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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (21 page)

Dispuestas a ambos lados del hogar, había dos viejas butacas de cuero con macasares de encaje en los respaldos. Los macasares conservaban una sombra allí donde habían descansado las cabezas durante años. Casi le llegó el olor del sebo de los ocupantes de esas butacas.

Fotos enmarcadas de dos o tres generaciones pendían de la pared, viéndose claramente el contraste entre los pesados marcos de madera de los retratos tradicionales y las fotos más pequeñas en marcos de plástico y cromo con imágenes modernas y más descuidadas. Zoe pudo deducir las relaciones de parentesco, observando que las instantáneas en color de los años setenta —con la imagen mal fijada y descolorida por los líquidos fotoquímicos de la época— no podían competir con las modernas y vívidas fotos en color de unos niños.

Se le ocurrió que algunas de las personas de las fotos estaban muertas y otras vivas, y sin embargo se sintió igualmente separada de todas ellas.

Colgaba de la pared un reloj con el péndulo a la vista dentro de una vitrina, sus manecillas detenidas en las 8.50, que bien podía ser, calculó Zoe, la hora exacta del alud. Abrió la vitrina y balanceó el péndulo para reactivar el reloj. El péndulo osciló varias veces con una sucesión de tranquilizadores chasquidos, pero al final se detuvo. Zoe lo intentó de nuevo, pero el péndulo volvió a detenerse. Buscó una llave para dar cuerda al reloj. Por un momento eso le pareció importante, pero enseguida se rindió.

Pasó de esa sala al taller situado en un lado de la casa. Se percibía en el aire un agradable aroma a virutas de madera. Vio una ordenada hilera de herramientas de carpintero: cinceles, cepillos, sierras. De pronto descubrió en qué había estado trabajando el artesano.

Era un ataúd. La madera presentaba aún su aspecto natural: labrada y unida con precisión, bien cepillada pero sin enchapar, en espera de ser forrada por dentro, guarnecida de empuñaduras en el exterior y provista de una tapa. Zoe quedó fascinada y horrorizada. Se acercó al ataúd, casi temiendo que contuviera un cadáver embalsamado, pero estaba vacío.

Oyó entrar a alguien en la casa. Se volvió al instante, y allí estaba Jake, encuadrado en el umbral de la puerta, entre el taller y la sala. Su rostro quedaba oculto entre las sombras pero se le veían claramente los ojos, como suspendidos en el aire.

—Hacía ataúdes, a eso se dedicaba el hombre que vivía aquí. Ese era su oficio.

Jake echó un vistazo al interior del ataúd.

—Es más o menos de mi tamaño.

Levantó una pierna en ademán de subirse al banco de trabajo.

—¡No hagas eso!

Él no la escuchó. Se metió en el ataúd y se tendió.

—Yo me voy de aquí —dijo Zoe, y salió apresuradamente, dejando allí a Jake con su juego morboso.

Fuera, Zoe esperó junto a la lona con su carga de leña. Jake tardó en salir, pero ella se resistió a entrar a buscarlo. Finalmente él apareció y, sin mediar palabra, agarró un ángulo de la lona y empezó a tirar.

Zoe cogió otro ángulo de la lona.

—Eso no ha tenido gracia.

Jake dejó escapar un resoplido.

—Sí la ha tenido. La ha tenido y la tiene. Tiene gracia.

—No, no la tiene. Te crees gracioso y no lo eres.

—Pero sí tiene gracia. Tiene mucha gracia.

—No, no la tiene.

—Sí la tiene.

Y Jake soltó una sincera carcajada, para demostrarle lo gracioso que era; y el eco de su risa quedó flotando en el aire helado como un espectro cruel.

Zoe apretó los labios.

Cuando regresaron al hotel, descubrieron que la luz había vuelto. Pero al cabo de diez minutos se fue de nuevo.

—A veces hay que reírse —dijo Jake en la oscuridad—. ¿Te acuerdas de mi padre? Sencillamente hay que hacerlo: reírse, quiero decir.

13

La experiencia de Jake con la muerte había sido muy distinta de la de Zoe. Cuando llegó al hospital se encontró con que habían asignado a su padre una habitación individual al fondo de la sala. Su padre, Peter, estaba muy débil, pero logró levantar la cabeza de la almohada y guiñarle un ojo.

—Menos mal que has podido venir, Jake. Estos payasos no tienen ni puta idea de nada. Quiero un hombre armado en cada puerta. ¿Está claro?

—Ya nos hemos encargado de eso, papá. Está todo bajo control.

Peter dejó caer la cabeza de nuevo en la almohada.

—Joder, menos mal que has llegado, solo digo eso.

Jake jamás en la vida había oído a su padre soltar tacos. Lo había oído hablar en tono colérico, crítico, consternado y alguna que otra vez exaltado por efecto de un par de copas de coñac, pero nunca, ni en su infancia ni en su vida adulta, lo había oído pronunciar una sola palabra malsonante, jurar o siquiera blasfemar. Peter desaprobaba el lenguaje soez.

