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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (10 page)

—¿No sabes qué significa esto?

—¡No! ¡Dímelo, por favor! ¡Y, por favor, deja de hacerte daño, amor mío!

—Significa que estamos muertos —respondió Jake.

6

Paró de nevar. Los hinchados nubarrones siguieron su curso y asomó el sol en la bóveda celeste, azul como el hielo. Sus rayos reverberaban en la nieve, obligándolos a llevar las gafas de sol en todo momento. Unas buenas gafas de sol, de las caras, y les bastaba con entrar en una tienda y coger las mejores gafas de diseño al alcance de su mano.

Naturalmente Zoe no aceptó de inmediato que hubieran muerto en el alud. No era fácil digerir algo así.

Porque ¿quién podía admitir una cosa semejante? Pero fue como si al enunciar Jake el hecho, y aceptar así la lógica de la situación y proclamarla abiertamente, la meteorología hubiera cambiado en consonancia. No había ya necesidad —o eso parecía— de que el mundo permaneciera envuelto en una bruma espectral de nieve; a partir de ese momento, el mejor de todos los mundos posibles podía quedar a la vista.

Zoe, por supuesto, rechazó la idea. Insistió en volver a marcharse del pueblo, esta vez por carreteras con buena visibilidad. Jake no se resistió, salvo por el comentario de que en realidad daba igual. Tenía razón: incluso con el día despejado, sin la menor confusión en cuanto al rumbo que seguían, las carreteras los devolvieron inexplicablemente a Saint-Bernard-en-Haut. Se apropiaron otra vez del coche patrulla y consiguieron arrancarlo; pero fuera cual fuese la ruta elegida, era como si una mano gigante y delicada curvase la carretera y los guiase de regreso al punto de partida.

—¿Cómo es posible? —se lamentó ella—. ¿Cómo es posible que suceda esto?

Jake se limitó a parpadear con sus ojos de color azul claro.

—Ya te lo he explicado. No hay nada más que decir.

Cuatro días así. Era imposible; no podía ser; no tenía sentido; desafiaba las leyes naturales. Pero así era. Y en todo ese tiempo las velas encendidas no se consumieron, la carne y las verduras en la encimera no presentaron indicios de descomposición, la sangre no manó.

Mientras el cerebro de Zoe se resistía y razonaba, pugnaba y ponía a prueba esa lógica enigmática e innegable, su corazón no lo aceptó en ningún momento.

—No puedo estar muerta. Siento dolor. Siento placer.

—Lo sé. Lo sé.

—Sé que te quiero. Eso no puede ser la muerte, ¿no?

—Yo no digo que lo entienda.

—Estar aquí no es estar en el infierno. Tampoco es el cielo, porque a todas horas vivo con el temor de que el alud se nos eche encima.

—El alud ya se nos vino encima, cariño. Eso es lo que te niegas a aceptar. Morimos en el alud.

—No, me refiero al siguiente, el grande. Ahí arriba hay un gran alud esperando. Lo presiento. Percibo la tensión en el aire. Quizá con este sol la nieve se funda y nos aplaste. ¿Crees que es así para todo el mundo?

Estaban sentados en la escalinata alfombrada de nieve de la iglesia, estupefactos, exhaustos y perplejos por los reducidos límites de su nueva existencia.

Jake se quitó las gafas de sol y se restregó los ojos aún enrojecidos con los pulgares. Zoe siguió haciéndole preguntas, como si él supiese las respuestas, como si tuviese la menor idea de algo. Si eso era una forma de vida después de la muerte, ¿duraría eternamente? ¿Se extinguiría? ¿Llegarían allí otras personas? ¿Podían morir dentro de esa muerte? ¿Por qué se medía el tiempo por el movimiento del sol y la luna pero no por la cera derretida de una vela? Zoe tenía un centenar de preguntas como esas, y Jake decía: «Yo solo sé que hay sol y cielo y nieve, y aquí estamos tú y yo, solo sé eso». Y ella arremetía contra él, hasta que no le quedaba más remedio que intentar responder a sus preguntas, pese a que ahora reconocía haberse pasado la vida fingiendo saber lo incognoscible, fingiendo ser capaz de mirar fijamente al hombre de la capucha hasta obligarlo a apartar la vista.

