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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (49 page)

—No se sabe —siguió por fin Asa Thjazi— cuántos consiguieron saltar antes de que aquella diabólica nube se tragara al
Alción.
Pero de los que no saltaron, ninguno sobrevivió. Y nosotros, aunque no ahorramos tiempo ni esfuerzo, no conseguimos más que pescar dos cadáveres. Dos cuerpos, llevados por el agua. Sólo dos.

—¿La hechicera —preguntó el yarl con un tono de voz levemente distinto— no estaba entre ellos?

—No.

Crach an Craite guardó silencio largo tiempo. El sol se ocultó por completo detrás de Spikeroog.

—Desapareció el viejo Guthlaf, hijo de Sven —habló de nuevo Asa Thjazi—. Seguro que hasta el último hueso lo han devorado ya los cangrejos del fondo del Sedna... Desapareció completamente la maga... Yarl, la gente comienza a decir... que todo esto es por su culpa... El castigo por su crimen...

—¡Tontas habladurías!

—Murió —murmuró Asa— en el Abismo de Sedna. En el mismo sitio que entonces Pavetta y Duny... Una coincidencia...

—No fue una coincidencia —dijo convencido Crach an Craite—. Ni entonces ni ahora; con toda seguridad, no fue una coincidencia.

Capítulo décimo

Es esencial que el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran entre las leyes de la naturaleza y su existencia es útil al plan general, tanto como la prosperidad de quien lo aplasta. Ésta es la verdad que debe sofocar el remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del malhechor. Que no se coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se le ocurran: la voz de la naturaleza sólo le sugiere esta idea, el único modo posible con que ella nos convierte en agentes de sus leyes. Cuando sus inspiraciones secretas nos predisponen al mal, es porque el mal le es necesario.

Donatien Alphonse Francois de Sade

 

El estampido y el chirrido de las puertas primero abiertas y luego cerradas de la celda despertaron a la más joven de las hermanas Scarra. La mayor estaba sentada a la mesa, ocupada en rascar unas gachas pegadas al fondo de una escudilla de estaño.

—¿Y cómo te ha ido en el juicio, Kenna?

Joanna Selborne, llamada Kenna, no dijo nada. Se sentó en el camastro, apoyó los codos en las rodillas y la frente en las manos.

Scarra la Joven bostezó, eructo y se peyó ruidosamente. LeCoq, acurrucado en el camastro de enfrente, murmuró algo ininteligible y volvió la cabeza. Estaba enfadado con Kenna, con las hermanas y con todo el mundo.

En las prisiones normales todavía se dividía tradicionalmente a los arrestados según su sexo. En las ciudadelas militares era distinto. Ya el emperador Fergus var Emreis, confirmando en un decreto la igualdad de derechos de las mujeres en el ejército imperial, ordenó que, si emancipación, pues emancipación, la igualdad debía ser igual en todos lados y en todos los aspectos, sin ninguna excepción, ni especiales privilegios para ninguno de los sexos. Desde aquel momento, en las fortalezas y ciudadelas los prisioneros cumplían su condena en celdas coeducacionales.

—¿Y qué entonces? —repitió Scarra la Mayor—. ¿Te sueltan?

—¡Seguro! —dijo Kenna con amargura, todavía con la cabeza apoyada en las manos—. Antoavía voy a tener suerte si no me cuelgan. ¡Joder! He declarado toda la verdad, sin ocultar ni miaja, bueno, casi nada, se entiende. Y ese hijoputa comenzó a machacarme, hízome primero quedar como una tonta ante todos, luego arresultó que soy persona sin credibilidad y elemento criminal y al mismito final va y me sale con participación en conspiración dirigida a derrocar.

—Derrocar. —Scarra la Mayor, haciendo como si lo entendiera, meneó la cabeza—. Aah, si se trata de derrocar... La has cagao, Kenna.

—Como si no lo supiera.

