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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (11 page)

Jake vertió el líquido ambarino en un par de vasos anchos y entregó uno a Zoe. Bebió un trago y olisqueó el licor.

—Quiero preguntarte una cosa —dijo Zoe—. Es algo que ya te pregunté ayer, pero quiero que te lo pienses bien antes de contestar.

—Adelante. —Jake tomó otro sorbo—. ¿Sabes qué? Este coñac no sabe a coñac.

—Te pregunté si creías que estábamos aquí atrapados o si esto es una liberación.

—Eso es según se mire.

—Exacto. No hay una única respuesta correcta, ¿verdad que no? Depende de cómo queramos verlo. Si preferimos pensar que estamos atrapados, nuestra situación es trágica. Si preferimos pensar que es una liberación, es todo lo contrario.

—¿Cómica?

—Lo cómico no es lo contrario de lo trágico.

—No.

—O sea, lo que quiero decir es que si optáramos por verlo desde un punto de vista positivo, casi podríamos disfrutar de momentos mágicos aquí. Tú y yo. Juntos y solos. Tenemos calor, cobijo, comida, el mejor vino, pistas maravillosas donde esquiar juntos. Es el paraíso si decidimos aceptarlo. Si decidimos llamarlo así.

—Supongo.

—¿Supones?

—Bueno, sí. Puede que tengas razón.

Zoe percibió el lado sombrío de sus palabras.

—Pero. Hay un pero, ¿eh que sí? Siempre hay un pero.

—No, tienes razón —convino Jake—. Podemos ser libres, los dos juntos, quedándonos aquí, jugando en la nieve como niños, con todas nuestras necesidades cubiertas.

—Pero. Dime el pero.

—De acuerdo. Es este. Aunque aquí no hay descomposición, aunque la carne permanece fresca y las velas no se consumen, el tiempo sí pasa a otro nivel. El sol se pone y sale. Dormimos, orinamos, hacemos de vientre. Hay energía, para mantener las luces encendidas, para impulsar el telesilla. Y el consumo de energía es un suceso. Y un suceso debe producirse en el transcurso del tiempo.

—No sé adónde quieres ir a parar.

—Lo he estado pensando. En todas nuestras visiones tradicionales de la muerte, siempre viene alguien a recogernos. Ya sabes, el tío Derek con su bata de cirujano te dice que vayas hacia la luz. El diablo te echa en una caldera. Caronte se te lleva en barca por la laguna Estigia. No puedo evitar la sensación de que alguien o algo… va a venir.

—¿Va a venir?

—Sí… va a venir. A recogernos.

Zoe se estremeció.

—Preferiría que no hubieras dicho eso.

Jake se acercó a la ventana y contempló la resplandeciente nieve iluminada por la luna.

—Yo también. También preferiría no haberlo dicho. Pero… ese es mi pero respecto a esto. Lo presiento. Presiento que algo va a venir.

—¡Tú no crees en nada de eso! ¡Caronte, el diablo, el tío Derek! Quizá esto sea la otra vida de un ateo. Tú eres ateo hasta la médula, como yo.

—Lo soy. Y no estoy renegando. Solo presiento que algo o alguien viene hacia aquí. —Apuró su vaso—. ¿A ti a qué te sabe este coñac?

Salieron a esquiar. Zoe dijo que ella había ido allí a esquiar y eso pensaba hacer, así que salieron. Propuso seguir la misma ruta por la que habían tratado de marcharse del pueblo después del alud. Jake sabía que ella pretendería atajar de nuevo por el bosque, para encontrar una salida, pero calló. Parecía resignado a dejarla intentarlo, como si ya supiera el resultado. Daba igual si lo intentaban o no.

