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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (5 page)

No acostumbrado al peso del vehículo todoterreno, circuló despacio por delante del supermercado. Para salir del pueblo por el mismo camino que habían tomado al entrar desde el aeropuerto, tendrían que pasar ante su hotel. Zoe quería parar a recoger el equipaje; Jake prefería no hacerlo, porque nevaba aún más y el manto de niebla se espesaba por momentos. La visibilidad se reducía ya a menos de veinte metros.

—Necesitamos los pasaportes, cariño, y hay cosas que no quiero dejar aquí. Vamos, Jake. Serán solo dos minutos.

—Si acabamos muertos por esos dos minutos, te mataré.

—Me parece justo.

Se detuvieron ante el hotel vacío. Jake dejó el motor al ralentí, con los gases de escape formando una nube en el aire gélido, y se apearon. Callados, subieron en ascensor a la tercera planta, donde la campanilla anunció su llegada. Una vez en la habitación, abrieron las maletas encima de la cama, lo echaron todo dentro sin el menor cuidado y las cerraron. Acto seguido, las bajaron al coche y las cargaron en el asiento trasero.

Jake dejó escapar un gruñido. La niebla era más densa. Conservaba todavía el tono gris nacarado, y le pareció advertir un resplandor iridiscente allí donde se refractaba la luz eléctrica: en otro momento le habría parecido un espectáculo hermoso. La nevada no amainaba. Bajo los pies, la nieve se notaba espesa y blanda, como plumas de oca: la clase de nieve que haría las delicias de cualquier esquiador, pero en esos instantes era lo último que deseaban.

La visibilidad se había reducido a unos diez metros. Jake solo distinguía vagamente los contornos de los edificios situados frente al hotel. Peor aún, era ya media tarde. Incluso sin nieve, la claridad del día empezaba a menguar. El panorama no pintaba bien para conducir. Tenía que darse prisa si querían llegar a algún sitio antes de que la luz se apagara; y sin embargo Jake temía la sobrecogedora posibilidad de desencadenar el gran alud si no conducía a paso de tortuga.

Se pusieron en marcha con suma cautela. Enormes copos de nieve caían en el parabrisas mientras el vehículo avanzaba laboriosamente por la carretera de montaña. De pronto toparon con algo.

—¿Qué ha sido eso?

—No lo sé. Creo que he dado con el bordillo.

—Mantente alejado del bordillo. Conduce por el medio de la carretera.

—¡Caray, no se me había ocurrido! Gracias por un consejo tan meditado. Conducir por el medio de la carretera es precisamente lo que intento.

Pero poco después tropezaron de nuevo con el bordillo. Conducir así era imposible. Jake se quejó de que no veía nada en la luz decreciente. Se plantearon dar media vuelta, pero decidieron perseverar. Alrededor de medio kilómetro más adelante el coche topó otra vez con algo, se sacudió y se estremeció. Se habían salido por completo de la carretera.

Jake frenó en seco. El coche derrapó y se detuvo con un temblor. Dejando el motor en marcha, salió del coche, pero como no veía el suelo bajo sus pies, pisó en falso y se torció el tobillo.

—¡Cuidado al bajar! —advirtió a Zoe a voz en grito.

Ella salió del coche y, rodeándolo, se reunió con él. La rueda delantera del lado del conductor se hallaba suspendida en el vacío. Las otras tres permanecían firmemente asentadas en el terreno rocoso y nevado. Jake miró hacia abajo. No había forma de saber si la altura bajo la rueda del lado del conductor era de un metro o de cien. La brumosa blancura del desconocimiento lo traspasó como la hoja de un cuchillo.

—¿Podemos echar marcha atrás? —preguntó Zoe.

—Es posible, pero no quiero conducir más con esta niebla.

—¿Cómo? ¡Tenemos que seguir, Jake!

Él señaló la rueda colgante del coche.

—¿Tú tienes idea de lo que hay ahí abajo? Yo no. No podemos continuar en coche. Recuerdo el camino de cuando vinimos en autocar: la mayor parte de la carretera tiene a un lado un precipicio cortado a pico. No hay valla que nos impida salirnos de la calzada, Zoe. Caes directamente por el precipicio.

—Entonces tendremos que ir a pie.

—De acuerdo. Podemos ir a pie.

Zoe conocía a Jake lo suficiente para oír un «pero» no pronunciado en una frase suya.

—Pero… —apuntó para inducirlo a hablar.

—Pero he aquí lo que opino. Si vamos a pie, enseguida se nos hará de noche, con temperaturas por debajo de cero. Quizá seamos capaces de seguir la carretera, si vamos con cuidado. Pero hay veinte kilómetros de aquí al próximo pueblo. No hemos comido en todo el día y yo sigo muerto de frío. Aparte del riesgo de morir congelados en la montaña, nos hallamos ante la seria amenaza de que un alud nos arrastre y se nos lleve de la carretera. Por otra parte, me consta que el hotel no es lugar seguro; pero sí es un sólido edificio de hormigón, y estar allí dentro tiene que ser más seguro que estar aquí fuera.

—¡Por Dios!

—Sabes que tengo razón.

