La torre de la golondrina (36 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

A Geralt casi le aplastó un caballo con una gualdrapa ajedrezada. Galopaba sin jinete.

Sin vacilar, saltó sobre los matorrales hacia el lugar del que provenían unos gritos, unas maldiciones y unos golpes.

Tres bandidos habían tirado de la silla al caballero de la capa blanca y ahora intentaban asesinarlo. Uno, que estaba con las piernas abiertas, blandía un hacha, un segundo daba tajos con la espada, un tercero, pequeño y pelirrojo, saltaba a su alrededor como una liebre buscando la ocasión y un lugar no cubierto por la armadura para clavarle una lanza. El caído caballero gritaba algo ininteligible desde el interior de su casco y rechazaba los golpes con un escudo que sujetaba con ambas manos. Tras cada golpe del hacha, el escudo estaba cada vez más bajo, ya casi se apretaba contra el pecho. Estaba claro que uno o dos golpes más y las tripas del caballero fluirían a través de las grietas de la armadura.

En tres saltos, Geralt se encontró en mitad del torbellino, le sajó en la nuca al pelirrojo de la lanza, dio un amplio corte en la barriga al del hacha. El caballero, ágil pese a su armadura, le sacudió al tercer bandido en la rodilla con el escudo y cuando cayó le aporreó tres veces en la cara hasta que la sangre le salpicó la rodela. Se puso de rodillas, palpó entre los juncos en busca de su espada, zumbando como un enorme tábano de latón. De pronto vio a Geralt y se quedó inmóvil.

—¿En manos de quién me encuentro? —tronó desde lo profundo del casco.

—En manos de nadie. Éstos que aquí yacen son también mis enemigos.

—Ah... —El caballero intentó elevar la visera, pero la chapa estaba golpeada y el mecanismo se había bloqueado—. ¡Por mi honor! Gracias mil por vuestra ayuda.

—A vos. Al fin y al cabo fuisteis vos quien acudió en mi ayuda.

—¿De verdad? ¿Cuándo?

No ha visto nada, pensó Geralt. Ni siquiera me advirtió a través de los agujeritos de esa olla de acero.

—¿Cómo sois llamado? —preguntó el caballero.

—Geralt. De Rivia.

—¿Armas?

—No es hora, señor caballero, para la heráldica.

—Por mi honor, verdad decís, valiente gentilhombre Geralt. —El caballero encontró su espada, se levantó. Su escudo mellado —como la gualdrapa de su caballo— estaba cubierto por un diseño ajedrezado al sesgo de color amarillo y rojo, en cuyos campos se veían alternativamente las letras A y H.

—Éste no es el escudo de mi linaje —zumbó aclarándolo—. Son las iniciales de mi señora, la condesa Anna Henrietta. Yo me llamo el Caballero del Ajedrez. Soy caballero andante. No me está permitido revelar mi nombre ni mis atributos. Hice juramento de caballero. Por mi honor, de nuevo, gracias por la ayuda, caballero.

—Mío ha sido el placer.

Uno de los bandoleros caídos gimió e hizo susurrar las hojas. El Caballero del Ajedrez se acercó y con una potente puñalada lo clavó a la tierra. El bandido agitó las manos y los pies como una araña clavada a un alfiler.

—Aprestémonos —dijo el caballero—. Todavía merodean los malandrines por estos lares. ¡Por mi honor, no es hora de descansar!

—Cierto —reconoció Geralt—. Una banda deambula por el bosque, matando a peregrinos y druidas. Mis amigos están en peligro...

—Disculpad un momento.

Otro bandido daba señales de vida. También resultó clavado con brío y con sus pies extendidos hizo tal trenza que hasta se le cayeron las botas.

—Por mi honor. —El Caballero del Ajedrez se limpió la espada al musgo—. ¡Difícil les resulta a estos truhanes el separarse de la vida! No os ha de sorprender, oh caballero, que dé la puntilla a los heridos. Por mi honor, antes no lo hacía. Mas estos bellacos recobran la salud con tal prontitud, que el hombre honrado no puede más que envidiarlos. Desde que hubiera de medirme con un tunante tres veces seguidas, comencé a rematarlos cuidadosamente. De modo que fuera para siempre.

