La torre prohibida (17 page)

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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

En aquel lugar perdido, lleno de personas que se habían olvidado de sí mismas, nadie se acostumbraba jamás a las pesadillas que las acosaban cada noche. También Julia tenía la suya, aunque nunca se la hubiera contado a nadie. Ni siquiera al doctor Engels.

Las pesadillas eran la clave de todo. Era la conclusión a la que había llegado durante los años que llevaba allí encerrada. No sabía qué significaba eso, de qué podrían ser la clave las pesadillas. Pero estaba segura de que no sólo dejarían al descubierto todos los recuerdos perdidos. Y la respuesta podía estar tras esa puerta oculta.

El clamor de la alarma de incendios que perforaba el aire cesó con la misma brusquedad con que había comenzado. Y Julia entró en la oscuridad sin mirar atrás. En la más completa oscuridad.

Capítulo 23

T
ras unos minutos caminando por el desierto, el sudor empezó a deslizarse por la frente de Jack, a pesar de que llevaba puesta su vieja gorra de los Lobos de Nuevo México, el equipo de baloncesto de su universidad. Se la quitó un momento y se secó con la mano. El sol, elevado sobre el horizonte, empezaba a caer como una losa sobre Monument Valley.

A los lados del camino, la escasa vegetación desértica ponía una nota verdusca y parda en el amarillo y naranja del terreno. Era increíble imaginar a los indios campando por ese territorio a la caza del búfalo. Si había un paraje que se asociara con las películas del Viejo Oeste, era ése sin ninguna duda: las altas mesas emergiendo de la tierra yerma como colosos de piedra, las aves carroñeras surcando el cielo sin nubes, o con nubes de albura insuperable; los cactus y chumberas desperdigados, tratando de robar algo de agua del subsuelo sobre el terreno seco…

Sumido en esos pensamientos, Jack llegó al punto desde el que había reconocido el paisaje del dibujo. No se detuvo. Fijó la mirada en la parte más baja, donde podía verse la roma zona pétrea indicada por la cruz que también estaba en el dibujo. Ahora, a pleno día, le parecía aún más evidente que allí había alguna clase de oquedad. La entrada de una cueva subterránea.

Bebió un largo trago de agua de su cantimplora y apretó el paso. Mientras descendía por la suave ladera no pudo evitar volver a recordar el sueño en que se le apareció Pedroche. Había algo en lo que le dijo que era incapaz de explicarse de un modo racional. Por eso estaba allí, a punto de alcanzar esa gruta marcada en un dibujo que no recordaba haber hecho, dispuesto a descubrir la verdad que ocultara.

A un centenar del metros de la formación rocosa, se detuvo un instante. No se había dado cuenta de que estaba jadeando por el calor y la velocidad creciente de su paso, más rápido al son de los latidos de su corazón y la excitación que notaba dentro de sí. Trató de relajarse. Ralentizó la marcha como quien cuenta hasta diez para evitar un acceso de ira. Cada vez más cerca, vio que sus sospechas eran ciertas. Las rocas tenían una especie de corte en un lado, una puerta natural que parecía hender el suelo. Antes de entrar en el túnel, Jack tuvo que apartar los restos de un gran cactus, ya muerto, que había crecido justo delante. Como si se tratara de un vigilante encargado de impedir el paso a cualquier curioso.

La intensa luz exterior impedía ver nada del interior. Jack avanzó tanteando con los pies. Aquello era como un acto de fe. Algo de lo que a él le quedaba muy poco. Cuando uno ha visto las atrocidades que comete el ser humano en las guerras, cuando ya nada puede explicar los actos más terribles, la fe queda apartada y enterrada. Enterrada en lugares ocultos y oscuros como aquél.

—Seré estúpido… —se dijo Jack a sí mismo.

Llevaba una linterna en su mochila. La encendió y rompió con ella las tinieblas del interior del pasadizo. No se veía el fondo, pero sí que descendía con una pendiente constante y que estaba cubierto por fragmentos de roca. Con la linterna apuntando hacia el suelo, Jack avanzó cuidadosamente. Casi al fondo, el haz se dispersaba como si algo absorbiera su luz.

Cuando Jack llegó allí, comprendió el porqué: al final, el pasadizo se abría a una cueva de un tamaño respetable, como un salón grande de techo bajo. Las piedras de la parte superior estaban resquebrajadas. Jack las contempló durante unos instantes, antes de decidirse a entrar. No parecía haber nada en el interior de esa sala subterránea. Empezó a pensar que lo que estaba haciendo era absurdo. ¿Qué esperaba encontrar?

Pero entonces dirigió el haz hacia los laterales y vio algo que le hizo temblar: en una pared lisa había un grabado antiguo. Representaba a un grupo de jinetes indios en desbandada. Tras ellos había una figura mucho más grande que los seguía. Era el demonio. El mismo demonio de la fotografía que Jack encontró en el doble fondo del maletín, aunque no había ningún número escrito debajo. ¿Por qué sí en la fotografía? ¿Qué podía significar?

