—No sé de dónde pudo escaparse aquel tipo —dijo—. Pero ¿no te parece curioso que, de entre todos los que estamos aquí, aquel tornado negro se lo llevara precisamente a él y a nadie más?
Si a Julia eso le pareció una locura, no lo demostró. De hecho, insinuó algo todavía más insensato.
—El tornado volvió al lago justo después de cogerlo a él…
«Cogerlo a él.» Era una extraña forma de decir que un tornado se había tragado a alguien. Daba a entender que tuviera voluntad propia, o que una lo dirigiese.
—Olvídalo —dijo Jack.
Todo eso rozaba los delirios de Maxwell.
—Sí —asintió Julia al instante—. Es absurdo. Es por el calor, supongo. Se le fríe a una el cerebro.
Sonrió levemente, para alivio de Jack. Quizá no lo hubiera estropeado todo con su gesto de antes.
—Sí. Debe de ser el calor.
—Voy al… Ahora vuelvo.
Ella se levantó. Hacía ya rato que necesitaba ir al cuarto de baño. La habitación seguía envuelta en la claridad inquietante de la luna. Julia llegó en cinco pasos hasta la puerta. La abrió y apretó el interruptor que encendía un fluorescente sobre el espejo. Su luz era igual de pálida que la de la luna. Parpadeó varias veces hasta encenderse. Sólo entonces Julia notó que había algo escrito en la superficie del espejo.
Vio el reflejo de su propio rostro por encima de una serie de números. Estaban garabateados con lo que parecía ser betún. Una cifra como la que había grabada a fuego en una de las puertas de la torre. Pero distinta de la suya. Esta era la cifra de Jack: 27.143.616.
A
my estaba inquieta. Había hablado otra vez por teléfono con el doctor Jurgenson, pero éste no había conseguido calmarla. Jack se había marchado el día anterior y aún no había dado señales de vida, ni contestaba a su teléfono móvil. Dijo que tenía que cubrir una noticia en el extremo oeste del estado, pero ella sabía que su jefe en el periódico le había dado unos días libres.
Sólo podía esperar. Aunque, si no volvía a casa o llamaba antes de la noche, avisaría a la policía. Ése era el tiempo y la tensión que sus nervios eran capaces de aguantar.
Dennis estaba en su habitación, durmiendo. Un ruido en el exterior hizo a Amy cruzar el salón y mirar por la ventana. Temía que pudiera ser un coche patrulla con las peores noticias. Pero se tranquilizó al ver un reluciente Mercedes que se detenía frente a la casa un instante y luego seguía adelante.
Amy regresó a la cocina. Se estaba entreteniendo en hacer una tarta. Eso la ayudaba a no pensar demasiado en la situación de su marido. En la situación de toda la familia. Amaba a Jack con toda su alma. Por él, haría lo que fuera, lo daría todo. Estaba segura —o eso quería creer— que con ella a su lado, apoyándole y queriéndole, podría superar cualquier cosa. Que todo se podría arreglar. Como la primera vez, cuando regresó de Níger. No había nada más fuerte que el cariño incondicional.
El timbre de la casa sonó. Amy dio un respingo y se le cayó de la mano la espátula con la que untaba mantequilla en el molde de la tarta. De nuevo embargada por los temores, corrió hacia la puerta y la abrió sin mirar quién era.
Frente a ella apareció un hombre de unos treinta o treinta y cinco años, bien vestido, con aspecto elegante. En su muñeca lucía un reloj dorado que, teniendo en cuenta el resto de su indumentaria, probablemente era de oro auténtico.
—¿Sí, qué desea? —dijo Amy.
—Buenos días. Soy amigo de su marido. ¿Podría hablar con él un momento, por favor?
Amy no sospechó nada.
—Jack no… No está en casa.
—Bien —dijo el desconocido, en tono enigmático.
Antes de que Amy pudiera añadir nada más, el hombre sacó una pistola de un bolsillo de su reluciente abrigo negro de lana de alpaca.
—Silencio —dijo, él mismo en voz muy baja—. Adentro —ordenó—. Tenemos mucho de que hablar tú y yo…
Su sonrisa se tornó gélida, como una mueca demente. Sus ojos mostraban una lejanía y una dureza imposibles de calificar. Amy retrocedió e, instintivamente, miró hacia las escaleras que llevaban al piso de arriba, donde Dennis dormía ajeno a todo.
—No debes temer nada por tu hijo. Dentro de poco se acabará todo.
—¿Acabar…? ¿El qué?
Por primera vez, Amy encontró los arrestos para enfrentarse al desconocido. Éste se acercó a ella y la empujó sin contemplaciones hacia la cocina.
—Si gritas o haces algún ruido, mataré al niño —dijo él con el mismo tono glacial que antes.
Al entrar en la cocina, de espaldas, Amy tropezó con la mesa y uno de sus brazos empujó un vaso de leche, que cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. El desconocido no se inmutó. Pasó sobre él alargando el arco de las piernas. Amy estaba acorralada en una esquina, muerta de miedo. No sabía lo que pretendía aquel hombre, quién era o por qué hacía aquello.
