La tierra silenciada (25 page)

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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

Cuando llegaron al tramo al descubierto, la bruma era lo bastante espesa para ocultarlos, y aunque ella no veía si los hombres continuaban allí apostados, presintió que estaban cerca. Con el cargamento de troncos, la lona pesaba lo suyo y avanzaron torpemente; pero la distancia era corta y al cabo de un par de minutos se hallaban ante la puerta trasera del hotel y entraban la carga en la cocina. Una vez dentro, Zoe cerró de un portazo y echó el cerrojo de seguridad.

—¿Dónde están? —preguntó Jake.

—Vigilando la parte delantera. Son tres, atentos a cualquier movimiento.

—Tengo que ir a hablar con ellos.

—¡Por favor, no lo hagas! ¡Por favor!

—Tengo que ir.

—¡No es necesario, Jake! ¡Podemos quedarnos aquí! ¡Aquí estamos a salvo! ¡Aquí no pasamos frío! ¡Tenemos comida suficiente! ¡No hay por qué hacer nada! Por favor, no vayas a hablar con ellos.

Sin hacer caso a sus ruegos, Jake salió de la cocina, atravesó el restaurante y llegó al vestíbulo; Zoe le tiró de la manga en todo momento. Jake se acercó a la chimenea y cogió el hacha del lugar donde había estado cortando la leña. Luego se encaminó hacia la puerta. Zoe, echando a correr, se le adelantó para interponerse entre él y las gruesas puertas de cristal del vestíbulo, llorando, suplicándole que no saliera.

—¿Es que no entiendes por qué debo ir a averiguar qué quieren? ¿Es que no lo entiendes? Escúchame: todo irá bien. Puedes quedarte aquí o puedes acompañarme, pero creo que deberías quedarte, y dentro de un par de minutos volveré y te diré qué quieren.

Con la mano en la boca, Zoe lo observó salir y adentrarse en la niebla, cada vez más espesa, empuñando el hacha y balanceándola junto al costado. Desapareció en la niebla.

Zoe se quedó detrás de las puertas de cristal, con la mirada fija en el punto en el que se perdía la visibilidad, contando los segundos. Esperó un minuto, quizá dos, pero de pronto no pudo soportarlo más, no pudo soportar quedarse allí mirando y esperando. Salió corriendo tras él, llamándolo, avanzando a través de la niebla, hasta que por fin lo vio, de pie e inmóvil, con el hacha todavía a un lado.

Se abalanzó hacia él.

—¿Dónde? —preguntó Jake—. ¿Dónde estaban?

—Aquí mismo. Te lo juro. Aquí mismo. Uno apoyado en ese peñasco. Otro con el pie en esa roca. ¡Mira! ¡Aquí tienes el resto de uno de sus cigarrillos! Todavía humea. ¡Están aquí, Jake, están aquí!

Zoe cogió la colilla humeante y se la enseñó. El tabaco residual brillaba tenuemente en el aire gélido y arremolinado.

—Bueno, quizá estaban aquí, pero ya no están.

Jake se colocó el hacha bajo el brazo y volvió a ahuecar las manos como un megáfono.

—¡Dejaos ver! —bramó hacia la niebla—. ¡Dejaos ver!

Pero su voz, sin timbre, no se propagó en la fría niebla y cayó como un peso muerto en la tierra. Volvió a sopesar la empuñadura del hacha y avanzó unos pasos. La brisa glacial le agitó el pelo y la niebla se movió.

—¡No te pierdas de vista! —exclamó Zoe.

Pero él avanzó unos metros hacia la izquierda, escrutando la niebla densa como el humo, sin encontrar nada, avanzando en diagonal hasta casi desaparecer, enroscándose la niebla en torno a él. Zoe se volvió para mirar el hotel. Un rostro apareció junto a ella, a unos centímetros de su mejilla. Una bufanda le cubría parcialmente la boca. Los ojos miraban desde unas profundas cuencas. El aliento de aquella boca semejante a una hendidura por encima de la bufanda quedó cuajado ante su mejilla.