Con la luz fija en la pared, Jack avanzó sin darse cuenta hacia el petroglifo, adentrándose en la cueva. El suelo era irregular, pero consiguió cruzar la cueva sin tropezarse. Al extender el brazo para tocar con sus dedos la inquietante imagen, Jack sintió que se le erizaba el pelo
y
un hormiguero en toda la mano. La retiró, repentinamente asustado. Se giró para apartar su vista del ser grabado en la piedra y, en ese momento, el haz de la linterna se posó casualmente en un punto al otro lado de la sala. —¿Qué…?

Había una cavidad en la que algo brilló. Con el mismo cuidado que cuando descendió por el túnel, Jack se dirigió hacia esa cavidad. El brillo seguía allí, cada vez más intenso. Se inclinó, pues el techo se hacía en esa parte más y más bajo. El hueco no era recto, sino que se abría hacia un lado. Al girarse hacia él al fin pudo distinguir lo que había provocado aquel brillo: un pequeño cofre metálico, de metal bruñido.

Había piedras disgregadas delante, formando una especie de tosco muro. Jack levantó una de sus piernas, formando un arco, para salvarlo. Tenía la mano a escasos centímetros del cofre cuando algo se removió por detrás. Algo que emitió un fuerte siseo. Una pequeña cabeza triangular, seguida de un cuerpo en forma de tubo, se lanzó de repente hacia su mano.

Jack tuvo el tiempo justo para apartarla. El inesperado ataque de la serpiente le hizo retroceder de un salto. Se golpeó la cabeza contra el techo y perdió pie, cayendo de espaldas. Soltó la linterna de la mano. A toda prisa, se incorporó y se alejó sin perder de vista la luz de la linterna, que ahora proyectaba un haz ligeramente elevado sobre la superficie irregular. No parecía prudente ir por ella, pero Jack no estaba dispuesto a marcharse sin el cofre.

Cada vez veía mejor. Sus ojos empezaban a adaptarse a la escasa iluminación. Se agachó en busca de un cascote y cogió uno grande, que estaba suelto. Lo agarró con fuerza entre ambas manos y dio un par de pasos hacia delante. La serpiente seguía siseando y deslizándose entre las rocas. De pronto, su figura se proyectó como una sombra chinesca en la pared que iluminaba la linterna. Jack aprovechó la oportunidad. Se lanzó hacia ella con la piedra en alto y se la arrojó con todas sus fuerzas.

Antes de que la luz se apagara, Jack creyó ver cómo su cabeza quedaba machacada. Al igual que el extremo de la linterna. Si antes la oscuridad era casi total, salvo en la pequeña zona iluminada, ahora se tornó tan absoluta como la de una noche sin luna en un bosque impenetrable. La excitación de Jack iba en aumento. El susto que le había dado la serpiente se había convertido en un terror ancestral: el miedo a la oscuridad en una trampa como aquella.

Pero ya no se oía ningún siseo. No se oía nada, salvo el ruido los latidos de su propio corazón. Jack esperó, completamente quieto, durante un par de minutos. Había perdido la noción del tiempo. Trató de orientarse. Cuando fue capaz de reunir el valor suficiente, avanzó tanteando el suelo para ir por el cofre en medio de la negrura. Se movía a cuatro patas, como un simio. Casi a la altura de la oquedad —o donde él creía que debía estar—, notó que una de sus manos se humedecía con un líquido tibio y pringoso. La retiró con tanta rapidez como antes, cuando la serpiente le atacó. Aunque ahora sólo se trataba de su sangre, vertida encima de las rocas.

Al menos eso confirmaba que la había matado. Ya no había peligro. Reconoció tanteando la ancha elevación que había ante el hueco y se tumbó en ella con los brazos extendidos hacia el interior de la cavidad. Como si algo las guiara, sus manos tocaron las paredes metálicas y lisas del cofre. Era pequeño, algo menor que una tartera para el almuerzo y con una forma parecida. Aunque pesaba más de lo que Jack supuso por sus reducidas dimensiones.

En cuanto lo tuvo en su poder, le asaltó una intensa sensación de agobio. Volvió atrás, alejándose de la oquedad para buscar la salida de la cueva. La forma del túnel que conducía a ella impedía que entrara la luz, salvo un lejano reflejo. Pero era suficiente para tener una referencia. Nervioso, Jack dio varios traspiés y estuvo a punto de caerse en varias ocasiones. Ya no le importaba. Sólo quería salir de aquel lugar cuanto antes, para sentirse a salvo y abrir el cofre. Necesitaba ver lo que contenía. Lo necesitaba como el aire que respiraba.

Consiguió al fin alcanzar la boca del túnel, que ahora le pareció más inclinado e impracticable. Se detuvo jadeando después de recorrer un buen trecho. Algo había cambiado. Era como si se hubiera convertido en un laberinto, con recovecos que no llevaban a ninguna aparte. El resplandor que ahora le guiaba —o le conducía a una trampa— parecía surgir de ninguna parte. Confuso, asustado y desorientado, Jack ni siquiera sabría decir cuánto había recorrido o el tiempo que llevaba allí dentro.