—¿Qué hombre de la capucha?

—El que nos observa a todos.

—¿Te refieres a la Muerte? ¿A eso te refieres?

Si Jake estaba en lo cierto, pensó Zoe, y habían muerto en el alud, todas las grandes religiones del mundo se equivocaban, eso era obvio. El templo sagrado que tenían a sus espaldas era un frío cascarón, poblado por titilantes puntos de esperanza, y nada más. Solo quedaba una pregunta: ¿qué debían hacer? ¿Qué iban a hacer?

—Dime una cosa —preguntó él—. ¿En algún momento has sentido frío de verdad? Desde que esto empezó, quiero decir. Desde el día del alud.

—No lo sé.

—Te lo creas o no, solo han pasado tres días, no… cuatro.

—¿Ah, sí? Parece… mucho más. Mucho más.

—Semanas, sí. Pero no. Y la pregunta es: ¿has sentido frío? Fíjate, llevamos una hora aquí sentados. Y yo no tengo nada de frío.

—Desnúdate —propuso ella—. Ya verás como enseguida notarás el frío.

Jake eso hizo. Se quitó la chaqueta de esquí y el jersey. Luego las botas y el pantalón, y por último se despojó de la ropa interior térmica y los gruesos calcetines. Sin ropa, acomodó el trasero desnudo en el peldaño cubierto de nieve.

Zoe esperó, con los ojos fijos en los de Jake. Él le sostuvo la mirada.

«No diré nada —pensó ella—. Si quiere jugar…»

Pero pasaron los minutos. Quizá diez, quizá quince. No, quizá dos minutos.

—Reconócelo —dijo ella por fin—. Estás pelándote de frío.

Jake negó con la cabeza.

Zoe se puso en pie, se quitó la chaqueta y se desabrochó el cinturón. Se desvistió por completo y se sentó junto a él, también con el trasero desnudo en la nieve helada. Lo cogió del brazo y apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Sabes qué te digo? Aunque no necesitemos ropa, no pienso ir desnuda de aquí para allá.

—Yo tampoco.

—Tal vez lo haría si esto fuese una isla tropical.

—Pero no lo es.

—¿Crees que el lugar donde uno muere es siempre el lugar adonde va después? Es decir, el que murió en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, ¿se ha quedado allí para toda la eternidad?

—¿Quién dice que vamos a quedarnos aquí para toda la eternidad? —preguntó él—. Ahora debería tener el culo azul. No siento el frío en absoluto. ¿Tú te acuerdas de cómo era?

Zoe se esforzó en rememorar.

—Recuérdamelo tú.

—Era como pillarse un dedo con un martillo —contestó Jake—. Era como una quemadura. Era como una boca sorbiéndote, aguijoneándote mientras te sorbía. Era como un cuchillo afilándose en ti, sacándose filo para cortarte.

Zoe hizo una mueca.

—¡Dios mío, estoy helada! ¡Mira, estoy temblando! —Se levantó de un salto y empezó a vestirse. Le castañeteaban los dientes—. No sé si acabo de recordarlo o si lo he sentido, pero voy a vestirme. ¿Tú no tienes frío?

Jake se encogió de hombros.

—Me vestiré. ¿Volvemos al hotel?

Aterida de frío, Zoe esperó a que Jake acabara de ponerse la ropa. Con la montaña bañada por la luz invernal, y precedidos por sus sombras proyectadas sobre la nieve blanca, regresaron. Al pasar por delante de unas tiendas, Zoe se separó de él.

