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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (3 page)

Pero Raistlin apenas conocía los poderes del Orbe de los Dragones. No estaba seguro de que el orbe pudiera salvar a los demás, así que se salvó a sí mismo. Y al otro. Ese otro que siempre estaba con él, que seguía con él mientras se abría camino por las calles de Palanthas. Antes, aquel «otro» era un susurro en la cabeza de Raistlin, una voz desconocida, misteriosa y capaz de volver loco a cualquiera. Pero el misterio ya estaba resuelto. Raistlin ya podía poner una cara horrenda a aquella voz carente de cuerpo, dar un nombre a aquel que le hablaba.

—Tu decisión fue la más lógica, joven mago
—dijo Fistandantilus, y añadió con desprecio—:
Tu gemelo está muerto. ¡Ya era hora! Caramon te hacía más débil, te hacía de menos. Ahora que te has librado de él, llegarás lejos. Yo me encargaré de eso.

—¡Tú no te encargarás de nada! —le contradijo Raistlin.

—¿Perdón? —preguntó un hombre que pasaba por allí, deteniéndose—. ¿Decíais algo, señor?

Raistlin respondió algo entre dientes y, sin hacer caso a la mirada ofendida del desconocido, siguió caminando. Se había visto obligado a escuchar aquella voz fastidiosa durante toda la mañana. Incluso le pareció ver que aquel espectro chupa almas, con la túnica negra del archimago, le seguía los pasos. Raistlin se preguntó con amargura si el trato que había hecho con el maligno hechicero realmente había valido la pena.

—Sin mí, habrías muerto durante la Prueba en la Torre de Wayreth
—dijo Fistandantilus—.
Saliste muy bien parado con nuestro trato. Un poco de tu vida a cambio de mi sabiduría y mi poder.

A Raistlin no le asustaba la idea de morir. Pero sí lo atormentaba la idea de fracasar. Ésa era la verdadera razón por la que había hecho el trato con el viejo. Raistlin no habría podido soportar el fracaso. No habría podido aguantar la compasión de su hermano o la certeza de que dependería de su gemelo más fuerte durante el resto de su vida.

Sólo pensar que un hechicero muerto le chupaba la vida como puede chuparse el jugo de un melocotón le provocó un ataque de tos. Raistlin siempre había sido enfermizo y delicado, pero el acuerdo al que había llegado con Fistandantilus —por el cual el espíritu del archimago seguía con vida en el plano oscuro de su atormentada existencia a cambio de la huida de Raistlin— se había cobrado su parte. Parecía que siempre tuviera los pulmones rellenos de lana. Se asfixiaba. Le sobrevenían unos ataques de tos que le doblaban por la mitad, justo como le estaba pasando en ese momento.

Tuvo que detenerse y apoyarse en un edificio. Luego, se limpió la sangre de los labios con la manga gris de la túnica robada. Se sentía más débil que de costumbre. La magia del Orbe de los Dragones que había utilizado para viajar de un continente a otro le había cansado más de lo que había previsto. Cuando había llegado a Palanthas cuatro días antes, estaba más muerto que vivo. Era tal su debilidad que se había desplomado en la escalera de la Gran Biblioteca. Los monjes se habían apiadado de él y lo habían llevado adentro. Más o menos se había recuperado, pero todavía no estaba bien. Nunca estaría bien..., hasta que rompiera aquel acuerdo.

Por lo visto Fistandantilus pensaba que el alma de Raistlin sería su recompensa. El archimago iba a sufrir una decepción. El alma de Raistlin era suya, no se la iba a entregar sin más a Fistandantilus.

Raistlin opinaba que el archimago había salido bien parado del trato que habían hecho en la torre. Al fin y al cabo, Fistandantilus estaba alimentándose de parte de la vitalidad de Raistlin para seguir aferrado a su miserable existencia. Raistlin consideraba que ambos estaban en paz. Había llegado el momento de poner fin a aquel acuerdo. El único inconveniente era que Raistlin no daba con la forma de hacerlo sin que Fistandantilus se enterara y lo detuviera. El viejo siempre andaba merodeando, escuchando a escondidas los pensamientos de Raistlin. Tenía que existir una manera de atrancar la puerta y cerrar las ventanas de su mente.

Al fin, Raistlin se recuperó y pudo reanudar su camino. Siguió recorriendo las calles, siguiendo las indicaciones que le daba la gente que se encontraba, y no tardó en dejar atrás el centro de la Ciudad Vieja y, con ella, la muchedumbre. Se adentró en los barrios obreros de la ciudad, donde las calles recibían el nombre de sus comercios. Pasó por la Avenida de los Ferreteros y la Ringlera de los Carniceros, por el mercado de Caballos y la callejuela de los Orfebres, de camino a la calle donde los mercaderes de lana ejercían su oficio. Estaba buscando un local en concreto, cuando miró callejón abajo y vio un letrero con los símbolos de las tres lunas: una luna roja, una plateada y una negra. Era una tienda de hechicería.