Zoe gritó.

Volvió en sí frente a la chimenea del vestíbulo del hotel. Jake le sostenía la cabeza e intentaba darle de beber. El agua se le derramaba por la barbilla. Se incorporó y miró a derecha e izquierda, aún presa del miedo, lista para echar a correr.

—Te has desmayado —dijo Jake.

—He visto a uno.

—Has gritado y te has desmayado.

—¿Tú lo has visto?

—No.

—Estaba tan cerca que podía tocarme. Y yo podría haberlo tocado alargando el brazo.

—Ahí fuera no había nadie, cariño.

—Lo he visto.

—No sé qué has visto. Desde luego estabas muy asustada. Cuando estás asustada, puedes ver u oír cualquier cosa. Ahí no hay nadie. He mirado bien. No hay nadie.

Ella se estremeció. Le castañeteaban los dientes otra vez.

—Tienes frío. Voy a avivar el fuego.

Zoe se envolvió con el edredón y él le colocó otro sobre las rodillas. Ella tiritaba violentamente. Jake se puso manos a la obra de inmediato, separando con el hacha fragmentos de yesca asombrosamente finos y reuniéndolos todos entre las cenizas del fuego. Prendió las astillas delgadas y formó expertamente una pirámide con trozos mayores en torno a los troncos encendidos. Todo ardió deprisa. Pronto el fuego había cobrado intensidad y producía un agradable calor.

—¿No tienes frío, Jake?

Él no contestó. Siguió avivando el fuego.

Al cabo de un rato ella dejó de temblar. Dijo a Jake que tenía que ir al lavabo, pero en realidad sentía el abrumador deseo de verificar una vez más el estado de su embarazo. La aterrorizaba la posibilidad de que, con el sobresalto, su organismo hubiera podido perder el bebé. Había escondido su provisión de kits de la prueba del embarazo en distintos lugares del hotel. Tenía algunos detrás del mostrador de recepción, así que, envuelta en el albornoz, fue a coger uno y se lo llevó al cuarto de baño, donde echó el pestillo tras entrar.

Desenvolvió la tira, se bajó las bragas y, sosteniendo la tira bajo ella, orinó. Aguardó. Aparecieron dos rayas azules delgadas pero nítidas. Sabía que era pronto para averiguar si el desmayo y la caída debidos al sobresalto habían provocado la pérdida del bebé y que tendría que comprobarlo una y otra vez, pero de momento se quedó tranquila.

«Este bebé estará bien —se dijo—. Este bebé estará bien.»

Se deshizo de la tira, se subió las bragas y los vaqueros y fue a lavarse las manos. El grifo soltó un bufido dispéptico, pero no salió agua. Probó en otro lavabo, abriendo los dos grifos, sin mejor resultado. El suministro de agua se había interrumpido, o las cañerías se habían congelado. Oyó a través del grifo abierto el ruido de la burbuja de aire atrapada en los tubos. Acercó el oído a la boca del grifo. El aire en la tubería producía un sonido tan parecido a la música que Zoe tuvo que aguzar su capacidad auditiva para convencerse de que no era música lo que oía salir de los grifos. Y finalmente llegó a la conclusión de que no era una burbuja de aire, sino música, una leve música transportada a través de las tuberías. Era música orquestal, ascendente y descendente; y después volvió a ser solo el sonido de una burbuja de aire.

Abrió la puerta del baño y se topó con Jake.

—¡Uy!

—¿Estás bien? Has tardado mucho en salir.

—Sí, estoy perfectamente.

—¿Todo en orden?

—Sí. Todo.

Jake la miró de una manera extraña.

—Mejor será que vengas otra vez junto al fuego.

Jake la rodeó con el brazo e intentó transmitirle algo de calor mientras la llevaba de regreso a la chimenea. Le preparó allí una cama y avivó el fuego, quejándose de la rapidez con que se consumían los troncos y había que añadir más. Zoe se acurrucó tan cerca del fuego como pudo sin que el edredón se prendiera.