Y eso era un problema para Jake, porque durante su época en la universidad le cogió gusto a cierto cóctel de lo sagrado y lo profano. Los tacos y las blasfemias en toda regla. Le gustaba decir «me cago en la Virgen y todo su séquito», sin pararse a pensar quién formaba parte del séquito. Le gustaba decir «puto san Judas». Una vez, en casa de su padre, mientras apretaba los tornillos de una bisagra floja de la puerta de un armario, el destornillador resbaló y se cortó en la mano. Sin querer, gritó «me cago en los doce apóstoles y los cuatro evangelistas», cosa que incluso a él, ex catequista y en otro tiempo niño cantor, le pareció a la vez fuerte y sorprendente.

Su padre, que estaba detrás de él mirando, se limitó a pestañear y salió de la cocina.

Poco después Jake lo siguió y lo encontró en la sala de estar pasando la aspiradora por la moqueta. Tenía los labios apretados. Jake desenchufó la aspiradora y le enseñó a Peter la herida en la mano.

—¿Qué esperabas que dijera? ¿Alabado sea Jehová?

—Ni siquiera eso.

—¡Solo son palabras!

—Tener una bisagra floja en la puerta de un armario es menos desagradable que oír ese vocabulario.

—¡Papá, tú estuviste en la guerra! ¡En Operaciones Especiales! ¡Viste a hombres destripados! ¡Tienes que saber lo que es importante y lo que no!

Peter, del mismo modo que no incurría en el lenguaje soez, tampoco incurría en el lenguaje corporal. Era un maestro del autocontrol. Su única forma de expresar involuntariamente sorpresa, irritación o placer era mediante un acto reflejo que consistía en llevarse la mano a las gafas y sujetar el lado derecho de la montura entre el pulgar y el índice, como para multiplicar así los aumentos de las lentes. Eso hizo en ese momento.

—¿Nunca has pensado que esa podía ser la razón por la que no apruebo el lenguaje soez en esta casa?

Jake levantó las manos en un gesto de exasperación. Ni en esta casa, ni fuera de la casa, pensó. Cuando iba a ver a Peter, siempre tenía la sensación de que debería haber dejado los zapatos en la puerta: tarde o temprano, le hacía sentir que había entrado algo desagradable en la casa consigo.

Si Jake se quedaba tiempo suficiente, su padre a veces sacaba una botella de coñac del aparador y servía dos exiguas dosis en grandes y pesadas copas de coñac. Jake siempre había querido preguntar: ¿qué sentido tiene usar una copa tan grande para una cantidad tan pequeña? Tomar coñac con su padre era como recibir una invitación a tomar una copa en la casa del director del internado el día que dejabas la escuela. Te preguntaba por tus planes y fingía interés y escuchaba con un simulacro de sonrisa hasta que acababas.

Peter y la madre de Jake se habían divorciado cuando él tenía doce años; ella se había ido a vivir a Escocia. La diferencia de edad en la pareja —estimulante y atractiva para ella cuando lo conoció y se casó con él— fue toda una prueba en años posteriores. Al final ella sintió alivio por dejar atrás a un marido ya entrado en años. A Jake lo mandaron a un internado, cosa que Zoe nunca le permitía olvidar, y que en todo caso él tampoco habría podido olvidar.

Aquella vez, después del incidente del destornillador, se tomaron su coñac ritual y justo cuando Jake se disponía a dejar la copa y despedirse, Peter empezó a hablar sin tapujos del vocabulario malsonante.

—Sé que para tu generación es distinto, pero a mí me ofende. No me gusta cuando blasfemas, porque eso es ofensivo para mi fe; y no me gusta cuando maldices, porque representa una pérdida de valores.

—Ya, pero ¿qué valores, papá?

—Tú no lo entiendes. Hablar, conversar… es decir, el lenguaje… representa la expresión más ordenada, civilizada y racional de la naturaleza humana. Todas esas expresiones malsonantes llenan los vacíos en los que no se te ocurre nada que decir. Es lo contrario a ser racional y ordenado. Todo lo contrario. Es un intento de eliminar la conducta civilizada, la racionalidad y el orden.

—Ya. Lo que pasa es que yo no creo mucho en la racionalidad y el orden.

—¡Ah! ¿Crees que deberíamos rendirnos? ¿Dejar que todo se vaya por la cloaca?

—Ni mucho menos. Lo que quiero decir es que somos racionales parte del tiempo, pero no todo el tiempo. No tenemos ni idea de lo que hay por debajo de la racionalidad. El lenguaje soez, como tú lo llamas, es una manifestación de eso.

—¡Vaya! Veo que coincidimos en algo. Ese vocabulario es una llamada al inconsciente, a la muerte y a la inmundicia.

—¿No es eso lo que se esconde por debajo de todo?

Peter esbozó una mueca de desdén por detrás de su copa de coñac.

—Hijito, tú no tienes ni la menor idea de lo que es la muerte. Ni la menor idea. —De inmediato se reprendió—: Perdóname por llamarte «hijito», eso no es cosa de hombres.

—¿No es cosa de hombres? ¡Papá! ¡Relájate un poco! Oye, eso de los tacos no es más que una manera de desahogarse. Una válvula de escape.

—En eso no nos pondremos de acuerdo.