Scarra la Joven se estiró, bostezó de nuevo, con la boca más abierta y haciendo más ruido que un leopardo, saltó del camastro de arriba, de una enérgica patada quitó de en medio el estorbo del taburete de LeCoq, escupió al suelo junto al taburete. LeCoq gruñó, pero no se atrevió a más.

LeCoq estaba mortalmente enfadado con Kenna. Y tenía miedo de las hermanas.

Cuando hacía tres días le instalaron a Kenna en la celda, pronto resultó que LeCoq tenía sus propias ideas en lo tocante a la emancipación y la igualdad de la mujer. En mitad de la noche le echó a Kenna una manta sobre la parte superior del cuerpo con intenciones de servirse de la parte inferior, lo que seguramente hubiera conseguido si no hubiera sido por el hecho de que dio con una empática. Kenna se le metió en el cerebro de tal forma que LeCoq aulló como un lobisome y se arrastró por la celda como si le hubiera picado una tarántula. Kenna, por su parte y por pura venganza, le obligó telepáticamente a ponerse a cuatro patas y a golpear con la cabeza en la puerta cubierta de chapa de la celda. Cuando, alarmados por el terrible ruido, los guardianes abrieron la puerta, LeCoq le dio un embate a uno de ellos, por lo que recibió cinco golpes de palo y otros tantos puntapiés. Recapitulando, LeCoq no saboreó aquella noche los placeres con los que contaba. Y se enfadó con Kenna. Ni siquiera se atrevió a pensar en la revancha, porque al día siguiente les pusieron en la celda a las hermanas Scarra. De modo que el bello sexo estaba en mayoría y, para colmo pronto se vio que las opiniones de las hermanas acerca de la igualdad eran parecidas a las de LeCoq, sólo que completamente al revés en lo que se refería a los roles adjudicados a los sexos. Scarra la Joven miraba al hombre con ojos de rapaz y emitía comentarios inequívocos, mientras que la Mayor se carcajeaba y se frotaba las manos. El efecto fue que LeCoq dormía con su taburete, con el cual, en caso necesario, preveía defender su honor. Pero escasas eran sus posibilidades y perspectivas: ambas Scarra habían servido en el ejército de línea y eran veteranas de muchas batallas, no se rendirían ante un taburete; si querían violar, violaban, incluso si el hombre estaba armado con un hacha. Kenna, sin embargo, estaba segura de que las hermanas sólo bromeaban. Bueno, casi segura.

Las hermanas Scarra estaban en la trena por haber pegado a un oficial, mientras que en el asunto del guardamangier LeCoq había una investigación relacionada con un chanchullo de robo de botín de guerra que era ya grande y famoso y que iba alcanzando cada vez círculos más altos.

—La has cagao, Kenna —repitió Scarra la Mayor—. Entonces te has metió en una buena maraña. O más bien te han metió. ¡Y por el diablo diablero, que no te anteraras a tiempo que andabas embrollá en un pastel político!

—Bah.

Scarra la miró sin saber muy bien cómo había de entender la afirmación monosilábica. Kenna evitó su mirada.

No os voy a contar a vosotras lo que silenciara ante los jueces, pensó. El que sabía en qué juego me estaba metiendo. Ni eso, ni la forma en que me enterara.

—Mordiste más de lo que podías tragar —afirmó sabia la más joven de las Scarra, la menos desarrollada, la que (Kenna estaba segura) no había entendido ni jota de lo que se trataba.

—¿Y qué pasó con la princesa ésa de Cintra? —no se resignó Scarra la Mayor—. Al cabo la echastis mano, ¿no?

—La echamos mano. Si se puede decir así. ¿Qué día es hoy?

—El ventidós de septiembre. Mañana es el equinoccio.

—Ja. Ved cuán raro es el decurso del azar. Entonces mañana se cumplirá el año desde aquellos hechos... Un año ya...