—¿Estabas preparando una tarta? —dijo él, y sin esperar respuesta, añadió—: Una mujer hacendosa, ¿eh?
Con su mano libre, metió el dedo en la masa, luego se lo llevó a la boca y emitió un sonido de satisfacción. Ella aprovechó la aparente bajada de guardia del desconocido para decir:
—Mi marido no tardará en llegar.
—Yo creo que sí.
Un pensamiento funesto surgió en la mente de Amy.
—¿Le ha matado?
—No. Ni pienso hacerlo. Su castigo… —empezó a decir, pero no terminó la frase.
En lugar de eso, con Amy a un lado y sin dejar de apuntarla con su arma, fue abriendo los cajones hasta encontrar lo que buscaba: un largo cuchillo de sierra.
—Ahora vamos a ir juntos a tu dormitorio.
—No… Yo no…
Los ojos de Amy estaban muy abiertos. Empezaba a temer lo que ese hombre quería. El breve alivio por saber que no había matado a su marido se había disipado.
—¡Arriba, he dicho!
El hombre la agarró por un brazo y le puso el cañón de la pistola entre las cejas.
—Será mejor que no me hagas repetírtelo.
Al fin, ella obedeció. Fingió no oponer resistencia y empezó a caminar hacia la puerta. Pero, justo antes del umbral, se revolvió y saltó hacia el cajón de los cuchillos, que el desconocido había dejado abierto. Su mano llegó a agarrar el mango de uno de ellos, pero no tuvo tiempo de volverse. Un fuerte golpe en la nuca la hizo estar al borde de perder el conocimiento.
—¡Maldita puta! —masculló el hombre.
La agarró por el cuello y tiró de ella hacia atrás con fuerza. Salió de la cocina al salón sin soltarla y la llevó casi arrastrando por las escaleras hacia el piso superior. En medio del pasillo, ella trató de revolverse de nuevo y tiró el jarrón que estaba sobre el aparador. Con uno de sus brazos se aferró al mueble, pero no pudo resistir el tirón del hombre, y sus uñas dejaron marcada la pared.
Desde la habitación de Dennis llegó la voz del niño, que llamaba a su madre.
—¡Dennis! —gritó ella, sin pensar en las amenazas del desconocido.
Éste redobló su esfuerzo y por fin entró, tirando de ella, en el dormitorio. La echó sobre la cama y le dio un tremendo bofetón. En el umbral apareció el niño, con cara somnolienta, agarrado a su osito de peluche. Amy volvió a gritar al verlo, de un modo histérico.
—¡Corre, Dennis, corre!
Pero no tuvo tiempo de reaccionar. El hombre se abalanzó sobre él y lo levantó en sus brazos. Después cerró la puerta de la habitación.
—Hola, pequeñín —dijo con una dulzura repugnante.
Dennis estaba empezando a llorar. El hombre se giró hacia Amy, atenazada por el miedo, y le recriminó:
—¿Ves lo que has hecho, zorra? Yo no quería meterle en esto. Pero tú me has obligado.
Con el niño en brazos, se acercó a la pared. Lo izó, como si fuera a hacerle una carantoña, y, de repente, con furia, lo proyectó contra ella. Su cabeza impactó de lleno y Dennis quedó inerte, con los bracitos flojos a ambos lados del cuerpo.
—¡NOOO! —gritó Amy creyendo que lo había matado.
No tuvo tiempo de saber si había sido así. El desconocido dejó al niño en el suelo y se tendió sobre Amy en la cama. Le puso una rodilla en el pecho y le metió un pañuelo en la boca con una de sus manos, mientras con la otra, la que empuñaba el cuchillo, empezaba a cortarle el cuello. Muy despacio, con firmeza, recreándose.
La sangre fue brotando como una corriente que se abre camino entre las rocas: despacio al principio, para luego vencer la resistencia de la carne y saltar a chorros.
—No sabes quién soy, ¿verdad? —dijo el hombre, frenético por la excitación—. Soy Kyle Atterton. Tu marido quiso joderme en Níger y ahora le estoy jodiendo yo a él, ¿no crees?
Era evidente que Amy no podía contestar. La vida aún estaba en ella, pero se le escapaba rápidamente por la garganta, con el torrente de sangre. Pensaba que aquel terrible sufrimiento iba a acabar, pero Atterton no estaba dispuesto a abandonar tan pronto su macabro disfrute. Dejó de cortar, taponó el cuello de Amy con la almohada y le arrancó el vestido y las bragas. Torpemente, con su mano libre, se bajó los pantalones.
Ella ni siquiera pudo resistirse a la violación. No tenía ya fuerzas. Mientras la violaba, Atterton le susurró al oído algo enfermizo, entrecortado por su excitación:
—Los pavos reales macho… son capaces de follarse a un palo…, siempre que tenga puesta… la cabeza de una hermosa hembra.
Cuando terminó, satisfecho y casi en estado de éxtasis, quitó la almohada del cuello de Amy. Ya estaba muerta. Él se maldijo y le clavó el cuchillo en el pecho. Con toda su furia desatada, fue sajando el cuerpo sin vida hasta el vientre. La hoja de sierra desgarró, más que cortar, dejando al descubierto las entrañas de Amy.
