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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (28 page)

—¿No sé el qué? —preguntó Raistlin con aspereza.

—Tu hermano no murió. Caramon sobrevivió, al igual que Tanis y esa camarera pelirroja cuyo nombre nunca logro recordar, lo mismo que esa otra mujer del bastón de cristal azul y el bruto de su marido.

—¡Es imposible! —exclamó Raistlin.

—Te lo prometo —contestó Kitiara—. Ayer estaban todos en Kalaman. Y según mis espías, allí se reunieron con Flint, Tas y esa elfa Laurana. Tú también la conocías, creo.

Kit siguió hablando sobre Laurana, pero Raistlin no estaba escuchándola. Menos mal que la capucha le tapaba el rostro, pues todo le daba vueltas y bailaba ante sus ojos como si fuera un vulgar borracho. Había estado tan seguro de que Caramon estaba muerto... Se había convencido a sí mismo, repitiéndoselo una y otra vez, todas las mañanas, todas las noches... Cerró los ojos para que la habitación dejara de darle vueltas y se agarró a los reposabrazos de la silla para mantener el equilibrio.

«¿Qué me importa que Caramon esté vivo o muerto? —se preguntó Raistlin, apretando los dedos sobre la madera—. Para mí, es lo mismo.»

Pero no lo era. En lo más profundo de su ser, una parte de sí mismo débil y que siempre había despreciado, una parte que siempre había tratado de eliminar, sentía ganas de llorar.

Kitiara estaba mirándolo, esperando que le respondiera a algo que Raistlin ni siquiera había oído.

—No sabía que mi hermano estuviera vivo —dijo Raistlin, luchando consigo mismo para mantener su emociones a raya—. Es raro que estuviera en Kalaman. Esa ciudad queda al otro extremo del mundo desde Flotsam. ¿Cómo llegó allí nuestro hermano?

—No pregunté. No era el momento ni el lugar para celebrar una reunión familiar —repuso Kitiara, riéndose—. Estaba demasiado ocupada diciendo al populacho lo que tendría que hacer para rescatar a su Áureo General.

—¿Quién es ése? —preguntó Raistlin.

—Laurana, la elfa.

—Ah, sí —repuso Raistlin—. Cuando estaba en Palanthas oí que los caballeros la habían elegido. Parece que fue una decisión acertada. Ha estado cosechando victorias.

—Pura chiripa —dijo Kitiara, enojada—. Ya he puesto fin a sus victorias. Ahora es mi prisionera.

—Y ¿qué piensas hacer con ella?

Kitiara se quedó en silencio.

—Pienso utilizarla para hacerme con la Corona del Poder —dijo al fin—. Les dije a los habitantes de Kalaman que si querían recuperarla, debían entregar a Berem, el Hombre Eterno.

Raistlin empezaba a entenderlo todo. Recordó al hombre al timón del barco. El hombre que había dirigido la embarcación hacia el Mar Sangriento. Un viejo de mirada joven.

—Berem está con Tanis, ¿verdad?

Kit lo miró, sorprendida.

—¿Cómo lo has sabido?

Raistlin se encogió de hombros.

—Sólo ha sido una corazonada. ¿Crees que Tanis intercambiará a Berem por Laurana?

—Estoy segura —dijo Kitiara—. Y yo intercambiaré a Berem por la corona.

—Así que ése es tu plan secreto. ¿Dónde están ahora Tanis y mi hermano?

—Intentando encontrar la forma de rescatar a la elfa. Mis espías les seguían la pista, pero los perdieron, aunque encontraron a alguien que recordaba a un kender parecido a Tasslehoff y que andaba preguntando cómo llegar a un lugar llamado La Morada de los Dioses.

—Morada de los Dioses... —repitió Raistlin con aire pensativo.

—¿Has oído hablar de ese sitio?

Raistlin negó con la cabeza.

—Me temo que no.