El comercio era pequeño, apenas un hueco en la pared. Raistlin se sorprendió de que hubiera una tienda así, ya fuera grande o pequeña. Le parecía inconcebible que alguien se hubiese molestado en abrir una tienda de objetos relacionados con la magia en una ciudad donde se despreciaba a aquellos que la practicaban. Sólo sabía de un hechicero que residiera en la ciudad y se trataba de Justarius, jefe de la misma orden a la que pertenecía Raistlin, los Túnicas Rojas. Raistlin suponía que habría alguno más. Nunca se había parado a pensarlo.

Sus pasos se fueron haciendo más lentos. Quizá la tienda de hechicería tuviera lo que estaba buscando. Sería caro. No podría permitírselo. No tenía más que una pequeña suma de piezas de acero, que durante meses había tenido que reunir y guardar celosamente. Necesitaba reservar ese dinero para pagar el alojamiento y la comida en Neraka, que era su destino, cuando ya se hubiera recuperado y hubiese terminado sus asuntos en Palanthas.

Por otra parte, el dueño de la tienda tendría que informar al Cónclave, el organismo que velaba por el cumplimiento de las leyes de la magia, de la compra de Raistlin. El Cónclave no lo detendría, pero lo convocarían en Wayreth y le instarían a que se explicase. Raistlin no tenía tiempo para todo eso. En esos momentos estaban pasando cosas cruciales que cambiarían el mundo. El final estaba a punto de llegar. No faltaba mucho para que la Reina Oscura celebrara su victoria. Y en los planes de Raistlin no estaba quedarse en la esquina de una calle vitoreándola, mientras ella desfilaba con paso triunfal. En sus planes, él mismo lideraba la comitiva.

Raistlin pasó de largo por delante de la tienda de hechicería y por fin llegó al lugar que estaba buscando. Pensó que habría podido encontrarlo guiándose únicamente por el hedor, mientras se tapaba la nariz y la boca con la manga. El negocio estaba en un patio grande, lleno de pilas de troncos para alimentar las hogueras. El humo se mezclaba con el vapor que salía de las calderas y de las enormes cubas, de las que emanaba una pestilencia provocada por los distintos ingredientes que allí se utilizaban, algunos de los cuales no eran precisamente muy agradables.

Agarrando su hatillo, Raistlin entró en un edificio pequeño que había cerca de donde hombres y mujeres cargaban aquellos troncos y removían el interior de aquellas cubas con unas palas grandes de madera. Un empleado escribía números en un libro voluminoso, sentado en una banqueta. Otro hombre, sentado en otra banqueta, repasaba unas listas interminables. Ninguno de los dos prestó atención a Raistlin.

Raistlin esperó un momento y después carraspeó, lo que hizo que el hombre que estudiaba las listas levantara la mirada. Al ver a Raistlin esperando en la entrada, el hombre se levantó y se acercó a averiguar en qué podía servir a uno de los respetados Estetas.

—Tengo que teñir una tela —dijo Raistlin, alargando la túnica roja.

La capucha le tapaba el rostro, pero no podía esconder las manos. Por suerte, el edificio estaba en penumbras y Raistlin tenía la esperanza de que el hombre no se percatara del color dorado de su piel.

El tintorero estudió el color, acariciando el tejido con la mano.

—Una buena lana —declaró—. Nada excepcional, es verdad, pero no está mal y puede aprovecharse. No tiene por qué coger mal el tinte. ¿Qué color querríais, reverenciado señor?

Raistlin estaba a punto de responder, pero lo interrumpió un ataque de tos tan fuerte que se tambaleó y tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta. Echó de menos el brazo fuerte de su hermano, que siempre había estado a su lado para sostenerlo.

El tintorero miró a Raistlin y retrocedió un poco, alarmado.

—No será contagioso, ¿verdad, señor?

—Negro —dijo Raistlin sin aliento, ignorando la última pregunta.

—Perdón, ¿cómo habéis dicho? —preguntó el tintorero—. Es difícil oír con todo este jaleo.

Hizo un gesto hacia el patio que estaba detrás de él, donde las mujeres que removían las telas de las cubas intercambiaban mordaces comentarios con los hombres que alimentaban el fuego, todo ello a gritos.

—Negro —repitió Raistlin, alzando la voz. Normalmente hablaba bajo. Gritar le irritaba la garganta.

El tintorero enarcó una ceja. Los Estetas que servían a Astinus en la Gran Biblioteca vestían túnicas grises.

—No es para mí —añadió Raistlin—. Vengo de parte de un amigo.

—Entiendo —repuso el tintorero. Lanzó una mirada inquisitiva a Raistlin, quien no se dio cuenta, presa de un nuevo ataque de tos.

—Tenemos tres tipos de tinte negro —explicó el tintorero—. El más barato se hace con cromo, alumbre, arcilla roja, palo de Campeche y
baphia nítida.
Se obtiene un buen negro, pero no muy duradero. El color se va perdiendo con los lavados. El siguiente tinte contiene sándalo, sulfato de hierro y palo de Campeche. Es de mejor calidad que el primero que he mencionado, aunque después de un período largo de tiempo, el negro adquiere una tonalidad verdosa. El mejor tinte es el de índigo y sándalo. Se consigue un negro intenso que nunca se destiñe, da igual las veces que se lave el tejido. Evidentemente, este último es el más caro.

