroyo de agua hirviente les cerró el paso. Se vieron obligados a costearlo, pero se ensanchaba y era demasiado caliente para vadearlo.

Doc solucionó el problema. Cortando dos fuertes ramas, algo parecidas al bambú, se construyó un par de zancos. Los otros le imitaron enseguida.

De esta manera cruzaron a la otra orilla del caldeado arroyo.

Oliver Wording Bittman, gimiendo y alegando que jamás montó en zancos, fue pasado al otro lado por Doc.

Poco después la vegetación escaseaba y aparecían grandes rocas. Doc se detuvo al ver la primera de estas rocas, examinándola con interés.

Lo golpeó suavemente con el cañón de su pistola.

—¡Hum! —murmuró pensativo.

Si el monstruoso creodonte, que los habría destruido de no ser por la oportuna rociada de tabaco, si aquel animal era un híbrido de muchos animales, igualmente aquella roca era una mezcla de distintos minerales.

—¿Qué encuentra de interesante en esa piedra moteada? —inquirió Oliver Wording Bittman.

—Simplemente la variedad de minerales que al parecer contiene —respondió Doc.

Renny miró a Doc Savage:

—¿Sospechas que tal vez estemos cerca de la región de donde provino el elemento o substancia que forma la base del Humo de la Eternidad?

—Es una idea —respondió Doc.

Procedían con la mayor cautela. Las extrañas rocas aparecían más abundantes, convirtiéndose en una soledad de piedra reluciente y moteada que se extendía hasta el acantilado del costado del cráter.

Siguieron avanzando. Se veían por doquier señales de metales raros.

—Me gustaría pasar un mes aquí, clasificando tipos de rocas —declaró Johnny, el geólogo.

Doc Savage giró la vista por la soledad rocosa.

—Deseo echar un vistazo —dijo—. Yo avanzaré más rápido solo. Esperadme aquí. El fuego está en el otro lado. Lo exploraré, investigando al mismo tiempo esta formación rocosa, y regresaré enseguida.

Sus amigos se desparramaron entre las rocas extrañas, examinando algunas formaciones curiosas.

Un par de ellos retrocedió a la jungla, con la intención de buscar alguna hierba comestible.

Doc siguió avanzando entre las rocas, que se convertían en finas y punzantes aristas, como si fueran de cristal roto.

Aquella región, tan rica en minerales, era mayor de lo que se imaginara; debía extenderse a lo menos un par de millas. Para alcanzar mayor extensión trepó a la cima de una masa vitrificada.

¡Sprang!

Una bala, rebotando a su lado, salpicó unos trocitos de plomo en su piel bronceada.

Descendió de la masa vítrea de un salto. Hallábase seguro, cuando oyó una carcajada satánica por la soledad de rocas.

¡El tiro había surgido del lado donde aguardaban sus amigos!

Corrió hacia ellos y los encontró excitados.

—¿Quién disparó ese tiro? —preguntó.

—Ninguno de nosotros. Dispararon desde la jungla, a la derecha.

—¿Dónde está Bittman?

¡Oliver Wording Bittman no estaba allí!

Doc Savage corrió en dirección a la jungla, con sorprendente velocidad.

Bittman yacía junto a unas rocas. El cuerpo del taxidermista, un esqueleto y unos cuantos músculos duros, yacía tendido en el suelo de manera grotesca.

¡Estaba inmóvil!

Doc se puso a examinar a Bittman.

¡Spang!

¡Otro disparo!

La bala certera habría matado a Doc, de no haber visto el cañón de un rifle moverse entre el follaje de la jungla. Se tiró al suelo.

El impacto rebotó en una roca.

Entonces Doc disparó dos veces.

Un hombre, bajo y ancho, semejante a un sapo, saltó tambaleándose del follaje. El hombre, a quien Doc no conoció, se desplomó muerto.

Una bala le había atravesado la frente.

Los compañeros esperaron unos minutos, escuchando alerta. Oliver Wording Bittman empezó a moverse, gimiendo, y por último levantó la cabeza. De repente, hizo presa en la pierna de Doc y le dio un terrible tirón.

Doc Savage, cogido por sorpresa, asió al instante los brazos del taxidermista.

—¡Oh! —gritó éste—. ¡Oh!

Doc lo soltó.