—Ya te alcanzaré. Quiero coger unas cuantas cosas.

—Te acompaño.

—No te preocupes, ya te alcanzaré.

—Te espero.

—Jake, ¿tienes miedo de que nos perdamos y no volvamos a encontrarnos? Solo quiero coger unas cuantas cosas.

—¿Qué?

—Un poco de colirio en la farmacia, y tal. ¡Será solo un par de minutos!

Jake movió la cabeza y siguió adelante.

Zoe abrió la puerta de la farmacia. Las luces estaban encendidas, como siempre. Sabía dónde encontrar los colirios, porque ya había cogido uno el primer día. Pero no era eso lo que había entrado a buscar. Había algo más.

—No estoy muerta —dijo mientras se movía entre los pasillos de la farmacia—. No estoy muerta.

—¿Qué quieres cenar esta noche? —preguntó Jake cuando Zoe entró en la habitación del hotel—. ¿Qué cenan los muertos?

—Deja eso.

—Pues algo tenemos que cenar.

—¿Tú crees? ¿De verdad tienes hambre? ¿Has tenido hambre realmente en los últimos días? ¿O solo comemos por costumbre?

Jake abrió la boca como para decir algo pero volvió a cerrarla. Tenía que pensárselo. Ella lo apartó de un empujón para entrar en el baño y cerró la puerta.

Abrió la pequeña caja de cartón y sacó la tira de plástico del envoltorio de papel de aluminio. Se bajó el pantalón y las bragas y, sujetando la tira bajo el trasero, intentó orinar sobre el material absorbente de medio centímetro de ancho por tres centímetros de largo sin mojarse la mano. Al principio fue incapaz de echar una sola gota. Por un momento pensó que se le había olvidado cómo hacerlo. Luego, en cambio, tuvo la impresión de que no iba a parar nunca. En todo caso, mojó la tira durante más de los cinco segundos necesarios. Volvió a cubrirla, se sentó en la taza del inodoro y esperó.

Al cabo de un minuto Jake llamó a la puerta.

—¿Es que no puedo usar el váter en paz, Jake? —dijo Zoe. Lo oyó mascullar—. Por el amor de Dios, en el pasillo hay muchas habitaciones, cada una con su propio váter. Ve a buscarte uno para ti.

Lo oyó mascullar otra vez y a continuación le llegó el ruido de la puerta de la habitación al abrirse y cerrarse.

Cuando Zoe examinó la tira, habían aparecido dos nítidas rayas azules. Aún estaba embarazada, no cabía duda.

Jake no sabía nada de eso. Era la pregunta del millón que ella quería hacerle desde hacía días y para la que esperaba el momento oportuno. El momento en que se alineasen los astros.

Durante todo el tiempo que llevaban juntos ninguno de los dos había mostrado mucho interés en tener hijos. Un día los sentimientos de ella empezaron a cambiar. La cuestión era que deseaba que los sentimientos de Jake cambiaran junto con los suyos, que coincidieran, que engranaran; y sospechaba que eso era improbable. Habían hablado del asunto un par de veces, y todo había quedado en nada. No flotaba en el aire un no, pero tampoco un sí.

Con envidia, recelo u horror, habían presenciado el salto a la paternidad de sus amigos. Habían visto vidas cambiadas, para bien y para mal. En algunos casos ser padre o madre había representado una emocionante y vertiginosa elevación de la vida a un estado superior; en otros había sido una caótica inmersión en el desastre y el divorcio. Para algunos, la paternidad era la manera de canalizar una energía y un júbilo exultantes; otros, por el contrario, se convertían en zánganos agotados, deprimidos y desbordados por la experiencia. No parecía existir una única pauta para el cariz que aquello adquiría en la vida de cada cual.