Kenna se tumbó en el camastro, con las manos unidas detrás del cuello. Las hermanas callaban, con la esperanza de que aquello fuera la introducción para una historia.

Nada de eso, hermanillas, pensó Kenna, mirando las guarrerías escritas y las todavía mayores guarrerías dibujadas en la tabla del camastro de arriba. No habrá ninguna historia. Ni siquiera es porque ese apestoso LeCoq me apesta a mí a chota de mierda o a otro testigo de la corona. Simplemente no quiero hablar de ello. No quiero recordarlo.

Lo que pasó hace un año... después de que Bonhart se nos escapara en Claremont.

Llegamos allí dos días demasiado tarde, recordó, el rastro ya se había enfriado. Nadie sabía adonde había ido el cazador de recompensas. Nadie, excepto el mercader Houvenaghel, se entiende. Pero Houvenaghel no quiso hablar con Skellen, ni siquiera le dejó entrar en su casa. Le transmitió mediante el servicio que no tenía tiempo y no concedía audiencia. Antillo se enrabietó y se inflamó, pero, ¿qué iba a hacer? Aquello era Ebbing, no tenía allí jurisdicción. Y de otro —nuestro— modo no se podía agarrar a Houvenaghel, porque él tenía en Claremont un ejército privado y no se podía empezar una guerra...

Bóreas Mun rastreó, Dacre Silifant y Ola Harsheim intentaron el soborno, Til Echrade, la magia élfica, yo sentí y leí pensamientos, pero no sirvió de mucho. Nos enteramos solamente de que Bonhart se fue de la ciudad por la puerta del sur. Y de que antes de que se fuera...

En Claremont había un santuario pequeñito, de madera de alerce... Junto a la puerta del sur, frente a una placita con mercado. Antes de irse de Claremont, Bonhart, en aquella plaza, delante del santuario, torturó a Falka con un látigo. Ante los ojos de todos, incluyendo de los sacerdotes del santuario. Gritó que le demostraría quién era su señor y amo. Que esto se lo enseñaría con un palo, como quisiera, y si lo quisiera, la golpearía hasta la muerte, porque nadie tomaría parte por ella, nadie la ayudaría, ni los hombres ni los dioses.

Scarra la Joven miraba por la ventana, colgaba agarrada a las rejas. La Mayor comía gachas de la escudilla. LeCoq tomó el taburete, se tumbó y se cubrió con la manta.

Se escuchó la campana del cuerpo de guardia, los centinelas se gritaron en la muralla.

Kenna se dio la vuelta, el rostro hacia la pared.

Algunos días después, nos encontramos, pensó. Yo y Bonhart. Cara a cara. Miré a sus inhumanos ojos de pez: sólo pensaba en una cosa, en cómo golpear a esa muchacha. Y le eché un vistazo a sus pensamientos... Sólo por un momento. Y fue como meter la cabeza en un tumba abierta...

Esto sucedió en el equinoccio.

Y el día anterior, el veintidós de septiembre, me di cuenta de que se había metido entre nosotros un invisiblero.

Stefan Skellen, coronel imperial, escuchaba sin interrumpir. Pero Kenna vio cómo se le transformaba el rostro.

—Repite, Selborne —pronunció arrastrando las sílabas—. Repite porque no creo a mis propios oídos.

—Cuidado, señor coronel —murmuró—. Haced como que os enfadáis... Como si yo petición alguna tuviera y vos no quisierais permitirla... En apariencia, se entiende. Yo no me equivoco, segura estoy. Dos días ha que un invisiblero nos ronda. Un espía invisible.

Antillo, había que reconocérselo, era listo; lo pilló al vuelo.

—No, Selborne, no lo concedo —dijo en voz alta, pero evitando exageraciones actorales tanto en el tono como en los gestos—. La disciplina ata a todos. No hay excepciones. ¡No concedo mi permiso!