Le comentó que no había agua.

—Quizá se ha congelado.

—O los generadores del pueblo ya no bombean. No te preocupes. Beberemos vino tinto.

Jake ya estaba bebiendo vino. Por más que empinara el codo, no parecía emborracharse. Zoe tenía sus dudas al respecto. Antes lo acompañaba gustosamente al probar las mejores botellas, pero ahora se mostraba más cauta. Estaban ocurriendo muchas cosas anormales y quería conservar la cabeza clara. Además, debía pensar en el bebé, incluso en ese mundo.

Disimuló su inquietud. Mientras Jake permaneció a su lado, hizo el decidido esfuerzo de actuar con despreocupación; pero cuando él se fue unos minutos, quizá en busca de otra botella de vino, ella se puso en pie y se acercó a las puertas de cristal de la recepción para escudriñar en la niebla, en busca del menor movimiento.

Y lo vio. O si no movimiento, sí al menos oscuras siluetas grises. La niebla ondeó y se desplazó, y Zoe volvió a verlos. A los hombres. Pero ahora eran seis. Todos en el mismo sitio que antes. Todos con la mirada fija en el hotel, y fumando, fumando, fumando.

—Ven, deprisa —dijo a Jake cuando él regresó con una botella de excelente burdeos—. Pero que no te vean.

Jake, situándose detrás de ella, la abrazó y miró por encima de su hombro. Zoe señaló el difuso contorno de los seis hombres, todos ellos esperando como cuervos o como pacientes aves de presa, vigilando el hotel.

—¿Qué?

—Son seis. Ahora hay seis.

—¿Dónde?

—¡Tienes que verlos, Jake! ¡Tienes que ver sus siluetas en la niebla!

—No veo nada. ¿Adónde miras?

—¡Allí! ¡Y allí! ¡Y allí!

Jake escrutó la niebla con los ojos entornados. Movió la cabeza de manera casi imperceptible. Arrugó la frente.

—¡Jake, dime que ves seis siluetas grises! ¡Por allí!

Jake la obligó a volverse de cara a él.

—Creo que tienes alucinaciones.

—¡Mira! ¡Mira! ¡Eso no es una alucinación! Están todos fumando, y nos observan. Tú has visto las colillas, es de ahí de donde salen.

—He visto las colillas, cariño, pero no veo nada ni a nadie. Ahí no hay nada. Oye, si vas a quedarte más tranquila, saldré a comprobarlo.

—¡Ni se te ocurra salir!

—Vale, vale, cálmate. Nos quedaremos aquí.

Jake la acomodó junto al fuego otra vez, pero no por eso ella dejó de lanzar miradas por encima del hombro hacia la niebla… y las figuras grises que distinguía fuera. Jake se sentó con ella y, cogiéndole las manos frías, la observó para buscar en su rostro signos externos de angustia.

Al cabo de un rato Jake preguntó:

—¿Todavía nos salen dos rayas azules?

—¿Qué?

Él asintió con la cabeza.

—¿Lo sabes?

—Claro que lo sé.

Zoe exhaló un gran suspiro y se rodeó la cintura con los brazos.

—¿Creías que podías ocultarme ese secreto? —dijo Jake—. ¿En este lugar, donde no ocurre nada excepto lo que hacemos tú y yo? —Sonreía.

—¿No estás enfadado?

—Jamás. Solo esperaba a que me dijeras tú misma que llevas dentro a nuestro hijo. —La miró con unos ojos rebosantes de rabia y compasión y amor desesperado. Le cogió la mano y se la besó. Tardaron un rato en hablar.

—¿Cómo lo has sabido?

—Me parece que tienes más o menos un centenar de kits de esos escondidos solo en la habitación.

—Es verdad. Quizá quería que los encontrases. He estado haciéndome la prueba varias veces al día. A veces cada hora. Quiero que cambie el resultado, y a la vez no quiero que cambie. ¿Te habrías alegrado si hubiese pasado antes? ¿Antes de todo esto?