Pero claro que había oído hablar de él. La Morada de los Dioses era un lugar sagrado, dedicado a los dioses. No estaba dispuesto a compartir esa información con su hermana. El conocimiento era poder. Se preguntó por qué Tanis, su hermano y los demás se dirigirían allí.

—Se dice que se encuentra en algún lugar cerca de Neraka, en las montañas Khalkist —prosiguió Kit—. Tengo patrullas en su busca. No tardarán en encontrarlos y Tanis me conducirá hasta Berem.

—¿Por qué es tan importante ese hombre? —quiso saber Raistlin—. ¿Por qué anda medio ejército en su busca? ¿Qué hace que sea tan valioso como la Corona del Poder?

—No necesitas saberlo.

—Si quieres mi ayuda, sí necesito saberlo.

—Mi hermanito es un cabrón que siempre piensa en sí mismo. —Kitiara le dedicó una sonrisa—. Pero así fue como te eduqué. Te contaré una historia.

Acercó una silla y se sentó. Como sólo había dos sillas en la habitación, Iolanthe se acomodó en la cama, con las piernas cruzadas.

»
Esta historia va a parecerte muy interesante —dijo Kitiara, esbozando una sonrisa maliciosa—. Es sobre dos hermanos, y uno de ellos mata al otro.

Si esperaba alguna reacción por parte de Raistlin, Kitiara debió de sentirse decepcionada. El hechicero permaneció inmóvil en su silla, esperando.

»
Según la leyenda, ese hombre llamado Berem y su hermana iban caminando y se encontraron con una columna caída, cubierta de piedras preciosas, unas gemas únicas. Los dos hermanos eran pobres y el hombre, Berem, decidió robar una esmeralda. Su hermana quiso impedírselo y, resumiendo, él le dio un golpe en la cabeza.

—La hermana se cayó y se golpeó la cabeza con una piedra —la corrigió Iolanthe.

Kitiara hizo un gesto con la mano.

—Da igual. Lo que importa es que Berem terminó maldito por los dioses y con la esmeralda incrustada en el pecho. Desde entonces, vaga por el mundo, intentando escapar de su culpa. Mientras tanto, su hermana lo perdonó y su bondadoso espíritu entró en la piedra. Cuando Takhisis quiso entrar en el mundo por ella, no pudo. Su entrada estaba cerrada.

Raistlin se habría mostrado escéptico ante una historia tan difícil de creer, a no ser porque había visto con sus propios ojos la esmeralda incrustada en el pecho de Berem.

«No me equivocaba —pensó el hechicero—. Takhisis no puede entrar en el mundo con todo su poder. Mejor. Si no, esta guerra habría terminado antes de empezar.»

—La columna caída es la Piedra Angular del Templo de Istar —aclaró Iolanthe—. Takhisis la encontró y la llevó a Neraka para construir su templo alrededor. Busca a Berem para destruirlo, pues si se une a su hermana, la puerta del Abismo se cerrará.

—¿Y qué se espera de mí en toda esta historia? —preguntó Raistlin—. ¿Por qué involucrarme en algo así? Parece que vosotras ya habéis pensado en todo.

Kitiara miró a Iolanthe con los ojos sombreados por largas pestañas. Esa mirada no iba dirigida a ella en realidad. Con esa mirada intentaba decir a Raistlin «Tú y yo hablaremos sobre este tema en privado». Kitiara cambió de tema.

—¿Tienes mucha prisa por marcharte? Hace años que no te veo. Dime, ¿qué piensas de esa elfa?

—Kitiara —dijo Iolanthe en tono de advertencia—, las paredes tienen oídos. Eso incluye las paredes chamuscadas.

Kit no le hizo caso.

—Todo el mundo pone su belleza por las nubes. Es tan pálida como un pan empapado en leche. Pero cuando yo la vi fue en la Torre del Sumo Sacerdote, justo después de la batalla. No estaba en su mejor momento.

—Kitiara, tenemos asuntos más importantes de los que... —empezó a decir Iolanthe, pero Kit le hizo callar.