El telesilla que ascendía por el lado sur del valle seguía en movimiento, tal como lo habían dejado. El motor emitía un leve zumbido y la maquinaria traqueteaba mientras las sillas vacías giraban con una sacudida al pie del remonte y reiniciaban el inútil ascenso; en el lado opuesto, las sillas regresaban en orden, con cierto aspecto de haber pasado a través del fuego, o a través de una guerra, o de haber sobrevivido a una experiencia amarga ante la que, a pesar de todo, permanecían estoicas e imperturbables. Aunque no eran más que sillas vacías, la repetición de esa trillada existencia a lo largo de los cables generaba una horrible sensación de sinsentido. Como si hubiesen tenido la oportunidad de aprender algo pero hubiesen fracasado.

Ocuparon juntos una silla. Jake rodeó a Zoe con el brazo. Ella se acurrucó contra él mientras se elevaban por encima de los árboles. Lo vio escudriñar la naturaleza blanca bajo ellos.

—¿Qué buscas? —preguntó.

—Huellas.

—¿Huellas de qué?

—De cualquier cosa viva. Un zorro. Una liebre. Una gamuza. Una marta. Cualquier cosa. Aunque solo sean huellas de pájaro. —Se inclinó hacia el otro lado de la silla, escrutando la nieve inmaculada entre los árboles—. No he visto un solo ser vivo desde el día del alud.

—Yo sí.

—Ya.

—Dos cuervos.

—¿Ah, sí?

—No he vuelto a verlos.

Zoe quedó en silencio, pensando en los cuervos. Solo se oía el zumbido del cable, y de pronto un tableteo al pasar la silla por encima de una pilona, seguido de un chacoloteo del propio cable semejante al batir de unas enormes alas de cuero. Luego volvió el silencio, apagándose todos los sonidos excepto el lamento del viento en los cables tensados.

—¿Eso qué significa? —preguntó ella.

—¿Qué?

—Los cuervos.

—No lo sé. No sé si significa algo. Solo eran dos cuervos. ¿Es que todo ha de tener un significado?

A eso no hubo respuesta, salvo el tableteo de la silla. En lo alto del remonte se apearon con facilidad. Jake se caló mejor el gorro y se ajustó las dragoneras a las muñecas.

—Es hermoso, francamente hermoso. Jake, ¿podemos…?

—Sí.

—¿Sí a qué? No sabes qué voy a preguntar.

—Hacia la mitad de la pista. Podemos desviarnos y entrar en el bosque. Intentarlo otra vez. Sí.

—El otro día esquié fatal por allí. Solo quiero ver si soy capaz de hacerlo mejor.

Jake sonrió.

—Esa es una buena razón. Esta vez estaremos un poco más relajados.

—Eso seguro. Pararemos en el mismo sitio.

Jake se impulsó y dejó que los esquís se deslizaran. La calidad de la nieve había cambiado. Aun era profunda e inmaculada, sin la preparación previa de las máquinas, pero el sol la había reblandecido y los esquís avanzaban un poco más despacio, con un silbido más sonoro.

Zoe iba detrás. El cielo era de un azul asombroso y a los lados de la nacarada pista, los alerces, los pinos y las píceas se entretejían para formar espectaculares paredes de terciopelo verde. Zoe sabía que dejarse llevar por los esquís era lo más cerca que se sentiría de volar.

«Estoy cayendo a través de los círculos del Paraíso.»

La nieve virgen se separaba ante las puntas flotantes de sus esquís. Ya muy abajo, se volvió y vio a Jake detrás de ella, que bajaba por la pista con su traje negro como un hermoso cuervo, trazando una leve curva, aumentando el giro solo cuando se acercó a Zoe para poder mantenerse a su lado.

—No sabía que te había adelantado —dijo ella.

—Estabas absorta en tu mundo.

—Así es. Por un momento he sido un pájaro. Y tú también.

—¿Seguimos ahora a través de los árboles?

—Sí, a través de los árboles.