—Si pienso en cómo me siento ahora, sí. No habría cabido en mí de alegría.

—¿Y ahora?

—Como sabía que llevabas dentro a nuestro bebé, te he estado observando con atención. No me importa decirte que estaba preocupado.

—¿Por el niño?

—Sí. Y por la madre. Tú tienes frío; yo no. Tú tienes hambre; yo no. Tú te asustas por todo; yo no.

Zoe lanzó una ojeada involuntaria hacia las puertas de cristal.

—¿Quieres decir que no tienes miedo? ¿No te da miedo lo que hay ahí fuera?

Jake movió la cabeza en un gesto de negación, no.

—No puede ser verdad —repuso ella—. Te he visto coger el hacha cuando has salido.

—Ha sido para tu tranquilidad, no para la mía.

—¿Y por qué tú no tienes miedo, Jake? A mí este lugar me aterroriza. Quiero saber qué va a pasarnos, a nosotros y a nuestro hijo.

—No puedo explicarte por qué no tengo miedo. Solo sé que mi obligación es cuidar de ti.

—¿Qué va a pasarle a nuestro hijo? ¿Qué va a pasar?

Jake dejó escapar un suspiro. Era el suspiro de alguien que no tiene respuesta. Abrió la boca como para hablar, pero cambió de idea. Al cabo de un momento formó una O con los labios como si se dispusiera a intentarlo otra vez. Pero algo lo interrumpió. Sonó el teléfono móvil de Zoe.

Sonaba en el bolsillo de su chaqueta, que llevaba puesta bajo el edredón. Casi se lo arrancó del bolsillo.

Jake se lo cogió.

—Déjame contestar a mí.

Pulsó el botón correspondiente y se acercó el móvil al oído. Permaneció inexpresivo. No dijo nada. Finalmente cortó la comunicación y se lo devolvió a Zoe.

—¿Quién era? ¿Qué han dicho?

—Lo mismo que la otra vez.

—¿Decía
la zone
esa voz? ¿Eso decía? ¿La zona?

—No se distinguía bien, pero dudo mucho que dijera
la zone
. Decía
laissez sonner
, que significa «déjelo sonar».
Laissez sonner
. Luego se ha cortado.

—¿Quiere que lo deje sonar?

—Eso ha dicho.

—¿Por qué habría de decir eso?
Laissez sonner
. ¿Por qué habría de pedirte que lo dejes sonar?

—No tengo ni idea. —Jake consultó el nivel de batería—. No queda mucha carga, pero creo que hay que ponerlo en algún sitio, y si suena, dejarlo que suene sin más.

—¿Por qué?

—Porque eso es lo que él ha dicho.

—Pero ¿cómo sabes que eso es lo que más nos conviene? ¿Cómo sabes que no es alguien que pretende hacernos daño? Quizá contestando lo mantenemos alejado. ¿No te has parado a pensarlo?

—Nadie va a hacernos daño.

—Eso no puedes decirlo. ¡No lo sabes!

—Aquí donde estamos somos inaccesibles a cualquier daño.

Zoe se apretó el vientre con las manos.

—Ojalá pudiera creerlo. Pero no lo creo. ¿Quién nos telefonea? ¿Quiénes son esos hombres de ahí fuera?

—Tienes fiebre. Va, no te enfríes. —Echó otro par de troncos al fuego—. ¡Malditos troncos! ¡No duran ni cinco minutos!

Jake se levantó y puso el móvil de Zoe en el mostrador de recepción. Luego volvió a sentarse a su lado, y permanecieron atentos al teléfono, desde esa corta distancia, como si fuera a entrar en combustión, como unos fuegos artificiales de interior.

No sonó.

A Zoe le castañeteaban los dientes otra vez. Tenía fiebre, pero era una fiebre fría; le era imposible entrar en calor. Jake apiló edredones sobre ella y avivó el fuego, y Zoe, mientras él estaba de espaldas, miró hacia la ventana.

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