—Vi un rifle apuntándome —gimió Bittman—. Comprendí que se trataba de ese diabólico enemigo. Creo que me desmayé. Al recobrar el conocimiento, el primer impulso fue luchar por mi libertad. Pensé que usted era el hombre de Kar. Lo siento. Mi cabeza no estaba muy clara…

Doc asintió pensativo:

—Lo más afortunado que pudo hacer usted en ese caso, fue desmayarse. De esa manera el tirador le perdió de vista.

Acercándose, examinó al pistolero muerto.

Los cinco compañeros se acercaron también.

—¿Habéis visto alguna vez a este hombre? —les preguntó.

Ninguno de ellos lo conocía ni de vista.

—¡Vamos! —dijo Doc—. Investiguemos aquel fuego.

Se dirigieron con toda la rapidez posible hacia el terreno rocoso. Nadie les molestó. Penetraron de nuevo en la jungla. El fuego misterioso estaba cerca.

—Sin hacer ruido —advirtió Doc.

Avanzaron cincuenta metros más a paso de tortuga. Pero es difícil que siete hombres avancen por una densa maraña de vegetación sin hacer ruido.

Especialmente cuando uno de ellos no conoce los bosques, como Oliver Wording Bittman.

—Aguardad aquí —ordenó Doc.

Y desapareció como una sombra, sin el menor ruido. La impenetrable vegetación pareció absorberle.

Un instante después, Doc Savage inspeccionaba la calva donde humeaba el fuego.

No había nadie allí. La hoguera se consumía; fue encendida para cocinar, con dos leños inmensos que seguían ardiendo.

Junto al fuego se veían una serie de herramientas: picos, palas, una caja de dinamita vacía y unas puntas recortadas de mecha.

Doc contempló un momento la escena: luego avanzó con audacia en la calva.

Dio un rodeo en el espacio descubierto; después la cruzó de un lado a otro varias veces. Y cuando hubo terminado, conocía lo que hubo en el lugar.

Los hombres de Kar acamparon allí. Estuvieron trabajando en alguna mina, en aquella soledad de rocas extrañas.

¡Se dedicaron a extraer el elemento que formaba parte del Humo de la Eternidad!

Era difícil saber lo que les hizo marcharse. ¿Consiguieron lo que buscaban, o se asustaron al conocer que Doc y sus hombres rondaban cerca?

Doc llamó a sus compañeros, que acudieron presurosos.

—Hay, a lo menos, seis hombres en la banda; probablemente cinco, ahora que hemos cazado a uno.

Indicó unas cuantas huellas y continuó:

—De los cuatro hombres que Kar mandó de los Estados Unidos en el «Estrella Marina», eliminamos a uno en la isla del coral, castigando su intento de arrojar una bomba a nuestro aeroplano. A los tres sobrevivientes, deben haberse añadido algunos de los tripulantes del yate que recogió a sus hombres del Estrella Marina, o de alguna otra procedencia.

—Pero, ¿dónde fueron? —murmuró Oliver Wording Bittman, ya recobrado su valor.

—Los encontraremos —declaró Doc.

El camino terminaba a media milla de distancia, en uno de los muchos arroyos de agua caliente y se vieron obligados a utilizar de nuevo los zancos.

No hallaron ningún rastro en el otro lado.

—Utilizaron una balsa o un bote —dijo a sus hombres.

—Tomaremos una orilla y tú la otra hasta averiguar donde desembarcaron —indicó Ham.

Esto resultó impracticable. El arroyo de agua caliente se convirtió pronto en un enorme pantano caliente y algunos de los canales eran demasiado profundos para vadearlos con los zancos.

—Tendremos que desistir —dijo Doc.

El tiempo transcurrió velozmente. Descendían negras sombras precursoras de la noche y Doc hizo los preparativos para pasarla.

—No olvidemos que la copa de árbol cercano al nuestro fue mordisqueado anoche —dijo—. Cada uno de nosotros se refugiará en un árbol separado. De ese modo, si alguien sufre un accidente, los demás podrán seguir adelante.

El fragor de una batalla entre un par de reptiles monstruosos, a menos de una milla de distancia, les hizo apresurarse en la búsqueda de un lugar satisfactorio para pasar la noche.

Los gigantes prehistóricos empezaban su alboroto nocturno.

Los aventureros hallaron un grupo de helechos que formaban un lugar ideal para pasar la noche encaramados, y subieron con rapidez.