De improviso, el suelo cedió bajo sus pies. Jack creyó que iba a caer en un pozo, aunque eso no le hizo soltar el cofre. Por suerte, la losa quebrada sólo le hizo perder pie y caer hacia delante. Se magulló las rodillas y los codos. Pero desde el suelo logró ver un pequeño haz de luz que brillaba contra una de las paredes del túnel. Una sensación de apremio le ayudó a levantarse, sin notar siquiera el dolor del golpe. El vello de su nuca se erizó. Como cuando, de niño, tenía la sensación de que había alguien a su espalda a punto de atacarle, aunque no fuera capaz de verlo.

El sol estaba en lo más alto del cielo para esa época del año. Los ojos de Jack se habían acostumbrado a la oscuridad de la gruta y quedaron repentinamente cegados por la fúlgida luz. Una brisa de intensidad creciente agitó su pelo. No tenía su gorra. Debía de habérsele caído en algún lugar del túnel o en la gruta.

En todo ese tiempo no había reparado en que estaba sediento. Dio otro largo trago de agua de su cantimplora y se dispuso a abrir el cofre. En su interior debía estar la respuesta que buscaba. La que le prometió el viejo Pedroche en su sueño. Se sentó en una roca que estaba a un lado de la boca del túnel y puso el cofre sobre sus piernas. No tenía otra cerradura que un pasador metálico. Jack lo giró con la mano para descorrerlo. Tragó saliva y notó cómo afluían a su mente innumerables ideas inconexas.

Entonces se detuvo, vacilando. Retiró la mano del pasador y se quedó largo tiempo mirando el cofre, sin decidirse a abrirlo.

—No —dijo en voz alta.

El doctor Jurgenson le había advertido sobre lo que le estaba ocurriendo. Aunque aquel cofre era real, tangible, lo tenía sobre sus piernas y podía notar su peso. Era su imaginación la que estaba desvirtuando la realidad, como un torrente desbocado, tratando de dar sentido a elementos que nada tenían que ver entre sí.

—No —se repitió para remarcar la firmeza de la decisión que acababa de tomar.

Si iba a abrirlo, no lo haría allí, solo. Lo haría con Amy. Con ella a su lado. Confiando en ella y apoyándose en su amor.

Después de unos momentos más de duda, al fin reunió el coraje para abandonar su último deseo de abrir el cofre. Volvió a cogerlo entre sus manos, se levantó y miró a lo alto, hacia el sol. Luego dirigió su vista al horizonte, imponente, sobrecogedor. Su espíritu estaba ahora extrañamente apaciguado.

Con Amy sería capaz de superar cualquier cosa. Y con Dennis. Con ellos y por ellos.

Capítulo 24

E
l hall entero de la clínica se había convertido en un campo de batalla. De las cocinas salía un humo denso y negro, que se arrastraba por la planta baja. El suelo estaba plagado fragmentos de cristal. Las cortinas pendían, desgarradas, frente a las ventanas rotas. Todos los muebles estaban volcados o hechos pedazos. Gritos y aullidos de dolor rasgaban el aire.

Jack contempló atónito a dos bandos enzarzados uno contra el otro. Medio centenar de hombres enloquecidos golpeándose sin piedad. Maxwell se encontraba en una esquina, cobardemente alejado del resto. No dejaba de berrear, como poseído. Su voz chillona y enloquecida se dejaba oír por encima de los demás gritos.

—¡MATADLOS! ¡MATADLOS A TODOS!

Él era el cabecilla de uno de los bandos. Jack se puso a toser con aspereza. Los ojos le lagrimeaban por el humo, que se propagaba por el hueco de la escalera como en una chimenea. Entre las lágrimas consiguió ver una mancha borrosa a través de una de las ventanas. Era un grupo de pacientes congregados en el jardín, frente a la entrada de la clínica. Allí no había lucha. Deseó que Julia estuviera entre ellos. Imaginaba que habría salido por la puerta de servicio para evitar la ciega marea humana. Eso debería haber hecho él también, pero sólo se le ocurrió cuando ya estaba atrapado en medio de la marabunta.

Oyó nuevos gritos y un tropel de pasos recorriendo los pasillos del primer piso. La clínica entera se había vuelto loca. Tenía que salir del edificio cuanto antes. Se movió con precisión y rapidez, alejándose lo más posible de lo peor de la refriega. De pronto, se escuchó el estrépito de algo que crujía y nuevos aullidos.

—¡SIII! —berreó Maxwell triunfalmente.

Dos de sus «soldados» habían agarrado una mesa por las patas y aplastado a un hombre escuálido contra una pared. Se retorcía entre el muro y la madera como un gusano moribundo.

—Dios… —susurró Jack.

Se habían vuelto todos locos, sí. La escena le hizo bajar la guardia y quedarse plantado en medio del hall. Al descubierto. Notó un movimiento a su derecha. Uno de aquellos dementes iba directo hacia él, gritando y con los brazos en alto. Jack lo esquivó como pudo y le golpeó con el codo en pleno rostro. La nariz del hombre se quebró con un chasquido. Empezó a salpicar sangre en todas direcciones; chorros que empaparon al instante sus ropas, como si le hubieran abierto en canal igual que a un puerco. Jack sintió sobre su propio rostro un baño rojo y caliente.

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