—¿Volvemos en coche?

Jake contempló la rueda suspendida en el aire.

—No. Propongo que vengamos a echar un vistazo a esto por la mañana, cuando ya no nieve y podamos ver ante qué nos encontramos. No hemos recorrido una gran distancia. Podríamos estar de vuelta en el hotel en veinte minutos. Media hora como mucho.

Zoe no discutió. Jake apagó el motor y abrió la puerta de atrás. Antes de emprender el camino de regreso al hotel, metieron en una bolsa pequeña unas cuantas cosas básicas, abandonando allí el resto del equipaje.

—Menudas vacaciones estamos teniendo —comentó Jake.

—Sí, menudas vacaciones.

—A duras penas me veo la mano delante de la cara. No, no es verdad. Veo tu cara. Resplandece.

—Lo creas o no, estoy sudando.

Y también ella veía la cara de él entre la nieve que caía y la niebla gris, cada vez más oscura; la veía con un tenue brillo, como si su piel estuviera iluminada desde atrás. Su piel, decidió Zoe, era como pergamino bajo esa luz, un pergamino sacro, y sus relucientes ojos azules y sus cejas castañas y el asomo de carmesí en sus labios eran como las ilustraciones de un monje en un manuscrito sagrado.

—¿Qué miras?

—A ti. Te quiero.

Jake se echó a reír.

—¿Cómo puedes pensar eso en un momento así? Me casé con una chiflada que me lleva a rastras hacia un alud.

—La chifladura es esta situación, y yo lo único que veo es tu cara adorable, y me alegro de verla. Me alegro muy sinceramente.

—Vamos. Dame la mano. Volvamos a ese hotel.

3

En una pared cerca de la recepción del hotel colgaba un tablón de anuncios donde se ofrecían excursiones, descensos con tobogán, paseos en trineo y fondues. Aparecían asimismo los números de contacto de todas las agencias de viajes representadas en la estación de esquí. También incluía, clavada con chinchetas, una lista de médicos, veterinarios, farmacias y todos los servicios de urgencias de Saint-Bernard. Jake arrancó la lista del tablón. Se la llevaron a la habitación, y él empezó a telefonear.

La línea daba un buen tono de marcado, nítido y grave. Llamó a todas las agencias una por una, y en ninguna le contestaron. Marcó el número de la comisaría local, donde habían cogido el coche. No hubo suerte. Marcó el número nacional de urgencias. Nadie le atendió.

—Telefonea a alguien en Inglaterra —propuso Zoe—. Telefonea a tu madre.

Zoe había perdido ya a sus padres. Su madre había muerto mucho antes de que Jake y Zoe se conociesen, pero Jake sí había conocido a su padre, Archie, un par de años antes de morir. Más adelante había fallecido el anciano padre de Jake, ya divorciado de su madre, la única superviviente entre los progenitores de ambos. Buena mujer, aunque muy quisquillosa y con unos horribles reflejos azules en el pelo, se había trasladado a Escocia poco después de un divorcio desagradable que tuvo lugar mientras Jake estudiaba en un internado. Si bien era una figura distante, tanto emocional como geográficamente, por suerte tenía un gran concepto de Zoe porque era «musical». Jake pensó que quizá su madre podría al menos ponerse en contacto con alguna autoridad e informar de que la pareja se había quedado allí aislada después de la evacuación.

—Se llevará un susto de muerte —dijo Jake mientras marcaba el número—. Ya sabes cómo es.

—Llámala de todos modos.

Como Jake tampoco obtuvo respuesta, colgó el auricular.

—Esta es su noche de whist. Los viernes siempre va a la parroquia a jugar al whist.

—Estupendo. Espero que consiga nueve bazas o lo que sea mientras nosotros estamos aquí en la montaña a punto de ser devorados vivos por la nieve.

—Llamaré a Simon.

Simon era un viejo amigo de Jake, de sus tiempos universitarios. Trabajaba en el departamento de la vivienda de su ayuntamiento y había sido su padrino de boda; y a pesar de que Simon había intentado seducir a Zoe una vez, por algún motivo la relación entre ellos había sobrevivido. Jake telefoneó a Simon al móvil, pero la señal falló. Lo llamó, pues, al fijo, pero también este sonó y sonó hasta cortarse la línea.

—¿Qué hora es? Debe de haber ido directamente al Jolly Miller después del trabajo. ¿A quién más podemos llamar?

La lista era breve. Mantenían buenas relaciones con sus vecinos, pero eran ya mayores y muy frágiles. Desecharon la idea de telefonearlos. Zoe intentó llamar a dos amigas íntimas, pero ninguna descolgó.

—Nadie contesta en ningún sitio. ¡No es posible que estén todos dándole a la cerveza en el Jolly Miller! Pongamos la tele, a ver si dan noticias en alguna emisora local.

Zoe abrió las puertas del armario de caoba del televisor y encendió el aparato. Pasó de un canal a otro pero la pantalla solo ofrecía nieve eléctrica y el zumbido de la interferencia estática. Jake se levantó y le quitó el mando a distancia, como si pulsando él los botones pudiera obtener mejores resultados. Fue en vano. El televisor también estaba programado para sintonizar emisoras de radio, pero no se oía nada en ninguna frecuencia. Solo estática. Ruido blanco.

