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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (24 page)

Jake volvió con una sartén grande y untada de aceite, platos, beicon, huevos y pan, y dispuso los troncos encendidos en forma de lecho para calentar la sartén.

—La cámara frigorífica está apagada. Deberíamos consumir este beicon ahora que aún podemos. Todo va a descomponerse y dentro de unos días tendremos que comer de latas.

Extendió unas lonchas en la sartén.

—¿Tienes hambre?

Ella fingió que sí.

—Es como ir de acampada —comentó él.

Ella lo observó atentamente mientras acercaba la sartén a las llamas y tuvo que contener las lágrimas.

Desayunaron en silencio, hasta que él dijo:

—Recuérdamelo, recuérdame el sabor del beicon.

—Bueno. Cuando te conocí, eras vegetariano.

—¿Ah, sí?

—Yo te convertí.

—¿De verdad?

—¿No te acuerdas de eso? ¿Lo dices en serio? ¡Tienes que acordarte!

Él pareció afligirse.

—Por lo visto, se me olvidan muchas cosas. Intento recordarlo, pero no lo encuentro en la memoria. Te oigo contar historias de cosas que hicimos juntos, y es como si me hablaras de otra persona.

—Hacía un par de meses que salíamos juntos. Habíamos pasado cuarenta y ocho horas en la cama en mi piso. Solo nos habíamos levantado de la cama para ir al baño. Fue asombroso. No podíamos despegarnos el uno del otro. Habíamos estado follando todo el día y toda la noche, y a la vez empinando el codo, sin comer nada. Hasta que dije: vale, ya está. Voy a comer un sándwich de beicon, y tú dijiste: imposible, soy vegetariano y tal. Yo contesté: lástima, tú mismo, y bajé a la cocina y me preparé un panecillo con beicon, que chorreaba grasa y salsa de tomate, y lo subí, y tú te quedaste mirándome mientras me lo comía, y cuando acabé dije: lástima que ahora no puedas besarme porque te llenarás la boca de grasa de beicon. Repugnante, dijiste, eso es repugnante, y me besaste. Y echaste atrás la cabeza y te relamiste y dijiste «Vale, ya está».

—¿Dije «Vale, ya está»?

—Dijiste «Vale, ya está. Esto pone fin a nueve años de vegetarianismo. ¿Puedes prepararme uno?». Y eso hice. Así fue.

—Debió de ser un beso de cuidado.

—Lo fue. Un beso carnal. Te encantó.

—¿Me convertiste a algo más?

—Eras abstemio.

—¡Me tomas el pelo!

—Sí, ahora sí. Es verdad que no te acuerdas de nada, ¿eh?

—Sí. No. No lo sé. Por lo que se ve, son muchas las cosas que he olvidado.

Zoe estaba muy preocupada por él, pero dijo:

—No importa. No importa, porque todo lo que oyes o ves o tocas o hueles está ligado a una historia, una historia que yo puedo contarte. Si dices «beicon», puedo contarte una historia. Si dices «nieve», puedo contarte una docena de historias distintas. Eso somos: una serie de historias que hemos compartido, que tenemos en común. Eso somos el uno para el otro.

Él la miró muy serio, con una honda expresión de amor y admiración en los ojos enrojecidos. De pronto se levantó.

—¿Adónde vas?

—Voy a buscar leña, para que no te enfríes. La que tenemos aquí no durará todo el día, y mucho menos toda la noche. Iré derecho hasta allí, cogeré los troncos y volveré derecho hasta aquí.

Se inclinó, la besó, y de repente se quedó inmóvil por un momento. Luego dio un paso atrás.

—¿Qué pasa?

—Tu sabor. Ha vuelto.

La besó otra vez y se irguió de inmediato. Agarró la lona por un ángulo e hizo rodar los pocos troncos que quedaban antes de enrollarla y metérsela bajo el brazo. A continuación salió por la puerta del vestíbulo y se adentró en la espesa niebla, flotando en torno a sus orejas pequeños copos de nieve.