Jake se levantó. Había llegado la hora de marcharse. Siempre se estrechaban la mano, con firmeza y mirándose a los ojos: su padre le había enseñado que al estrechar una mano siempre había que mirar a los ojos. Jake había visto a Zoe y Archie abrazarse afectuosamente cuando se saludaban y despedían. Se había preguntado si la reticencia a los abrazos era propia de hombres, pero al cabo de un par de años Archie le ofrecía gustosamente un abrazo también a él. Peter y él, en cambio, se habían limitado siempre al firme apretón de manos, y no iban a empezar a abrazarse a esas alturas.

Así y todo, al ver a su padre en una cama de hospital, deseó abrazarlo. Ese padre que de pronto, inexplicablemente y contra toda una vida de contención, había empezado a decir tacos.

Peter levantó la cabeza de la almohada.

—Sabes que han alcanzado a Charlie, ¿no? El pobre capullo.

—¿Charlie?

—Lo hemos perdido. Me da pena. Un buen elemento para tenerlo al lado en un aprieto. ¿Has visto esa escarpa por donde hemos entrado?

—¿Escarpa?

—Dios mío, ya he pasado por esto muchas veces. Hay un saliente por encima de la cueva en la pared de roca, a gran altura. Si hay un solo hombre disponible, debe quedarse ahí apostado a todas horas. Justo ahí, joder.

—Papá…

—No pienso discutir, joder. No estamos en el ayuntamiento del puto pueblo. Tú obedece y punto. Tendré que decírselo a la puta mujer de Charlie cuando volvamos. Si es que volvemos. Y todo por un coño, hay que ver.

Jake había comprado uvas y agua de cebada con limón. Lo dejó todo en el aparador.

—¿Uvas? —dijo Peter—. ¿De dónde demonios has sacado eso en esta época del año?

—Del supermercado, papá.

Peter se llevó la mano a la cara para tocarse la montura de las lentes, pero las gafas estaban plegadas en el mismo aparador. Se disponía a decir algo cuando la enfermera de la sala, una monja, entró y descolgó el historial de la tablilla prendida al pie de la cama.

—Quiero a esas putas fuera de aquí, joder.

—Calma, calma, señor Bennett —dijo la hermana de la sala con firmeza—. A ver si nos moderamos un poco.

—Saca de aquí a esa fulana, Jake. ¿Sabes una cosa? Si las botas militares se hicieran con cuero de coño, no se gastarían nunca.

—Lo siento, lo siento mucho —se disculpó Jake—. ¿Podemos hablar un momento?

Jake salió de la habitación individual con la hermana y cerró la puerta.

—Oiga, nunca lo he oído hablar así.

La hermana era una mujer robusta de grandes ojos bovinos. Un rizo rubio blanquecino escapaba de la toca por encima de la frente.

—Uy, he oído cosas mucho peores, por el amor de Dios.

—¿En serio? ¡Yo no!

—En fin, usted ni se lo imagina.

—Es como si hubiera retrocedido en el tiempo. Vuelve a estar en la guerra. Es como si aún estuviera combatiendo. ¿Es por la medicación?

—En realidad no. Debido al cáncer de huesos, la materia ósea se disgrega y entra en el torrente sanguíneo. El calcio llega al cerebro. Su padre no siempre está así. La mayor parte del tiempo es un hombre adorable.

—Es un alivio saberlo. Oiga, tengo en la bolsa una botella de coñac y un vaso de papel. Sé que en principio está prohibido, pero… ¿pasa algo si él toma un poco?

—Yo no he visto nada.

—Gracias.

«Enfermeras y soldados —pensó Jake—. Lo ven todo y hacen como si no vieran nada.»

Peter había pertenecido al grupo de Operaciones Especiales durante la guerra. Como oficial en las fuerzas de élite del SAS, había comandado la Operación Pepino al otro lado de las líneas enemigas en las montañas del norte de Italia durante el invierno de 1944-1945. Treinta y dos hombres se habían lanzado en paracaídas a plena luz del día. Tenían órdenes de dejarse ver claramente y simular los movimientos de una compañía mucho más numerosa para distraer a las tropas enemigas que impedían el avance aliado. La operación fue un éxito, ya que los alemanes, cayendo en el engaño, desviaron hacia allí a miles de soldados.

Fue un crudo invierno, y se combatió cuerpo a cuerpo contra los camisas negras italianos y las tropas alemanas. Peter volvió con dieciocho de los treinta y dos hombres, o como él siempre decía: perdió catorce buenos hombres. Por alguna razón, ahora volvía a estar allí, en los montes nevados de Italia.

Jake regresó a la habitación. Su padre parecía haberse dormido. Jake sacó el coñac de la bolsa junto con dos vasos de papel y los dejó en el aparador. Luego se sentó en la silla de plástico al lado de la cama y, con las manos en las rodillas, miró a su padre mientras dormía.

Al cabo de cinco minutos Peter abrió los ojos y dijo:

—Deberías ponerte en contacto con tu tío Harold. Le presté un par de miles hace unos años. Deberías quedártelos tú. Yo no los necesito, pero deberías quedártelos tú.

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