—¿Cuánto? —preguntó Raistlin.

Al oír el precio que dijo el tintorero, Raistlin hizo una mueca. Aquello mermaría considerablemente el número de monedas que guardaba en una bolsa de piel, escondida en un armarito protegido por un hechizo en la celda que le habían asignado en la Gran Librería. Debería encargar el tinte más barato. Pero entonces se imaginó a sí mismo presentándose ante los poderosos y ricos Túnicas Negras de Neraka y se avergonzó al verse entre ellos con una túnica negra que no era exactamente negra, sino que tenía cierta «tonalidad verdosa».

—El índigo —decidió, y entregó su túnica roja.

—Muy bien, reverenciado señor —repuso el tintorero—. ¿Podríais decirme vuestro nombre?

—Bertrem —respondió Raistlin con una sonrisa que quedó oculta bajo la sombra de su capucha. Bertrem era el nombre del sufrido, y siempre hostil, ayudante principal de Astinus.

El tintorero tomó nota.

—¿Cuándo puedo volver a recogerlo? —quiso saber Raistlin—. Tengo..., es decir, mi amigo tiene prisa.

—Pasado mañana.

—¿Antes no puede ser? —preguntó Raistlin, decepcionado.

El tintorero negó con la cabeza.

—No, a no ser que vuestro amigo quiera ir dejando un reguero negro por las calles.

Raistlin asintió con un gesto brusco y se dispuso a marcharse. En el mismo momento en que Raistlin se daba la vuelta, el tintorero dijo algo a su ayudante y éste salió apresuradamente del edificio. Raistlin lo vio bajar la calle con prisas, pero estaba agotado por la caminata y medio ahogado por los humos asfixiantes, así que no le prestó atención.

* * *

La Gran Librería se alzaba en la Ciudad Vieja. Ya había llegado la Vigilia Alta, cuando las tiendas solían cerrar para comer y las multitudes tomaban las calles. El ruido era tan ensordecedor que Raistlin creía que iba a perforarle los oídos. El largo paseo le había exigido un esfuerzo tal que cada poco tenía que detenerse para descansar. Cuando por fin vio ante sí las columnas de mármol y el grandioso pórtico de la biblioteca, estaba tan débil que no creía que pudiera cruzar la calle sin desplomarse.

Raistlin se dejó caer sobre un banco de piedra que no estaba muy lejos de la Gran Biblioteca. La larga noche del invierno tocaba a su fin. El amanecer de la primavera se acercaba sigiloso. El sol intenso lo envolvía en su calidez. Raistlin cerró los ojos. La cabeza se le cayó sobre el pecho y se quedó dormitando bajo el sol.

Volvía a estar a bordo del barco, con el Orbe de los Dragones en la mano y mirando a su hermano, a Tanis y al resto de sus amigos...

... utilizando mi magia. Y la magia del Orbe de los Dragones. Es de lo más sencillo, aunque seguramente esté fuera del alcance de vuestras pusilánimes mentes. Ahora tengo el poder de unir la energía de mi cuerpo físico y la energía de mi espíritu en una sola fuerza. Me convertiré en pura energía... en luz, si preferís pensarlo de esa manera. Y al convertirme en luz, puedo viajar a través de los cielos como los rayos del sol y regresar al mundo físico donde y cuando yo decida.

—¿El orbe puede hacer eso con todos nosotros? —preguntó Tanis.

—No lo voy a comprobar. Sé que yo puedo escapar. Los demás no son asunto mío. Tú los metiste en esta trampa mortal, semielfo. Tú tendrás que sacarlos.

—No harás daño a tu hermano. Caramon, ¡detenlo!

—Díselo, Caramon. La última Prueba de la Alta Hechicería fue contra mí mismo. Y fracasé. Lo maté. Yo maté a mi hermano...

—¡Aja! ¡Sabía que te encontraría aquí, retaco de kender!

Raistlin se estremeció entre sueños.

«Esa es la voz de Flint y eso no está nada bien —pensó Raistlin—. Flint no está aquí. No he visto a Flint desde hace mucho tiempo, desde hace meses, desde la caída de Tarsis.» Raistlin volvió a hundirse en su sueño.

—No intentes detenerme, Tanis. Maté a Caramon una vez, ya sabes. Mejor dicho, era una ilusión para enseñarme a luchar contra la oscuridad de mi interior. Pero llegaron demasiado tarde. Yo ya me había entregado a la oscuridad.

—¡Te digo que lo he visto!

Raistlin se despertó sobresaltado. También conocía aquella voz.

Tasslehoff Burrfoot estaba bastante cerca de él. Raistlin sólo tenía que levantarse del banco, dar unos pasos y, alargando la mano, ya podría tocarlo. Flint Fireforge estaba junto al kender y, aunque los dos daban la espalda a Raistlin, éste podía imaginarse perfectamente la expresión de desesperación del viejo enano intentando discutir con un kender. Raistlin ya había visto más de una vez esa barba temblorosa y esas mejillas encendidas.

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