—Entiendo.

—Yo, como veis, soy un andante. ¡Mas mi honor no tiene mella! Oh, aquí está mi caballo. Ven aquí, Bucéfalo.

El bosque se hizo más espacioso y claro, comenzaron a dominar los grandes robles de coronas amplias, pero poco densas. El humor y el hedor de los incendios se sentía ya cerca. Y al poco, los vieron.

Ardían los tejados cubiertos de juncos de las cabañas de un poblado no muy grande. Ardían las lonas de unos carros. Entre los carros yacían cadáveres, muchos de ellos con blancas túnicas druídicas visibles desde lejos.

Los bandidos y los nilfgaardianos, dándose a sí mismos valor a base de aullidos y escondiéndose tras unos carros que empujaban delante de sí, atacaban una gran casa que se alzaba sobre pilotes. La casa estaba construida de sólidas vigas de madera y cubierta con tejas de madera dispuestas en pendiente, por las que resbalaban sin hacer daño las antorchas arrojadas por los bandidos. La casa sitiada se defendía y contraatacaba con éxito: ante los ojos de Geralt uno de los bandidos se asomó descuidadamente por fuera del carro y cayó, como tocado por un rayo, con una flecha en el cráneo.

—¡Vuestros amigos —alardeó de perspicacia el Caballero del Ajedrez— deben de estar en aquel edificio! ¡Por mi honor, en arduo asedio se encuentran! ¡Vayamos, aprestémonos a ayudarles!

Geralt escuchó unos chillones alaridos y unas órdenes, reconoció al bandolero Ruiseñor con la faz vendada. Vio también por un momento al medioelfo Schirrú, que se cubría tras los nilfgaardianos y sus capas negras.

De pronto bramaron los cuernos hasta que las hojas empezaron a caer de los robles. Tronaron los cascos de los alazanes guerreros, brillaron las armaduras y las espadas de caballeros cargando. Con un rugido, los bandoleros echaron a correr en diversas direcciones.

—¡Por mi honor! —mugió el Caballero del Ajedrez, espoleando a su caballo—. ¡Son mis camaradas! ¡Nos han alcanzado! ¡Al ataque, para que nos quede también algo de gloria! ¡Ataca, mata!

Galopando sobre Bucéfalo, el Caballero del Ajedrez cayó sobre los ladrones que se escabullían. Fue el primero, en un instante rajó a dos y al resto los espantó como un halcón espanta a los gorriones. Dos se volvieron en dirección a Geralt, que se acercaba. El brujo los eliminó en un abrir y cerrar de ojos.

El tercero le disparó con un gabriel.

El autodisparador en miniatura lo había diseñado y patentado un tal Gabriel, artesano de Verden. Lo anunciaba con el eslogan: «Defiéndete solo». Alrededor tuyo campan el bandidaje y la violencia, decía el anuncio. La ley es impotente y sin fuerza. ¡Defiéndete solo! No salgas de casa sin el auto-disparador manual de la marca Gabriel. Gabriel es tu ángel de la guarda, Gabriel os protege a ti y a los tuyos de los bandidos.

La venta alcanzó un verdadero récord. Al poco todos los bandidos llevaban un gabriel cuando asaltaban a alguien.

Geralt era un brujo, sabía evitar una flecha. Pero había olvidado el dolor de la rodilla. El quiebro se retrasó una pulgada, la punta en forma de hoja le tocó la oreja. El dolor le cegó, pero sólo un instante. El ladrón no tuvo tiempo de tensar el autodisparador y defenderse solo. Geralt, lleno de rabia, le cortó las manos y luego le sajó la tripas con un amplio corte de sihill.

No tuvo tiempo ni siquiera de limpiarse la sangre de la oreja y el cuello cuando ya le estaba atacando un tipo pequeño y vivo como una comadreja, de unos ojos que brillaban innaturalmente, armado con una curvada saberra zerrikana que hacía girar con una habilidad digna de admiración. Ya había parado dos tajos de Geralt, el noble metal de ambas hojas tintineaba y echaba chispas.