Zoe echó unos cuantos troncos más al fuego y esperó. Se limitó a contemplar las llamas. Al cabo de un rato empezó a impacientarse. Tenía la sensación de que Jake tardaba demasiado. Llevó los platos del desayuno y la sartén a la cocina y los lavó. Cuando volvió al vestíbulo, estaba abarrotado de gente.

Eran los mismos de antes, pululando por el vestíbulo una vez más. Charlaban animadamente. Aquello estaba de bote en bote. Había gente en cola ante el mostrador de recepción, aguardando para registrarse. Las tres recepcionistas estaban de nuevo en pleno ajetreo, una al teléfono, otra pasando una tarjeta de crédito y la tercera, con la frente arrugada, esforzándose en oír lo que el director, el hombre del traje gris, intentaba decirle por encima del bullicio. La misma escena se reproducía con todo detalle.

Oyó el resoplido de los frenos neumáticos del autocar de lujo. Allí estaba el hombre que pasaba por su lado, guiñándole el ojo de manera insinuante. Allí estaba el olor a colonia.

Todo se repetía una vez más.

Zoe oyó que una mujer pronunciaba la palabra «alud» junto al mostrador de recepción. Alzó la vista y su mirada se cruzó con la del portero calvo, que le hacía señas con la mano, indicándole que cruzara el vestíbulo y se acercara a él.

—Madame
! —llamó—.
Madame
!

Pero Zoe estaba paralizada. Era incapaz de mover un solo músculo. La escena, representada ante ella por tercera vez, comenzó a adquirir un cariz amenazador. Pese a que la gente parecía relajada, a ella se le revolvían las tripas viendo su animación y el entusiasmo de sus conversaciones.

El portero, con su librea granate y gris, advirtió que era incapaz de moverse. La alentó con una sonrisa. Luego cogió un sobre marrón y lo sacudió ante ella.

Zoe negó con la cabeza.

El portero dijo algo a otro huésped y se encaminó hacia ella a través de la muchedumbre, sin dejar de agitar el sobre.

—No es para mí —dijo Zoe—. No es para mí.

—¡Pero
Madame
! —insistió el portero mientras se aproximaba a ella.

Zoe cerró los ojos.

Cuando los abrió otra vez, el portero había desaparecido, y todos los demás huéspedes que charlaban en el vestíbulo habían desaparecido, y también las tres recepcionistas, y las inglesas, y el autocar con todos los recién llegados. Todos se habían esfumado.

Zoe volvió a cerrar los ojos, en esta ocasión para contar hasta diez. Cuando los abrió, vio con alivio que el vestíbulo seguía vacío, seguía desierto. Fuera lo que fuese lo que se le mostraba en esa visión repetida, ella no lo quería. Exhaló un profundo suspiro y, todavía temblando por el sobresalto de la visión reiterada pero absolutamente real, se acercó a la ventana y escrutó el exterior. La niebla parecía disiparse, aunque solo un poco. Las ráfagas de nieve no eran ya tan violentas, pero la visibilidad aún era escasa.

Volvió a su sitio frente al fuego. Al cabo de un rato se levantó y regresó a la ventana. Miró, y fuera vio un leve movimiento.

Costaba ver más allá de veinte o treinta metros. La niebla se estaba desplazando, y la visibilidad se abría aquí y allá por unos instantes gracias al viento racheado. Pero alcanzó a ver una silueta gris lobuna, y de nuevo un movimiento que inducía a pensar que allí fuera había algo.

Aguzó la vista a través de la niebla, deseando que Jake regresara. En ese momento el viento sopló otra vez, y cuando se levantó la niebla, vio a los hombres.