Atterton volvió a tumbarse sobre ella, como si emulara un abrazo amoroso. La besó en el pelo y luego miró hacia la pared. El brillo demente seguía en sus ojos, más intenso que nunca. Sonrió a las manchas de sangre, como si fuesen la pintura de un artista abstracto.
Aún le quedaba algo por hacer. Para culminar su obra. Se levantó de la cama y miró hacia el niño, que estaba sin conocimiento en el suelo de la habitación. Antes de ir hacia él, sacó su arma y le disparó en la frente al cadáver de Amy. Con el cañón todavía caliente, volvió a guardarla y entonces se agachó junto a Dennis. Le puso una mano en el cuello, para comprobar si tenía pulso. Estaba vivo. Y eso no podía permitirlo. Lo cogió entre sus brazos, abrió la puerta del dormitorio y salió al pasillo. El cuarto de baño quedaba frente al aparador donde Amy había tirado el jarrón y dejado las marcas de sus uñas, en un vano intento por escapar.
Atterton empujó la puerta, que no estaba cerrada del todo, con el pie. Colocó a Dennis bocabajo en la bañera y abrió el grifo al máximo. Mientras se llenaba, lo empujó por la espalda con uno de sus brazos. El niño no hizo el menor movimiento. Se ahogó sin darse cuenta de nada. El golpe en la cabeza le había producido una conmoción cerebral y el coma. De todos modos, habría muerto.
N
i Jack ni Julia pudieron dormir en todo el resto de la noche. Tenían los dos mucho que asimilar. Él ni siquiera recordaba haber escrito aquellos números en su propio espejo. Menos aún era capaz de decir qué podían significar. Imaginaba que los habría puesto allí en sueños, sonámbulo, en algún momento de su pesadilla.
Al verlos, Julia estuvo de nuevo a punto de contarle la verdad sobre lo que hizo la tarde anterior, cuando desapareció de su lado. No dudaba de que hubiera una relación entre su número y el de Jack, y que descubrir el sentido de uno llevaría inevitablemente a descubrir el del otro. Pero una vez más acabó impidiéndose a sí misma confiar en él. Además de por su innato recelo, porque no terminaba de creerse todo aquello: entradas secretas, puertas ocultas bajo tierra, números misteriosos que los perseguían.
—¿Has terminado? —interrumpió él sus pensamientos.
Era muy pronto, pero estaban ya en el comedor, desayunando juntos. Ninguno de los dos tenía hambre. Jack sólo había conseguido tomarse unas tiras de beicon, y Julia apenas dio un par de bocados a sus tostadas.
—Sí, ya he terminado… Y voy a ir contigo.
—¿Estás segura? ¿De verdad quieres venir conmigo?
—Sí.
Jack se alegró de oír eso. Había decidido llevar a cabo una especie de experimento. Parecía claro que virtualmente nadie de fuera visitaba la clínica. Lo que pretendía averiguar es qué pasaría si alguien —él, y ahora también Julia— intentara salir de sus dominios. No debía suponer un gran reto. Lo lógico es que les bastara recorrer la media docena de kilómetros que les separaba de la verja de entrada, y cruzarla. Igual que la atravesaron en sentido contrario el día en que llegaron a la clínica. Y, a partir de ahí, ¿quién sabe?
Jack no le había dado muchas vueltas, pero parecía una buena idea seguir sin más el camino de grava y, después de eso, la carretera hasta llegar a algún pueblo o, al menos, a una gasolinera. Sería refrescante ver rostros nuevos —unos que no mostraran la impavidez de los pacientes— y encontrarse en un escenario distinto de las paredes blancas de la clínica y sus insulsos jardines.
Estaba seguro de no ser el primero al que se le ocurría algo tan obvio como intentar salir de la clínica por su puerta principal. Maxwell también debía haberlo hecho, igual que trató de adentrarse en el bosque donde Jack se perdió y del que tuvo que salir huyendo. Aun así, por más que su mente le dijera que aquello era lo más normal del mundo, no conseguía apartar la sensación de que iba a suceder algo inesperado.
—¿Tú nunca has intentado salir de aquí? —le preguntó a Julia.
—¿Para ir adónde?
Esta vez fue Jack quien se encogió de hombros.
—A cualquier sitio.
—No. Nunca.
Jack y sus preguntas estaban «despertándola». Ya no lograba recuperar la indiferencia en que la habían sumido los últimos tres años allí. Llegó a la clínica cuando tenía diecinueve, sin recordar nada de su vida anterior y sabiendo muy poco de la vida en general. Julia se hizo adulta en ese lugar. Eso había contribuido en gran medida a que admitiera como rutinarios la multitud de hechos extraños que la rodeaban. Pero ahora, vistos a través de los ojos de Jack, empezaban a parecerle cualquier cosa menos normales.
A las ocho menos cuarto de la mañana el calor ya lo inflamaba todo. Jack tenía la impresión de que, con cada nuevo día, se adelantaba el amanecer. El sol debía tener prisa por echar del cielo a la luna y castigarles con sus rayos abrasadores.