Comadreja era rápido y observador. Al momento advirtió que el brujo cojeaba, al momento comenzó a rodearle y a atacarle por el lado que le era más beneficioso. Era increíblemente rápido, la hoja afilada de la saberra aullaba en tajos ejecutados con el peligroso arte cruzado. Geralt evitaba los golpes con una dificultad cada vez mayor. Y cada vez cojeaba más, obligado como estaba a apoyar el peso sobre la pierna herida.

Comadreja se encogió de pronto, saltó, realizó un hábil giro y una finta, cortó por la oreja. Geralt lo paró al sesgo y le rechazó. El bandido giró ágil, ya se ponía en posición de lanzar un peligroso corte bajo, cuando de pronto desencajó los ojos, estornudó con fuerza y se le salieron los mocos, bajando al momento la guardia. El brujo le cortó rápido en el cuello, la hoja llegó hasta la columna vertebral.

—Venga, que alguien me diga —jadeó, mirando el cuerpo tembloroso— que el uso de los narcóticos no es perjudicial.

Un bandido que le atacaba con una maza alzada se tropezó y cayó con la nariz entre el fango, una flecha le salía de la ingle.

—¡Ya voy, brujo! —gritó Milva—. ¡Ya voy! ¡Aguanta!

Geralt se dio la vuelta, pero ya no había a quién rajar. Milva disparó al último ladrón que quedaba en los alrededores. El resto huyó al bosque, perseguidos por los multicolores caballeros. A algunos los perseguía el Caballero del Ajedrez. Los alcanzó, porque desde el bosque se oía cuan terrible era su acoso.

Uno de los nilfgaardianos negros, no del todo muerto, se alzó de pronto y se lanzó a la huida. Milva alzó y tensó su arco en un decir amén, aullaron los timones, el nilfgaardiano cayó sobre las hojas con una flecha de pluma gris entre las paletillas.

La arquera suspiró con fuerza.

—Nos cuelgarán —dijo.

—¿Ponqué dices eso?

—Esto es Nilfgaard. Y ya van para dos meses que mayormente yo echo abajo nilfgaardianos.

—Esto es Toussaint, no Nilfgaard. —Geralt se tocó un lado de la cabeza, sacó la mano llena de sangre—. Joder. ¿Qué pasa ahí? Míralo, Milva.

La arquera lo contempló con atención crítica.

—Sólo te ha arrancado la oreja —afirmó por fin—. No hay por qué preocuparse.

—Qué fácil es hablar para ti. A mí me gustaba mucho mi oreja. Ayúdame a vendarlo con algo porque me corre la sangre hasta el cuello. ¿Dónde están Jaskier y Angouléme?

—En la choza, con los peregrinos... Oh, mierda.

Retumbaron los cascos y tres jinetes surgieron de la niebla. Iban sobre alazanes de guerra, sus capas y estandartes se agitaban al viento. Antes de que sonara su grito de guerra, Geralt abrazó a Milva y la arrastró debajo de un carro. No había bromas con alguien que cargaba armado con una lanza de catorce pies y daba un alcance efectivo de diez pies por delante de la cabeza del caballo.

—¡Salid! —Los alazanes de los caballeros pateaban la tierra alrededor del carro—. ¡Tirad las armas y salid!

—Nos cuelgarán —murmuró Milva. Podía tener razón.

—¡Ja, tunantes! —gritó burlón uno de los caballeros, que llevaba un escudo con una cabeza de toro en sable sobre campo de plata—. ¡Ja, belitres! ¡Por mi honor que vais a colgar!

—¡Por mi honor! —le apoyó la juvenil voz de otro, con escudo celeste—. ¡Aquí mismo os vamos a despedazar!

—¡Pero bueno! ¡Quietos!

El Caballero del Ajedrez, montado sobre Bucéfalo, salió de entre la niebla. Había conseguido por fin alzarse la abollada visera, desde debajo de ella surgía ahora una abundante masa de pelos de bigote.