Eran tres, en grupo, aunque uno estaba acuclillado, con el codo apoyado en la rodilla: la forma lobuna. Fumaba un cigarrillo y permanecía atento al hotel. Todos fumaban. La niebla los envolvió de nuevo, y Zoe vio avivarse el ascua de un cigarrillo cuando uno de ellos inhaló, y vio ascender los hilos de humo cuando los otros exhalaron. Todos fumaban y miraban el hotel. No a ella exactamente: no habían advertido su presencia. Los tres fumaban y observaban distintos puntos del hotel.

Agachó la cabeza. El corazón le latía como un pistón en el pecho y le faltaba el aliento. Se dejó caer lentamente en el suelo. Al cabo de un momento se serenó y, a rastras, se acercó a otra parte de la ventana donde había cortina. Desde allí pudo observar a los hombres por la rendija entre la cortina y la pared.

Pero apenas se movían, salvo para llevarse el cigarrillo a la boca y expulsar el humo. Uno tiró la colilla al suelo y la aplastó con el pie. Poco después sacó un paquete de tabaco y extrajo otro cigarrillo, y uno de sus compañeros le dio fuego. El tercer miembro del grupo permaneció en cuclillas vigilando el hotel, siempre vigilando.

Zoe pensó en Jake, allí fuera. Regresaría de un momento a otro con la leña. Lo verían. Lo verían volver con la leña.

Intentó aplacar los latidos de su corazón. «Piensa —se dijo—. Piensa.» Debía encontrar una manera de prevenirlo, debía encontrarla sin revelar su presencia al grupo de hombres, sin que se enteraran de que estaban escondidos en el hotel. Tenía que llegar hasta Jake y prevenirlo.

Una salida por la parte de atrás del hotel. Tenía que haber una salida trasera, aunque ella nunca la hubiera utilizado. Quizá una salida de incendios. O una puerta en la cocina: sí, eso era. En la cocina había visto una puerta. Jake había salido por allí a tirar la basura. Podía usar esa puerta y rodear el hotel por ese lado. Desde allí podría llegar a la calle. Eso era; eso era lo que tenía que hacer.

Se agachó y avanzó a rastras bajo las ventanas, pegada a la pared. En cuanto dejó atrás las ventanas, pudo levantarse y atravesar el restaurante con la certeza de que no la veían. Desde allí cruzó la puerta de vaivén de la cocina.

En la cocina hacía aún más frío. Cayó en la cuenta de que había dejado la chaqueta junto al fuego.

Decidió prescindir de la chaqueta. Avanzó por el suelo embaldosado de la cocina y encontró abierta la puerta de atrás. Una vez fuera, se abrió paso entre los cubos y los contenedores de basura. Desde allí podía recorrer sigilosamente la fachada lateral del hotel y llegar a la calle.

Pero ya a la altura de la calle vio que había un trecho de unos quince o veinte metros entre el hotel y el edificio situado diametralmente al hotel en la acera opuesta, y en ese tramo quedaría a la vista. Veía a los tres hombres, inmóviles, vigilando aún el hotel, fumando aún sus cigarrillos. Era demasiada distancia para salvarla corriendo sin que la vieran. La detectarían fácilmente al cruzar la calle.

Pero cuando arrimó la nariz a la pared, procurando evitar que la vieran y al mismo tiempo observar a los hombres, se produjo otro cambio en la niebla, y los hombres quedaron casi por completo ocultos. La niebla se desplazaba ante ellos como humo: tan pronto estaban allí como no estaban. Sabía que si la niebla la favorecía, podría cruzar la calle sin ser vista.

Aguardó la ocasión. Era enloquecedor. La niebla flotaba en el aire como un unicornio saltarín o una quimera, tapando a los hombres parcialmente, pero no del todo. Tan pronto se les veía las piernas, o las cabezas cubiertas, en función de los vaivenes de la niebla. Tenían una paciencia aterradora. Se limitaban a observar, esperar, fumar.