En esta ocasión avanzaron de manera más eficaz, y allí donde no lo conseguían, se echaban a reír y sus risas unidas traspasaban los árboles silenciosos. Era un poco como reírse en la iglesia: si se veía con buenos o con malos ojos dependía del talante de tu Dios. Superaron las torrenteras saltando y circundaron los afloramientos de piedra, que asomaban como puños semienterrados o nudillos de gigantes. Se deslizaron entre los umbríos pinos y píceas, provocando lluvias de copos y nieve en polvo.

Era un trayecto difícil, pero esta vez lo recorrieron sin una sola caída hasta llegar a la misma vía de arrastre nevada. Sabían que los llevaría de vuelta a Saint-Bernard, así que, sin mediar palabra, siguieron descendiendo entre los árboles, solo para encontrar otro recodo de la carretera más abajo, y una cuneta escarpada que no pudieron atravesar. Rindiéndose de nuevo a lo inevitable, dejaron que los esquís los llevaran de regreso al pueblo por la vía de arrastre.

No se veía ni rastro de las huellas que habían dejado en su primer intento de abandonar el pueblo. La nieve lo había cubierto todo. Jake se detuvo dos veces en el camino para volverse a mirar atrás. Dijo que tenía la impresión de que había alguien o algo detrás de ellos, siguiéndolos. O tal vez eso era solo un deseo: que hubiese algo detrás de ellos.

No vieron nada. Sucumbieron a una especie de resignación.

Pusieron en marcha los telesillas y telearrastres de todo el pueblo, abriendo una red de pistas. El estado de la nieve era ideal. El cielo presentaba el color azul de una plegaria y el sol les permitió prescindir de las chaquetas.

—Estoy esquiando mejor que nunca —dijo Zoe.

—Yo también. ¿Quieres parar para comer?

—No tengo hambre.

—Yo tampoco, pero quiero parar en uno de esos restaurantes de montaña, encender un fuego y relajarnos delante de las llamas.

—¿Tienes frío?

—Qué va. Pero es lo que me apetece. Comemos cuando no tenemos hambre, bebemos cuando no tenemos sed, y quiero relajarme cuando no estoy cansado.

—Vale. Te reto a una carrera hasta La Chamade. —Zoe descendía ya en línea recta.

Zoe esperaba en la entrada del restaurante de montaña, ya sin los esquís, que sostenía en posición vertical.

—Mira que eres lento.

—No sé cómo te lo haces.

Había allí dos o tres pares de esquís abandonados, cubiertos de hielo y nieve, apoyados contra el soporte frente al restaurante revestido de troncos. Dejaron los esquís en el soporte junto a los otros y entraron. Las luces estaban encendidas en la cocina, pero no en el comedor. La Chamade tenía una gran chimenea de piedra, con un cesto de leña a punto. Jake fue a la parte de atrás en busca de yesca y cerillas y encendió rápidamente el fuego. Los troncos de pino crepitaron al prender.

Olfateó el humo.

—¿Hueles la leña de pino?

—Sí. O quizá la huelo ahora que tú lo has dicho.

—¿Recuerdas esa sensación? ¿Cuando entras de la nieve, quizá con los dedos de las manos y los pies doloridos por el frío, y te sientas cerca del fuego y empiezan a arderte las mejillas, y sientes el placer de entrar en calor, y cómo te reacciona la sangre?

Zoe se acercó sin brío a él y apoyó la cabeza en su hombro.

—La recuerdo. Empiezo a sentirla ahora.

—Esa es la cuestión, ¿no? Primero recordamos algo y después lo sentimos. Tú me describes la sensación, y yo la experimento. Pero no antes. No antes.

Zoe se echó a llorar.

—¿Dónde estamos? ¿Qué está pasando?

—Ven aquí. Ahora no llores. No tengo la respuesta. Solo sé una cosa: estar aquí solo, vivir esto sin nadie más, sería el infierno. En cambio, contigo aquí, puedo sobrellevarlo.

Ella lo abrazó y lo miró.

—No es infelicidad lo que siento. Es desconcierto, y no poco miedo.