—¿Que piensas de ella? —insistió Kit.

¿Qué pensaba Raistlin sobre Laurana? Que era la única belleza que quedaba para él en el mundo. Ni siquiera la maldición que le nublaba la vista, por la cual veía todas las cosas viejas, marchitas y sin vida, había logrado alterar esto. Los elfos eran muy longevos y la edad trataba con delicadeza a la doncella elfa. Los años no hacían más que realzar su belleza, si es que eso era posible.

Laurana se sentía un poco intimidada ante su presencia, un poco asustada. Sin embargo, había confiado en él. Raistlin no sabía por qué, pero parecía que ella veía algo en él invisible para los demás, algo que ni siquiera él lograba descubrir. La había amado... No, amar no era la palabra, la había ansiado, como un hombre acosado por la sed y perdido en el desierto ansia un sorbo de agua fresca.

—Ella es todo lo que tú eres, hermana, y todo lo que no eres —contestó Raistlin en voz baja.

Su hermana se echó a reír, satisfecha. Se lo tomó como un cumplido.

—Kitiara, tengo que hablar contigo —dijo Iolanthe, al límite de su paciencia—. En privado.

—Quizá yo pueda terminar de escribir la carta por ti —sugirió Raistlin.

Kitiara le hizo un gesto y ella se acercó a la ventana. Allí, Iolanthe y ella juntaron las cabezas y empezaron a hablar con tonos apagados.

Raistlin se sentó. Dejó el Bastón de Mago al alcance de la mano. Con la mente en otra parte, empezó a copiar mecánicamente las palabras escritas en el papel emborronado y lleno de tachones en una hoja en limpio. Escribía con suavidad y destreza, con una letra mucho más legible que la de Kit.

Mientras trabajaba, se apartó disimuladamente la capucha para intentar oír lo que hablaban las dos mujeres. Sólo entendió algunas palabras, pero las suficientes para hacerse una idea general del tema que trataban.

—... Ariakas sospecha de ti... Por eso mandó a tu hermano... Tenemos que pensar en algo que decirle...

Raistlin siguió con la carta. Concentrado en la conversación ajena, apenas había prestado atención a las palabras que estaba escribiendo, hasta que un nombre se iluminó y dejó el resto de la hoja sumido en la oscuridad.

«Laurana.» Las órdenes trataban sobre ella.

Raistlin se olvidó por completo de Kit e Iolanthe. Todo su ser se concentró en la carta y repasó lo que había escrito. Kit enviaba la misiva a un subordinado, al que le decía que las órdenes habían cambiado. Ya no tenía que llevar a la «cautiva» al Alcázar de Dargaard. Debía conducirla directamente a Neraka. El subordinado tenía que asegurarse de que Laurana siguiera viva e ilesa, al menos hasta que se hubiera realizado el intercambio por el Hombre Errante. Después, cuando Kitiara estuviera en posesión de la corona, Laurana se ofrecería como sacrificio ante la Reina Oscura.

Raistlin se quedó pensando. Kitiara tenía razón. No cabía duda de que Tanis iría a Neraka para intentar salvar a Laurana. ¿Había alguna forma de que Raistlin pudiera ser de ayuda? Kitiara lo quería allí por algún motivo, pero no lograba descubrir cuál. No lo necesitaba para capturar a Berem. La conspiración estaba muy avanzada y no quedaba nada que él pudiera hacer. Ariakas lo había enviado para traicionar a Kit. La Luz Oculta lo había enviado para traicionar a Kit y a Ariakas. Iolanthe tenía preparado algún complot por su cuenta. Todos tenían el puñal preparado, listos para clavarlo en la espalda que hiciera falta. Raistlin se preguntó si no acabarían matándose entre sí.

Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por unas fuertes pisadas que resonaban sobre el suelo de piedra. Iolanthe se quedó pálida como una muerta.

—Debo irme —anunció apresuradamente, envolviéndose en su capa—. Raistlin, ven a verme cuando vuelvas a Neraka. Tenemos muchas cosas de las que hablar.