Por fin la niebla se cerró, a la vez que arreciaba la nevada por un instante, y Zoe agachó la cabeza y se echó a correr. Corrió por la nieve helada, resbaló, recuperó el equilibrio y siguió precipitadamente hasta el otro lado de la calle, donde los hombres ya no podían verla.

Jadeando, con el aliento condensado, apretó la espalda contra la pared. Desde allí se dirigió a toda prisa hacia la casa adonde Jake había ido en busca de leña. No tardó más de dos minutos. Cuando llegó a la pila de troncos ahora menguada, encontró la lona y los leños amontonados encima, pero no vio ni rastro de Jake.

De pronto temió que los hombres la vieran si abandonaban su puesto de vigilancia, así que entró en la casa con la esperanza de encontrar a Jake. Como la vez anterior, la puerta se abrió sin mayor problema y al otro lado apareció la oscura cocina. Una luz débil se reflejaba en el espejo antiguo situado encima de la repisa de la chimenea. La mirada se le fue hacia el taller del carpintero, con su ataúd disponible. Mientras avanzaba hacia el taller, se volvió repentinamente y vio a Jake. Estaba de espaldas a ella, con la mirada fija en la pared.

—¡Jake! Hay unos hombres.

Jake se dio la vuelta y se llevó un dedo a los labios, para hacerla callar. Luego miró de nuevo hacia la pared.

Ella se acercó a él sin pérdida de tiempo.

—Tres hombres.

—¿Estás segura? —Jake parecía en trance.

—¡Claro!

—Mira —dijo él, poco impresionado por la noticia—. Mira esas fotografías.

Zoe ahogó una exclamación.

—¿Cuánto hace? —preguntó Jake—. ¿Cuánto hace que estuvimos en esta casa?

—Fue… ayer. No. Espera, sí. Fue ayer.

—Tengo la sensación de que estuvimos aquí hace mucho tiempo. Hace semanas. Meses.

—¡No! Fue ayer.

Jake seguía contemplando las fotos enmarcadas. Allí donde Zoe recordaba las generaciones de familias representadas por retratos formales, en sepia, e instantáneas modernas y descoloridas, ahora no había ni una sola fotografía. Todas habían desaparecido de los marcos. Todos los marcos, tanto aquellos colgados en la pared como aquellos apoyados en las superficies planas, estaban vacíos. Sintió el aguijoneo del frío en la sangre. Sintió un hormigueo de calor en la piel.

—¡Los hombres, Jake! Hay unos hombres vigilando el hotel.

Jake no mostró el menor miedo.

—Vamos a hablar con ellos.

—¡No! ¡Debemos volver al hotel!

—De eso no estoy tan seguro. —Aún parecía aturdido. Casi arrastraba las palabras—. Si hay unos hombres, tengo que hablar con ellos.

Zoe lo abofeteó, con fuerza.

—No te lo permitiré. ¡No quiero ni oír hablar de eso! ¡Tú no vas a salir ahí fuera!

Jake la miró y sonrió. Luego acercó la mano ahuecada a la mejilla de ella, un tierno reflejo de la potente bofetada que ella le había propinado. Se volvió y salió, y ella lo siguió de cerca. Fuera, la niebla seguía tan espesa que la visibilidad se reducía a unos pocos metros. Jake cogió el ángulo de la lona cargada de troncos y empezó a tirar de ella de regreso al hotel.

—Déjala. No la necesitamos.

—Debemos evitar que pases frío —afirmó Jake, casi enajenado—. Debemos evitarlo.

—Podemos entrar por detrás. Por la puerta de la cocina. Si conseguimos cruzar la calle sin que nos vean, no nos pasará nada.

La niebla era densa, y Zoe rogó que fuera posible volver a la parte de atrás del hotel sin que aquellos hombres advirtieran su presencia. Era tal el ruido de la lona al deslizarse por la nieve que, pensó Zoe, los hombres por fuerza tenían que oírla. Agarró dos ángulos y pidió a Jake que la levantara por los otros dos para acarrearla en silencio.

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