—¡Liberadles presto! —gritó—. Éstos no son malandrines, sino gente honrada y de bien. La moza se puso con valentía en defensa de los peregrinos. ¡Y este señor es un buen caballero!

—¿Un buen caballero? —Cabeza de Toro alzó la visera y miró a Geralt con incredulidad—. ¡Por mi honor! ¡No puede ser!

—¡Por mi honor! —El Caballero del Ajedrez se golpeó en la pechera con un guante acorazado—. ¡Puede ser, mi palabra empeño! Este tan bravío caballero me salvó de la opresión cuando los bellacos me tiraron al suelo. Nómbrase don Geralt de Rivia.

—¿Armas?

—No me está permitido revelarlas —bufó el brujo—. Ni el nombre verdadero, ni los atributos. Hice el juramento de caballero. Soy el andante Geralt.

—¡Oooh! —gritó de pronto una voz descarada y bien conocida—. ¡Mirad lo que nos ha traído el gato! ¡Ja, abuelilla, ya te dije que el brujo nos iba a venir en socorro!

—¡Y en el momento justo! —gritó, Jaskier, acercándose junto con Angouléme y un grupillo de peregrinos, el laúd en una mano y en la otra su inseparable tubo—. Ni un segundo demasiado pronto. Tienes sentido de lo dramático, Geralt. ¡Debieras escribir obras para el teatro!

De pronto se quedó callado. Cabeza de Toro se inclinó en su silla, los ojos le brillaban.

—¿Vizconde Julián?

—¿Barón de Peyrac-Peyran?

Otros dos caballeros salieron de entre los robles. Uno, con un casco de olía adornado con un cisne blanco de alas abiertas de acertado parecido, conducía a dos prisioneros de un lazo. Otro caballero, andante pero práctico, preparaba unas sogas y miraba en busca de unas buenas ramas.

—Ni Ruiseñor ni Schirrú. —Angouléme advirtió la mirada del brujo—. Una pena.

—Una pena —reconoció Geralt—. Pero intentaremos arreglarlo. Señor caballero...

Pero Cabeza de Toro —o mejor dicho, el barón de Peyrac-Peyran— no le prestaba atención. No veía, parecía, más que a Jaskier.

—Por mi honor —dijo arrastrando las palabras—. ¡No me engaña la vista! Es el vizconde don Julián en carne y hueso. ¡Ja! ¡Cómo se va a alegrar nuestra señora la condesa!

—¿Quién es ese vizconde Julián? —se interesó el brujo.

—Yo soy —dijo Jaskier a media voz—. No te mezcles en esto, Geralt.

—Cómo se va a alegrar doña Anarietta —repitió el barón de Peyrac-Peyran—. ¡Ja, por mi honor! Os vamos a llevar a todos al castillo de Beauclair. ¡Nada de excusas, vizconde, no prestaré mi oído a excusa alguna!

—Unos cuantos de los desertores han huido. —Geralt se permitió un tono bastante frío—. Propongo capturarlos primero. Luego pensaremos qué hacer con un día que comenzara tan interesante. ¿Qué le decís a eso, señor barón?

—Por mi honor —dijo Cabeza de Toro— que de todo ello no saldrá nada. Es imposible perseguirlos. Los criminales huyeron al otro lado del río, y nosotros no debemos plantar al otro lado ni siquiera la punta de un casco del caballo. Aquella parte del bosque de Myrkvid es un santuario intocable, y en el espíritu de los tratados firmados con los druidas por nuestra amada condesa Anna Henrietta, piadosa señora de Toussaint...

—¡Los bandoleros han huido allí, joder! —le interrumpió Geralt, enfureciéndose—. ¡En ese santuario intocable se dedicarán a matar! Y vos me venís con no sé qué tratados...

—¡Hemos dado palabra de caballero! —El barón de Peyrac-Peyran, como resultó, parecía más digno de llevar una cabeza de carnero que de toro—. ¡No está permitido! ¡Los tratados! ¡Ni un pie en el terreno de los druidas!

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