Antes de que pudiera decir nada, Iolanthe lanzó la arcilla mágica contra la pared, se coló por el portal antes siquiera de que hubiera acabado de abrirse y lo cerró rápidamente tras de sí.

Las pisadas se acercaban, lentas, resueltas, osadas. El aire de la habitación se volvió gélido como la muerte.

—Estás a punto de conocer al señor del Alcázar de Dargaard, hermanito —dijo Kitiara, intentando dedicarle una de sus sonrisas maliciosas, pero Raistlin vio que se borraba de sus labios antes de nacer.

20

El Caballero de la Rosa Negra

El reloj de estrellas

DÍA VIGESIMOTERCERO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

La frialdad de la muerte reptaba por el suelo, se filtraba por las grietas de las paredes de piedra, exhalaba su aliento por las ventanas rotas. Raistlin tembló envuelto por aquella gelidez espectral, dejó la pluma en la mesa y escondió las manos en las mangas de la túnica para calentárselas. Se levantó para estar preparado.

—Soth es atroz —dijo Kitiara, con la mirada clavada en la puerta—. Pero no te hará daño mientras estés bajo mi protección.

—No necesito tu protección, hermana —contestó Raistlin, molesto por el tono paternalista con que le había hablado.

—Simplemente ten cuidado, ¿entendido, Raistlin? —repuso Kitiara ásperamente.

Se quedó sorprendido. Era muy raro que lo llamase por su nombre.

»
Soth podría matarnos a los dos con una sola palabra —añadió Kitiara en un tono más suave.

La puerta se abrió y entró el terror.

El Caballero de la Muerte se quedó en el umbral. Resultaba imponente con aquella armadura de un caballero solámnico de la época del alzamiento de Istar. Era una armadura hermosamente trabajada y que antaño había brillado con orgullo plateado. Ennegrecida y manchada de sangre, sólo quedaría limpia si se lavaba con las aguas de la redención, pero Soth no tenía el menor anhelo de encontrar el perdón. De los hombros le caía una capa negra, un harapo cubierto de sangre.

Por las rendijas del yelmo se adivinaba el resplandor carmesí de sus ojos, enrojecidos por la pasión que no había podido controlar y que había sellado su destino. Lanzaba su ira contra su sino, contra los dioses; incluso contra sí mismo, en algunos momentos. Únicamente con las sombras de la noche, cuando las
banshees
entonaban para él el cántico lastimero de su propia caída, el fuego abrasador de su mirada quedaba reducido a las brasas incandescentes del amargo remordimiento. Cuando el canto se apagaba con la llegada de un nuevo día, la ira de Soth se avivaba de nuevo.

Raistlin había recorrido muchos lugares oscuros a lo largo de su vida, quizá ninguno más tenebroso que su propia alma. Se había sometido a la temida Prueba de la torre. Había atravesado el Bosque Oscuro. Se había quedado atrapado en la pesadilla que era Silvanesti. Había sido prisionero en las mazmorras de Takhisis. En todos aquellos lugares había tenido miedo. Pero cuando miró el fuego infernal que consumía la mirada del Caballero de la Muerte, Raistlin sintió un miedo tan abrumador, tan paralizador, que creyó que podría morir de terror.

Podía aferrarse al Orbe de los Dragones, pronunciar las palabras mágicas y desaparecer tan rápido como había hecho Iolanthe. Estaba buscando con dedos temblorosos el orbe, cuando se dio cuenta de que Kitiara lo observaba.

Los labios de su hermana se curvaron. Estaba poniéndolo a prueba, provocándolo como cuando era un niño y quería que aceptara un reto.

La furia actuó en Raistlin como si fuera una poción y le devolvió la valentía y la capacidad de pensar. Se dio cuenta de algo de lo que se habría podido percatar antes si no hubiera sentido tal pavor: el miedo era mágico, un hechizo que Soth había lanzado sobre él.

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