—Pídoos al menos que escucharéis, señor coronel. —Kenna no tenía el talento de Antillo, no escapaba a la artificialidad, pero en la escena que estaban interpretando cierta artificialidad y confusión habrían sido aceptables—. Pídoos al menos escuchar...

—Habla, Selborne. ¡Pero corto y conciso!

—Nos espía desde hace dos días —murmuró, fingiendo que explicaba sus razones con humildad—. Desde Claremont. Ha de ir secretamente tras nos, se acerca en los vivaques, invisible, andurrea entre la gente, escucha.

—Escucha, el puto espía. —Skellen no tenía que fingir enfado ni severidad, su voz vibraba de rabia—. ¿Cómo lo descubriste?

—Cuando antenoche dierais junto a la posada las órdenes al señor Silifant, un gato que al punto andaba durmiendo en un poyo siseó y puso las orejas. Raro se me hiciera aquello, puesto que no había nadie en aqueste lado.... Y luego sentí algo, como un pensamiento, ajena voluntad. Cuando alredor nomás hay pensamientos de los nuestros, normales, un pensamiento ajeno es entonces para mí, señor coronel, como si alguien gritara a lo loco... Principié a estar atenta, fuerte, doblemente, y lo sentí.

—¿Lo puedes sentir siempre?

—No. No siempre. Ha de tener alguna protección mágica. No más lo siento de muy cerca, y esto no de continuo. Por esto hay que guardar la apariencia, puesto que no se sabe si justamente anduviera por acá.

—No lo espantemos —Antillo arrastró las sílabas—. No lo espantemos... Yo lo quiero vivo, Selborne. ¿Qué propones?

—Lo vamos a hacer crepés.

—¿Crepés?

—Más bajito, señor coronel.

—Pero... Ah, no importa. De acuerdo. Te dejo mano libre.

—Mañana hacer que tomemos cuartelillo en alguna aldea. Yo apañaré el resto. Y ahora, para las apariencias, gritarme severamente y yo me iré.

—No sé cómo gritaros —le sonrió con los ojos y guiñó levemente, tomando de inmediato gesto de caudillo severo—. Porque estoy satisfecho de vos, doña Joanna.

Dijo «doña». Doña Joanna. Como a un oficial.

Hizo de nuevo un guiño.

—¡No! —dijo, y agitó la mano, interpretando estupendamente su papel—. ¡Petición rechazada! ¡Idos!

—A la orden, señor coronel.

Al día siguiente, por la tarde, Skellen arregló que se quedaran en una aldea junto al río Lete. La aldea era rica, rodeada por una empalizada, se entraba en ella por una elegante puerta giratoria de tablones nuevos de pino. La aldea se llamaba Licornio. Y tomaba este nombre de una pequeña capilla de piedra en la que había un muñeco de paja que representaba a un unicornio.

Recuerdo, dijo para sí Kenna, cómo nos burlamos de aquel diosecillo de paja, y el alcalde, con un gesto serio, aclaró que el santo licornio que protegía la ciudad había sido, hacía años, de oro, luego de plata, luego de cobre, luego hubo algunas versiones de hueso y de maderas nobles. Pero todos habían sido robados y saqueados. Sólo desde que el licornio era de paja había tranquilidad.

Extendimos el campamento en la aldea. Skellen, como estaba convenido, ocupó la sala del concejo.

Al cabo de menos de una hora hicimos del espía invisible un crepé. De una forma clásica, de manual.

—Por favor, acercaos —ordenó en voz alta Antillo—. Por favor, acercaos y echadle un vistazo a este documento... ¿Ahora? ¿Están ya todos? Que no tenga que explicarlo dos veces.

Ola Harsheim, que estaba precisamente bebiendo crema agria algo diluida con leche cortada en un cubo de ordeñar, se limpió los labios de los chorrillos de la crema, soltó el vaso, miró a su alrededor, contó. Dacre Silifant, Bert Brigden, Neratin Ceka, Til Echrade, Joanna Selborne...

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