—Pero ¿te das cuenta, Zoe? Debemos recordarnos las cosas mutuamente. Esta vida, sea lo que sea, la reconstruimos el uno para el otro.

—Creo que lo entiendo.

Jake fue al bar, cogió una botella de vino tinto y la descorchó. Volvió con la botella y dos copas, y llenó una para cada uno.

—Pruébalo. —Leyó la etiqueta—. Es un Albert Bichot Gevrey-Chambertin les Corvées de 2004, Borgoña, cosa que para mí no significa nada, así que no sé si es bueno o malo, si cuesta un ojo de la cara o si es barato. Estás sola. Dime qué te parece.

Ella primero metió la nariz en la copa, como una entendida. Luego lo cató, manteniendo el vino en la lengua por un momento antes de enjuagarse la boca con él. Pensó en azúcar y acidez y taninos, luego en fruta y especias y tierra. Finalmente lo tragó, preguntándose si de verdad le apetecía otro sorbo o no.

Jake la miró expectante con sus ojos aún enrojecidos.

—¿Quieres que te sea sincera? No me sabe a nada. Me es indiferente.

—Exacto. Como todo aquí. Pero y si te recuerdo lo bueno que es el vino tinto, que sabe quizá a cerezas, pero con especias, y un poco a madera, a roble, y que al beberlo se producen en tu paladar las más diversas tensiones, entre lo dulce y lo ácido, entre lo seco y lo líquido. Y que el sabor permanece, ligero pero agradable.

—¡Ahora sí que lo noto! —exclamó ella.

—¿Y no te viene también a la memoria la sotana roja del cardenal y la caldera del diablo?

—Estás diciendo chorradas. Aunque, ahora que lo dices…

—¿Pecado y redención? —preguntó Jake.

—¿Miel y fuego?

—Tendrás que servirme otra copa. ¿Todavía no te sabe a nada?

—No —respondió Zoe—, sabe a todo aquello que tú dices, eso sí. Eso sí, eso sí. ¿No te parece extraño?

—Aquí todo es extraño.

—No, me refiero a que solo sepa a algo después de hablar de ello. Y no tenía idea de que entendías tanto de vinos —comentó Zoe.

—Y no entiendo. Me lo he inventado. Al menos eso creo. La cuestión es que aquí podemos contar nuestra propia historia. La historia de lo que ocurre. No tenemos que dejar que otros nos cuenten la historia… ¿Has oído eso?

—Si he oído ¿qué?

Jake se puso de pie y se acercó rápidamente a la ventana.

—Te juro que he oído el ladrido de un perro.

—¿Un perro?

—Sí, un perro. He oído el ladrido. Con toda claridad, y un eco en la nieve.

Zoe se reunió con él junto a la ventana.

—Yo no he oído nada.

—No me lo he imaginado —insistió Jake.

—Yo no he dicho eso.

—Sé que no lo has dicho. Cuando digo que no lo he imaginado, hablo para mí.

—No veo nada ahí fuera —dijo Zoe.

—Había un perro. O al menos había un ladrido. Voy a salir a mirar.

Ella se encogió de hombros y lo dejó marchar. Se sentó junto al fuego y esperó. Tomó otro sorbo de sotana roja del cardenal. El fuego ardía en la chimenea sin crepitar: llamas limpias y anaranjadas, como dedos saliendo de debajo del contorno curvo del tronco, acunándolo, casi amorosamente, mientras se quemaba. Apartó la vista del fuego, miró por la ventana y vio a Jake avanzar con esfuerzo por la nieve.

Al cabo de un momento regresó.

—Nada —dijo, visiblemente deprimido.

—Bueno.

—Lo habría jurado.

—Bebe un poco más de vino —sugirió Zoe.

Vaciaron la botella. Ahora el vino sabía a muchas cosas maravillosas.

—Estaría bien —dijo él.

—¿Qué estaría bien?

—Si hubiera un perro.

Ella le cogió la mano.

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