Una vez más, la noche espesa y negra penetró en el cráter de la fantástica isla del Trueno.

Los compañeros cruzaron unas cuantas palabras, enmudeciendo seguidamente. Conocían que el menor sonido podría atraer la atención de algún reptil titánico.

Ham seleccionó una rama cerca de Monk, explicando:

—Así podré tirarle un tronco si empieza a roncar.

Media hora después, el terrible tumulto de los dinosaurios llegó a su cenit.

Los gritos de los animales eran indescriptibles. Con frecuencia percibían el repugnante hedor de los grandes carnívoros que merodeaban cerca.

De pronto Doc descubrió la punta encendida de un cigarrillo en la copa de un helecho, cerca de la tupida jungla.

—¡Cuidado! —gritó—. La luz puede delatar a Kar nuestra posición.

—Lo siento —dijo Oliver Wording Bittman.

Un momento después, el cigarrillo, trazando una órbita luminosa, caía al suelo, levantando chispas.

Doc y sus hombres se sentían fatigados, pues no cerraron los ojos la noche anterior. Aunque los ruidos diabólicos eran tan terribles como la noche anterior, iban acostumbrándose.

Y Doc se durmió. De pronto, sus sentidos en vela le advirtieron un ligero ruido. Creyó ver una luz a cierta distancia.

Luego, percibió que el rumor de algo arrastrándose se aproximaba poco a poco.

El sonido cesó casi repentinamente. Doc volvió a quedarse dormido.

Un ruido debajo de los árboles les despertó otra vez. Escuchó.

Al parecer había docenas de animales feroces abajo.

—¡Eh! —gritó Monk, un instante después.

—¡Algún animal está comiendo al pie de mi árbol!

Doc Savage oyó el crujir de dientes mordiendo la base del helecho donde Monk estaba encaramado. Luego otras mandíbulas empezaron a hacer lo propio en su árbol. Entonces, arrancando un trozo de su camisa, la encendió, lanzándola al espacio.

El fragmento revoloteó de un lado a otro al caer, dejando un rastro de chispas. Pero fue lo suficiente para iluminar una escena alarmante.

¡Una horda de castores prehistóricos y monstruosos los atacaba!

Los animales eran del tamaño de osos; tenían las colas peladas, planas y negras de un castor vulgar, pero los dientes eran inmensamente mayores.

Aunque no gruñían ni chillaban, la rapidez de su furiosa respiración mostraba que estaban resueltos a realizar su empeño.

¡Y era la destrucción de Doc y sus hombres!

Doc Savage dirigió una mirada rápida a un lado. Recordaba el ruido que oyó la primera vez y buscó las causas del repentino silencio. Le asaltaba una sospecha.

¡Tenía razón!

Uno de los castores prehistóricos, muerto, colgaba atado con una cuerda, por las patas traseras!

—¡Esto es obra de Kar! —dijo a los otros.

—¿Cómo pudo…?

—Estuvo en este cráter antes y conoce la manera como estos fantásticos animales reaccionan. Conoce que estos castores gigantescos acostumbran a vengar la muerte de uno de ellos y en consecuencia hizo que sus hombres mataran un ejemplar y lo trajesen arrastrando aquí. Ahora esas fieras huelen que estamos encaramados y nos juzgan culpables.

El fragmento de la camisa de Doc se extinguió en aquel momento.

Oyeron un coro de gro-o-omp, gro-o-omp. Los dientes de los animales trabajaban frenéticos sobre las bases de los árboles.

Por el sonido, no tardarían mucho en abatir a los helechos gigantescos.

Parecían morder, hincándose sus colmillos como hachas.

—¡Gracias a Dios! —exclamó de repente Oliver Wording Bittman—. Mi árbol está cerca de otros adonde es posible escapar. ¿Puedo ayudarles en algo? ¿Quizá podría atraerlos?

—Imposible —resopló Monk—. Hay centenares de esos animales. Y están mordiendo tan de prisa que no oirían nada. ¡Ah! ¡Mi árbol empieza a bambolearse!

Doc Savage sacó su pistola y disparó hacia abajo un solo tiro, que retumbó como un trueno.

Sucedió entonces una cosa asombrosa.

La horda de castores prehistóricos cesó de roer y huyó a toda velocidad a través de la jungla. No quedó ni un solo animal.

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