—Oye —dijo Zoe—. Ya no consigo pensar con claridad. Es evidente que vamos a quedarnos aquí a pasar la noche. Necesitamos comer algo.

—Tendremos que cocinarlo nosotros.

—Eso no es problema. Veamos qué hay en la cocina.

Bajaron al restaurante y lo cruzaron para acceder a la cocina, donde habían estado un rato antes. Todo seguía tal como lo habían encontrado en su primera visita. Trozos magros de carne roja en la encimera, listos para asar, al igual que las diversas verduras cortadas y bien ordenadas. Decidieron prescindir de lo que había permanecido todo el día fuera de la nevera. En la cámara frigorífica encontraron filetes de carne fresca.

Zoe vertió aceite de oliva en una enorme sartén mientras Jake encendía los quemadores. Encontró un gorro de cocinero blanco, inmaculado, y se lo puso. Estaba pasándoselo en grande.

—Todo funciona. El gas. La luz. Yo. Puede que estemos a punto de morir bajo un alud, pero estoy en la cocina y vamos a asar un filete.

Lo sirvió poco hecho, acompañado de cebolla y champiñones. Mientras tanto, Zoe colocó en unos platos judías verdes con mantequilla. También había descorchado una botella de tinto tras una incursión en la bodega.

—Pero ¿esto qué es? ¡Mira que eres tacaña! Vuelve y coge una botella de tinto de verdad, ¿quieres?

Zoe movió la cabeza en un gesto de negación.

—Quítate ese gorro. Estás ridículo. Todo esto nos lo cobrarán, ya lo sabes.

—Me da igual. Si esta va a ser mi última botella de vino, quiero que sea bueno.

Jake se levantó. Cuando volvió, Zoe había encendido una vela en la mesa. Él, aún con su gorro, sostenía una botella de Châteauneuf-du-Pape. Zoe hizo ademán de consultar la carta de vinos para ver cuánto podría haberles costado esa elección, pero él se la arrancó de las manos y la lanzó por el aire hacia el extremo opuesto del restaurante vacío, diciéndole que se limitara a servirlo. Zoe, por su parte, le quitó el gorro de la cabeza y lo arrojó en la misma dirección que la carta de vinos.

—Al final nos echarán de aquí —dijo él a la vez que entrechocaban las copas.

—¡Por los supervivientes! —brindó ella.

—Por los supervivientes.

—Esto es surrealista.

—Pero no es un sueño —precisó Jake.

—Cuando piense en los sitios donde hemos cenado juntos… comidas en casa, cenas fuera, restaurantes de lujo, cafeterías baratas, picnics… este será el que recuerde por encima de todos los demás. Es como si fuéramos las últimas personas en el mundo.

—Y fuera sigue nevando. En compañía de la persona indicada, esto a ti incluso podría parecerte romántico.

La luz de la vela osciló un poco, y Zoe vio titilar el reflejo en los ojos enrojecidos de Jake, recordando que en esas vacaciones tenían una tarea pendiente. Algo que resolver. Algo de que hablar. Pero supo que no era el momento oportuno. Lo dejó correr.

—¿Qué tal el filete?

—Perfecto —contestó él—. ¿Sabes una cosa? En el fondo siempre me han dado miedo los aludes. ¿Cuántas veces me he tomado unos días para ir a esquiar? ¿Veinte? Y desde que era un principiante, siempre he sabido que el riesgo estaba ahí. Como algo presente en un sueño, esperando agazapado a tus espaldas, esperando para arrebatártelo todo.

—¿Y todavía te dan miedo? ¿Después de lo que ha pasado hoy?

—Digámoslo así: creo que deberíamos trasladarnos a una habitación al otro lado del pasillo. La verdad es que no creo que la nieve vaya a venírsenos encima. Pero si ocurriese, estaríamos más seguros en ese otro lado.

—Ya. El vino es excelente.

—¿Ah, sí? Yo apenas noto el sabor.

—Tonterías. Vayamos a por la segunda botella.

—¿Estás segura? No quiero que te emborraches.

—Sí quieres. Quieres que me emborrache.

Requisaron otra habitación, y allí se acostaron en la cama con las cortinas descorridas por si acaso había algún movimiento o actividad o patrulla durante la noche. Zoe se sobresaltaba a cada crujido del hotel, temiendo que pudiera ser el anuncio del gran corrimiento de nieve. A Jake se lo veía extrañamente resignado. No creía que eso fuese a suceder: no sabía por qué lo pensaba, pero tenía la sensación de que, pese a la evacuación, no era una amenaza.

Dos botellas de vino tinto bastaron para sedarlos, aunque les costó conciliar el sueño. Allí tumbados, se besaron durante horas. Solo se besaron, sin el menor deseo de hablar, sin el menor deseo de apartar los labios de la boca del otro, lo que, en realidad, era una manera de hablar. De pronto Jake hizo algo que no había hecho nunca: la cogió en brazos y la sacó de la cama para poder follar contra la pared, de pie, con Zoe de puntillas.

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