Sin embargo, cuando Zoe quedó embarazada poco antes de aquellas vacaciones en la nieve, supo que deseaba tener el niño. Pero no era la clase de mujer capaz de arrastrar a un hombre a la paternidad entre gritos y pataleos. Su plan era esperar el momento mágico para sondearlo, quizá en lo alto de una montaña o durante un paseo por la nieve perfecta del final del día, durante el crepúsculo; y si los augurios eran propicios, daría a conocer la sensacional noticia.

Pero entonces sobrevino el alud.

Y ahora, pese a que cada tendón y cada nervio de su cuerpo se resistía a aceptarlo, estaba muerta.

Embarazada y muerta.

La nueva pregunta, naturalmente, atañía al carácter de su embarazo. ¿Era la clase de embarazo que seguía un proceso de gestación y cambio conforme el sol se desplazaba por el cielo? ¿O era un embarazo que permanecía estancado, un embrión paralizado, suspendido dentro de ella, como la llama de una vela que no consumía la cera? Si se trataba de lo primero, ¿se lo diría a Jake? ¿Y se lo diría si se trataba de lo segundo? Quizá si estaban allí atrapados para toda la eternidad, seguiría eternamente embarazada, sin llegar nunca al parto.

Oyó abrirse y cerrarse la puerta cuando Jake volvió a la habitación. Se subió el pantalón, tiró de la cadena y ocultó cuidadosamente la tira de la prueba en el fondo de la papelera del baño. Cuando salió, Jake, apoyado en la pared con los brazos cruzados, la miraba con una expresión extraña.

—¿Cuándo has hecho de vientre por última vez?

—¿Cómo dices?

—¿Cuándo? Porque yo desde el alud no he hecho de vientre hasta ahora. Y solo he sentido la necesidad cuando tú has mencionado lo del apetito. Lo he pensado y me ha entrado el apetito. Eso me ha recordado que no había hecho de vientre. Y recordar que no había hecho de vientre me ha despertado de pronto la necesidad de hacer de vientre.

—Jake, ¿tú qué crees, que estamos atrapados aquí o que esto es una liberación?

—Si piensas en ello con la debida convicción, también a ti te entrarán ganas de hacer de vientre.

—¿Puedes dejar de hablar de eso?

—Solo te informo.

—Es una pregunta importante: si estamos atrapados aquí, o si estamos aquí porque nos han liberado. Nuestra actitud aquí dependerá de eso, ¿no crees?

—Esto parece un diálogo de sordos. Hablamos a distintos niveles.

—Es posible.

—Hacer de vientre es un asunto muy importante.

—Bueno, tú ganas. Supongo que no he hecho de vientre desde el alud. Será por el trauma. Ya me entiendes. Una reacción. Ahora que estoy pensando en ello, me han entrado ganas.

—A eso me refiero —dijo él.

Ella se volvió, entró de nuevo en el cuarto de baño y cerró la puerta.

—Siempre es bueno cagar a gusto —añadió Jake levantando la voz desde el otro lado de la puerta cerrada.

—¡Calla!

Jake se alejó de la puerta.

—Siempre es bueno cagar a gusto —repitió en voz baja.

Por la noche la despertó un brillante disco blanco suspendido en el aire a corta distancia de su cara. Una voz susurró claramente su nombre.

—¡Zoe! ¡Zoe! ¡Acércate a la luz! Ven a la luz.

Zoe se incorporó en la cama y miró la fuente de luz con los ojos entornados por entre los dedos abiertos.

—¿Sabes qué te digo? —repuso—. Incluso muerto puedes ser un gran capullo.

Jake apagó la lámpara que sostenía a pocos centímetros de la cara de Zoe y volvió a dejarla en la mesilla de noche.

—No podía dormir. No paro de pensar en nuestra situación.

Una rendija de luz se filtraba entre las cortinas. Zoe se levantó y las descorrió. Un espectacular claro de luna inundó la habitación. Se reflejaba en la nieve con un intenso resplandor. Proporcionaba una visibilidad perfecta.

—Sirve un coñac para los dos. Hablemos.

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